martes, 22 de julio de 2025

¡Exaltado!

Alberto Moravia

 

Una calurosa mañana de julio estaba adormilado en la plaza Melozzo da Forli, a la sombra de los eucaliptos, cerca de la fuente seca, cuando llegaron dos hombres y una mujer y me dijeron que los llevara al Lido de Lavinio. Los observé, mientras discutíamos el precio; uno era rubio, corpulento, con una cara descolorida, gris, ojos porcelana celeste en unas ojeras sombrías; parecía hombre de unos treinta y cinco años. El otro, más joven, era moreno, de pelo enmarañado y anteojos de carey, el cuerpo desarticulado, flaco; podía ser estudiante. En cuanto a la mujer, era flaca, tenía la cara afilada y larga, enmarcada por dos bandas de cabellos sueltos, el cuerpo delgado enfundado en un vestido verde que la asemejaba a una serpiente. Pero tenía la boca roja y carnosa, como una fruta, los ojos hermosos, negros y brillantes como el carbón mojado; y su manera de mirarme me indujo a aceptar el negocio. En efecto, acepté el precio que me proponían; subieron: el rubio a mi lado, los otros dos atrás; y emprendimos viaje.

Crucé toda Roma para salir a la carretera que empieza tras la Basílica de San Pablo, la más corta para Anzio. Ante la basílica llené el tanque de gasolina y enfilé a la carretera. Debía haber, calculé, unos cincuenta kilómetros; eran las nueve y media, llegaríamos antes de las once, con tiempo para una zambullida en el mar. La muchacha me gustaba, y confiaba en hacer amistad con ella; no era gente muy fina; por su acento, los hombres parecían extranjeros, acaso refugiados, de esos que viven en los campos de concentración, en los alrededores de Roma. La muchacha, en cambio, era italiana, y precisamente romana; tipo vulgar, también: supongamos que fuese mucama, planchadora o cosa por el estilo. Pensando esto, paraba la oreja y oía, en el interior del auto, hablar y reír a la muchacha y al moreno. Particularmente se reía la muchacha que, según ya había observado yo, era desmañada y resbalosa, justamente como una culebrita borracha. Al oír las risas, el rubio contraía y arrugaba la nariz debajo de sus antiparras ahumadas, pero no decía nada ni volteaba. Bien es verdad que le bastaba con levantar los ojos al espejito colocado sobre el parabrisas para ver perfectamente lo que ocurría a su espalda. Dejamos de lado los Trapistas, la E. 42, y de un tirón llegamos a la encrucijada de Anzio. Aquí reduje la velocidad y pregunté al rubio, mi vecino, a qué preciso lugar querían que los llevara. Me contestó:

A un lugar tranquilo, donde no haya nadie… queremos estar solos.

–Hay treinta kilómetros a Playa Desierta… ustedes deben decidir –dije.

Desde su asiento, la muchacha gritó, aludiendo a mí:

Que decida él.

¿Qué tengo yo que ver? –contesté.

–Que decida él –siguió gritando la muchacha; y entre tanto se reía como si la frase le pareciera muy cómica.

–El Lido de Lavinio es muy concurrido –dije yo entonces–. Pero los llevaré a un lugar que no está lejos, donde nunca hay un alma.

A estas palabras, la muchacha volvió a reírse y, palmeándome el hombro, desde atrás, dijo:

–Bravo… eres inteligente… comprendiste lo que queríamos.

Yo no sabía qué pensar ante semejantes modales, que por un lado me fastidiaban y por otro me infundían cierta esperanza. El rubio callaba hoscamente; al fin observó:

–Pina, me parece que no hay ningún motivo de risa.

Así reanudamos nuestra veloz marcha. Hacía un calor fuerte, sin viento, y la carretera enceguecía; los dos de atrás siguieron charlando y riendo, hasta que al fin callaron bruscamente; y esto fue peor, pues vi al rubio mirar por el espejito del parabrisas y contraer la nariz como si acabara de ver algo que le desagradara. Ahora, a un lado de la carretera se extendían campos pelados y resecos, y al otro, tupidos matorrales. Al llegar a un cartel que prohibía cazar, frené un poco y me metí por un caminito serpenteante. Había ido de caza por allí durante el invierno, era un lugar realmente solitario, había que conocerlo para llegar a él. Más allá de los matorrales empezaba el pinar; más allá del pinar estaban la playa y el mar. Yo sabía que en el pinar, durante el desembarco de Anzio, se habían fortificado los estadunidenses, y aún quedaban las trincheras llenas de latas herrumbradas y cartuchos vacíos, y la gente no iba allí por miedo a las minas.

El sol ardía con fuerza, y toda la superficie pululante de la zona de matorrales era luminosa, casi rubia por la fuerza de la luz. El camino seguía derecho un tramo, luego daba vuelta en un claro para volver a meterse entre los matorrales. Ahora ya veíamos los pinos que parecían navegar en el cielo, con sus sombreros verdes henchidos de viento, y el mar azul, duro y brillante, entre los rojos troncos. Yo manejaba despacio, porque no veía bien en medio de las matas, y es fácil reventar una llanta en un bandazo. De pronto, mientras yo tenía la atención en el camino, el rubio que estaba sentado a mi lado me dio un empujón violento con todo el cuerpo, de manera que casi me saca por la ventanilla.

¿Qué diablos…?exclamé, frenando de pronto, en tanto que a mi espalda sonaba un estallido seco; me quedé pasmado, mirando en el parabrisas un agujero redondo y una rosa de finas rajaduras. Se me heló la sangre y quise saltar del auto gritando: “¡Asesinos!; pero el moreno, que había disparado, apoyó la boca del revólver en mi espalda, diciéndome:

–¡No te muevas!

Me quedé quieto y pregunté:

–¿Qué quieren de mí?

–Si ese imbécil no te hubiera empujado –contestó el moreno–, no necesitaría ahora decírtelo… Queremos tu automóvil.

–No soy un imbécil –dijo el rubio entre dientes.

–Sí lo eres –contestó el otro–. ¿Acaso no estábamos de acuerdo en que yo le iba a disparar? ¿Por qué te moviste?

–También estábamos de acuerdo –replicó el rubio– en que dejarías tranquila a Pina… tú también te moviste.

La muchacha se rio y dijo:

–Ahora estamos jodidos.

–¿Por qué?

–Porque ahora él vuelve a Roma y nos denuncia.

No le faltará razón –dijo el rubio. Sacó un cigarro, lo encendió y se puso a fumar.

El moreno se volvió, indeciso, hacia la muchacha:

Bueno, ¿qué hacemos?

Yo levanté los ojos al espejito y vi que ella, que estaba acurrucada en su rincón, hacía, indicándome a mí, un gesto con el pulgar y el índice, como queriendo decir: mátalo.

Se me volvió a helar la sangre; pero respiré aliviado al oír al moreno que contestaba con un tono de profunda convicción:

No. Hay cosas que uno tiene el valor de hacer una sola vez… ahora perdí el impulso, ya no puedo.

Reanimado, dije:

–Pero, ¿qué pretenden hacer con mi taxi? ¿Quién les va a falsificar una placa? ¿Quién lo pinta de otro color?

Pude comprender, a cada una de estas preguntas, que no contaban con nadie y que ya no sabían qué hacer: habían decidido matarme, y habiendo fracasado, ya no les quedaba tampoco el valor de robarme el auto. Sin embargo, el moreno dijo:

–Tenemos todo lo necesario, no te preocupes.

–No tenemos nada –intervino el rubio, con sorna–. Sólo con veinte mil liras y un revólver que no dispara.

En ese momento levanté de nuevo los ojos al espejito y vi que la muchacha repetía aquel gesto suyo tan gracioso, señalándome a mí.

–Señorita –le dije–, cuando estemos de vuelta en Roma, ese gesto le va a costar unos añitos más de cárcel –y en seguida, volviéndome al moreno que seguía apuntándome a la espalda con el revólver, grité exasperado: –¿Qué esperas? ¡Dispara, cobarde, a ver si te atreves!

Mi voz sonó en un silencio profundo, y la muchacha, esta vez con simpatía, exclamó:

¿Saben quién es el único que tiene huevos aquí? Él me señaló a mí.

El moreno profirió algo como una blasfemia, escupió a un lado, luego abrió la portezuela, bajó y vino a colocarse a mi lado, junto a la ventanilla.

Buenodijo furioso, contéstame pronto: ¿cuánto quieres por llevarnos de regreso a Roma sin denunciarnos?

Comprendí que el peligro había pasado, y contesté lentamente:

No quiero nada… y los llevo a los tres derecho a la cárcel de Regina Coeli.

El moreno no se asustó, debo reconocerlo, estaba demasiado desesperado y exasperado. Se limitó a decir:

–Siendo así, te mato.

Quisiera verlo –le repliqué–. Yo te digo que no vas a matar a nadie… y también te digo que los veré a los tres, a ti, a esa… de tu amiga y a él, de trompa contra la reja.

Está bien profirió el moreno en voz baja, y comprendí que esta vez iba en serio, y en efecto retrocedió un paso y levantó el revólver. Por suerte para mí, en ese momento la muchacha gritó:

–¡Acaben de una vez! Y tú, en lugar de ofrecerle dinero, hazte obedecer con el revólver… verás cómo marcha y mientras así decía, se inclinaba hacia mí, y sentí que me hacía cosquillas con los dedos en una oreja, de manera que los otros no vieran.

Me turbé, porque, según dije, ella me agradaba, y estaba seguro, no sé por qué, de que yo no le disgustaba. Miré al moreno, que aún me apuntaba con el revólver, luego la miré de soslayo a ella, que tenía sus ojos de carbón, negros y sonrientes, clavados en mí, y al fin dije:

Guarden su dinero… no soy un bandido como ustedes… porque es mujer.

Creí que protestarían pero, no sin sorpresa mía, el rubio se apeó de un salto y dijo:

Buen viaje.

El moreno bajó el revólver. La muchacha, vivamente, vino a sentarse adelante, a mi lado. Yo dije:

Bien, hasta la vista, y que pronto los metan a la cárcel y di la vuelta manejando con una sola mano, porque la otra me la tenía ella apretada en la suya, y no me disgustaba que aquellos dos compinches comprendieran el motivo de mi docilidad.

Volví a la carretera y recorrí unos cinco kilómetros sin despegar los labios. La muchacha seguía apretándome la mano y esto me bastaba. Ahora yo también buscaba un lugar aislado, aunque por razones muy diferentes, Pero cuando paré para tomar por un sendero que se dirigía al mar, ella puso una mano en el volante y dijo:

–No. ¿Qué haces? Vámonos a Roma.

–A Roma iremos esta noche –le contesté, mirándola con intención.

–Comprendo. Eres igual que los otros –replicó.

Lloriqueaba, abatida y fría, falsa, pues era evidente que estaba haciendo la comedia, y cuando quise abrazarla empezó a escurrírseme y no hubo manera de que se dejara besar. Yo soy de sangre caliente y no tardo en encolerizarme. De pronto comprendí que me había engañado y que yo, en esa maldita excursión, salía perdiendo la gasolina, el tiempo y el dinero, sin contar el susto; y, lleno de rabia, la rechacé con violencia, diciéndole:

–¡Vete al infierno!

En seguida se acurrucó en su rincón, nada ofendida. Yo puse en marcha el auto y hasta llegar a Roma ya no volvimos a hablar.

En Roma, parando y abriendo la portezuela, le dije:

Y ahora bájate y vete lo más rápido que puedas.

Y ella, como asombrada:

¡Pero, ¿qué?! ¿Estás enojado conmigo?

Ya no pude aguantar y grité:

–Quisiste asesinarme, me hiciste perder el día, la gasolina y el dinero… ¿y pretendes que no esté enojado contigo? Da gracias al cielo que no te llevo a la policía.

¿Saben ustedes qué me contestó? Esto:

–¡Qué exaltado!

En seguida bajó y, muy digna, soberbia, altiva, meneándose con ese vestido suyo serpentino, se encaminó entre los automóviles y el tránsito de la Porta San Giovanni. Yo me quedé alelado, mirándola, hasta que desapareció. De pronto, alguien subió al taxi y ordenó:

–A la Piazza del Popolo.

 

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