Miguel de Unamuno
Apólogo
Hubo allá en
remotos tiempos una soberbia águila, reina de las alturas. Tenía su trono sobre
un inaccesible peñón, y al pie de éste su nido. Cuando al salir el sol alzaba el
vuelo, desafiando con su mirada al padre de la luz, cantaban sobre ella su himno
matutino las alondras, y las aves todas le rendían vasallaje. Los cuervos la seguían
para aprovechar los despojos de sus presas.
Nunca
se vio águila cuyo aéreo reino se extendiese más. Elevándose por mucho más arriba
que la región de las nubes, apenas abarcaba con su penetrante mirada la extensión
toda de sus dominios.
Cuando
cuajaba la tormenta y al chocar de las nubes retumbaba el trueno al resplandor del
relámpago, levantábase el águila por encima de los nubarrones paridores del rayo
y dejaba bramar a la tempestad bajo sus plantas, bañándose en tanto en luz plena
y libre.
Era
una hermosura verla cernerse casi inmóvil en el espacio azul, con sus extendidas
alas a modo de acción de dominio o gesto de supremo poder. Con un ligero movimiento,
como de juego, elevábase aun más, desarrollando sin aparente esfuerzo una enorme
fuerza.
Al
pie del peñón en que anidaban sus aguiluchos y se entronizaba ella, extendíase un
arenal sembrado acá y allá de algunas matas, y en ese arenal reinaba un león como
soberano.
Más
de una vez se paró el león a contemplar el vuelo majestuoso del águila, y más de
una vez el águila, cerniéndose en el aire, contempló los saltos del león al caer
sobre su presa. Al rugido del rey del arenal contestaba no pocas veces el grito
del rey de los aéreos espacios.
Al
verle saltar al león, se dijo más de una vez el águila con lástima: “¡Pobrecillo!,
acaso es que intenta volar… Salta, salta, pobre rey de las arenas, a ver si te brotan
alas”.
Había
entre los cortesanos del águila un grajo, cuyas lisonjas sonaban siempre gratas
a los oídos de aquélla. Y empezó el grajo a hablarle del león y de sus proezas y
a ponderar su valor, su arrojo y su majestad. “Dice que si te cogiera en tierra,
con las alas cortadas –le decía–, habrías de ver de cuán poco te servían tu bravura,
tu pico y tus garras”. “¿Eso dice…? –exclamó el águila–. “Sí, eso dice –contestó
el grajo–, pero no debes hacerle caso, porque su poderío le ha envanecido y no sabe
bien lo que se dice el pobrecillo. Cegado por su soberbia, ignora que él no puede
volar y que tú puedes posarte en tierra y defenderte en ella”. “¡Y vencerle en tierra,
en su elemento!”, añadió el águila. “No lo dudo”, contestó con sorna el grajo marrullero.
Entonces
empezó a trabajarle al águila en el magín la idea de hacerse león y disputar su
realeza al rey del arenal.
–¿Sabes
lo que he pensado? –le dijo un día el águila al grajo.
–Lo
que hayas pensado –contestole éste– será inspiración del mismo sol, de seguro.
–Pues
he pensado que una vez que nadie me disputa el imperio del aire, debo bajar mi trono
al pie del peñón y disputar al león su imperio. Y para más obligarme y no poder
recurrir al arbitrio de levantar el vuelo, voy a recortarme las alas; quiero que
luchemos a iguales armas.
–¡Sublime
propósito! –exclamó el grajo–. ¡Hazaña nunca vista ni aun intentada antes de ahora!
Bien dije que el mismo sol te la ha inspirado.
Recortose,
en efecto, el águila sus alas, e hizo que a los de su familia se las recortaran,
y bajó al arenal. Andando, y no con mucha soltura, saliole al camino al león y le
provocó a singular combate.
–Déjate
de bromas, y vete a tus nubes –le contestó el león–; cada cual lo suyo.
–No
hay campo vedado para el heroico esfuerzo –contestó el águila–, y voy a probarte
que con sólo saber querer, ha de ser todo mío. Aquí, en tierra, en tus dominios,
has de medir tus garras con mis garras y tus fauces con mi pico.
–No
gasto bromas –replicó el león–, volviéndole grupas y azotándose los lomos con el
rabo.
Pero
el águila se abalanzó a él y le dio un picotazo. Al sentirse el león herido, volviose
furioso sobre el águila y de un par de zarpazos la dejó malparada. El pobre rey
de los aires no hacía más que aletear con sus recortadas alas, corriendo como pudo,
fue a refugiarse a unos juncales a orillas de un lago, y allí permaneció oculta
y allí la dejo el león compadecido.
No
se atrevió ya a salir de la orilla del lago, y allí tuvo que aprender a nadar para
defenderse de las fieras que bajaban a abrevarse y que no la dejaban en paz. Y así
andando el tiempo, se le modificó el pico, saliéronle palmas en las garras y se
convirtió en pato.
Tal
es la historia del águila que, por querer hacerse león, se vio convertida en pato.
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