Shirley Jackson
Era un restaurante respetable,
bien decorado, con un buen chef y un grupo de artistas de variedades con aspiraciones.
La gente que acudía al local se reía discretamente y cenaba a satisfacción, reconociendo
la verdad del lema según el cual la cuenta siempre era un poco más de lo que ameritaba
el restaurante, el espectáculo y la compañía. Era un restaurante respetable y simpático
al que podían acudir dos mujeres solas con absoluta tranquilidad y disfrutar de
una cena levemente emocionante. Cuando las señoras Wilkins y Straw descendieron
sin hacer ruido los peldaños alfombrados que conducían al restaurante, ningún camarero
les dirigió más que una rápida mirada, pocos comensales volvieron la cabeza y el
jefe de camareros se acercó calmosamente e hizo una reverencia complaciente antes
de volverse hacia el local y conducirlas hacia las escasas mesas desocupadas, al
fondo del comedor.
–¿Te
importa que estemos tan lejos de todo, Alice? –preguntó la señora Wilkins, que era
la anfitriona, a la señora Straw–. Si prefieres, podemos esperar a que quede libre
otra mesa o irnos a otro local…
–Claro
que no –la señora Straw era una mujer bastante alta y corpulenta, con un recargado
sombrero de flores, que observaba con afición los copiosos platos que servían en
las mesas próximas–. No me importa dónde nos sentemos; esto es realmente encantador.
–Nos
da igual cualquier sitio –dijo la señora Wilkins al jefe de camareros–. Pero no
demasiado atrás, si puede evitarlo.
El
jefe de camareros la escuchó con atención y asintió, abriéndose paso con delicadeza
entre las mesas hasta una muy al fondo, cerca de la puerta por donde entraban y
salían los artistas, cerca de la mesa donde estaba sentada la dueña del restaurante,
bebiendo cerveza, y cerca de las puertas de la cocina.
–¿No
tiene nada más cerca del escenario? –preguntó la señora Wilkins, mirando al jefe
de camareros con expresión ceñuda.
El
hombre se encogió de hombros y señaló con un gesto las otras mesas libres. Una quedaba
detrás de una columna, otra estaba preparada para un grupo numeroso y una tercera
quedaba casi detrás de la pequeña orquesta.
–Esta
nos irá perfectamente, Jen –dijo la señora Straw–. Nos sentaremos aquí mismo.
La
señora Wilkins titubeó todavía, pero la señora Straw separó la silla de uno de los
lados de la mesa y tomó asiento con un suspiro; dejó los guantes y el bolso en la
silla sobrante que tenía al lado y alzó la mano para desabrocharse el cuello del
abrigo.
–No
estoy segura de que me guste esta mesa –insistió la señora Wilkins, acomodándose
en la silla de enfrente–. Me parece que no vamos a ver nada.
–Claro
que sí –replicó la señora Straw–. Veremos todo lo que sucede y, naturalmente, lo
oiremos todo perfectamente. ¿Prefieres sentarte donde estoy yo? –añadió a regañadientes.
–Por
supuesto que no, Alice –respondió la señora Wilkins. Aceptó el menú que le ofrecía
el camarero y lo dejó sobre la mesa, repasándolo rápidamente–. La comida es muy
buena aquí.
–Cazuela
de camarones –leyó la señora Straw–. Pollo frito –con un suspiro, murmuró–: Decididamente,
tengo hambre.
La
señora Wilkins pidió sus platos enseguida, sin el menor titubeo, y luego ayudó a
la señora Straw a escoger. Cuando el camarero se hubo marchado, la señora Straw
se acomodó en la silla y volvió la cabeza para observar el local.
–Es
un sitio delicioso –comentó.
–La
gente parece encantadora –asintió la señora Wilkins–. La propietaria está sentada
ahí, detrás de ti. Siempre he opinado que parece muy limpia y decente.
–Probablemente
se cerciora de que los vasos están bien limpios –apuntó la señora Straw. Volvió
a mirar hacia la mesa y hurgó en el bolso en busca de un paquete de cigarrillos
y una caja de fósforos, que dejó sobre la mesa–. Me gusta ver que un lugar donde
sirven comidas lo tiene todo muy limpio y aseado –declaró.
–En
este local hacen mucho dinero –afirmó la señora Wilkins–. Tom y yo solíamos venir
hace años, antes de que lo ampliaran. Entonces era muy agradable, pero ahora atrae
a un tipo de gente mejor.
La
señora Straw admiró con profunda satisfacción el coctel de cangrejo que pasó ante
ella.
–Sí,
desde luego –respondió.
La
señora Wilkins tomó el tenedor con indiferencia, mirando a su amiga.
–Ayer
tuve carta de Walter –dijo.
–¿Qué
cuenta? –quiso saber la señora Straw.
–Parece
que está bien –comentó la señora Wilkins–, pero temo que hay muchas cosas que no
nos cuenta.
–Walter
es un buen chico. Te preocupas demasiado.
La
orquesta empezó a tocar súbita y violentamente y las luces se apagaron, dejando
un foco sobre el escenario.
–No
me gusta nada comer a oscuras –dijo la señora Wilkins.
–Esas
puertas de ahí atrás nos dan bastante luz –indicó la señora Straw. Dejó el tenedor
y se volvió hacia la orquesta.
–Han
nombrado superintendente a Walter –dijo la señora Wilkins.
–Será
el primero de la clase –asintió la señora Straw–. Fíjate en el vestido de esa chica.
La
señora Wilkins se volvió con disimulo para mirar a la chica que su amiga había indicado
con un gesto de cabeza. La muchacha había salido de un pasillo que conducía a los
camerinos de los artistas; era alta y muy morena, con una espesa melena negra y
gruesas cejas, y el vestido era de satén verde eléctrico, muy escotado, con una
flor naranja llameante en un hombro.
–Nunca
había visto un vestido así –comentó–. Debe de ser bailarina o algo así.
–No
es demasiado guapa –dijo la señora Straw–. ¡Y mira al tipo que va con ella!
La
señora Wilkins giró la cabeza de nuevo, pero la volvió de inmediato y sonrió a la
señora Straw.
–Parece
un mono –dijo.
–Y
enclenque –añadió la señora Straw–. Odio a esos tipos rubitos, pequeños y débiles.
–Antes
tenían un espectáculo de primera en este local –afirmó la señora Wilkins–. Músicos,
bailarines y, a veces, algún joven cantante dispuesto a complacer peticiones del
público. Me parece que una vez tuvieron hasta a un organista.
–Ya
llega nuestra cena –anunció la señora Straw. La música había cesado y el director
de la orquesta, que hacía de maestro de ceremonias, presentó el primer número, una
pareja de bailarines de salón. Cuando se inició el aplauso, una pareja de jóvenes
de gran estatura salió por la puerta de artistas y se abrió paso entre las mesas
hasta la pista de baile; mientras lo hacían, los bailarines saludaron con la cabeza
a la chica del vestido verde eléctrico y al hombre que la acompañaba.
–¡Qué
ágiles son! –comentó la señora Wilkins cuando empezó el baile–. Este tipo de bailarines
siempre me parece maravilloso.
–Tienen
que vigilar el peso –replicó la señora Straw con espíritu crítico–. Fíjate en la
figura de la chica de verde.
La
señora Wilkins miró hacia la muchacha una vez más.
–Espero
que no sean comediantes.
–Ahora
mismo no parecen muy divertidos –comentó la señora Straw mientras calculaba la mantequilla
que le quedaba en el plato–. Cada vez que tomo una buena cena, pienso en Walter
y en la comida que nos daban en la escuela.
–Walter
dice en las cartas que la comida es muy buena –respondió la señora Wilkins–. Ha
ganado más de un kilo.
La
señora Straw levantó los ojos al techo.
–¡Por
el amor de Dios!
–¿Qué
sucede?
–Creo
que el tipo es un ventrílocuo. Sí, me temo que lo es.
–Son
muy populares en estos días –comentó la señora Wilkins.
–No
he visto ninguno desde que era una niña. Tiene un…, ¿cómo le llaman?, un hombrecillo…
En esa caja de ahí –continuó mirando, con la boca ligeramente entreabierta, y añadió–:
Míralo, Jen.
La
chica de verde y el hombre se habían sentado en una mesa cerca de la puerta de artistas.
La muchacha estaba inclinada hacia adelante, observando al muñeco, que estaba sentado
en el muslo del hombre. Era una copia grotesca del hombre, en madera; si el hombre
era rubio, el muñeco tenía una estrafalaria melena pelirroja con finos rizos y patillas
de madera; si el hombre era pequeño y feo, el muñeco era más pequeño y más feo,
con la misma boca grande, los mismos ojos saltones, la misma horrible parodia de
traje de noche, hasta los mismos pequeños zapatos negros.
–Me
pregunto cómo se les habrá ocurrido traer un ventrílocuo aquí –comentó la señora
Wilkins.
La
chica de verde estaba inclinada sobre la mesa y procedía a enderezar la corbata
del muñeco, a atarle el cordón de un zapato y a alisarle las hombreras del esmoquin.
Cuando volvió a enderezarse en la silla, el hombre le dijo algo y la muchacha se
encogió de hombros, indiferente.
–No
puedo apartar los ojos de ese vestido verde –declaró la señora Straw. Se sobresaltó
cuando el camarero se acercó sigilosamente hasta ella con el menú, esperando con
impaciencia que pidieran los postres, con los ojos en el escenario donde la orquesta
finalizaba una interpretación entre actuaciones. Cuando la señora Straw terminó
de decidirse por un pastel de manzana con helado de chocolate, el maestro de ceremonias
presentaba ya al ventrílocuo:
–¡…y
Marmaduke, una astilla del viejo palo!
–Espero
que no sea muy largo –dijo la señora Wilkins–. Desde aquí no oiremos nada, de todos
modos…
El
ventrílocuo y el muñeco estaban sentados bajo la luz del foco y los dos sonreían
abiertamente, sumidos en un rápido diálogo. El hombre tenía su rostro rubio y enfermizo
muy cerca de la sonrisa abierta del muñeco y los hombros de ambos se rozaban. La
conversación entre hombre y muñeco era vibrante y el público se reía afectuosamente,
adivinando la mayoría de los chistes antes de que el muñeco terminara de hablar;
luego, los espectadores permanecían callados e interesados durante unos momentos,
para volver a soltar una carcajada antes de que llegara la réplica.
–Me
parece que es horrible –comentó la señora Wilkins a la señora Straw durante uno
de los estallidos de risas–. Siempre son tan bastos…
–Observa
a nuestra amiga, la chica del vestido verde –apuntó la señora Straw. La muchacha
estaba inclinada hacia adelante en su asiento, siguiendo cada palabra con tensión
y nerviosismo. Por unos minutos, la expresión de profundo malhumor había desaparecido
de su rostro y, con un destello en los ojos, unía su risa a las del resto del público–.
¡A ella le parece divertido! –añadió la señora Straw.
La
señora Wilkins se encogió de hombros y se estremeció. Luego, atacó la copa de helado
con gesto escrupuloso.
–Siempre
me pregunto –comentó al cabo de un instante– por qué los locales como este, donde
la comida es realmente estupenda, no suelen cuidar los postres. Siempre es helado
o algo así.
–No
hay nada mejor que un helado –replicó la señora Straw.
–Imaginaba
que habría pasteles, o algún budín sabroso. Pero nunca parecen dedicar la menor
atención a los postres.
–Nunca
he probado nada como el budín de higos y dátiles que tú preparas, Jen –aseguró la
señora Straw
–Walter
siempre decía que era el mejor que… – empezó a explicar la señora Wilkins, pero
la interrumpió una fanfarria de la orquesta. El ventrílocuo y el muñeco estaban
saludando, el hombre con una profunda reverencia desde la cintura y el muñeco con
una cortés inclinación de cabeza. La orquesta inició enseguida una melodía bailable
y el hombre y el muñeco dieron media vuelta y desaparecieron rápidamente del escenario.
–¡Gracias
a Dios! –murmuró la señora Wilkins.
–Hacía
años que no veía actuar a un ventrílocuo –declaró su amiga.
La
muchacha del vestido verde se había puesto en pie, esperando a que el hombre y el
muñeco volvieran a la mesa. El hombre tomó asiento pesadamente, con el muñeco en
las rodillas todavía, y la chica volvió a sentarse en el borde de su silla, pidiéndole
algo con gestos apremiantes.
–¡Qué
te has creído! –exclamó el hombre en voz alta, sin mirarla. Hizo un gesto al camarero
y este titubeó, volviendo la vista hacia la mesa donde seguía sentada a solas la
propietaria del local. Al cabo de un momento, el camarero se acercó al hombre, y
la muchacha, con voz clara y audible por encima del suave vals que estaba tocando
la orquesta, dijo a este:
–No
bebas más, Joey. Vayamos a cualquier sitio a comer algo.
El
hombre murmuró algo al camarero sin hacer caso de la mano de la chica, que lo asía
por el brazo. Se volvió hacia el muñeco, le susurró algo y el rostro de madera,
con una ancha sonrisa, miró a la chica y de nuevo al hombre. La muchacha se echó
hacia atrás en la silla y su mirada buscó con el rabillo del ojo a la propietaria
del restaurante.
–No
soportaría estar casada con un hombre así – declaró la señora Straw.
–Desde
luego, no es un comediante muy bueno – asintió su amiga.
La
muchacha volvía a estar inclinada hacia adelante, discutiendo, y el hombre le hablaba
al muñeco, haciendo que este asintiera con la cabeza. Cuando la chica le puso una
mano en el hombro, el ventrílocuo se la quitó de encima sin volverse. La voz de
la chica se alzó de nuevo.
–Escucha,
Joey…
–Dentro
de un momento –contestó él–. Solo quiero tomarme una copa más.
–Sí,
déjalo en paz, ¿quieres? –intervino el muñeco.
–Ahora
no necesitas ningún trago más, Joey –insistió la chica–. Ya te lo tomarás más tarde.
–Escucha,
cielo, ya pedí esa copa y no puedo marcharme antes de que la traigan –replicó el
hombre.
–¿Por
qué no haces que se calle y deje de fastidiar? –preguntó el muñeco al hombre–. Esta
aguafiestas siempre se entromete cuando ve que alguien se lo está pasando bien.
¿Por qué no le dices que cierre el pico?
–No
deberías decir esas cosas –recriminó el hombre al muñeco–. No es buena educación.
–Yo
digo lo que me da la gana –replicó el muñeco–. Y ella no me lo puede impedir.
–Joey
–dijo la muchacha–, quiero hablar contigo. Escucha, vayamos a hablar a alguna parte.
–¡Cierra
el pico un momento! –ordenó el muñeco a la chica–. ¿Quieres callar, por el amor
de Dios?
La
gente de las mesas de alrededor empezaba a volverse, interesada por la voz estentórea
del muñeco e iniciando ya una sonrisa al oírlo hablar otra vez.
–¡Por
favor, cállate! –dijo la muchacha.
–Sí,
deja de armar tanto alboroto –advirtió el hombre al muñeco–. Solo voy a tomarme
esa copa y basta. A ella no le importa.
–El
camarero no va a traerte ninguna copa –replicó la chica, impaciente–. Le dijeron
que no lo haga. Aquí no van a servirte un solo trago más, como sigas portándote
así.
–Me
estoy portando bien –dijo el hombre.
–¡Soy
yo el que arma el alboroto! –exclamó el muñeco–. Querida, ya va siendo hora de que
alguien te diga con sinceridad que te buscarás problemas si sigues fastidiando cada
vez que uno se lo pasa bien. Un hombre no puede soportarlo indefinidamente.
–Baja
la voz –dijo la muchacha, dirigiendo una mirada nerviosa a su alrededor–. Todo el
mundo te está oyendo.
–¡Que
me oigan! –replicó el muñeco. Volvió la cabeza, sonrió a la gente que ocupaba las
mesas y alzó aún más la voz–. Solo porque un hombre quiere pasar un buen rato, ella
tiene que pasmarse como una bolsa de hielo.
–Vamos,
Marmaduke –dijo el hombre al muñeco–. Sé amable con tu mamaíta.
–¿Qué?
¡No le daría a la vieja ni la hora! –replicó el muñeco–. Si no le gustan las cosas
aquí, echémosla otra vez a las calles.
La
señora Wilkins abrió la boca y volvió a cerrarla; dejó la servilleta en la mesa
y se puso en pie. Mientras la señora Straw la miraba, desconcertada, la señora Wilkins
avanzó hasta la mesa del ventrílocuo y propinó un seco bofetón al muñeco en pleno
rostro.
Cuando
giró sobre sus talones y volvió a su mesa, la señora Straw ya se había puesto el
abrigo y la esperaba de pie.
–Pagaremos
a la salida –dijo la señora Wilkins lacónicamente.
Recogió
su abrigo y las dos mujeres se encaminaron a la puerta con aire digno. El hombre
y la chica se quedaron inmóviles unos momentos, contemplando al muñeco caído de
lado, con la cabeza torcida. Después, la muchacha alargó la mano y enderezó la cabeza
de madera.
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