Víctor Roura
El
maestro Leandro Patiño detuvo su explicación.
–¿Qué quieres, Sebastián? –pregunto.
–Ir al baño…
Faltaban diez minutos para las once. El
timbre del recreo no tardaría en sonar.
–Falta poco para el refrigerio, aguántate
–dijo el profesor.
Sebastián volvió a sentarse. Ya no podía
más. El vientre se le inflaba y desinflaba. La cabeza le daba vueltas. Sentía
que pronto iba a echar hacia afuera la suciedad que traía adentro. Su madre no
se cansaba en decirle que cuando tuviera ganas de hacer del dos nunca se lo
aguantara pues, de lo contrario, luego su estómago iba a ser el castigado por
dicha abstención. Y le contaba de padecimientos dolorosos y de malestares
estomacales.
Levantó otra vez la mano.
–Maestro… –pronunció en apagada voz.
Leandro Patiño lo miró de reojo, pero
siguió explicando el proceso de las sumas y de las restas. No hizo caso. Sebastián
bajó el brazo. Ya no podía más. El sudor comenzó a correr por su cara. Volteó a
ver a Olga Cruz, su compañera de banca. Le dijo, en voz baja, que se sentía muy
mal. Que por favor se lo dijera al maestro. Olga alzó los hombros. “Espérate”,
le dijo. Sebastián sintió de súbito que su cuerpo ya no era el suyo sino que
tenía otro muy distinto. Ya no le respondía. Ya todo lo que hiciera no era
responsabilidad suya. Se secó el sudor y, entonces, vino aquello.
Repentinamente se sintió aliviado.
Echó afuera el estorbo. Su rostro volvió a
adquirir su color natural. Se secó, una vez más, el sudor que le chorreaba por
la frente.
El timbre sonó tres veces seguidas. La
hora del recreo. Patiño interrumpió de inmediato la clase y los niños salieron
corriendo, empujándose unos a los otros. Sebastián salió con lentitud, después
de todos sus compañeros. El maestro lo vio salir con calma.
–Corre al baño, chamaco –le recordó.
El niño lo miró como si no mirase a nadie.
Y con pasos cortos se dirigió a los sanitarios. Ahí se bajó el pantalón y trató
de limpiarse la mierda. Era imposible. Estaba embarrado. Sintió asco. Deseos de
vomitar. ¿Qué se hace en estos casos?
Se quitó el suéter y se lo amarró en la
cintura. Así cubriría la parte trasera. Tal vez con eso no se distinga la
mancha. Empezó a sentirse verdaderamente avergonzado. El sudor, de nuevo,
perlaba su frente. Sintió mucho calor. Al salir del baño decidió regresar a su
pupitre. Ya el recreo no tenía importancia…
A las once y media en punto sonó el timbre
que daba fin al refrigerio…
Todo siguió su curso normal en la escuela.
Leandro Patiño insistió con las sumas y las restas. Pero, pasadas las doce,
algo empezó a ocurrir y bien a bien nadie podía explicarlo. El salón comenzó a
oler mal. Apestaba. El profesor sacaba su pañuelo y se lo llevaba hasta la
nariz. Los niños se la tapaban también. El profesor salió por un momento y fue
a la dirección. Ahí platicó un rato con el director Cervantes, quien ya estaba
enterado del caso. Hasta su salón, el del sexto año, comenzó a llegar la
hediondez. Diez minutos más tarde ya varios maestros, preocupados, se habían
dado cita en la dirección. La escuela primaria era muy pequeña. Por esa razón,
el peculiar olor llegaba a todos los salones. Únicamente variaba la intensidad.
–Lo más conveniente es llamar a los
bomberos –sugirió Patiño.
–No hace falta –dijo el profesor Nazario Moreno–.
Ha de ser algún caño destapado…
Sin embargo, la maestra Sara Isordia
comentó que, a lo mejor, era una fuga de gas. Eso es muy peligroso para los niños,
concluyó. El director pegaba, con los nudillos de la mano izquierda, en su
escritorio. Con la mano derecha se acomodaba los anteojos. No acertaba a decir
nada. Sólo, de vez en vez, se llevaba su pañuelo a la nariz. Al rato llegó el
profesor Eladio Rivera, sumamente abrumado, desmejorado. Confesó que el
desagradable olor le había producido vómitos y mareos.
–Ha de ser algún caño destapado –dictaminó
nuevamente Nazario Moreno.
Y con esa idea regresaron a sus
respectivos salones. Patiño fue hasta su aula y dijo a los alumnos que no se
preocuparan, pues el mal olor provenía seguramente de algún caño destapado. Sebastián
no sabía dónde poner la cara. Sudaba mucho. También se llevó su pañuelo a la
nariz. Sentía la mierda como cicatrizada en las nalgas.
Antes de que diera la una de la tarde, el
timbre anunció el término de clases para los tres primeros años. En orden, los
maestros fueron sacando a los pequeños. Los que tenían que esperar a sus madres
eran acomodados en el patio trasero.
Sebastián salió de la escuela con pasos
lentos, con el suéter colgándole de la cintura. A dos pasos de hallarse afuera
se encontró con Olga Cruz, su compañerita de banca. La niña se le quedó viendo
fijamente.
–Tú fuiste, ¿verdad? –preguntó Olga con
suave voz.
–¿Qué?
–Que tú fuiste el del olor –afirmó Olga.
Sebastián no contestó, agarró su mochila y
empezó a alejarse. Pero, unos pasos más adelante, giró sobre sí y, desde lejos,
le gritó:
–¿No oíste que fue un caño destapado,
tonta?
Y siguió, lentamente, su camino…
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