Alberto Moravia
Una calurosa mañana de julio estaba adormilado en
la plaza Melozzo da Forli, a la sombra de los eucaliptos, cerca de la fuente seca,
cuando llegaron dos hombres y una mujer y me dijeron que los llevara
al Lido de Lavinio. Los observé, mientras discutíamos el precio; uno era rubio,
corpulento, con una cara descolorida, gris, ojos porcelana celeste en unas
ojeras sombrías; parecía hombre de unos treinta y cinco años. El otro, más joven,
era moreno, de pelo enmarañado y anteojos de carey, el cuerpo desarticulado,
flaco; podía ser estudiante. En cuanto a la mujer, era flaca, tenía la cara
afilada y larga, enmarcada por dos bandas de cabellos sueltos, el cuerpo delgado
enfundado en un vestido verde que la asemejaba a una serpiente. Pero tenía la boca
roja y carnosa, como una fruta, los ojos hermosos, negros y brillantes como el carbón
mojado; y su manera de mirarme me indujo a aceptar el negocio. En efecto, acepté
el precio que me proponían; subieron: el rubio a mi lado, los otros dos atrás;
y emprendimos viaje.
Crucé toda Roma para salir a la carretera que empieza tras la Basílica
de San Pablo, la más corta para Anzio. Ante la basílica llené el tanque de
gasolina y enfilé a la carretera. Debía haber, calculé, unos cincuenta kilómetros; eran las nueve y
media, llegaríamos antes de las once, con tiempo para una zambullida en el mar.
La muchacha me gustaba, y confiaba en hacer amistad con ella; no era gente muy fina; por su acento, los hombres
parecían extranjeros,
acaso refugiados, de esos que viven en los campos de concentración, en los
alrededores de Roma. La muchacha, en cambio, era italiana, y precisamente
romana; tipo vulgar, también: supongamos que fuese mucama, planchadora o cosa por
el estilo. Pensando esto, paraba la oreja y oía, en el interior del auto,
hablar y reír a la muchacha y al moreno. Particularmente se reía la muchacha
que, según ya había observado yo, era desmañada y resbalosa, justamente como una
culebrita borracha. Al oír las risas, el rubio contraía y arrugaba la nariz
debajo de sus antiparras ahumadas, pero no decía nada ni volteaba. Bien es
verdad que le bastaba con levantar los ojos al espejito colocado sobre el
parabrisas para ver perfectamente lo que ocurría a su espalda. Dejamos de lado
los Trapistas, la E. 42, y de un tirón llegamos a la encrucijada de Anzio. Aquí reduje la velocidad y pregunté al rubio, mi vecino, a qué preciso lugar querían que los llevara. Me contestó:
–A
un lugar tranquilo, donde
no
haya nadie… queremos estar solos.
–Hay treinta kilómetros a Playa Desierta… ustedes
deben decidir –dije.
Desde su asiento, la muchacha gritó, aludiendo
a mí:
–Que decida él.
–¿Qué tengo yo que ver? –contesté.
–Que decida él –siguió gritando la
muchacha; y entre tanto se reía como si la frase le pareciera muy cómica.
–El Lido de Lavinio es muy concurrido –dije
yo entonces–. Pero los llevaré a un lugar
que no está lejos, donde nunca hay un alma.
A estas palabras, la muchacha volvió a reírse
y, palmeándome el hombro, desde atrás, dijo:
–Bravo… eres inteligente… comprendiste lo que
queríamos.
Yo no sabía qué pensar ante semejantes modales,
que por un lado me fastidiaban y por otro me infundían cierta esperanza. El rubio
callaba hoscamente; al fin observó:
–Pina, me parece que no hay ningún motivo de
risa.
Así reanudamos nuestra veloz marcha. Hacía
un calor fuerte, sin viento, y la carretera enceguecía; los dos de atrás
siguieron charlando y riendo, hasta que al fin callaron bruscamente; y esto fue
peor, pues vi al rubio mirar por el espejito del parabrisas y contraer la nariz
como si acabara de ver algo que le desagradara. Ahora, a un lado de la
carretera se extendían campos pelados y resecos, y al otro, tupidos matorrales.
Al llegar a un cartel que prohibía cazar, frené un poco y me metí por un caminito
serpenteante. Había ido de caza por allí durante el invierno, era un lugar realmente
solitario, había que conocerlo para llegar a él. Más allá de los matorrales empezaba
el pinar; más allá del pinar estaban la playa y el mar. Yo sabía que en el
pinar, durante el desembarco de Anzio, se habían fortificado los estadunidenses,
y aún quedaban las trincheras llenas de latas herrumbradas y cartuchos vacíos,
y la gente no iba allí por miedo a las minas.
El sol ardía con fuerza, y toda la superficie
pululante de la zona de matorrales era luminosa, casi rubia por la fuerza de la
luz. El camino seguía derecho un tramo, luego daba vuelta en un claro para
volver a meterse entre los matorrales. Ahora ya veíamos los pinos que parecían
navegar en el cielo, con sus sombreros verdes henchidos de viento, y el mar azul,
duro y brillante, entre los rojos troncos. Yo manejaba despacio, porque no veía
bien en medio de las matas, y es fácil reventar una llanta en un bandazo. De pronto,
mientras yo tenía la atención en el camino, el rubio que estaba sentado a mi lado
me dio un empujón violento con todo el cuerpo, de manera que casi me saca por la
ventanilla.
–¿Qué
diablos…? –exclamé, frenando de pronto, en tanto que a mi espalda sonaba un estallido seco; me quedé pasmado, mirando en el parabrisas un agujero redondo y una rosa de finas rajaduras. Se
me
heló la sangre
y quise saltar del auto gritando: “¡Asesinos!”; pero el moreno, que había disparado,
apoyó la boca del revólver en mi espalda, diciéndome:
–¡No te muevas!
Me quedé quieto y pregunté:
–¿Qué quieren de mí?
–Si ese imbécil no te hubiera empujado –contestó
el moreno–, no necesitaría ahora decírtelo… Queremos tu automóvil.
–No soy un imbécil –dijo el rubio entre dientes.
–Sí lo eres –contestó el otro–. ¿Acaso no estábamos
de acuerdo en que yo le iba a disparar? ¿Por qué te moviste?
–También estábamos de acuerdo –replicó el
rubio– en que dejarías tranquila a Pina… tú también te moviste.
La muchacha se rio y dijo:
–Ahora estamos jodidos.
–¿Por qué?
–Porque ahora él vuelve a Roma y nos denuncia.
–No le faltará razón –dijo el rubio. Sacó un cigarro,
lo encendió y se puso a fumar.
El moreno se volvió, indeciso, hacia la muchacha:
–Bueno,
¿qué hacemos?
Yo levanté los ojos al espejito y vi que ella, que estaba acurrucada en su rincón, hacía, indicándome a mí, un gesto con el pulgar y el índice, como
queriendo decir: “mátalo”.
Se me volvió a helar la sangre; pero respiré aliviado al oír al moreno que contestaba
con un tono de profunda convicción:
–No.
Hay
cosas que uno tiene el valor de hacer una sola vez… ahora perdí el impulso, ya no puedo.
Reanimado, dije:
–Pero, ¿qué pretenden hacer con mi taxi?
¿Quién les va a falsificar una placa? ¿Quién lo pinta de otro color?
Pude comprender, a cada una de estas preguntas,
que no
contaban
con nadie y que ya no sabían qué hacer: habían decidido matarme, y habiendo
fracasado, ya no les quedaba tampoco el valor de robarme el auto. Sin embargo,
el moreno dijo:
–Tenemos todo lo necesario, no te
preocupes.
–No tenemos nada –intervino el rubio, con
sorna–. Sólo con veinte mil liras y un revólver que no dispara.
En ese momento levanté de nuevo los ojos al
espejito y vi que la muchacha repetía aquel gesto suyo tan gracioso, señalándome
a mí.
–Señorita –le dije–, cuando estemos de
vuelta en Roma, ese gesto le va a costar unos añitos más de cárcel –y en seguida,
volviéndome al moreno que seguía apuntándome a la espalda con el revólver, grité
exasperado: –¿Qué esperas? ¡Dispara, cobarde, a ver si te atreves!
Mi voz sonó en un
silencio profundo, y la muchacha, esta vez con simpatía, exclamó:
–¿Saben quién es el único que tiene huevos aquí? Él –me señaló a mí.
El moreno profirió algo como una blasfemia, escupió a un lado, luego abrió la portezuela, bajó y vino a colocarse a mi lado, junto a la
ventanilla.
–Bueno –dijo furioso–, contéstame
pronto: ¿cuánto quieres por
llevarnos de regreso a Roma
sin denunciarnos?
Comprendí que el peligro había pasado, y contesté lentamente:
–No
quiero
nada… y los
llevo a los tres derecho a la
cárcel de Regina Coeli.
El moreno
no se asustó, debo reconocerlo, estaba demasiado desesperado y exasperado. Se limitó a decir:
–Siendo así,
te mato.
–Quisiera verlo –le repliqué–.
Yo
te digo que no
vas a
matar a nadie… y también te digo que los
veré a los tres, a
ti,
a esa… de tu amiga y a él, de trompa contra la reja.
–Está
bien –profirió el moreno en voz baja, y comprendí
que esta vez iba en serio, y en efecto retrocedió un paso
y
levantó el revólver. Por suerte para mí, en ese momento la muchacha gritó:
–¡Acaben de una vez! Y tú, en lugar de ofrecerle dinero, hazte obedecer con
el revólver… verás cómo marcha –y
mientras así decía, se inclinaba hacia mí, y sentí que me hacía cosquillas con los
dedos en una oreja, de manera que los otros no vieran.
Me turbé, porque,
según dije, ella me agradaba, y estaba seguro, no sé por qué, de que yo no le disgustaba.
Miré al moreno, que aún me apuntaba con el revólver, luego la miré de soslayo a
ella, que tenía sus ojos de carbón, negros y sonrientes, clavados en mí, y al
fin dije:
–Guarden
su dinero… no soy un
bandido como ustedes… porque es mujer.
Creí que protestarían pero, no sin sorpresa mía, el rubio se apeó de un salto y dijo:
–Buen viaje.
El moreno bajó el revólver. La muchacha, vivamente, vino a sentarse
adelante, a mi lado. Yo dije:
–Bien, hasta la vista,
y que
pronto
los metan a la cárcel –y di
la vuelta manejando con una sola mano, porque
la otra me la tenía ella apretada en la suya, y no me disgustaba que aquellos
dos compinches comprendieran el motivo de mi docilidad.
Volví a la carretera y recorrí unos cinco
kilómetros sin despegar los labios. La muchacha seguía apretándome la mano y
esto me bastaba. Ahora yo también buscaba un lugar aislado, aunque por razones
muy diferentes, Pero cuando paré para tomar por un sendero que se dirigía al
mar, ella puso una mano en el volante y dijo:
–No. ¿Qué haces? Vámonos a Roma.
–A Roma iremos esta noche –le contesté, mirándola
con intención.
–Comprendo. Eres igual que los otros –replicó.
Lloriqueaba, abatida y fría, falsa, pues era
evidente que estaba haciendo la comedia, y cuando quise abrazarla empezó a
escurrírseme y no hubo manera de que se dejara besar. Yo soy de sangre caliente
y no tardo en encolerizarme. De pronto comprendí que me había engañado y que yo,
en esa maldita excursión, salía perdiendo la gasolina, el tiempo y el dinero, sin
contar el susto; y, lleno de rabia, la rechacé con violencia,
diciéndole:
–¡Vete al infierno!
En seguida se acurrucó en su rincón, nada ofendida.
Yo puse en marcha el auto y hasta llegar a Roma ya no volvimos a hablar.
En Roma, parando y abriendo la portezuela, le dije:
–Y ahora bájate y vete lo más rápido que puedas.
Y ella, como asombrada:
–¡Pero, ¿qué?!… ¿Estás enojado conmigo?
Ya no pude aguantar y grité:
–Quisiste asesinarme, me hiciste perder el
día, la gasolina y el dinero… ¿y pretendes que no esté enojado contigo? Da
gracias al cielo que no te llevo a la policía.
¿Saben ustedes qué me contestó? Esto:
–¡Qué exaltado!
En seguida bajó y, muy digna, soberbia, altiva,
meneándose con ese vestido suyo serpentino, se encaminó entre los automóviles y el tránsito de la Porta San Giovanni. Yo me
quedé alelado, mirándola, hasta que desapareció. De pronto, alguien subió
al taxi y ordenó:
–A la Piazza del Popolo.
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