José Echegaray
Don Benigno era un buen
hombre, tan bondadoso, que si a los treinta años de edad le hubieran bautizado de
nuevo, de nuevo se le hubiera puesto Benigno.
Le
dolía el mal del prójimo como si fuera su propio mal.
Toda
miseria humana le afligía hasta el punto de arrancarle lágrimas de compasión.
En
el dolor de los demás hombres se deshacían sus ternuras como el azúcar en el agua.
Las
injusticias sociales le indignaban con indignación sublime.
Era
un santo a la antigua usanza; un filántropo como hay muy pocos, y a la vez un altruista
a la moderna.
Amaba
el bien, buscaba el bien, por el bien se hubiera sacrificado, como al fin y al cabo
se sacrificó, pero de un modo que no tiene ejemplo en la historia.
Y
siendo Don Benigno lo que era, no hay que decir si sería desdichado.
¡Ver
tantas miserias y no poderlas remediar todas!
¡Sentir
tantos dolores como se retuercen en la raza humana y no poder calmarlos!
¡Presenciar
tantas injusticias y no tener medios para luchar contra ellas!
La
vida de Don Benigno era una perpetua desesperación y la desesperación es mala consejera.
Estaba
una noche en su buhardilla, porque él, que había sido rico, a fuerza de darlo todo,
había concluido por no tener nada.
Eran
las doce poco más o menos: el día había sido horrible, y había subido a su rincón,
dolorido, calenturiento, casi casi con la maldición en los labios ¡él, que no tenía
para sus hermanos más que palabras dulces y amorosas!
Decididamente
el mundo no podía continuar así; estaba resuelto para evitar tanto mal, a ir en
línea recta hasta el crimen si era preciso.
Medios,
armas, dinero, poder, ciencia, necesitaba a todo trance, para realizar el bien y
enjugar lágrimas, y sanear corazones, y dar pan y dar vida a los que sufren sin
consuelo.
Era
preciso sacrificarse, pues se sacrificaría. Y en un arrebato de pasión pronunció
estas palabras insensatas:
–Mi
alma entera daría con gusto, arrojándola a eterna condenación, a cambio de mucho
poder para hacer mucho bien a los hombres.
Y
pasando su extraviada vista por las desnudas paredes de la buhardilla, la fijó con
relámpago de supremo desafío en uno de los rincones más obscuros del suelo y más
llenos de sucias telarañas.
Y
sonriendo con sonrisa siniestra, pensó en voz alta:
–Ya
no existe el diablo, si existiera le llamaría y le propondría un pacto, pero el
diablo debió quedarse allá en los siglos medios; la locomotora y el telégrafo le
asustan; aunque se le llame no acude, y sino hagamos la prueba.
Entonces
con voz cavernosa, gritó:
–Satanás,
ven a mí, yo te llamo: quiero venderte mi alma, acude, haragán estúpido. Acude,
viejo cobarde, ven a mí, si te atreves, que yo te necesito y te llamo y además te
desafío. Tus cuernos me dan lástima, tu rabo me da asco, tus garras me dan risa,
¿no te apetecen las almas? pues te vendo la mía, que es de las mejores. Don Benigno
te aguarda a pie firme.
Dijo
y esperó.
Esperó
clavando sus ojos inyectados de sangre con tenacidad de loco en aquel rincón en
que desde el principio se había fijado.
Espectáculo
curioso, las telarañas se extendieron lentamente y dijérase que se hicieron luminosas
con luz rojiza.
Una
sobre todo cubrió lentamente el rincón y en el centro se destacó como mancha negra,
una enorme araña.
Don
Benigno no se asustó, porque con toda su benignidad era hombre de muchos bríos.
Don
Benigno no se admiró, porque en aquel momento nada podía causarle admiración. Una
esperanza diabólica le hizo presa en las entrañas.
¿Aquella
araña enorme sería el diablo?
¿Aquella
tela de luz siniestra estaría tendida para él?
¿Estaba
él destinado a ser la pobre mosca humana de aquella telaraña infernal?
Y
sin vacilar un punto se fue derecho al rincón, y por decirlo así, tiró en derrote,
sacando enredada en la cabeza la telaraña fantástica.
En
el acto el bicho repugnante creció en dimensiones y acurrucado en el rincón apareció
el diablo en persona, viejo y averiado, pero terrible todavía.
–Aquí
estoy –dijo con voz aguardentosa, porque en su vejez, harto de dolores y desengaños,
parece que el diablo se ha dado al alcohol.
–¡Gracias
a Dios! –exclamó Don Benigno sin poder contenerse, y cediendo a la costumbre. Pero
como la invocación no parecía muy oportuna y como el diablo hizo un movimiento de
horror y aun dio muestras de querer huir, Don Benigno corrigió la frase y agregó:
“perdona, endemoniado personaje; quise decir gracias al diablo”.
Luzbel
sonrió de cuerno a cuerno y murmuró: “eso está bien”.
–Conque
ahora –agregó–, di para qué me llamas.
–Ya
lo sabes, puesto que me has oído y por haberme oído acudiste a mi llamamiento. Quiero
venderte mi alma. ¿Estás dispuesto a comprarla?
–Ese
es mi negocio –dijo Luzbel–, y almas como la tuya cuando se ponen en venta, siempre
encuentran comprador.
–Gracias
–replicó Don Benigno, que entre sus buenas cualidades, tenía la de ser cortés hasta
con el diablo.
–Tu
alma vale mucho –siguió diciendo el protervo–, y ya ves que soy mercader de buena
fe, no rebajo la mercancía para comprarla barata.
Sin
embargo, Luzbel mentía según costumbre, y según costumbre adulaba a Don Benigno.
Luzbel
era incapaz de comprender la grandeza de aquel espíritu puro, extraviado en aquel
momento por excesos de bondad.
Cuando
las almas eran limpias y trasparentes, el señor de las tinieblas era impotente para
penetrar en aquellas transparencias.
En
las almas negras, sí penetraba como rayo de sombra en cuerpo opaco.
Por
eso jamás comprendió a Don Benigno, siempre creyó que era un hipócrita, que practicaba
el bien con miras interesadas, y que al fin y al cabo se había cansado de aparentar
bondades que no sentía.
De
todas maneras, obsequioso y humilde, le preguntó:
–¿Qué
quieres a cambio de tu alma?
–Quiero
alta posición social, gran influencia, mucho poder.
El
diablo sonrió para adentro, y para adentro murmuró: “lo sospechaba, ya te cogí:
eres como todos.”
Y
agregó en voz alta:
–¿No
pides más?
–Sí
pido –exclamó con ansia el desdichado–, pido mucho dinero.
–Trato
hecho –replicó el diablo, y sacando de entre cuero y carne un pergamino dio un salto,
se colocó en el centro de la habitación, y extendiéndolo en el suelo, porque mesa
no había, gruñó con gruñido gozoso–: a firmar.
Después
sacó una pluma de acero que sobre el cuerno y la oreja traía, le picó en el cuello
a Don Benigno y recogiendo de la picadura una gota de sangre, le alargó la infernal
péñola al futuro condenado.
Don
Benigno se sentó en el suelo y firmó sin vacilar.
El
diablo a su vez se picó en la lengua con la acerada pluma y puso su nombre al lado
del nombre de Don Benigno.
La
firma de éste resultó roja, la del diablo amarilla, porque el diablo es todo bilis.
Y
trato hecho.
–Hasta
la vista –dijo el diablo, y como por encanto se desvaneció entre las telarañas.
Después
pasaron muchos años.
Don
Benigno fue rico y poderoso, y siempre empleó su poder y su oro en realizar el bien.
¡Cuántas
lágrimas secó; para cuántos dolores fue calmante; a cuántos desdichados arrancó
del borde del abismo! ¡Y nunca, nunca pensó en arrojar ni una migaja a sus apetitos
de placer! y alguna vez le asaltaron furiosos, porque al fin era hombre y al infierno
estaba destinado por ley fatal.
–No;
para mí nada –pensaba Don Benigno–, pues si he renunciado a mi eterna salvación
¿qué ha de importarme el vano simulacro de las dichas terrenas?
Y
bien mirado, su sacrificio era inmenso. Practicar el bien en la tierra para ganar
la eterna gloria, es prestar con interés infinito. Este no es el verdadero sacrificio.
Para
sacrificio, el de Don Benigno, que descontaba en beneficio de los que sufren, una
eternidad de dichas celestiales.
Pero
todo llega, y después de una vida de abnegación y sacrificio, Don Benigno no pudo
más y se murió como todo el mundo se muere.
Al
otro lado de la tumba le esperaba, el diablo con el pergamino del pacto entre las
zarpas.
Pero
al morir, según parece, todo se olvida y de aquel pacto maldito se olvidó Don Benigno
al caer en la fosa.
Después
se dirigió al cielo maquinalmente como aquel que tiene conciencia de que bien lo
ha ganado, y ya llegaba al pórtico celestial, cuando el diablo se le puso delante.
–Poco
a poco –le dijo–, no tan aprisa, que según parece mi buen amigo es flaco de memoria.
–Déjame
pasar, maldito –le replicó Don Benigno.
–¿Y
esto? –dijo Luzbel, presentando el pergamino–. Yo cumplí, cumple tú y sígueme.
Don
Benigno quedó aterrado.
En
aquel instante, de entre las columnatas del pórtico salió un ángel.
–Ese
hombre no te pertenece –le dijo a Luzbel–. Ha sido muy bueno, ha sido un verdadero
santo.
–Ha
pactado conmigo. Esas obras buenas no pueden ser buenas, se han realizado gracias
al poder infernal que yo ponía a la disposición de este vejete insensato. Son obras
de maldición, las ennegrecí con mi sombra, las infesté con mi aliento, la obra del
diablo no puede ser buena; conque, sígueme alma de condenado, que eres mía. El pacto
es pacto, y si en el cielo no hay buena fe, será preciso ir a buscarla al infierno.
Vamos allá, alma del que fue Don Benigno. Si lo que hiciste lo hiciste con malicia,
te condenas por malo, y si no por malo, por tonto me perteneces.
El
ángel, acongojándose mucho y limpiándose con las puntas de las blancas alas las
lágrimas de sus azules ojos, insistió en defender a Don Benigno.
–Fue
bueno, muy bueno –decía entre pucheritos celestiales–. Fue compasivo, fue generoso,
lloró con toda miseria, sufrió con todo dolor, fue implacable con su propio egoísmo,
sujetó desesperadamente sus pasiones; como ningún otro mortal merece el cielo.
–Entonces
lo merezco yo –rugía Luzbel–, porque todo eso lo realizó con el poder que yo le
concedía. Desengáñate, espíritu de las alas blancas, este hombre vendió su alma,
yo la pagué a un precio exorbitante, jamás en el infierno se ha pagado por alma
alguna, ni por la del mayor sabio, ni por la del mayor poeta, lo que yo he pagado
por el mezquino girón espiritual de este Don Benito de mis pecados. Comprar un alma
para el infierno dando en cambio piedad, amor, sacrificio, es arruinarme y arruinar
toda la máquina infernal. Conque abreviemos y a las calderas, que ya se enfrían
–y le echó la zarpa a Don Benigno.
Pero
a él se abrazó el ángel desesperadamente, gritándole: “defiéndete, defiéndete”.
–¿Cómo
he de defenderme –murmuró Don Benigno–, ni qué puedo yo? Resolved vosotros, sea
lo que haya de ser.
–Pues
di que te arrepientes –le gritó el ángel.
Y
Don Benigno levantando la frente, que brilló con blancura tal que, al caer sus reflejos
sobre el diablo, casi convirtieran su pelambre en armiño, gritó con voz sublime:
–No
me arrepiento, hice el bien como pude.
En
aquel instante, de entre el pórtico salió una voz que proclamó: “Hágase el milagro
y hágalo el diablo, vete, Luzbel, y tú, ángel, haz que suba ese hombre”.
Y
Don Benigno, apoyado blandamente en el ángel, subió la gradería del pórtico.
A
todo esto el diablo, a cuyo rabo se había enredado sin saber cómo el pergamino del
pacto, corría todo corrido hacia el infierno como perro con maza, murmurando con
acento rencoroso: “Eso es, está bien; hágase el milagro y hágalo el diablo.”
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