lunes, 27 de febrero de 2023

El ascensor que bajó al infierno

Par Lagerkvist

 

El señor Smith, un próspero hombre de negocios, abrió el elegante ascensor del hotel y, amorosamente, tomó del brazo a una grácil criatura que olía a pieles y a poder. Se acurrucaron juntos en el blando asiento, y el ascensor empezó a bajar. La mujercita le ofreció su boca entreabierta, húmeda de vino, y se besaron. Habían cenado en la terraza, bajo las estrellas. Ahora salían a divertirse.

–Cariño, qué divinamente lo pasamos arriba –susurró ella–. Qué poético fue estar allí contigo, sentados bajo las estrellas. Así tiene que ser el verdadero amor. Porque tú me quieres, ¿no es cierto?

El señor Smith le respondió con un beso aún más largo. El ascensor seguía bajando.

–Me alegro de que hayas venido, cariño –dijo el hombre–. De lo contrario, me hubiera sentido muy decepcionado.

–Pues no puedes imaginar lo insoportable que estaba él. Cuando iba a vestirme, me preguntó que adonde iba. Voy adonde me place, contesté, no estoy prisionera. Entonces, deliberadamente, se sentó y estuvo contemplándome mientras me cambiaba y me ponía mi nuevo vestido color crema. ¿Crees que me sienta bien? Por cierto, ¿te gusta este o prefieres el rosa?

–Todo te sienta bien, querida –aseguró el hombre–. Pero jamás te había visto tan encantadora como esta noche.

Ella entreabrió el abrigo, sonriendo agradecida, y se besaron largamente. El ascensor seguía bajando.

–Entonces, cuando estaba a punto de marcharme me cogió la mano y la apretó de tal forma que todavía me duele, y no pronunció ni una sola palabra. ¡Es un bruto, no tienes ni idea! Bien, adiós, dije yo. Pero él no contestó. Es un exaltado, me asusta; no puedo remediarlo.

–Pobrecilla –se compadeció el señor Smith.

–Como si no pudiera salir un rato y divertirme. Es tan terriblemente serio, no tienes idea… No puede tomarse las cosas con sencillez y naturalidad. Es como si se tratara siempre de un asunto de vida o muerte.

–Pobre pequeña, cuánto habrás tenido que sufrir.

–Oh, he sufrido de verdad. Terriblemente. Nadie ha sufrido tanto como yo. Hasta que te conocí no supe lo que era el amor.

–Querida –murmuró Smith, acariciándola.

El ascensor seguía bajando.

–Cariño –correspondió la mujer, al recobrar el aliento después del largo beso–. Nunca olvidaré ese rato que estuvimos sentados allá arriba, contemplando las estrellas y soñando. Sabes, el caso es que Arvid es inaguantable, se pone siempre tan solemne, no tiene ni una pizca de poesía.

–Querida, tu situación es intolerable.

–Sí, así es: intolerable. Pero –prosiguió ella, tomándole la mano con una sonrisa–, no pensemos más en ello. Vamos a divertirnos. ¿Me quieres de verdad?

–¡Claro! –afirmó el hombre, inclinándose sobre ella mientras suspiraba.

El ascensor seguía bajando. Acurrucado sobre ella, la acarició. La mujer se ruborizó.

–Esta noche haremos el amor… como nunca, ¿eh? –susurró Smith.

Ella se apretó contra él y cerró los ojos. El ascensor seguía bajando.

Al fin, el señor Smith se puso en pie, con el rostro enrojecido.

–Pero, ¿qué le sucede a este ascensor? –exclamó–. ¿Por qué no se para? Hace una eternidad que estamos aquí charlando, ¿no es cierto?

–Sí, cariño, supongo que sí. El tiempo pasa tan de prisa…

–¡Dios del cielo! ¡Hace siglos que estamos sentados aquí! ¿Qué es lo que pasa?

Miró a través de la reja. No se veía otra cosa que una profunda oscuridad. Y el ascensor seguía bajando y bajando cada vez más profundamente.

–¡No lo comprendo! Es como si cayéramos en un profundo pozo. ¡Y Dios sabe cuánto tiempo llevamos así!

Intentaron asomarse al abismo. Estaba en tinieblas. Y ellos iban hundiéndose cada vez más.

–Vamos directo al infierno –musitó Smith.

–Oh, querido –gimió la mujer, cogiéndole del brazo–. Estoy muy nerviosa. Tendrías que apretar el botón de alarma o el del freno de emergencia.

Smith tiró con todas sus fuerzas, sin resultado alguno. El ascensor seguía hundiéndose en la interminable oscuridad.

–¡Es espantoso! –chilló ella–. ¿Qué haremos?

–Sí, ¿qué pensará hacer el diablo? –contestó Smith–. Todo esto es absurdo.

La mujer estaba desesperada y estalló en sollozos.

–Vamos, vamos, amor mío, no llores; debemos ser razonables. No podemos hacer nada. Siéntate. Será lo mejor. Vamos a quedarnos sentados, muy juntos, y ya veremos lo que sucede. Tendrá que pararse en algún momento…

Entonces se sentaron y esperaron.

–Mira lo que nos está pasando –se quejó la mujer–. Y pensar que salíamos a divertirnos…

–Sí, parece obra del mismo diablo –admitió Smith.

–Pero tú me quieres, ¿no es cierto?

–Querida –murmuró Smith, rodeándole los hombros con el brazo.

El ascensor seguía bajando.

Por fin se detuvo en seco. Algo parecido a una luz brillantísima los rodeaba, dañándoles los ojos. Estaban en el infierno. El diablo abrió la portezuela cortésmente.

–Buenas noches –saludó con una profunda inclinación.

Iba vestido con los rabos que le colgaban de la vértebra cervical, como de un clavo.

Smith y la mujer salieron del ascensor, deslumbrados.

–¿Dónde estamos, en nombre de Dios? –exclamaron aterrados por la sorprendente aparición.

El diablo, un poco confuso, les explicó:

–No está tan mal como parece –se apresuró a añadir–. Espero que se hallarán complacidos. ¿Pasarán únicamente la noche, no es así?

–¡Sí, sí! –asintió Smith al punto–. Únicamente la noche. No tenemos intención de quedarnos, por supuesto que no.

La mujercita temblaba, agarrándose a su brazo. La luz era tan corrosiva, y verde amarillenta, que apenas podían ver. Además, olía a quemado. Cuando lograron habituarse un poco, descubrieron que se hallaban en una especie de plazuela rodeada de casas, cuyas puertas resplandecían en la oscuridad. Las cortinas estaban corridas, pero a través de las rendijas podían ver su interior, donde ardía algo.

–¿Son ustedes los enamorados? –inquirió el diablo.

–Sí, locamente –repuso la mujer, mirando al diablo con ojos maravillados.

–Entonces, por aquí –dijo, rogando a la pareja que le siguieran.

Se internaron por una lóbrega callejuela que desembocaba en la plazuela. Un viejo y sucio farol colgaba junto a una puerta desvencijada.

–Aquí es –abrió la puerta y se retiró discretamente.

Entraron. Un nuevo diablo, gordo, servil, de ancho pecho, con un bigote teñido de color púrpura alrededor de la boca, los recibió. Sonrió en un jadeo, con una expresión sabia en sus ojos saltones. Alrededor de los cuernos, en la frente, llevaba sujetos unos mechones de pelo por medio de pequeños lazos de seda azul.

–¡Oh, el señor Smith y la joven dama! –observó–. El número ocho, entonces.

Y les entregó una enorme llave.

Subieron por las oscuras y grasientas escaleras. Los peldaños eran resbaladizos. Llegaron hasta el segundo piso. Smith buscó el número ocho y entró. Era una habitación bastante amplia y mohosa. En el centro había una mesa con un mantel puesto, y junto a la pared, una cama con suaves sábanas. Les pareció todo encantador. Se quitaron los abrigos y se besaron largamente.

Un hombre entró inopinadamente desde otra habitación. Iba vestido como un camarero, pero la chaqueta era de buen corte, y su camisa tan limpia que brillaba con un resplandor fosforescente en la semioscuridad. Andaba silenciosamente, sus pisadas no producían ruido alguno, y sus movimientos eran mecánicos, casi inconscientes. Sus facciones se mostraban severas, y sus ojos tenían una expresión fija. Estaba mortalmente pálido, y en la sien tenía un agujero de bala. Arregló la habitación, limpió el tocador, dejó un orinal y una brocha.

La pareja no le prestó demasiada atención, pero cuando iba a marcharse, Smith pidió:

–Desearíamos tomar un poco de vino. Tráiganos media botella de Madeira.

El hombre asintió y desapareció.

Smith empezó a desnudarse. La mujer vacilaba aún.

–Va a volver –dijo.

–En un lugar como este, no hay que prestar atención. Quítate la ropa.

Ella se quitó el vestido con coquetería, luego la ropa interior y se sentó, por fin, en las rodillas del hombre. Era encantador.

–Fíjate –susurró la mujer–, estamos aquí juntos, en un lugar tan romántico y singular. Qué poético… Jamás podré olvidarlo.

–Querida –suspiró Smith.

Se besaron largamente.

El hombre volvió a entrar, sin hacer ruido alguno. Suave, mecánicamente, puso los vasos encima de la mesa, y sirvió el vino. La luz de la lamparilla de cabecera le iluminó la cara. No había nada especial en su rostro, excepto la mortal palidez y el agujero de bala de su sien.

La mujer se incorporó, dando un grito.

–¡Oh, Dios mío! ¡Arvid! ¿Eres tú? ¿Eres tú? ¡Oh, Dios del Cielo, está muerto! ¡Se ha suicidado!

El hombre seguía en pie, quieto, con la mirada fija. Su rostro no aparentaba señales de sufrimiento; se mostraba solamente grave y estático.

–¡Pero, Arvid, qué has hecho, qué has hecho!… ¡Cómo has podido! Amor mío, si llego a sospecharlo me hubiera quedado en casa contigo. Pero nunca me dices nada. ¡Nunca dices nada de nada, ni una sola palabra! ¡Cómo iba a saberlo, si nunca me dices una palabra! Oh, Dios mío…

Su cuerpo entero se estremecía. El hombre la miró como si fuera una extraña, su expresión era helada y gris. Su mirada parecía atravesarlo todo. El pálido rostro centelleó. No salía sangre de la herida; era solo un agujero.

–¡Oh, es un fantasma, un fantasma! –chilló–. ¡No quiero quedarme aquí! Vámonos… No puedo resistirlo.

Se puso la ropa, el sombrero y el abrigo y salió apresuradamente, seguida de Smith. Resbalaron al bajar por las escaleras. Cayó sentada y se manchó el abrigo de saliva y de ceniza de cigarrillo. Abajo, el diablo de los bigotes estaba de pie, sonriendo con toda naturalidad y agitando los cuernos.

Ya en la calle se tranquilizaron un poco. La mujer se arregló las ropas y se empolvó la nariz. Smith la rodeó protectoramente con los brazos y besó sus ojos, impidiendo que cayeran las lágrimas; era tan bueno… Se encaminaron hacia la plazuela.

El jefe de los diablos se paseaba por allí cerca, y se dirigieron hacia él rápidamente.

–Han ido muy de prisa –observó–. Espero que habrán gozado de comodidad.

–Oh, ha sido terrible –gimió la mujer.

–No, no diga esto, no puede pensar así. Si hubiera visto en otros tiempos, todo era distinto. El infierno de ahora no es para quejarse. Hacemos todo lo que podemos para que no sea desagradable, al contrario, para que resulte divertido.

–Sí –asintió el señor Smith–, debo confesar que resulta un poco más humano, es cierto.

–Oh –exclamó el diablo–, lo hemos modernizado, lo hemos reformado todo.

–Sí, por supuesto, hay que estar a tono con los tiempos.

–Exacto, ahora únicamente es el alma la que sufre.

–Demos gracias a Dios por ello –dijo la mujer.

El diablo les acompañó cortésmente hasta el ascensor.

–Buenas noches –saludó con una profunda inclinación–, vuelvan cuando gusten.

Cerró la puerta del ascensor tras ellos. El ascensor empezó a subir.

–Gracias a Dios, ya ha pasado todo –suspiraron ambos, ya tranquilizados, y se sentaron muy juntos en el banquillo.

–No lo hubiera resistido de no estar tú –susurró la mujer.

Él la atrajo hacia sí y se besaron largamente.

–Cariño –prosiguió la mujer al recobrar el aliento tras el largo beso–, ¡qué cosa se le ha ocurrido hacer! Siempre ha tenido ideas raras. Nunca ha sido capaz de tomarse las cosas con sencillez y naturalidad, tal como son. Es como si siempre se tratara de un asunto de vida o muerte.

–Es absurdo –admitió Smith.

–¡Debía habérmelo dicho! Entonces me hubiera quedado con él. Habríamos salido cualquier otra noche.

–Sí, claro –continuó admitiendo Smith–, naturalmente que hubiéramos salido.

–Pero no pensemos más en ello, cariño –terminó, rodeándole el cuello con los brazos–. Ya pasó todo.

–Sí, querida, ya pasó todo.

Tomó a la mujer en sus brazos. El ascensor seguía subiendo.

 

El paseo repentino

Franz Kafka

 

Cuando por la noche uno parece haberse decidido terminantemente a quedarse en casa; se ha puesto una bata; después de la cena se ha sentado a la mesa iluminada, dispuesto a hacer aquel trabajo o a jugar aquel juego luego de terminado el cual habitualmente uno se va a dormir; cuando afuera el tiempo es tan malo que lo más natural es quedarse en casa; cuando uno ya ha pasado tan largo rato sentado tranquilo a la mesa que irse provocaría el asombro de todos; cuando ya la escalera está oscura y la puerta de calle trancada; y cuando entonces uno, a pesar de todo esto, presa de una repentina desazón, se cambia la bata; aparece en seguida vestido de calle; explica que tiene que salir, y además lo hace después de despedirse rápidamente; cuando uno cree haber dado a entender mayor o menor disgusto de acuerdo con la celeridad con que ha cerrado la casa dando un portazo; cuando en la calle uno se reencuentra, dueño de miembros que responden con una especial movilidad a esta libertad ya inesperada que uno les ha conseguido; cuando mediante esta sola decisión uno siente concentrada en sí toda la capacidad determinativa; cuando uno, otorgando al hecho una mayor importancia que la habitual, se da cuenta de que tiene más fuerza para provocar y soportar el más rápido cambio que necesidad de hacerlo, y cuando uno va así corriendo por las largas calles, entonces uno, por esa noche, se ha separado completamente de su familia, que se va escurriendo hacia la insustancialidad, mientras uno, completamente denso, negro de tan preciso, golpeándose los muslos por detrás, se yergue en su verdadera estatura.

Todo esto se intensifica aún más si a estas altas horas de la noche uno se dirige a casa de un amigo para saber cómo le va.

 

domingo, 26 de febrero de 2023

El periódico

Shirley Jackson

 

La señorita Clarence se detuvo en la esquina de la Sexta Avenida y la calle Ocho y consultó el reloj. Las dos y cuarto; llegaba antes de lo que había pensado. Entró en Whelans y se sentó junto a la barra, dejando el ejemplar del Villager en el mostrador, junto al bolso y el volumen de La cartuja de Parmay que había leído con entusiasmo hasta la página cincuenta y ahora solo llevaba para causar efecto. Pidió un pastel de chocolate y, mientras el camarero lo preparaba, fue hasta la máquina de tabaco y compró un paquete de Kool. Sentándose de nuevo ante el mostrador, abrió el paquete y encendió un cigarrillo.

La señorita Clarence rondaba los treinta y cinco y llevaba doce años viviendo en Greenwich Village. A los veintitrés, había llegado a Nueva York desde un pueblo del estado porque quería ser bailarina y porque todo aquel que quería estudiar danza o escultura o encuadernación había acudido a Greenwich Village, por esa época, por lo general con asignaciones de sus familias para ir tirando y con la idea de trabajar en Macys o en alguna librería hasta tener el dinero suficiente para dedicarse a su arte. Gracias a que había seguido cursos de taquigrafía y mecanografía, la señorita Clarence había terminado trabajando de estenógrafa en una empresa de carbones. Ahora, transcurridos doce años, era secretaria privada en la misma empresa y ganaba lo suficiente como para vivir en un buen piso del Village, junto al parque, y para comprarse buena ropa. Aún iba esporádicamente a algún recital de danza con otra chica de la oficina y a veces, cuando escribía a sus viejos amigos del pueblo, se refería a sí misma como “una fanática del Village”. Las pocas veces que la señorita Clarence dedicaba algún pensamiento al tema, no tenía reparos en felicitarse por su sentido común al desarrollar un trabajo agradable de forma competente y ganarse la vida mejor de lo que lo habría hecho en su pueblo.

Confiada en que tenía muy buen aspecto con su traje gris de tweed y la aguja de cobre de una joyería del Village en la solapa, terminó el pastel y miró de nuevo el reloj. Pagó al cajero, salió a la Sexta Avenida y echó a andar con paso rápido. Había calculado bien; la casa que buscaba estaba justo al oeste de la Sexta y se detuvo ante ella un momento, satisfecha consigo misma y comparando el edificio con su casa de pisos, que tenía bastante buen aspecto. La señorita Clarence vivía en una pintoresca casa moderna de ladrillo y estuco; la que ahora tenía delante era vieja y de madera, con una puerta delantera muy nueva de esas que suelen resultar engañosas hasta que se echa un vistazo al edificio de encima y se aprecia la arquitectura de principios de siglo. Comparó de nuevo la dirección con la del anuncio del Villager y luego abrió la puerta y penetró en el sucio vestíbulo. Encontró el apellido Roberts y el número de la puerta, 4B. Con un suspiro, la señorita Clarence empezó a subir los peldaños.

Al llegar al tercer rellano hizo una pausa para descansar y encendió otro cigarrillo para hacer una entrada efectista en el piso. Al inicio del pasillo de la cuarta planta encontró la puerta 4B, con una nota escrita a máquina y clavada en la madera con una chincheta. Desprendió la nota, la acercó a la luz y leyó: “Señorita Clarence, he tenido que salir urgentemente unos minutos, pero volveré hacia las tres y media. Por favor, pase y eche un vistazo hasta que regrese; todo el mobiliario está marcado con los precios. Lo lamento muchísimo. Nancy Roberts”.

La señorita Clarence tanteó la puerta, que no estaba cerrada con llave. Con la nota aún en la mano, entró y ajustó la puerta tras ella. La sala estaba en desorden: el suelo estaba sembrado de cajas de papeles y libros medio vacías, la ventana no tenía cortinas y sobre los muebles había pilas de ropa y maletas a medio llenar. Lo primero que hizo fue acercarse a la ventana pensando que, desde aquel cuarto piso, tal vez hubiera un buen panorama. Sin embargo, solo se divisaba una serie de azoteas mugrientas y un edificio alto coronado de jardineras. “Algún día viviré ahi \ pensó, y volvió a estudiar la habitación.

Pasó a la cocina, un pequeño nicho con un hornillo de dos quemadores, un frigorífico empotrado debajo y un pequeño fregadero a un lado. Aquí no se cocina mucho, pensó la señorita Clarence; el horno no se ha limpiado nunca. En el frigorífico había una botella de leche y tres de Cocacola y un tarro de crema de cacahuate medio vacío. Comen siempre fuera, pensó. Abrió la alacena, que contenía un vaso y un abrebotellas. El otro vaso estaría en el baño, se dijo la señorita Clarence. Tampoco había tazas; Nancy Roberts ni siquiera hacía café por las mañanas. En el interior de la puerta de la alacena había una cucaracha; la visitante se apresuró a cerrarla y volvió a la sala. Abrió la puerta del baño y se asomó al interior, donde vio una bañera antigua con patas, sin ducha. El cuarto de baño estaba sucio y la señorita Clarence estuvo segura de que también allí habría cucarachas.

Por último, concentró su atención en la abigarrada sala principal. Levantó una maleta y una máquina de escribir que ocupaban una de las sillas, se quitó el sombrero y el abrigo y tomó asiento, al tiempo que encendía otro cigarrillo. Ya había decidido que no le servía ninguno de los muebles. Las dos sillas y el sofá-cama eran de arce, en el estilo que la señorita Clarence consideraba “moderno del Village”. El pequeño librero con mesilla auxiliar era una pieza bastante aceptable, pero tenía un largo arañazo en la parte superior y varias manchas de vasos. Estaba marcada a diez dólares y se dijo que, por ese precio, podía escoger entre una decena de muebles parecidos por estrenar. En una leve muestra de resentimiento contra la empresa de carbones, la señorita Clarence había decorado su acogedor pisito en tonos beige y blancuzcos, y la idea de introducir algún mueble de aquella reluciente madera de arce la atemorizaba. Por un segundo, cruzó por su cabeza la imagen de unos jóvenes típicos del Village, frecuentadores de librerías, repantigados en los muebles de arce y dejando en cualquier parte los vasos de ron con Coca-Cola.

La señorita Clarence pensó por un instante en hacer una oferta por algunos libros, pero la mayoría de los apilados sobre las cajas eran libros de pintura y portapliegos. Algunos de ellos llevaban escrito en el interior el nombre “Arthur Roberts”. Arthur y Nancy Roberts, pensó la señorita Clarence, una buena pareja de jóvenes. Así pues, Arthur era el pintor y Nancy… Echó un vistazo a algunos de los volúmenes y descubrió un libro de fotografías de danza moderna; ¿era posible que Nancy fuera bailarina?, se preguntó con cierta exaltación.

Sonó el teléfono y la señorita Clarence, en el otro extremo de la estancia, dudó unos momentos antes de acercarse a contestar. Cuando dijo: “¿Hola?”, una voz de hombre preguntó;

–¿Nancy?

–No, lo siento. No está en casa.

–¿Con quién hablo?

–Estoy esperando a la señora Roberts –dijo la señorita Clarence.

–Bien –dijo la voz–. Soy Artie Roberts, su marido. ¿Querrás decirle que me llame cuando vuelva, por favor?

–Quizá pueda usted ayudarme, señor Roberts. Vine a ver los muebles.

–¿Cómo te llamas?

–Clarence, Hilda Clarence. Estaba interesada en los muebles.

–Bien, Hilda –dijo Artie Roberts–, ¿qué te parecen? Todos están en buenas condiciones.

–No acabo de decidirme…

–El sofá-cama está como nuevo –continuó Artie Roberts–. Me surgió una oportunidad de ir a París, ¿sabes? Por eso lo vendemos todo.

–Eso es estupendo –asintió la señorita Clarence.

–Nancy vuelve con su familia de Chicago. Tenemos que vender los muebles y resolverlo todo en muy poco tiempo.

–Ya entiendo –dijo ella–. Es una lástima.

–Bien, Hilda, habla con Nancy cuando regrese y ella te lo explicará todo con mucho gusto. Puedes comprar lo que quieras sin reparos. Te garantizo que el sofá es muy cómodo.

–Estoy segura.

–Dile que me llame, ¿te acordarás?

–Desde luego que sí –respondió la señorita Clarence. Se despidió y colgó.

Volvió a la silla y consultó el reloj. Las tres y diez. Esperaré hasta las tres y media y luego me marcharé, pensó. Agarró el libro de fotos de danza y pasó las hojas entre los dedos hasta que una imagen le llamó la atención y retrocedió unas páginas hasta localizarla de nuevo. Hacía años que no veía aquello, pensó: Martha Graham. Evocó de improviso la imagen de ella misma a los veinte años, antes de emprender viaje a Nueva York, practicando la pose de bailarina. La señorita Clarence dejó el libro en el suelo y se incorporó, levantando los brazos. No te resulta tan fácil como antes, pensó, notando la tensión en los hombros. Bajó la vista al libro por encima del hombro, tratando de mantener rectos los brazos, cuando sonaron unos golpes a la puerta y ésta se abrió. Un hombre joven (más o menos de la edad de Arthur, pensó la señorita Clarence) entró en el apartamento y se detuvo justo al cruzar el umbral, con aire de disculpa.

–La puerta estaba entreabierta, de modo que decidí entrar –dijo el recién llegado.

–¿Y bien? –respondió ella, bajando los brazos.

–¿Es usted la señora Roberts? –preguntó el joven.

La señorita Clarence no dijo nada mientras trataba de caminar relajadamente hasta la silla.

–Vine por el mobiliario –explicó el hombre–. Pensaba que tal vez me interesaran las sillas.

–Desde luego –asintió ella–. El precio está marcado en cada cosa.

–Me llamo Harris. Acabo de trasladarme a la ciudad y estoy tratando de amueblar mi casa.

–Hoy día es muy difícil encontrar algo.

–Sí, éste debe ser el décimo lugar que visito. Busco un archivador y un buen sillón de piel.

–Me temo que… –dijo la señorita Clarence, señalando la estancia con un ademán.

–Ya sé. Cualquiera que tenga unos muebles así hoy día, los conserva. Soy escritor, ¿sabe? –añadió.

–¿De veras?

–Bueno, más bien espero serlo –se corrigió Harris. Tenía un rostro redondo y afable y, al decir esto último, puso una sonrisa muy agradable–. Voy a buscar un trabajo y escribiré por las noches.

–Estoy segura de que no tendrá muchas dificultades –comentó ella.

–¿Alguien de la casa es pintor?

–El señor Roberts –asintió la señorita Clarence.

–Un tipo afortunado –aseguró Harris mientras se acercaba a la ventana–. Es más fácil hacer ilustraciones que escribir, de eso no hay duda. Desde luego, esta casa es más bonita que la mía –añadió de pronto, mirando por la ventana–. La mía es un cuchitril.

A ella no se le ocurrió nada que decir y el hombre se volvió y la miró con curiosidad.

–¿Usted también pinta?

–No –hizo una profunda inspiración y añadió: –Soy bailarina.

Harris volvió a mostrar su agradable sonrisa.

–Debería haberlo comprendido –dijo–. Cuando entré.

La señorita Clarence se rio ligeramente.

–Debe de ser maravilloso –afirmó él.

–Es duro.

–Sí, debe de serlo. ¿Ha tenido mucha suerte, hasta ahora?

–No mucha –reconoció ella.

–Supongo que así sucede con todo.

Harris dio unos pasos y abrió la puerta del baño; cuando se asomó al interior, la señorita Clarence frunció el ceño. El hombre volvió a cerrar sin un comentario y abrió la puerta de la cocina. Ella se levantó de la silla, avanzó hasta el hombre y juntos inspeccionaron la estancia.

–No cocino mucho –murmuró.

–No la culpo, con tantos restaurantes –Harris cerró de nuevo y la señorita Clarence se instaló otra vez en su silla–. Yo, en cambio, no sé desayunar fuera. Es una cosa que no puedo hacer.

–¿Se lo prepara usted mismo?

–Lo intento. Soy el peor cocinero del mundo, pero lo prefiero a salir. Lo que necesito es una esposa –sonrió de nuevo y empezó a dirigirse a la puerta–. Siento lo de los muebles. Ojalá hubiera encontrado algo de mi gusto.

–No importa.

–¿Se mudan ustedes de casa?

–Tenemos que desembarazarnos de todo esto –explicó la señorita Clarence. Vaciló un instante y, finalmente, añadió–: Artie se va a París.

–Ojalá yo pudiera –dijo Harris con un suspiro–. Bien, buena suerte a los dos.

–Lo mismo digo –respondió ella, y cerró la puerta tras él, lentamente. Escuchó sus pisadas bajando los peldaños y echó un vistazo al reloj. Las tres y veinticinco.

De pronto, le entraron prisas. Buscó la nota que le había dejado Nancy Roberts y escribió en la otra cara, con un lápiz que sacó de una de las cajas: “Mi querida señora Roberts: Esperé hasta las tres y media. Me temo que los muebles no me interesan. Hilda Clarence”. Lápiz en mano, permaneció pensativa unos instantes y añadió: “P. D. Llamó su esposo. Dice que lo llame usted”.

Recogió el bolso, La cartuja de Parma y el Villager, y cerró la puerta. La chincheta aún seguía allí; la extrajo y volvió a clavarla con la nota. Después, dio media vuelta, bajó la escalera y se dirigió a su casa. Le dolían los hombros.