Shirley Jackson
La señorita Clarence se
detuvo en la esquina de la Sexta Avenida y la calle Ocho y consultó el reloj. Las
dos y cuarto; llegaba antes de lo que había pensado. Entró en Whelans y se sentó
junto a la barra, dejando el ejemplar del Villager en el mostrador, junto al bolso
y el volumen de La cartuja de Parmay que había leído con entusiasmo hasta la página
cincuenta y ahora solo llevaba para causar efecto. Pidió un pastel de chocolate
y, mientras el camarero lo preparaba, fue hasta la máquina de tabaco y compró un
paquete de Kool. Sentándose de nuevo ante el mostrador, abrió el paquete y encendió
un cigarrillo.
La
señorita Clarence rondaba los treinta y cinco y llevaba doce años viviendo en Greenwich
Village. A los veintitrés, había llegado a Nueva York desde un pueblo del estado
porque quería ser bailarina y porque todo aquel que quería estudiar danza o escultura
o encuadernación había acudido a Greenwich Village, por esa época, por lo general
con asignaciones de sus familias para ir tirando y con la idea de trabajar en Macys
o en alguna librería hasta tener el dinero suficiente para dedicarse a su arte.
Gracias a que había seguido cursos de taquigrafía y mecanografía, la señorita Clarence
había terminado trabajando de estenógrafa en una empresa de carbones. Ahora, transcurridos
doce años, era secretaria privada en la misma empresa y ganaba lo suficiente como
para vivir en un buen piso del Village, junto al parque, y para comprarse buena
ropa. Aún iba esporádicamente a algún recital de danza con otra chica de la oficina
y a veces, cuando escribía a sus viejos amigos del pueblo, se refería a sí misma
como “una fanática del Village”. Las pocas veces que la señorita Clarence dedicaba
algún pensamiento al tema, no tenía reparos en felicitarse por su sentido común
al desarrollar un trabajo agradable de forma competente y ganarse la vida mejor
de lo que lo habría hecho en su pueblo.
Confiada
en que tenía muy buen aspecto con su traje gris de tweed y la aguja de cobre de
una joyería del Village en la solapa, terminó el pastel y miró de nuevo el reloj.
Pagó al cajero, salió a la Sexta Avenida y echó a andar con paso rápido. Había calculado
bien; la casa que buscaba estaba justo al oeste de la Sexta y se detuvo ante ella
un momento, satisfecha consigo misma y comparando el edificio con su casa de pisos,
que tenía bastante buen aspecto. La señorita Clarence vivía en una pintoresca casa
moderna de ladrillo y estuco; la que ahora tenía delante era vieja y de madera,
con una puerta delantera muy nueva de esas que suelen resultar engañosas hasta que
se echa un vistazo al edificio de encima y se aprecia la arquitectura de principios
de siglo. Comparó de nuevo la dirección con la del anuncio del Villager y luego
abrió la puerta y penetró en el sucio vestíbulo. Encontró el apellido Roberts y
el número de la puerta, 4B. Con un suspiro, la señorita Clarence empezó a subir
los peldaños.
Al
llegar al tercer rellano hizo una pausa para descansar y encendió otro cigarrillo
para hacer una entrada efectista en el piso. Al inicio del pasillo de la cuarta
planta encontró la puerta 4B, con una nota escrita a máquina y clavada en la madera
con una chincheta. Desprendió la nota, la acercó a la luz y leyó: “Señorita Clarence,
he tenido que salir urgentemente unos minutos, pero volveré hacia las tres y media.
Por favor, pase y eche un vistazo hasta que regrese; todo el mobiliario está marcado
con los precios. Lo lamento muchísimo. Nancy Roberts”.
La
señorita Clarence tanteó la puerta, que no estaba cerrada con llave. Con la nota
aún en la mano, entró y ajustó la puerta tras ella. La sala estaba en desorden:
el suelo estaba sembrado de cajas de papeles y libros medio vacías, la ventana no
tenía cortinas y sobre los muebles había pilas de ropa y maletas a medio llenar.
Lo primero que hizo fue acercarse a la ventana pensando que, desde aquel cuarto
piso, tal vez hubiera un buen panorama. Sin embargo, solo se divisaba una serie
de azoteas mugrientas y un edificio alto coronado de jardineras. “Algún día viviré
ahi \ pensó, y volvió a estudiar la habitación.
Pasó
a la cocina, un pequeño nicho con un hornillo de dos quemadores, un frigorífico
empotrado debajo y un pequeño fregadero a un lado. Aquí no se cocina mucho, pensó
la señorita Clarence; el horno no se ha limpiado nunca. En el frigorífico había
una botella de leche y tres de Cocacola y un tarro de crema de cacahuate medio vacío.
Comen siempre fuera, pensó. Abrió la alacena, que contenía un vaso y un abrebotellas.
El otro vaso estaría en el baño, se dijo la señorita Clarence. Tampoco había tazas;
Nancy Roberts ni siquiera hacía café por las mañanas. En el interior de la puerta
de la alacena había una cucaracha; la visitante se apresuró a cerrarla y volvió
a la sala. Abrió la puerta del baño y se asomó al interior, donde vio una bañera
antigua con patas, sin ducha. El cuarto de baño estaba sucio y la señorita Clarence
estuvo segura de que también allí habría cucarachas.
Por
último, concentró su atención en la abigarrada sala principal. Levantó una maleta
y una máquina de escribir que ocupaban una de las sillas, se quitó el sombrero y
el abrigo y tomó asiento, al tiempo que encendía otro cigarrillo. Ya había decidido
que no le servía ninguno de los muebles. Las dos sillas y el sofá-cama eran de arce,
en el estilo que la señorita Clarence consideraba “moderno del Village”. El pequeño
librero con mesilla auxiliar era una pieza bastante aceptable, pero tenía un largo
arañazo en la parte superior y varias manchas de vasos. Estaba marcada a diez dólares
y se dijo que, por ese precio, podía escoger entre una decena de muebles parecidos
por estrenar. En una leve muestra de resentimiento contra la empresa de carbones,
la señorita Clarence había decorado su acogedor pisito en tonos beige y blancuzcos,
y la idea de introducir algún mueble de aquella reluciente madera de arce la atemorizaba.
Por un segundo, cruzó por su cabeza la imagen de unos jóvenes típicos del Village,
frecuentadores de librerías, repantigados en los muebles de arce y dejando en cualquier
parte los vasos de ron con Coca-Cola.
La
señorita Clarence pensó por un instante en hacer una oferta por algunos libros,
pero la mayoría de los apilados sobre las cajas eran libros de pintura y portapliegos.
Algunos de ellos llevaban escrito en el interior el nombre “Arthur Roberts”. Arthur
y Nancy Roberts, pensó la señorita Clarence, una buena pareja de jóvenes. Así pues,
Arthur era el pintor y Nancy… Echó un vistazo a algunos de los volúmenes y descubrió
un libro de fotografías de danza moderna; ¿era posible que Nancy fuera bailarina?,
se preguntó con cierta exaltación.
Sonó
el teléfono y la señorita Clarence, en el otro extremo de la estancia, dudó unos
momentos antes de acercarse a contestar. Cuando dijo: “¿Hola?”, una voz de hombre
preguntó;
–¿Nancy?
–No,
lo siento. No está en casa.
–¿Con
quién hablo?
–Estoy
esperando a la señora Roberts –dijo la señorita Clarence.
–Bien
–dijo la voz–. Soy Artie Roberts, su marido. ¿Querrás decirle que me llame cuando
vuelva, por favor?
–Quizá
pueda usted ayudarme, señor Roberts. Vine a ver los muebles.
–¿Cómo
te llamas?
–Clarence,
Hilda Clarence. Estaba interesada en los muebles.
–Bien,
Hilda –dijo Artie Roberts–, ¿qué te parecen? Todos están en buenas condiciones.
–No
acabo de decidirme…
–El
sofá-cama está como nuevo –continuó Artie Roberts–. Me surgió una oportunidad de
ir a París, ¿sabes? Por eso lo vendemos todo.
–Eso
es estupendo –asintió la señorita Clarence.
–Nancy
vuelve con su familia de Chicago. Tenemos que vender los muebles y resolverlo todo
en muy poco tiempo.
–Ya
entiendo –dijo ella–. Es una lástima.
–Bien,
Hilda, habla con Nancy cuando regrese y ella te lo explicará todo con mucho gusto.
Puedes comprar lo que quieras sin reparos. Te garantizo que el sofá es muy cómodo.
–Estoy
segura.
–Dile
que me llame, ¿te acordarás?
–Desde
luego que sí –respondió la señorita Clarence. Se despidió y colgó.
Volvió
a la silla y consultó el reloj. Las tres y diez. Esperaré hasta las tres y media
y luego me marcharé, pensó. Agarró el libro de fotos de danza y pasó las hojas entre
los dedos hasta que una imagen le llamó la atención y retrocedió unas páginas hasta
localizarla de nuevo. Hacía años que no veía aquello, pensó: Martha Graham. Evocó
de improviso la imagen de ella misma a los veinte años, antes de emprender viaje
a Nueva York, practicando la pose de bailarina. La señorita Clarence dejó el libro
en el suelo y se incorporó, levantando los brazos. No te resulta tan fácil como
antes, pensó, notando la tensión en los hombros. Bajó la vista al libro por encima
del hombro, tratando de mantener rectos los brazos, cuando sonaron unos golpes a
la puerta y ésta se abrió. Un hombre joven (más o menos de la edad de Arthur, pensó
la señorita Clarence) entró en el apartamento y se detuvo justo al cruzar el umbral,
con aire de disculpa.
–La
puerta estaba entreabierta, de modo que decidí entrar –dijo el recién llegado.
–¿Y
bien? –respondió ella, bajando los brazos.
–¿Es
usted la señora Roberts? –preguntó el joven.
La
señorita Clarence no dijo nada mientras trataba de caminar relajadamente hasta la
silla.
–Vine
por el mobiliario –explicó el hombre–. Pensaba que tal vez me interesaran las sillas.
–Desde
luego –asintió ella–. El precio está marcado en cada cosa.
–Me
llamo Harris. Acabo de trasladarme a la ciudad y estoy tratando de amueblar mi casa.
–Hoy
día es muy difícil encontrar algo.
–Sí,
éste debe ser el décimo lugar que visito. Busco un archivador y un buen sillón de
piel.
–Me
temo que… –dijo la señorita Clarence, señalando la estancia con un ademán.
–Ya
sé. Cualquiera que tenga unos muebles así hoy día, los conserva. Soy escritor, ¿sabe?
–añadió.
–¿De
veras?
–Bueno,
más bien espero serlo –se corrigió Harris. Tenía un rostro redondo y afable y, al
decir esto último, puso una sonrisa muy agradable–. Voy a buscar un trabajo y escribiré
por las noches.
–Estoy
segura de que no tendrá muchas dificultades –comentó ella.
–¿Alguien
de la casa es pintor?
–El
señor Roberts –asintió la señorita Clarence.
–Un
tipo afortunado –aseguró Harris mientras se acercaba a la ventana–. Es más fácil
hacer ilustraciones que escribir, de eso no hay duda. Desde luego, esta casa es
más bonita que la mía –añadió de pronto, mirando por la ventana–. La mía es un cuchitril.
A
ella no se le ocurrió nada que decir y el hombre se volvió y la miró con curiosidad.
–¿Usted
también pinta?
–No
–hizo una profunda inspiración y añadió: –Soy bailarina.
Harris
volvió a mostrar su agradable sonrisa.
–Debería
haberlo comprendido –dijo–. Cuando entré.
La
señorita Clarence se rio ligeramente.
–Debe
de ser maravilloso –afirmó él.
–Es
duro.
–Sí,
debe de serlo. ¿Ha tenido mucha suerte, hasta ahora?
–No
mucha –reconoció ella.
–Supongo
que así sucede con todo.
Harris
dio unos pasos y abrió la puerta del baño; cuando se asomó al interior, la señorita
Clarence frunció el ceño. El hombre volvió a cerrar sin un comentario y abrió la
puerta de la cocina. Ella se levantó de la silla, avanzó hasta el hombre y juntos
inspeccionaron la estancia.
–No
cocino mucho –murmuró.
–No
la culpo, con tantos restaurantes –Harris cerró de nuevo y la señorita Clarence
se instaló otra vez en su silla–. Yo, en cambio, no sé desayunar fuera. Es una cosa
que no puedo hacer.
–¿Se
lo prepara usted mismo?
–Lo
intento. Soy el peor cocinero del mundo, pero lo prefiero a salir. Lo que necesito
es una esposa –sonrió de nuevo y empezó a dirigirse a la puerta–. Siento lo de los
muebles. Ojalá hubiera encontrado algo de mi gusto.
–No
importa.
–¿Se
mudan ustedes de casa?
–Tenemos
que desembarazarnos de todo esto –explicó la señorita Clarence. Vaciló un instante
y, finalmente, añadió–: Artie se va a París.
–Ojalá
yo pudiera –dijo Harris con un suspiro–. Bien, buena suerte a los dos.
–Lo
mismo digo –respondió ella, y cerró la puerta tras él, lentamente. Escuchó sus pisadas
bajando los peldaños y echó un vistazo al reloj. Las tres y veinticinco.
De
pronto, le entraron prisas. Buscó la nota que le había dejado Nancy Roberts y escribió
en la otra cara, con un lápiz que sacó de una de las cajas: “Mi querida señora Roberts:
Esperé hasta las tres y media. Me temo que los muebles no me interesan. Hilda Clarence”.
Lápiz en mano, permaneció pensativa unos instantes y añadió: “P. D. Llamó su esposo.
Dice que lo llame usted”.
Recogió
el bolso, La cartuja de Parma y el Villager, y cerró la puerta. La chincheta aún
seguía allí; la extrajo y volvió a clavarla con la nota. Después, dio media vuelta,
bajó la escalera y se dirigió a su casa. Le dolían los hombros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario