Alberto Sánchez Argüello
Mi
padre se fue a la guerra cuando éramos muy niños. Pasaron los años sin saber
nada de su suerte, hasta que un día nos llegó una carta que ponía el nombre de
mi madre con su letra. Ella la miró en silencio y la puso encima del mueble
donde se guardaba la vajilla de porcelana. Mi hermanita intentó tomarla pero mi
madre le sujeto fuertemente la mano y con su mirada le hizo entender –y a
nosotros también– que la carta jamás sería abierta. Aquello se convirtió en
nuestro silencio compartido. Por las noches jugábamos a imaginar su contenido:
nuestro padre había liderado la batalla final y el enemigo, abatido y humillado
–pero admirado por su heroísmo– le había convertido en su rey y ya no podría
volver jamás; en otras ocasiones una bala de cañón había atravesado su estómago
y con su sangre lograba escribir aquella nota; también lo imaginamos desertor,
oculto en alguna isla del Pacífico, viviendo a base de agua de coco y peces
dorados. O bien secuestrado por un barco pirata que pedía como recompensa
cuarenta lingotes de oro. Cuando algún amigo nos preguntaba por nuestro padre,
nosotros señalábamos el sobre que se iba tornando amarillo en aquel mueble
convertido en altar familiar. Nuestra madre murió después de una larga lucha
contra la tuberculosis, decidimos enterrarla con el sobre en su regazo; así la
carta dejó de ser un objeto y se convirtió en la herencia que pasamos a nuestros
hijos y nietos: todas las historias posibles de nuestro padre.
(Tomado
de www.enfrascopequeno.blogspot.com)
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