Milia Gayoso Manzur
Estaba
leyendo “Un puente sobre el Drina” cuando escuchó ruidos en el patio. Eso
ocurrió como a las once de la noche, comenzó a leer el libro cuando terminó el
noticiero en la televisión.
Los ruidos no eran claros, de pronto
parecían pasos o el ruido de un mueble que se arrastra. Nora dejó el libro
sobre la cama y se levantó, fue hasta la ventana y miró a través del vidrio,
alzando levemente la cortina. No vio nada, pero continuó escuchando ruidos,
entonces dijo para sí que a lo mejor era el viento que soplaba muy fuerte y
movía las ramas del paraíso que estaba en el patio. “O mueve las hojas duras de
esa planta horrible de la vecina”, pensó. La planta de la vecina que ella
aborrecía era una especie rara, de tallos duros y hojas alargadas en forma de
vaina, muy duras, pero lo más llamativo eran sus flores, unas flores extrañas
en forma de capullo cerrado que estaban formados por numerosos pétalos blancos
y duros que tienen la forma de dientes humanos. El odio hacia esa planta tenía
su historia. Cuando Nora era chica había una en el fondo del patio de la casa
de sus abuelos y una tarde cuando jugaba con sus amigas, una de ellas le dijo
que esa planta crecía donde estaba enterrado un muerto, por eso la forma de
dientes de sus flores. Nunca más se acercó hacia el fondo, especialmente si ya
estaba oscureciendo.
Muchas veces, por las
noches escuchaba el rugir del viento y le parecía que se mezclaba con ese ruido
un llanto lastimero o un pedido de auxilio. Cuando pasó el tiempo y se mudó
jamás dejó de pensar en esa planta y aunque con los años ésta desapareció del
patio, no le agradaba estar en el lugar donde había crecido. Cuando se mudó a
la casa que ocupaba ahora descubrió que la vecina tenía una gran cantidad de
esas plantas que crecían en el lindero de su terreno, formando una muralla
natural. Le pareció infantil seguir temiéndole a unas inofensivas plantas, a
sus años.
Los ruidos continuaban,
por supuesto que no pensaba salir a averiguar qué estaba pasando. “Por mí, que
roben el juego de jardín, si son ladrones”, se dijo, y se acostó para continuar
leyendo. No hubo caso, por más que leía y leía no entendía en absoluto lo que
el autor narraba, el dichoso libro tenía como protagonista un puente,
centenario y vetusto y lo que ella necesitaba era algo más ágil, más
entretenido. Entonces se levantó, fue hasta su biblioteca y repasó los títulos
en busca de algo que le ayudara a relajarse. Tomó una novela, de esas llamadas
rosa, y se acomodó sobre sus cuatro almohadones dispuesta a concentrarse en la
obra y olvidarse de los ruidos, pero éstos no se olvidaron de ella. Continuaron
más intensos, de pronto parecían voces, pasos, o el roce de un cuerpo al
sentarse. Entonces perdió la serenidad. “Necesito un perro”, pensó, “tengo que
comprar inmediatamente un perro enorme, de policía, que con su sola presencia
infunda terror”.
Se dispuso a salir en el
momento en que los ruidos eran más intensos, preparada con un martillo en una
mano y un cuchillo en la otra. Abrió la puerta de golpe como para sorprender a
quien estuviera, pero no encontró nada. No había ni siquiera viento, sólo un
rayo de luna habitaba el frente de su casa. Miró hacia el costado, donde estaba
la muralla natural de plantas con flores en forma de dientes. Allí estaban las
inocentes plantas, exhalando su extraño aroma mezcla de su néctar y el
anhídrido carbónico nocturno. Caminó hacia ellas y las miró desafiante. “Qué
tontería –pensó–, tenerle miedo a una hilera de plantas, y que también si están
creciendo sobre una hilera de muertos, éstos no hacen daño, peores son los
vivos”, dijo, y se fue a dormir. Pero por las dudas puso todas las trancas en
puertas y ventanas.
Intentó dormir, pero los
ruidos continuaban, entonces decidió que a primera hora le iba a proponer a la
vecina hacer una muralla que ella costearía íntegramente. Se imaginó que la
vecina no se negaría a que le regalen una blanca muralla en reemplazo de sus
antiestéticas plantas.
(Tomado
de www.cervantesvirtual.com)
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