José de la Colina
Durante más de diez años habíamos vivido sin
problemas en este edificio habitado por empleados gubernamentales o profesores
de escuela como yo hasta que un día en el terreno baldío que se ve desde la
ventana de nuestro piso apareció una vieja y esquelética mendiga despiojándose
al sol y como nos dio lástima le llevábamos por las noches mi mujer o yo las
sobras de nuestra comida a aquel lugar de muebles despanzurrados y maquinarias
paralíticas y latas herrumbrosas y ratas furtivas y la mendiga se arrojaba al
plato de cartón apenas lo poníamos en el suelo y devoraba el contenido lanzando
temerosas miradas a un lado y a otro como si alguien fuese a robarla pero al
poco tiempo ya no se resignaba a esperarnos y poco después de caer la noche la
oíamos subir la escalera con sus pies pesados y tocaba a nuestra puerta y gemía
larga y rítmicamente si tardábamos en abrir y presentarle lo que sin duda ya
consideraba un obligado tributo y así una noche tras otra y a veces nos
hundíamos en la habitación más retirada conteniendo el aliento y mi mujer
apretándose temblorosa contra mi pecho mientras la mendiga permanecía allá
junto a la puerta del departamento lloriqueando sin pausa y mecánicamente de
modo que como temíamos el escándalo de los vecinos, terminábamos saliendo y
dándole la pitanza bajando los ojos ante los suyos resentidos o irónicos y ella
se alejaba envolviendo el plato en su raída y remendada y sucia capa bajo cuyo
peso se inclinaba y así inexorablemente por no sabemos cuánto tiempo hasta que
los vecinos que ya se quejaban mucho ante nosotros hicieron que la policía se
llevara a la mendiga y con algún remordimiento nos sentimos exentos de aquella
servidumbre sin prever que una semana después se presentaría un hombre con
aspecto de pulcro burócrata que decía venir de cierta Sociedad y nos entregó
una caja con unos sucios andrajos que fácilmente reconocimos sobre todo por la
remendada caja y nos hizo firmar un recibo informándonos de que éramos
depositarios de esos bienes y no lo entendimos del todo sino hasta unos días
después cuando mi mujer se asomó a la ventana y lanzó un grito y empezó a
llorar y yo me asomé y allí en el terreno baldío había otra mendiga tal vez
menos vieja y menos flaca enteramente desnuda y rascándose las costras y
mirando hacia nuestra ventana y entonces comprendimos que había que bajar
llevando mi mujer el plato de sobras y yo la caja con los andrajos y que no
serviría de nada cambiarse de casa ni de colonia ni de ciudad ni tal vez de
país.
(Tomado
de www.talesofmytery.blogspot.com)
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