domingo, 13 de julio de 2025

Los ruidos y las plantas

Milia Gayoso Manzur

 

Estaba leyendo “Un puente sobre el Drina” cuando escuchó ruidos en el patio. Eso ocurrió como a las once de la noche, comenzó a leer el libro cuando terminó el noticiero en la televisión.

Los ruidos no eran claros, de pronto parecían pasos o el ruido de un mueble que se arrastra. Nora dejó el libro sobre la cama y se levantó, fue hasta la ventana y miró a través del vidrio, alzando levemente la cortina. No vio nada, pero continuó escuchando ruidos, entonces dijo para sí que a lo mejor era el viento que soplaba muy fuerte y movía las ramas del paraíso que estaba en el patio. “O mueve las hojas duras de esa planta horrible de la vecina”, pensó. La planta de la vecina que ella aborrecía era una especie rara, de tallos duros y hojas alargadas en forma de vaina, muy duras, pero lo más llamativo eran sus flores, unas flores extrañas en forma de capullo cerrado que estaban formados por numerosos pétalos blancos y duros que tienen la forma de dientes humanos. El odio hacia esa planta tenía su historia. Cuando Nora era chica había una en el fondo del patio de la casa de sus abuelos y una tarde cuando jugaba con sus amigas, una de ellas le dijo que esa planta crecía donde estaba enterrado un muerto, por eso la forma de dientes de sus flores. Nunca más se acercó hacia el fondo, especialmente si ya estaba oscureciendo.

Muchas veces, por las noches escuchaba el rugir del viento y le parecía que se mezclaba con ese ruido un llanto lastimero o un pedido de auxilio. Cuando pasó el tiempo y se mudó jamás dejó de pensar en esa planta y aunque con los años ésta desapareció del patio, no le agradaba estar en el lugar donde había crecido. Cuando se mudó a la casa que ocupaba ahora descubrió que la vecina tenía una gran cantidad de esas plantas que crecían en el lindero de su terreno, formando una muralla natural. Le pareció infantil seguir temiéndole a unas inofensivas plantas, a sus años.

Los ruidos continuaban, por supuesto que no pensaba salir a averiguar qué estaba pasando. “Por mí, que roben el juego de jardín, si son ladrones”, se dijo, y se acostó para continuar leyendo. No hubo caso, por más que leía y leía no entendía en absoluto lo que el autor narraba, el dichoso libro tenía como protagonista un puente, centenario y vetusto y lo que ella necesitaba era algo más ágil, más entretenido. Entonces se levantó, fue hasta su biblioteca y repasó los títulos en busca de algo que le ayudara a relajarse. Tomó una novela, de esas llamadas rosa, y se acomodó sobre sus cuatro almohadones dispuesta a concentrarse en la obra y olvidarse de los ruidos, pero éstos no se olvidaron de ella. Continuaron más intensos, de pronto parecían voces, pasos, o el roce de un cuerpo al sentarse. Entonces perdió la serenidad. “Necesito un perro”, pensó, “tengo que comprar inmediatamente un perro enorme, de policía, que con su sola presencia infunda terror”.

Se dispuso a salir en el momento en que los ruidos eran más intensos, preparada con un martillo en una mano y un cuchillo en la otra. Abrió la puerta de golpe como para sorprender a quien estuviera, pero no encontró nada. No había ni siquiera viento, sólo un rayo de luna habitaba el frente de su casa. Miró hacia el costado, donde estaba la muralla natural de plantas con flores en forma de dientes. Allí estaban las inocentes plantas, exhalando su extraño aroma mezcla de su néctar y el anhídrido carbónico nocturno. Caminó hacia ellas y las miró desafiante. “Qué tontería –pensó–, tenerle miedo a una hilera de plantas, y que también si están creciendo sobre una hilera de muertos, éstos no hacen daño, peores son los vivos”, dijo, y se fue a dormir. Pero por las dudas puso todas las trancas en puertas y ventanas.

Intentó dormir, pero los ruidos continuaban, entonces decidió que a primera hora le iba a proponer a la vecina hacer una muralla que ella costearía íntegramente. Se imaginó que la vecina no se negaría a que le regalen una blanca muralla en reemplazo de sus antiestéticas plantas.

 

(Tomado de www.cervantesvirtual.com)

 

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