H. G. Wells
El etnólogo miró pensativo
a la pluma de bhimaj.
–Parecía
que no les gustaba nada separarse de ella –dijo.
–Es
sagrada para los jefes –explicó el teniente–, lo mismo que la seda amarilla, ya
sabe, lo es para el Emperador de China.
El
etnólogo no respondió. Dudó. Luego, abordando bruscamente el tema, preguntó:
–¿Qué
diablos es ese cuento increíble que cuentan de un hombre que vuela?
El
teniente sonrió levemente.
–¿Qué
le contaron?
–Veo
–indicó el etnólogo– que está al tanto de su fama.
El
teniente lio un cigarrillo.
–No
me importa oírla una vez más. ¿Cómo anda en la actualidad?
–Es
tan condenadamente infantil –exclamó el etnólogo ya irritado–. ¿Cómo hizo que se
la tragaran?
El
teniente no respondió sino que se repantigó en su silla plegable, todavía sonriendo.
Aquí
me tiene, recorro cuatrocientas millas lejos de mis asuntos para recoger lo que
queda del folklore de esta gente antes de que sean completamente desmoralizados
por los misioneros y los militares, y todo lo que encuentro son montones de leyendas
imposibles sobre un esmirriado y pelirrojo teniente de infantería. Cómo es invulnerable,
cómo salta por encima de los elefantes, cómo vuela. Ésta es la más penosa de todas.
Un viejo caballero describía sus alas, decía que tenían un plumaje negro y que no
eran tan largas como una mula. Dijo que le veía a usted a menudo a la luz de la
luna flotando sobre los picos de las montañas en dirección al país de Shendu, ¡maldita
sea, hombre!
El
teniente se rió alegremente.
–Continúe
–dijo–, continúe.
El
etnólogo lo hizo. Al final se enfadó.
–Manipular
de esa manera a estas sencillas criaturas de las montañas. ¿Cómo pudo decidirse
a hacerlo, hombre?
–Lo
siento –explicó el teniente–, pero en realidad me lo impusieron. Le puedo asegurar
que me vi obligado a hacerlo. Y entonces yo no tenía la más remota idea de cómo
se lo tomaría la imaginación de los Chin. O la curiosidad. Solo puedo alegar que
fue indiscreción y no maldad lo que me hizo reemplazar el folklore por una nueva
leyenda. Pero como usted parece ofendido intentaré explicarle el asunto. Fue en
la época de la penúltima expedición a Lushai. Walter pensó que esa gente a la que
ha estado usted visitando era amistosa. Así que con una ligera confianza en mi capacidad
para cuidar de mí mismo me envió desfiladero arriba, catorce millas de desfiladero,
con tres de los hombres del condado de Derby y media docena de cipayos, dos mulas
y su bendición para ver cuál era el sentir popular en esa aldea que usted visitó.
Una fuerza de diez, sin contar las mulas, catorce millas, ¡y en medio de una guerra!
¿Vio usted la carretera?
–¡Carretera!
–exclamó el etnólogo.
–Ahora
está mejor que entonces. Cuando subimos tuvimos que vadear el río una milla donde
el valle se estrecha, con una buena corriente espumando en torno a nuestras rodillas
y las piedras resbaladizas como el hielo. Fue allí donde se me cayó el rifle. Posteriormente
los zapadores volaron el acantilado con dinamita e hicieron el cómodo camino por
el que vino usted. Luego, abajo, donde aparecen esos altos acantilados, tuvimos
que andar esquivando por el río, yo diría que lo cruzamos una docena de veces en
un par de millas.
“Llegamos
a la vista del lugar a la mañana siguiente temprano. Ya sabe cómo está situada sobre
un espolón a mitad de camino entre dos montañas, y cuando empezamos a comprender
la maldad de la aparente tranquilidad con la que la aldea yacía a la luz del sol
nos paramos a pensar.
“Entonces
nos dispararon un pedazo de ídolo de latón limado justo para darnos la bienvenida.
Bajó bufando por la ladera a nuestra derecha, donde están los cantos; no me alcanzó
el hombro por una pulgada o así, y aplastó a la mula que llevaba todas las provisiones
y utensilios. Nunca jamás oí tan mortal estruendo. A consecuencia de eso nos percatamos
de la presencia de unos cuantos caballeros que llevaban mosquetes, vestidos con
algo parecido a guardapolvos a cuadros, que se movían disimuladamente por el desfiladero
entre la aldea y la cresta de la montaña por el este.
“–¡De
frente! –ordené–. No demasiado juntos.
“Y
con esa expresión de ánimo mi expedición de diez hombres se recuperó y se puso en
marcha a buen trote para bajar por el valle de nuevo en esta dirección. No esperamos
a rescatar nada de lo que transportaba la mula muerta, pero mantuvimos con nosotros
a la segunda mula –transportaba mi tienda y otras tonterías– por un sentimiento
de camaradería.
“Así
terminó la batalla: ignominiosamente. Mirando hacia atrás vi el valle salpicado
de vencedores que gritaban y disparaban hacia nosotros. Pero nadie resultó herido.
Estos Chins y sus escopetas no son nada buenos excepto cuando disparan sentados.
Se sientan, colocan y vuelven a colocar sobre una piedra, apuntando durante horas,
y cuando disparan corriendo lo hacen principalmente por efectos teatrales. Hooker,
uno de los hombres del condado de Derby, se encaprichó bastante con el rifle y se
quedó detrás medio minuto para probar su suerte cuando volvíamos el recodo. Pero
no logró nada.
“No
soy Jenofonte para montar una historia increíble sobre mi ejército en retirada.
Tuvimos que contener al enemigo dos veces a lo largo de las dos millas siguientes
cuando se puso a hostigarnos un poco, intercambiando disparos con él, pero fue un
asunto bastante monótono –principalmente fuertes jadeos–, hasta que llegamos cerca
del sitio donde las montañas se juntan en dirección al río y aplastan el valle convirtiéndolo
en desfiladero. Y allí tuvimos mucha suerte en vislumbrar media docena de cabezas
redondas que venían sesgadamente por la montaña a nuestra izquierda –es decir, el
este– y casi en paralelo con nosotros. Al verlos mandé hacer alto.
“–Escuchad
–dije a Hooker y a los otros ingleses–, ¿qué hacemos ahora? –y apunté a las cabezas.
“–Como
que no soy negro que nos decapitarán –dijo uno de los hombres.
“–Lo
harán –corroboró otro–. ¿Conoces la costumbre de los Chin, Jorge?
“–Allí
donde se estrecha el río –interviene Hooker– pueden dispararnos a cada uno de nosotros
a cincuenta yardas. Seguir bajando es un suicidio.
“Miré
a la montaña a nuestra derecha. Se volvía más inclinada valle abajo, pero todavía
parecía escalable. Y todos los Chin que habíamos visto hasta entonces estaban del
otro lado de la corriente.
“–Escalar
o pararse, no hay más –dice uno de los cipayos.
“Así
que comenzamos a ascender montaña arriba serpenteando. Algo que muy débilmente sugería
un camino subía oblicuamente hasta la cara de la montaña y eso fue lo que seguimos.
Pronto aparecieron a la vista algunos Chin valle arriba y oí algunos disparos. Después
vi que uno de los cipayos estaba sentado a unas treinta yardas por debajo de nosotros.
Simplemente se había sentado sin decir palabra, aparentemente con el deseo de no
darnos ninguna molestia. Entonces ordené hacer alto de nuevo. Le dije a Hooker que
intentara otro disparo y volví atrás, encontrando al hombre herido en una pierna.
Cargué con él y lo llevé hasta ponerlo sobre la mula ya muy bien cargada con la
tienda y otras cosas que no tuvimos tiempo de retirar. Cuando alcancé a los otros,
Hooker tenía en la mano su Martini vacío, sonreía y apuntaba a un punto negro e
inmóvil valle arriba. Todos los demás Chins estaban tras las piedras o habían vuelto
junto al recodo.
“–Quinientas
yardas –dice Hooker–, como me llamo Hooker, y juraría que le he dado en la cabeza.
“Le
dije que fuera a repetirlo otra vez, y con eso continuamos de nuevo. Ahora la ladera
se iba poniendo cada vez más empinada y, según subíamos, el camino que seguíamos
se convertía cada vez más en un saliente. Finalmente no había más que acantilado
por encima y por debajo de nosotros.
“A
pesar de todo es la mejor carretera que he visto en el país de Chin Lushai –dije
para animar a los hombres, aunque estaba temiendo lo que se nos venía encima.
“Y
en pocos minutos el camino dobló en torno a una esquina del acantilado. Entonces,
punto final. El saliente llegaba a su fin.
“Tan
pronto como comprendió la situación, uno de los hombres del condado de Derby empezó
a jurar por la trampa en la que habíamos caído. Los cipayos se detuvieron tranquilamente.
Hooker gruñó, recargó el rifle y volvió al recodo. Luego dos de los cipayos ayudaron
a su camarada a bajar y empezaron a descargar la mula.
“Ahora
bien, cuando di en mirar a mi alrededor empecé a pensar que después de todo no habíamos
tenido tan mala suerte. Estábamos en un saliente de quizás unas diez yardas en lo
más ancho. Por encima el acantilado sobresalía de forma que no nos podían disparar
desde arriba, y por debajo había un precipicio cortado a pico de quizá dos o trescientos
pies. Tumbados éramos invisibles para cualquiera a lo largo del desfiladero. La
única entrada era por el saliente y en él un solo hombre valía tanto como una multitud.
Estábamos en un fuerte natural con una sola desventaja, la de que nuestra única
provisión contra el hambre y la sed consistía en una mula viva. De todas formas
nos hallábamos, como máximo, a ocho o nueve millas de la expedición principal, y
sin duda pasados uno o dos días enviarían por nosotros si no volvíamos.
–Después
de un día o así…
El
teniente hizo una pausa.
–¿Ha
tenido sed alguna vez?
–No
de esa clase –respondió el etnólogo.
–Ejem…
Nos pasamos todo el día, la noche y el día siguiente solo con una nada de rocío
que escurrimos de nuestras ropas y de la tienda. Y por debajo de nosotros el río
ríe que te ríe alrededor de una roca en medio de la corriente. Nunca conocí tamaña
ausencia de incidentes y tanta cantidad de sensaciones. A juzgar por el movimiento
que veíamos el sol podía estar todavía cumpliendo la orden de Josué y ardía como
un horno cercano. Por la tarde del primer día uno de los hombres de Derby dijo algo
–nadie oyó qué– y marchó por el recodo del acantilado. Oímos disparos, y cuando
Hooker miró por la esquina había desaparecido. Y por la mañana el cipayo con la
pierna herida deliraba y saltó o cayó por el acantilado. Luego cogimos la mula y
le disparamos. Dando sus últimos forcejeos tuvo necesariamente que ir por el acantilado
también, con lo que quedamos ocho de nosotros.
“Podíamos
ver el cuerpo del cipayo allá abajo con la cabeza en el agua. Yacía con la cara
boca abajo y por lo que pude colegir apenas si tenía alguna fractura. Por mucho
que los Chin codiciaran su cabeza, tuvieron la sensatez de dejarlo solo hasta que
llegara la oscuridad.
“Al
principio hablábamos de las posibilidades que había de que el cuerpo principal de
la expedición oyera los disparos y especulábamos sobre cuándo empezarían a echarnos
de menos y todo eso, pero al llegar la tarde habíamos agotado el tema. Los cipayos
jugaban entre ellos a juegos con piedrecitas y después contaban historias. La noche
fue bastante fría. El segundo día nadie hablaba. Teníamos los labios negros y las
gargantas ardientes, y estábamos tumbados por el saliente mirándonos fijamente unos
a otros. Quizá daba lo mismo que nos guardáramos nuestros pensamientos. Uno de los
soldados británicos, sirviéndose de un trozo de caliza, empezó a escribir en la
roca alguna tontería blasfema sobre sus últimas voluntades, hasta que lo paré. Cuando
miré por el borde al valle y vi el río haciendo rizos casi estuve tentado de seguir
al cipayo. Parecía algo agradable y deseable lanzarse abajo por el aire con algo
de beber al fondo, o en todo caso no más sed. No obstante recordé a tiempo que yo
era el oficial al mando y mi deber de dar ejemplo y todo eso me apartó de semejante
locura.
“Sin
embargo, pensar en eso me trajo una idea a la cabeza. Me levanté y miré la tienda
y sus cuerdas, y me pregunté por qué no se me había ocurrido antes. Luego me acerqué
a ver de nuevo el acantilado. Esta vez la altura parecía mayor y la postura del
cipayo bastante más dolorosa. Pero era eso o nada. Y, resumiendo, descendí en paracaídas.
“Hice
con la tienda un gran círculo de lona, de unas tres veces el tamaño de ese mantel,
abrí un agujero en el centro y até ocho cuerdas a su alrededor convergiendo en el
medio para montar un paracaídas. Los demás, que estaban tumbados por allí, me miraban
como si se tratara de una nueva clase de delirio. Luego expliqué mi idea a los dos
soldados británicos y cómo pensaba hacerlo, y tan pronto como el breve crepúsculo
se oscureció dando paso a la noche, me arriesgué. Ellos lo sostuvieron en alto y
yo di una carrera por todo el ancho del saliente. El artilugio se llenó de aire
como una vela, pero he de confesar que en el borde tuve miedo y me detuve. Tan pronto
como me detuve, me avergoncé de mí mismo –como si estuviera delante de soldados
rasos– y volví a intentarlo de nuevo. Allá salté esta vez –recuerdo que con una
especie de sollozo–, completamente en el aire con la gran vela blanca llena de viento
por encima de mí. Debo de haber pensado a un ritmo terrible. Me pareció que pasaba
mucho tiempo hasta que estuve seguro de que el artefacto tenía la intención de mantener
la estabilidad. Al principio se escoró lateralmente. Luego observé la cara de la
roca, que parecía como si me pasara flotando y yo estuviera inmóvil. Entonces miré
abajo y vi en la oscuridad el río y el cipayo muerto precipitándose hacia mí. Pero
en la confusa luz vi también a tres Chin aparentemente pasmados al verme, y que
al cipayo le habían decapitado. Ante eso deseé volverme de nuevo.
“Luego
mi bota estaba en la boca de uno de ellos, y en un instante él y yo éramos un montón
con la lona que caía aleteando encima de nosotros. Me imagino que le machaqué el
cerebro con el pie. No esperaba otra cosa de los demás sino que me rompieran a mí
la crisma, pero los pobres infieles no habían oído hablar nunca de Baldwin y huyeron
sin que nadie les pudiera contener.
“Forcejeando,
salí de la maraña del Chin muerto y de la lona, y miré a mi alrededor. A unos diez
pasos yacía la cabeza del cipayo mirando fijamente a la luz de la luna. Entonces
vi el agua y fui a beber. No había ni un ruido en el mundo salvo por las pisadas
de los Chins que huían, un débil grito desde arriba y el gluglú del agua. Tan pronto
como hube bebido todo lo que me cabía me puse en marcha río abajo.
“Eso
prácticamente termina la explicación de la historia del hombre que volaba. No encontré
un alma en las ocho millas de camino. Llegué al campamento de Walter a las diez,
y el tonto de nacimiento del centinela tuvo la cara de dispararme cuando aparecí
saliendo de la oscuridad a la carrera. Tan pronto como logré meter en el duro cráneo
de Winter mi historia, unos cincuenta hombres se pusieron en camino valle arriba
para ahuyentar a los Chin y bajar a nuestros hombres. En cuanto a mí, tenía demasiada
sed como para provocarla yéndome con ellos.
“Usted
ha oído las historias increíbles que los Chin han hecho con esto. Alas tan grandes
como una mula, ¿eh? ¡Y plumas negras! ¡El alegre teniente pájaro! Bueno, bueno…
El
teniente meditó alegremente un momento. Luego añadió:
–Difícilmente
lo creería usted, pero cuando llegaron por fin a la cresta se encontraron con que
dos cipayos más habían saltado al vacío.
–¿Los
demás estaban bien? –preguntó el etnólogo.
–Sí
–respondió el teniente–, los demás estaban bien, aunque un poco sedientos, ya sabe.
Y
al recordarlo se sirvió otro whisky con soda.
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