Voltaire
Es
máxima falsamente asentada que no está permitido hacer un mal pequeño del que
podría resultar un bien mayor. San Agustín compartía totalmente esta opinión,
como es fácil ver por el relato de esta pequeña aventura ocurrida en su
diócesis durante el proconsulado de Septimio Acindino, y referida en el libro La
ciudad de Dios.
Había
en Hipona un viejo cura gran inventor de cofradías, confesor de todas las
jóvenes del barrio, y que pasaba por ser hombre inspirado por Dios, porque se
dedicaba a echar la buenaventura, oficio que ejercía bastante bien.
Cierto
día le llevaron una joven llamada Cosi-Sancta: era la criatura más hermosa de
la provincia. Tenía un padre y una madre jansenistas que la habían educado en
los principios de la más rígida de las virtudes; y de todos los enamorados que
había tenido, ni uno siquiera había podido causarle un momento de distracción
en sus oraciones. Desde hacía unos días estaba apalabrada a un viejecillo
acartonado, llamado Capito, consejero del tribunal de primera instancia de
Hipona. Era un hombrecillo desabrido y triste que no carecía de ingenio, pero
que era afectado en la conversación, burlón y bastante amigo de las bromas
pesadas; celoso además como un veneciano, por nada del mundo habría aceptado
mantener amistad con los galanes de su mujer. La joven criatura hacía cuanto
podía por amarlo, puesto que debía ser su marido; lo intentaba con la mejor fe
del mundo y, sin embargo, no lo conseguía.
Fue
a consultar al cura para saber si su matrimonio sería feliz. El buen hombre le
dijo en tono de profeta: “Hija mía, tu virtud causará muchas desgracias, pero
un día serás canonizada por haber hecho tres infidelidades a tu marido”.
Semejante
oráculo asombró e inquietó cruelmente la inocencia de la hermosa niña. Lloró;
pidió que se lo explicaran, creyendo que esas palabras escondían algún sentido
místico; mas toda la explicación que le dieron fue que las tres veces no debían
entenderse como tres citas con el mismo amante, sino como tres aventuras
distintas.
Cosi-Sancta puso entonces el grito en el
cielo; llegó a injuriar varias veces al cura, y juró que nunca sería
canonizada. Sin embargo lo fue, como vais a ver.
Se
casó poco después: la boda fue muy galante; soportó bastante bien todos los
aburridos discursos que hubo de sufrir, todos los equívocos sin gracia, todas
las groserías bastante mal disfrazadas con que se suele poner en aprieto el
pudor de las recién casadas. Bailó de buena gana con algunos jóvenes muy
apuestos y guapos, a los que su marido encontraba el peor aspecto del mundo.
Se
metió en la cama con el pequeño Capito con cierta repugnancia. Pasó una gran
parte de la noche durmiendo, y se despertó muy soñadora. Mas el centro de su
sueño no era tanto su marido como un joven, llamado Ribaldos, que se le había
metido en la cabeza sin darse cuenta. Aquel joven parecía formado por las manos
del Amor: tenía todas sus gracias, su audacia y picardía; era algo indiscreto,
mas sólo con las mujeres que lo querían bien: era el niño bonito de Hipona.
Había conseguido que todas las mujeres de la ciudad estuviesen peleadas entre
sí, y él lo estaba con todos los maridos y todas las madres. De ordinario amaba
por atolondramiento y un poco por vanidad; pero a Cosi-Sancta la amó por gusto;
y la amó con mayor frenesí porque su conquista era más difícil.
Como
hombre avispado, primero se dedicó a agradar al marido. Tenía con él mil
miramientos, lo elogiaba por su buena cara y por su ingenio fácil y galano. Le
dejaba ganar en el juego y todos los días tenía alguna confidencia que hacerle.
A Cosi-Sancta le parecía el hombre más amable del mundo. Ya lo amaba más de lo
que creía; ni siquiera lo sospechaba, pero su marido lo sospechó por ella.
Aunque tuviese todo el amor propio que un hombrecillo puede tener, no dejó de
sospechar que las visitas de Ribaldos no eran sólo para él. Rompió con el joven
con un mal pretexto, y le prohibió volver por su casa.
Cosi-Sancta
se enfadó muchísimo, pero no se atrevió a decirlo; y Ribaldos, más enamorado
por las dificultades, pasaba todo el tiempo espiando los momentos de verla. Se
disfrazó de monje, de revendedora de artículos de tocador, de titiritero; pero
no hizo lo suficiente para triunfar con su amada, e hizo demasiado para no ser
reconocido por el marido. Si Cosi-Sancta hubiera estado de acuerdo con su
enamorado, habrían tomado las medidas necesarias para que el marido no hubiera
podido sospechar nada; mas, como ella luchaba contra su inclinación y no tenía
nada que reprocharse, salvaba todo, menos las apariencias, y su marido la creía
totalmente culpable.
El
hombrecillo, que estaba muy furioso y que imaginaba que su honor dependía de la
fidelidad de su mujer, la ultrajó con crueldad y la castigó por parecer hermosa
a los demás. La joven se encontró en la más horrible situación en que una mujer
pueda encontrarse: acusada injustamente y maltratada por un marido al que era fiel,
y desgarrada por una pasión violenta que trataba de superar.
Creyó
que, si su enamorado dejaba de perseguirla, su marido podría dejar de ser
injusto, y que sería lo bastante feliz para curarse de un amor que ya no
alimentaría nada. Con esta mira, se animó a escribir la siguiente carta a
Ribaldos:
Si
tenéis virtud, dejad de hacerme desdichada: me amáis y vuestro amor me expone a
las sospechas y violencias de un dueño que me he dado para el resto de mi vida.
¡Plegue al cielo que éste sea el único riesgo que deba correr! Por piedad hacia
mí, cesad vuestras persecuciones; os conjuro a ello por ese amor mismo que
causa vuestra desdicha y la mía, y que nunca podrá haceros feliz.
La
pobre Cosi-Sancta no había previsto que una carta tan cariñosa, aunque tan
virtuosa, tendría un efecto totalmente contrario al que esperaba. Enardeció más
que nunca el corazón de su enamorado, que decidió exponer su vida para ver a su
amada.
Capito,
que era lo bastante necio para querer estar al tanto de todo, y que tenía
buenos espías, fue avisado de que Ribaldos se había disfrazado de fraile
carmelita para pedir caridad a su mujer. Se creyó perdido: pensó que el hábito
de un carmelita era mucho más peligroso que cualquier otro para el honor de un
marido. Apostó criados para zurrar al hermano Ribaldos; lo zurraron mejor de lo
que esperaba. Al entrar en la casa, el joven fue recibido por aquellos señores:
por más que gritó que era un carmelita muy honesto, y que no se trata así a
pobres religiosos, fue molido a golpes, y murió, quince días más tarde, de un
golpe que había recibido en la cabeza. Todas las mujeres de la ciudad lo
lloraron. Cosi-Sancta no podía consolarse. Hasta el mismo Capito se enfadó,
pero por un motivo completamente distinto: porque se encontraba con un buen lío
entre manos.
Ribaldos
era pariente del procónsul Acindino. Este romano quiso hacer un escarmiento
ejemplar de aquel asesinato, y, como en el pasado había tenido algunas disputas
con el tribunal de Hipona, no le importó mucho verse obligado a ahorcar a un
consejero; y le agradó todavía más que esa suerte recayese en Capito, que era
al más vanidoso e insoportable leguleyo del país.
Así
pues, Cosi-Sancta había visto asesinar a su enamorado, y estaba a punto de ver
ahorcar a su esposo; y todo, por haber sido virtuosa. Porque, como ya he dicho,
si hubiera otorgado sus favores a Ribaldos, el marido habría salido mucho mejor
parado.
Así
fue como se cumplió la mitad de la predicción del cura. Cosi-Sancta se acordó
entonces del oráculo; y temió mucho que se cumpliese el resto. Pero, tras haber
reflexionado que no puede vencerse al destino, se abandonó en manos de la
Providencia, que la llevó a la meta por los caminos más honestos del mundo.
El
procónsul Acindino era hombre más disoluto que voluptuoso; le divertían poco
los preliminares, era brutal, familiar, auténtico héroe de guarnición, muy
temido en la provincia, y con quien todas las mujeres de Hipona habían tenido
algo que ver, aunque sólo fuera para no tenerlo por enemigo.
Hizo
venir a su casa a la señora Cosi-Sancta: llegó arrasada en lágrimas; pero eso
mismo la volvía más encantadora. “Vuestro marido, señora”, le dijo, “va a ser
colgado, y sólo de vos depende salvarlo”.
–Daría
mi vida por la suya –le dijo la dama.
–No
es eso lo que se os pide –replicó el procónsul.
–Entonces,
¿qué hay que hacer? –dijo ella.
–Sólo
quiero una de vuestras noches –continuó el procónsul.
–No
me pertenecen –dijo Cosi-Sancta–; ése es un bien que pertenece a mi marido.
Daría mi sangre por salvarlo; pero no puedo dar mi honor.
–¿Y
si vuestro marido consiente? –dijo el procónsul.
–Él
es el dueño –respondió la dama–; cada uno hace con sus bienes lo que quiere.
Pero conozco a mi marido, no lo hará; es un hombrecillo testarudo, el más
indicado para dejarse colgar antes que permitir que me toquen con la punta del
dedo.
–Eso
ya lo veremos –dijo el juez furioso.
Ordena
en el acto traer a su presencia al criminal; le propone ser colgado o ser
cornudo: no había duda posible. El hombrecillo, sin embargo, se hizo de rogar.
Por fin hizo lo que cualquier otro habría hecho en su situación. Por caridad,
su mujer le salvó la vida; y ésta fue la primera de las tres veces.
Ese
mismo día su hijo enfermó de una dolencia muy rara, desconocida de todos los
médicos de Hipona. Sólo uno conocía remedios contra aquella enfermedad; pero
vivía en Áquila, a unas cuantas leguas de Hipona. En esa época, un médico
establecido en una ciudad no podía salir de ella para ir a ejercer su profesión
en otra. Cosi-Sancta se vio obligada a ir hasta su puerta en Áquila, con un
hermano que tenía y al que amaba mucho. En los caminos fue asaltada por
bandidos. Al jefe de estos caballeros le pareció muy hermosa; y, cuando estaban
a punto de matar a su hermano, se acercó a ella y le dijo que, si se mostraba
un poco complaciente, no matarían a su hermano, y que no le costaría nada. La
cosa apremiaba: acababa de salvar la vida a su marido, al que apenas quería;
iba a perder a un hermano al que quería mucho; la alarmaba además el peligro
que corría su hijo; no había momento que perder. Se encomendó a Dios, e hizo
cuanto quisieron; y ésta fue la segunda de las tres veces.
Ese
mismo día llegó a Áquila, y se apeó delante de la casa del médico. Era uno de
esos médicos de moda en cuya busca envían las mujeres cuando tienen vapores, o
cuando no tienen nada. Era el confidente de unas, el amante de otras; un hombre
cortés, complaciente, y algo peleado por otra parte con la Facultad, a la que
había gastado muy malas pasadas en alguna ocasión.
Cosi-Sancta
le expuso la enfermedad de su hijo y le ofreció un sestercio grande. (Debéis
saber que un sestercio grande equivale, en moneda francesa, a mil escudos y más).
“No es con esa moneda, señora, con la que pretendo ser pagado”, dijo el galante
médico. “Yo mismo os ofrecería toda mi hacienda si tuvierais el gusto de cobrar
las curas que podáis hacer: basta que me curéis del mal que me causáis, y yo
devolveré la salud a vuestro hijo”.
La
propuesta pareció extravagante a la dama, pero el destino la había habituado a
las cosas raras. El médico era un obstinado que no quería otro pago por su
remedio. Cosi-Sancta no tenía marido que consultar; ¡y corría el riesgo de
dejar morir a un hijo al que adoraba, por culpa del socorro más pequeño del
mundo que podía darle! Era tan buena madre como buena hermana. Compró el
remedio al precio que se quiso; y ésta fue la última de las tres veces.
Volvió
a Hipona con su hermano, que no cesaba de agradecerle, durante el camino, el
valor con que le había salvado la vida.
Así
Cosi-Sancta hizo perecer a su galán y condenar a muerte a su marido por haber
sido demasiado prudente; y por haber sido complaciente, conservó la vida de su
hermano, de su hijo y de su marido. Pareció lógico que una mujer como ella era
muy necesaria en una familia, la canonizaron después de su muerte por haber
hecho tanto bien a sus parientes mortificándose, y sobre su tumba grabaron:
Un pequeño mal por un gran bien.
(Tomado
de Cuentos completos. Biblioteca Digital Minerd)
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