José Echegaray
La mayor parte de las aguas
medicinales son muy antiguas. Brotaron del seno de la tierra en épocas remotas y
tienen a su favor sus méritos propios y el prestigio de la tradición.
No
así las de Fuente-cálida, que son modernísimas.
Un
día se sintió un terremoto en una de las sierras más ásperas de la península; se
formaron anchas grietas en el terreno, y al cabo de poco tiempo cada grieta era
la boca de un manantial.
Y
la casualidad, y algún análisis que otro, practicado por médicos o químicos de la
región, vinieron a demostrar que los nuevos manantiales eran eficacísimos para enfermedades
diversas y principalmente para la tisis.
En
efecto, las-nuevas aguas hicieron en pocos años curas prodigiosas. De tal suerte,
que a vivir en siglos menos descreídos que el nuestro, en vez del nombre que hoy
tiene la fuente principal, y que, como queda dicho, es el de, Fuerte-cálida, hubiérase
llamado Fuente-milagrosa.
Pero
la ciencia moderna es grandemente prosaica, y a la substancia milagrosa del manantial,
ha sustituido dos cuerpos simples de la química: el ázoe y el azufre, como notas
dominantes; sin contar con otras muchas notas armónicas de otros diferentes cuerpos,
porque los manantiales de Fuente-cálida parece que son riquísimos en elementos minerales.
Ello
es que Fuente-cálida se hizo célebre en pocos años y la más noble sociedad de tísicos
y tuberculosos de la península, y aun del extranjero, acudieron llenos de esperanza
a mineralizar sus decadentes y blanduchos organismos.
No
en un todo como miembro de esta sociedad elevada, sino como individuo modesto de
la burguesía media, acudió también al generoso manantial D. Ángel de Alcocer.
Al
pronto nadie fijó la atención en el nuevo bañista o en el nuevo tísico, ni él hizo
tampoco nada para que en él se fijasen.
Después,
ya le conocía todo el mundo en el establecimiento, no por su nombre, sino por el
mote de el Sabio triste.
Si
era sabio, en toda la extensión de la palabra, no podemos asegurarlo, aunque después
hemos sabido que era un hombre de mérito; pero que era tristón, tímido y retraído,
no cabe duda.
Siempre
andaba por los rincones, leyendo o meditando. Se mostraba poco comunicativo, no
acudía por las noches al salón de conciertos, ni por la tarde paseaba en compañía
de otros bañistas.
Casi
de continuo iba solo, buscaba los sitios más separados y agrestes; sobre la hierba
o sobre las rocas se sentaba o se tendía y dejaba vagar en rededor su mirada pálida
y distraída.
Hemos
dicho que era retraído, pero esto no significa que fuese adusto; su retraimiento
más procedía de timidez o de tristeza, que de odio u hostilidad al género humano.
Con
los niños y con los animales era comunicativo y cariñoso; tanto, que algunos bañistas
no le llamaban el sabio tristón, sino el amigo de los animales.
Digamos,
para terminar lo poco que podía decirse de D. Ángel, que era hombre de unos cuarenta
años, aunque representaba algunos más.
Que
en su juventud habría sido guapo, y hasta poético, y que en el momento actual, por
más que vistiese modestamente, algo daba a entender en ciertos pormenores de indumentaria
que allá en otro tiempo habría sido un joven elegante y de buena sociedad.
Se
murmuró que fue poeta, y aun poeta aplaudido. Actualmente era profesor de física
y estaba amenazado de una tuberculosis incipiente, que era la que le había traído
a Fuente-cálida.
Cuando
se supo todo esto, que fue todo lo que pudo saberse, ya nadie se ocupó más de don
Ángel, y se le abandonó a su tristeza y a su insignificancia.
Ni
era molesto, ni era bullanguero, ni era murmurador, ni era gran personaje; por lo
tanto, no había para qué ocuparse de él.
Pero
cierto día ocurrió una cosa extraordinaria en el establecimiento. El corderillo
habíase trocado en fiera. Algunos bañistas, al pasear por los alrededores, habían
encontrado a don Ángel convertido en un verdadero demonio y en lucha espantosa con
un pobre borrico.
Aunque
a decir verdad no fue lucha, sino encarnizamiento de un verdugo contra una víctima.
El borrico huía, llevando en la boca un manojo de hierba, y le perseguía frenético
don Ángel con los ojos inyectados de sangre, la boca con la contracción de la ira,
en la mano un bastón, con el que sacudía sobre las redondas ancas del pobre animal,
y en la garganta gritos que parecían maldiciones unas veces y otras veces insultos
al borriquillo.
Al
pronto nadie creía la noticia, que fue, como ahora se dice, el acontecimiento del
día y la comidilla de la noche en el salón de conciertos entre señoras y caballeros,
que reían a carcajadas por lo grotesco de la escena y por lo inesperado también,
y porque, además, la risa ayuda en gran parte a la acción terapéutica de las aguas
medicinales.
Era
lo imposible, era lo ridículo y fue preciso que D. Tomás, hombre de edad avanzada,
formal y verídico, repitiese la historia para que los bañistas la creyesen. Pero
¿por qué, por qué D. Ángel, que era un verdadero ángel de bondad, se había encarnizado
de aquel modo; él, el amigo de los animales, contra aquel animal inofensivo?
En
el fondo de semejante sainete debía agitarse una tragedia, por lo menos un drama;
acaso era en compendio toda la historia de D. Ángel. Y, en efecto, la historia de
su vida entera venía a reflejarse en aquella lucha desatinada del hombre y del borrico,
al cual, dicho sea entre paréntesis, fue D. Ángel arrepentido y confuso al día siguiente
a dar explicaciones endulzadas con algún terrón de azúcar.
Don
Tomás, que tomó empeño en descubrir el secreto de aquella cólera repentina, consiguió,
a fuerza de paciencia, hacerse amigo de D. Ángel, y más tarde, cuando ya volvieron
a Madrid, le refirió el profesor de Física la historia de su juventud, de sus luchas,
de sus esperanzas, de sus desengaños, y, por último, la causa de su enojo contra
el borrico, a quien tan desaforadamente apaleó en un momento de locura.
Empecemos
por esta escena final, modestísima, ridícula casi; pero que simbolizaba en su tosquedad
campesina toda la existencia, o mejor dicho, toda la juventud de D. Ángel.
En
el centro de la escena, imagínese el lector una noria de las antiguas, de las de
cangilones de barro, que suben llenos de agua y bajan vacíos, como subimos por la
vida, llenos de esperanza y bajamos boca abajo, sin una gota de líquido, secos y
desesperados, hasta caer otra vez en el centro de la tierra.
Al
engranaje de la noria iba unida, como de costumbre, una palanca, y al extremo de
la palanca estaba encinchado un pobre mulo que daba vueltas sin cesar.
Pero
por mulo que fuese alguna inteligencia tenía, la necesaria al menos aquellas para
comprender que vueltas podrían aprovechar al hortelano, que utilizaba el agua de
la noria en el riego de sus huertas; pero que a él no le aprovechaban ni poco ni
mucho y, en cambio, le fatigaban los músculos y le molían los huesos.
El
resultado de estas consideraciones era que el mulo se detenía con frecuencia. Y
entonces el hortelano, para no tener que estar constantemente apaleando a su caballería,
tuvo una idea ingeniosa, aunque, a la verdad, no era nueva, ni por ella le hubiese
concedido privilegio el gobierno.
Y
fue que del eje vertical de la noria sacó otra palanca o brazo, a cuyo extremo colgó
un haz de hierba, de modo que viniera, a quedar suspendido delante de la cabeza
del macho, pero a cierta distancia. Invención que produjo efectos maravillosos,
sobre todo cuando nuestro hombre tomó la precaución de tener a su macho hambriento
todo el día.
Porque
el animal sentía hambre, veía oscilar a poca distancia la hierba; para alcanzarla,
estiraba el cuello y echaba el cuerpo hacia adelante, es decir, que daba vueltas
a la noria; pero como al mismo tiempo giraba también la palanca que sostenía la
hierba, jamás podía morder en ella.
Esto
era lo que presenciaba D. Ángel, sentado en un ribazo y pensando filosóficamente
que en aquella noria pobre, tosca y rechinante; en aquel macho hambriento, y en
aquella hierba, verde y jugosa, que el movimiento de rotación balanceaba, se venía
a simbolizar toda su vida, con sus tristezas, sus luchas, sus esperanzas, y tanta
y tanta crueldad y tanto desengaño de la suerte como sufrió el pobre en su casi
estéril juventud.
Y
al mulo de la noria y al D. Ángel del ribazo, es forzoso agregar otro tercer personaje,
un borrico, listo y bien mantenido, que andaba en libertad por un prado próximo.
Con
lo cual llegamos al punto culminante de la tragi-comedia.
El
mulo, rendido de fatiga, se detuvo. El manojo de hierba quedó inmóvil, siempre a
la misma distancia de la hambrienta boca del animal. Y, aprovechando aquella parada,
el borrico del prado se acercó lenta y tranquilamente y empezó a comer los tallos
y hojas más desprendidos del haz en los mismos hocicos del fatigado y desesperado
mulo, concluyendo por arrancar el haz entero.
Aquí
fue donde perdió la paciencia don Ángel. Recuerdos crueles, hondas desesperaciones,
muchas lágrimas de dolor, muchos gritos ahogados en largas noches de vigilia, acudieron
en tropel a su memoria. La sangre le subió al cerebro, los ojos se le inyectaron,
perdió el dominio de sí mismo, no vio lo que le rodeaba, sino otro cuadro bien distinto,
porque todo se le transformó.
El
círculo de la noria era el círculo en que había girado su existencia, siempre el
mismo, siempre seco y estéril; aquel mulo no era un animal cualquiera, era la imagen
fiel de D. Ángel, porque D. Ángel no era orgulloso, más bien era humilde y no se
sentía humillado al compararse con aquella bestia de trabajo; antes bien se había
dicho a sí mismo muchas veces : “¡Pero qué bestia eres, Ángel!”; aquel trabajo era
como el suyo: penosísimo, siempre estéril para sí, siempre jugoso y destilando riego
fecundo para los demás; aquel haz de hierba, tan verde, tan lustrosa, era como el
símbolo rustico de· sus esperanzas, que también eran verdes, porque es el color
propio de toda ilusión que ante nosotros flota y que nunca alcanzamos.
Y
aquellas esperanzas tenían un nombre, uno solo: se llamaban Adela, una chica preciosa,
de quien estuvo enamorado don Ángel en aquellos tiempos en que se llamaba Angelito,
y en que así le llamaba ella con su voz dulcísima.
Por
ella trabajó Ángel como un desesperado durante seis o siete años; por ella fue periodista,
fue poeta, fue autor dramático, y alentado por aquella esperanza y por aquella mujer,
obtuvo algunos triunfos que duraban un día o una noche y que luego se desvanecían
en la nada. Roca que rueda al fondo y que él tenía que subir a la cresta constantemente.
Por
ella, agotadas sus fuerzas, marchito o fatigado su ingenio; cerrado el horizonte
del arte por desengaños, desdichas y malos amigos, se lanzó a la ciencia como hubiera
podido lanzarse al fondo de un pozo; y bregando, y bregando, y presentándose a unas
y otras oposiciones, al fin obtuvo una cátedra de 12.000 reales.
Y
llegado a este punto se detuvo jadeante, como se había detenido el mulo de la noria
y ofreció su mano blanca o morena, que esto no se, sabe a punto fijo, a su adorada
Adelita.
Pero
¡ay! que la niña tenía otras aspiraciones más en armonía con su hermosura.
Ello
fue que se presentó de pronto un nuevo pretendiente; D. Anacleto. Hombre de cincuenta
años, corpulento, feo, calvo y riquísimo.
Él
no había dado nunca vueltas a la noria como Ángel, él vagaba libremente en carretela.
Y llegó y venció; y Adela fue suya, ni más ni menos que había sido del borriquillo
del prado el haz de hierba tan penosa y tan estérilmente perseguido por el pobre
mulo de la noria.
Por
eso, al transformarse el mundo exterior, a los ojos de D. Ángel también se había
transformado el, borrico, con sus largas orejas y sus redondeces de bestia bien
mantenida, en el propio D. Anacleto, y esta fue la transformación más espontánea
y, por lo tanto, menos difícil que tuvo que realizar la sobreexcitada imaginación
del antiguo poeta; y he aquí por qué, sin saber lo que hacía, cediendo a instintivo
impulso, saciando antiguos rencores y tomando estrepitosas venganzas, había apaleado
al borrico mientras éste huía por el prado llevándose entre los dientes, como en
asnal estuche, el jugoso manojo de hierba.
En
substancia, esto vino a decir D. Ángel a D. Tomás cuando llegó el día de las amistosas
confidencias, y aun agregó lo que sigue:
Mire
usted, amigo D. Tomás, el lance fue grotesco, lo reconozco; estas visiones mías
han sido soberanamente ridículas; pero en el fondo el símbolo campestre no puede
ser más exacto. Lo ha sido hasta el fin. Porque yo le quité al borrico el haz de
hierba y se la llevé al mulo, y el mulo no la quiso; sin duda la hierba estaba marchita
por el sol de todo el día y mascullada por el borriquillo, y de este modo le repugnaba
lo que antes le apetecía; debía ser un mulo dotado de sentimientos delicadísimos.
Pues
bien; esto me pasó a mí.
En
los últimos días de mi estancia en Fuente-cálida, llegó Adela, viuda y rica, y,
según decían los bañistas, todavía bastante guapa, aunque yo no era de esta opinión.
Doña
Adela, que ya no era mi Adelita, se mostró conmigo atenta, cariñosa, y, sin vanagloria,
puedo decir, que hasta insinuante estuvo.
Pero
yo he sido siempre una pobre bestia del trabajo, más bestia que el mulo de la noria,
y, como él, encontraba aquel verdor de mis ansias y de mis esperanzas marchito y
mascullado por el borrico en libertad, y que D. Anacleto fue perdone la comparación.
En
este punto D. Ángel, melancólico y resignado, dejó a D. Tomás para irse a su gabinete
a seguir estudiando ciertas experiencias sobre atracciones y repulsiones eléctricas.
De
todo este drama, tan prosaico, tan grotesco, pero en el fondo tan doloroso, los
bañistas de Fuente-cálida no vieron más que la paliza propinada al borrico, y no
pueden quejarse, porque en la realidad de la vida esto es lo que muy pocas veces
suele verse.
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