Franz Kafka
Óscar M, un estudiante ya
mayor –quien lo miraba de cerca, quedaba aterrorizado ante sus ojos–, permanecía
un mediodía invernal en una plaza vacía en plena tormenta de nieve, con su abrigo
de invierno, una bufanda alrededor del cuello y un gorro de piel en la cabeza. Parpadeaba
pensativo. Se había sumido en sus pensamientos hasta tal extremo que se quitó el
gorro y frotó con la piel crespa su rostro. Finalmente, pareció haber llegado a
una conclusión y emprendió el camino a casa con un giro de bailarín. Cuando abrió
la puerta del salón paterno, vio a su padre, un hombre con la cabeza rasurada y
un rostro carnoso, sentado a una mesa vacía y vuelto hacia la puerta.
–Por
fin –dijo el padre, apenas Óscar había puesto el pie en la habitación–. Permanece,
por favor, junto a la puerta, pues estoy tan furioso que no estoy seguro de poder
dominarme.
–Pero
padre –dijo Óscar, y nada más empezar a hablar se dio cuenta de lo rápido que había
caminado.
–¡Silencio!
–gritó el padre, y al levantarse tapó con su cuerpo una ventana–. ¡Te ordeno silencio!
Y déjate de «peros», ¿entiendes?
Entonces
tomó la mesa con ambas manos y la acercó un paso en la dirección en la que se encontraba
Óscar.
–No
soporto más tu vida disipada. Soy un hombre viejo. Pensaba que encontraría en ti
un consuelo para mis últimos años, pero te has convertido en algo más enojoso que
mis enfermedades. ¡Vaya hijo!, que con su pereza, su derroche, maldad y estupidez
lleva a su padre a la tumba.
Aquí
enmudeció el padre, pero movió el rostro como si aún siguiera hablando.
–Querido
padre –dijo Óscar, y se acercó con precaución a la mesa–, tranquilízate, todo saldrá
bien. Hoy se me ha ocurrido algo que hará de mí un hombre diligente, como tú deseas.
–¿Cómo?
–preguntó el padre, y dirigió su mirada a una de las esquinas de la habitación.
–Ten
confianza en mí, te contaré todo durante la cena. En el fondo siempre fui un buen
hijo, solo que no podía mostrarlo, así que prefería enojarte ya que no podía alegrarte.
Pero ahora déjame pasear un poco para poder aclarar mis pensamientos.
El
padre, que al principio, mientras prestaba atención, se había sentado sobre el borde
de la mesa, se levantó.
–No
creo que lo que acabas de decir tenga mucho sentido, más bien lo tengo por palabrería.
Pero, a fin de cuentas, eres mi hijo. Llega, pues, a la hora y cenaremos en casa.
Así podrás contarme lo que quieras.
–Esa
pequeña confianza me basta, y te la agradezco de todo corazón. Pero ¿no descubres
en mi mirada que me absorbe por completo un asunto serio?
–Por
ahora no noto nada –dijo el padre–. Pero puede ser culpa mía, ya que he perdido
la costumbre de mirarte.
Entonces,
como era usual en él, golpeó con regularidad la tabla de la mesa para llamar la
atención de cómo transcurría el tiempo.
–Lo
principal es, Óscar, que ya no tengo ninguna confianza en ti. Cuando te grito alguna
vez –te he gritado cuando has llegado, ¿verdad?–, lo hago con la esperanza de que
pueda mejorarte, lo hago solo pensando en tu buena y pobre madre, que ahora, tal
vez, ya no siente ningún dolor inmediato por ti, pero que sucumbe lentamente con
el esfuerzo por defenderse de ese dolor, ya que cree poder ayudarte así. Pero todas
éstas son cosas que tú ya conoces de sobra y de las que, en consideración a mí mismo,
no debería haberme acordado si no me hubieras irritado con tus promesas.
Mientras
pronunciaba las últimas palabras, entró la criada para comprobar el fuego de la
calefacción. Apenas había abandonado la habitación, gritó Óscar:
–¡Pero
padre, no lo había esperado de ti! Si hubiera tenido solo una pequeña ocurrencia,
digamos una ocurrencia para mi tesis doctoral, que ya descansa diez años en mi cajón
y necesita tantas ocurrencias como granos de sal, es posible, aunque no probable,
que, como ha ocurrido hoy, hubiera venido corriendo a casa y hubiese dicho: Padre,
he sido afortunado y he tenido tal y cual ocurrencia. Si con tu voz digna me hubieras
echado a la cara todos los reproches desde el principio, mi ocurrencia se habría
desvanecido y hubiera tenido que marcharme de inmediato con cualquier disculpa.
Pero, ahora, ¡todo lo contrario! Todo lo que dices contra mí ayuda a mis ideas,
no paran de hacerse más fuertes y llenan mi cabeza. Me iré, porque solo podré ordenarlas
en soledad.
Tomó
una bocanada de aire en la templada habitación.
–Es
posible que, si tienes algo en la cabeza, solo sea una nadería –dijo el padre abriendo
desmesuradamente los ojos–, y creo que te ha poseído. Pero si algo virtuoso se ha
perdido en ti, déjalo escapar por la noche. Te conozco.
Óscar
hizo girar la cabeza como si lo sujetaran por el cuello.
–Déjame
ahora. Intentas penetrar inútilmente en mi interior. La simple posibilidad de que
puedas predecir correctamente mi final, no debería llevarte a perturbar mis buenos
pensamientos. Quizá te otorgue mi pasado el derecho a hacerlo, pero no deberías
abusar. Ahora puedes ver muy bien lo grande que es tu inseguridad cuando te obliga
a hablar contra mí de ese modo.
–Nada
me obliga –dijo Óscar, y su cuello dio un respingo involuntario.
Se
aproximó hasta casi llegar a la mesa, de tal modo que no se sabía a quién pertenecía.
–Lo
que dije, lo dije por respeto e, incluso, por amor a ti, como verás luego, pues
mis decisiones se han tomado principalmente en deferencia a ti y a mamá.
–Entonces
debo agradecértelo desde ahora –dijo el padre–, ya que es muy improbable que tu
madre y yo seamos capaces de hacerlo en el momento oportuno.
–Por
favor, padre, deja dormir al futuro como se merece. Si se le despierta antes de
tiempo se recibe un presente somnoliento. Que eso, sin embargo, te lo tenga que
decir tu hijo… Pero tampoco quería convencerte, al menos aún no, sino anunciarte
la novedad. Y eso ha resultado, como debes reconocer.
–Ahora,
Óscar, hay algo que me asombra: ¿por qué vienes precisamente hoy con semejante asunto
y no lo has hecho antes más a menudo? Ese comportamiento corresponde a tu ser anterior.
No, es cierto, es en serio.
–Si
en aquel entonces me hubieras dado una paliza en vez de oírme. He venido corriendo,
pongo a Dios por testigo, para darte una alegría. No obstante, no puedo desvelarte
mi plan hasta que lo tenga completo. ¿Por qué me castigas por mis buenas intenciones
y quieres sonsacarme explicaciones que pudieran dañar la ejecución del plan?
–Cállate,
no quiero saber más. Pero tengo que responderte con rapidez, ya que te retiras hacia
la puerta y es evidente que planeas algo urgente: con tu habilidad has logrado suavizar
mi enfado inicial, pero ahora estoy más triste que antes y por eso te pido –si insistes
puedo doblar las manos– que no digas nada a tu madre de tus ideas. Deja que por
ahora solo yo lo sepa.
–Ése
no es mi padre, el que habla así –exclamó Óscar, que ya había puesto la mano en
el picaporte–. Algo ha sucedido contigo desde el mediodía o eres un extraño con
el que me encuentro por vez primera en la habitación de mi padre. Mi padre verdadero
–Óscar calló un instante con la boca abierta– tendría que haberme abrazado, habría
llamado a madre. ¿Qué tienes, padre?
–Creo
que deberías hablarlo con tu padre real. Sería todo más placentero.
–Así
lo haré. A fin de cuentas, no puede permanecer al margen. Y madre deberá estar presente,
así como Franz, al que voy a recoger. Todos.
A
continuación, Óscar empujó la puerta con el hombro como si se hubiera propuesto
hundirla.
Una
vez en la casa de Franz, se inclinó hacia la pequeña casera con las palabras siguientes:
–El
señor Ingeniero duerme, ya lo sé, no importa –y sin preocuparse de la mujer que,
insatisfecha con la visita, iba inútilmente de un lado a otro del recibidor, abrió
la puerta de cristal, que al ser asida por un lugar sensible tembló, y gritó despreocupado
hacia el interior de la oscura habitación:
–Franz,
levántate. Necesito tu consejo de especialista. Pero no resisto más en esta habitación,
vayamos a pasear. También tú tienes que tratarlo con nosotros. Así que date prisa.
–Encantado
–dijo el Ingeniero desde su canapé de piel–, pero ¿primero levantarme, tratar, pasear,
aconsejar? Me he debido de perder algo.
–Ante
todo ninguna broma, Franz. Eso es lo más importante, lo había olvidado.
–El
favor te lo hago de inmediato. Pero eso de levantarme, preferiría tratar dos veces
contigo antes que levantarme una vez.
–¡Venga,
arriba! Ninguna excusa.
Óscar
agarró al hombre débil por la chaqueta y lo levantó.
–Estás
rabioso, ¿lo sabes? Con todos mis respetos.
Se
restregó los ojos cerrados con los dos dedos meñiques.
–Di,
¿te he sacado yo alguna vez de esta manera del canapé?
–Pero
Franz –dijo Óscar con el rostro contraído–, vístete ya. No soy un loco que te despierta
sin motivo alguno.
–Yo
tampoco estaba durmiendo sin motivo. Ayer tuve servicio nocturno, luego vine a dormir
mi siesta, también por ti. ¿Cómo? Venga, hombre, ya empieza a fastidiarme el poco
respeto que me tienes. No es la primera vez. Naturalmente, eres un estudiante y
puedes hacer lo que te da la gana. No todos son tan afortunados. Caramba, hay que
tener una deferencia con los demás. Yo soy tu amigo, lo sabes de sobra, pero no
por eso me han quitado mi profesión.
Lo
hizo patente agitando las palmas de las manos.
–Después
de la labia que has gastado, acaso debo creer que no has dormido lo suficiente –dijo
Óscar, que se había subido a una de las patas de la cama, desde donde ahora miraba
al Ingeniero como si dispusiera de más tiempo que antes.
–Bueno,
¿qué quieres realmente de mí? O, mejor dicho, ¿por qué me has despertado? –preguntó
el Ingeniero, y se rascó con fuerza el cuello, bajo su barba de chivo, con esa estrecha
relación que se tiene con el cuerpo después del sueño.
–¿Qué
quiero de ti? –dijo Óscar en voz baja, dando un golpe a la cama con el tacón del
zapato–. Muy poco, ya te lo he dicho desde el recibidor: que te vistas.
–Si
pretendes insinuar con eso, Óscar, que tus novedades me interesan poco, tienes toda
la razón. Eso es lo mejor, pues el fuego que prenderán en tu interior, arderá por
sí mismo sin mezclarse con nuestra amistad.
–La
información será todavía más clara, necesito una información clara, eso lo tengo
muy presente. Pero si buscas corbatas y cuellos, están allí, sobre el sillón.
–Gracias
–dijo el Ingeniero, y comenzó a ponerse el cuello y la corbata–. En ti se puede
confiar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario