Flannery O’Connor
El tío de Francis Marion
Tarwater llevaba muerto apenas media hora cuando el chico se emborrachó tanto que
no pudo terminar de cavar su tumba y un negro llamado Buford Munson, que había ido
a que le llenasen una damajuana, tuvo que terminar el trabajo, arrastrar el cuerpo
desde la mesa del desayuno, donde seguía sentado, y enterrarlo como está mandado,
cristianamente, con la señal de su Salvador en la cabecera de la tumba, y echarle
encima tierra suficiente para impedir que los perros lo desenterraran. Buford se
había presentado a eso de mediodía y, al atardecer, cuando se marchó, Tarwater,
el chico, todavía no había vuelto del alambique.
El
viejo era tío abuelo de Tarwater, o eso decía, y habían vivido juntos desde que
el chico tenía uso de razón. Cuando lo había rescatado y se había comprometido a
criarlo su tío le dijo que tenía setenta años; al morir tenía ochenta y cuatro.
Tarwater calculó entonces que él andaría por los catorce. Su tío le había enseñado
a sumar, restar, multiplicar y dividir, a leer y escribir, algo de historia, empezando
por Adán cuando lo expulsan del Edén, pasando por los presidentes hasta Herbert
Hoover, y de ahí a la especulación hasta llegar al segundo Advenimiento y el día
del Juicio. Además de darle una buena educación, lo había rescatado de su otro pariente,
el único que le quedaba, el sobrino del viejo Tarwater, un maestro de escuela que
por entonces no tenía hijos y quería quedarse con el de su difunta hermana para
criarlo según sus propias ideas. El viejo estaba en condiciones de saber cuáles
eran esas ideas.
Había
vivido tres meses en casa del sobrino gracias a lo que en su momento consideró caridad,
pero más tarde, según contaba, había descubierto que no había sido por caridad ni
nada parecido. Mientras vivió allí, el sobrino se había dedicado en secreto a hacer
un estudio sobre su persona. El sobrino, que lo había acogido en nombre de la caridad,
aprovechó la situación para colarse en su alma por la puerta trasera, le hacía preguntas
que tenían más de un sentido, le ponía trampas por toda la casa y observaba cómo
caía, y al final terminó escribiendo un estudio sobre él y lo publicó en una revista
para maestros. El hedor de su comportamiento había llegado hasta el cielo y el Señor
mismo había rescatado al viejo. Se le había presentado en una visión enfurecida
para ordenarle que huyera con el huerfanito, se marchara al lugar más apartado del
interior y lo criara para justificar su Redención. El Señor le había asegurado una
larga vida y el viejo había raptado al niño en las mismas narices del maestro, y
se lo había llevado a vivir a un claro del bosque del que tenía un título de propiedad
vitalicio.
Con
el tiempo, Rayber, el maestro de escuela, descubrió dónde estaban y fue hasta el
claro a recuperar al niño. Tuvo que dejar el coche en el camino de tierra y atravesar
más de un kilómetro de bosque, por un sendero que aparecía y desaparecía, antes
de llegar al campo de maíz con la escuálida casucha de dos plantas que se levantaba
en su mismo centro. Al viejo le gustaba contarle a Tarwater que había visto la cara
enrojecida, sudorosa y picada de viruelas de su sobrino subir y bajar entre el maíz,
seguida del sombrero de flores color rosa de la asistente social que había llevado
para que lo acompañara. El maíz estaba plantado hasta dos palmos de los escalones
del porche, y cuando el sobrino salió del campo, el viejo apareció en la puerta
con la escopeta y le advirtió que le dispararía a los pies a todo aquel que pisara
sus escalones; los dos quedaron cara a cara mientras la asistente social salía del
campo de maíz, encrespada como una pava real a la que le han invadido el nido. El
viejo decía que de no haber sido por la asistente social, su sobrino no habría dado
un solo paso, pero ella se quedó allí de pie, esperando, mientras se apartaba los
mechones teñidos de rojo que se le habían pegado a la frente ancha. Los dos sangraban
y tenían la cara cubierta de arañazos por culpa de las espinas de los arbustos,
y el viejo se acordaba de la ramita de zarzamora que a la asistente social le colgaba
de la manga de la blusa. Bastó que ella soltara el aire despacio, como si con el
aliento se le acabara toda la paciencia del mundo, para que el sobrino levantara
el pie, lo apoyara en el escalón y el viejo le disparara en la pierna. La pareja
salió corriendo y desapareció entre el maíz crujiente, y la mujer chilló: “¡Sabías
que estaba loco!”, pero cuando reaparecieron al otro lado del campo de maíz, desde
la ventana del piso de arriba, el viejo Tarwater vio que ella lo rodeaba con el
brazo y lo sostenía mientas él iba a los saltitos, y así llegaron al bosque; tiempo
después, supo que el sobrino se había casado con ella, pese a que le doblaba la
edad y a que no le daría tiempo a hacerle más que un hijo. Ella no lo dejó volver
nunca más.
La
mañana en que el viejo murió, bajó a la cocina y preparó el desayuno, como de costumbre,
y se murió antes de llevarse la primera cucharada a la boca. Un cuarto amplio y
oscuro ocupaba toda la planta de abajo de la casucha, y en el centro había una cocina
de leña y una mesa de tablones puesta al lado. En los rincones se apilaban los sacos
de pienso y malta, y por todas partes allí donde el viejo o Tarwater las iba dejando,
se acumulaban la chatarra, las virutas de madera, las cuerdas viejas, las escaleras
y la leña menuda. Habían dormido en esa cocina hasta que un lince entró una noche
por la ventana y el viejo se asustó tanto que se llevó la cama al piso de arriba,
donde había dos cuartos vacíos. Vaticinó entonces que las escaleras le quitarían
diez años de vida. En el momento de morir, se sentó delante del desayuno, levantó
el cuchillo con una mano cuadrada y enrojecida, y no alcanzó a llevárselo a la boca
cuando, con una mirada de total asombro, lo bajó hasta que la mano se apoyó de golpe
en el borde del plato, le dio la vuelta y lo tiró de la mesa.
El
viejo era recio como un toro, el cuello corto le salía directamente de los hombros
y los ojos plateados y saltones miraban como dos peces que luchan por escaparse
de una red de hilos rojos. Llevaba un sombrero grisáceo con toda el ala doblada
hacia arriba, y encima de la camiseta, una chaqueta gris que en otros tiempos había
sido negra. Sentado a la mesa, enfrente de su tío, Tarwater vio que en la cara le
salían un montón de venitas rojas y que un temblor lo recorría entero. Fue como
el temblor de un terremoto que había partido del corazón hacia fuera y acababa de
llegar a la superficie. De repente, la boca se le hizo a un lado y el viejo se quedó
tal y como estaba, en perfecto equilibrio, la espalda a medio palmo del respaldo
de la silla, la barriga metida justo debajo del borde de la mesa. Los ojos fijos,
como monedas de plata, estaban clavados en el niño, sentado frente a él.
Tarwater
sintió que el temblor no cesaba y lo recorría ligeramente a él también. Supo que
el viejo estaba muerto sin tocarlo, siguió sentado a la mesa, enfrente del cadáver,
y terminó de desayunar sumido en una especie de vergüenza huraña, como si se encontrara
en presencia de una personalidad nueva y no supiera qué decir. Al final dijo con
voz quejumbrosa:
–¡Para
el carro! Ya te dije que lo haría bien.
La
voz sonó como la de un forastero, como si la muerte lo hubiera transformado a él
y no al viejo.
Se
levantó, salió con el plato por la puerta trasera, lo puso en el último escalón
y dos gallos de pelea negros cruzaron como flechas el patio y se acabaron los restos
de comida. Se sentó encima de una larga caja de pino que estaba en el porche trasero;
distraído, empezó a desanudar un trozo de cuerda, mientras la cara larga, en forma
de cruz, se volvía hacia el claro y miraba más allá del bosque que se extendía en
pliegues grises y violáceos hasta rozar la línea azul celeste de los árboles, que,
como una fortaleza, se alzaban contra el cielo despejado de la mañana.
El
claro no solo estaba lejos del camino de tierra, sino del camino de ruedas y de
la senda, y, para llegar a él, los vecinos más próximos, negros, no blancos, tenían
que cruzar el bosque, apartando del paso las ramas de los ciruelos. Hacia la izquierda,
el viejo había empezado a sembrar un campo de algodón que iba hasta más allá de
la alambrada y llegaba casi hasta un costado de la casa. Las dos hileras de alambre
espino pasaban justo en medio del campo. Un brazo de niebla en forma de joroba reptaba
hacia la alambrada, dispuesto como un perro de caza blanco a pasar por debajo y
cruzar el patio pegado al suelo.
–Voy
a cambiar es’alambrada de sitio –dijo Tarwater–. No voy a dejar que mi alambrada
me parta el campo en dos.
La
voz le sonó fuerte, todavía extraña y desagradable, y concluyó la reflexión para
sus adentros: “Porque ahora este lugar es mío, sea o no sea yo el dueño, porque
estoy aquí y nadie me va echar. Si llega venir un maestro de escuela a reclamar
la propiedad, lo mato”.
Llevaba
puesto un mono desteñido y un sombrero gris calado hasta las orejas como un gorro.
Fiel a la costumbre de su tío, nunca se quitaba el sombrero más que para ir a la
cama. Hasta la fecha siempre había seguido las costumbres de su tío pero: “Si quiero
cambiar de sitio es’alambrada antes d’enterrarlo, ni Dios me lo impediría –pensó–,
nadie diría ni mu”.
–Primero
l’entierras y así acabas antes –dijo la voz potente y desagradable del forastero.
Se
levantó y fue a buscar la pala.
La
caja de pino en la que se había sentado era el ataúd de su tío, pero no pensaba
utilizarlo. El viejo era demasiado pesado para que un muchacho flaco lo levantara
y lo metiera dentro, y aunque el viejo Tarwater lo había hecho unos años antes con
sus propias manos, le había dicho, que, cuando llegara el momento, si no era posible
meterlo dentro, que lo echara al agujero tal como estaba, y que se asegurara solamente
de que el agujero fuera bien hondo. Lo quería de tres metros, dijo, no de dos y
medio. Había dedicado mucho tiempo a hacer la caja y, cuando la terminó, le grabó
en la tapa mason tarwater, con dios; luego se metió dentro y ahí se quedó tendido
un buen rato en el porche trasero, sin que se le viera más que la barriga que sobresalía
por el borde como el pan cuando fermenta demasiado. El muchacho se había quedado
al lado de la caja, observándolo.
–Así
acabamos tos –dijo el viejo con satisfaccción, la voz ripiosa y bullanguera dentro
del ataúd.
–Eres
demasiao grande pa la caja –observó Tarwater–. Me tendré que sentar encima de la
tapa o esperar que te pudras un poco.
–No
esperes –le había dicho el viejo Tarwater–. Prest’atención. Cuando llegue el momento,
si no es posible usar la caja, si no me puedes levantar o lo que sea, échame al
hoyo, pero lo quiero bien hondo. Lo quiero de tres metros, no de dos y medio, de
tres. Me puedes llevar rodando, aunque más no sea. Rodaré. Coge dos tablas, las
pones al final de los escalones y empiezas a hacerme rodar y ahí donde me pare,
empiezas a cavar. No dejes que me caiga dentro el hoyo hasta que no esté bien hondo.
Me pones unos ladrillos pa que no salga rodando y me caiga dentro y no dejes que
los perros me empujen dentro antes que esté terminao. A los perros mejor los encierras
–dijo.
–¿Y
si te mueres en la cama? –preguntó el chico–. ¿Cómo voy a hacer pa bajarte por las
escaleras?
–Yo
en la cama no me pienso morir –dijo el viejo–. En cuant’oiga la llamada, voy a bajar
las escaleras corriendo. Me voy a poner cerca de la puerta to lo que pueda. Si me
quedo seco arriba, me vas a tener que bajar rodando por las escaleras, no habrá
más remedio.
–Dios
me libre –dijo el chico.
El
viejo se incorporó dentro de la caja y dio un puñetazo en el borde.
–Prest’atención
–dijo–. Nunca te pedí na. Te acogí, te crié y te salvé de ese burro de la ciudad,
y ahora lo único que te pido a cambio es que cuando me muera m’eches a la tierra,
donde deben estar los muertos, y me pongas una cruz encima pa que se vea que estoy
ahí. Es lo único que te pido que hagas por mí.
–Bastante
haré con echarte al hoyo –dijo Tarwater–. Reventao voy a quedar pa poner cruces.
No voy a perder tiempo con tonterías.
–¡Tonterías!
–masculló su tío–. ¡Ya sabrás lo que son tonterías el día que junten esas cruces!
Mira que enterrar a los muertos como está mandao tal vez sea el único honor que
te hagas. Te traje hasta aquí pa hacer de ti un cristiano –gritó–, ¡maldita sea
si no lo consigo!
–Si
no tengo fuerzas pa hacerlo –adujo el chico observándolo con calculada indiferencia–,
le voy avisar a mi tío de la ciudad pa que venga y se ocupe de ti. El maestro de
escuela… –aclaró arrastrando las palabras, y vio que las marcas de viruela de la
cara de su tío habían palidecido– se va encargar de ti.
Los
hilos que sujetaban los ojos del anciano se hicieron más gruesos. El viejo aferró
ambos lados del ataúd y empujó hacia delante como si fuera a sacarlo del porche.
–Ése
me quemaría –dijo, y se le quebró la voz–. Me mandaría cremar en un horno y aventaría
mis cenizas. “Tío”, me dijo, “¡eres una especie a punto de extinguirse!”. Con tal
de aventar mis cenizas, ése es muy capaz de pagarle a la funeraria pa que me quemen
–dijo–. No cree en la Resurrección. No cree en el día del Juicio. No cree en…
–Los
muertos no están pa detalles –lo interrumpió el muchacho.
El
viejo lo agarró por el peto del mono, lo levantó en peso contra el costado de la
caja y sus caras casi se tocaron.
–El
mundo se creó pa los muertos. Piensa en tos los muertos que hay –dijo y luego, como
si hubiera concebido la respuesta a todas las insolencias, añadió–: ¡Los muertos
son un millón de veces más que los vivos y el tiempo que los muertos se pasan muertos
es un millón de veces más que el tiempo que los vivos se pasan vivos! –Y soltó al
chico lanzando una carcajada.
Apenas
un temblor de los ojos permitió adivinar que el chico había quedado impresionado
por aquello, y al cabo de un instante había dicho:
–El
maestro de escuela es mi tío. La única persona de mi misma sangre que voy a tener
y está vivo y, si me da la gana acudir a él, acudo ara mismo.
El
viejo lo miró en silencio durante un tiempo que se hizo eterno. Luego golpeó con
las palmas abiertas los costados de la caja y rugió:
–¡Quien
la peste llame, por la peste perecerá! ¡Quien la espada empuñe, por la espada perecerá!
¡Quien el fuego provoque, por el fuego perecerá! –Y el niño tembló a ojos vistas.
“Está
vivo –pensó mientras iba a buscar la pala– pero más le vale que ni asome por aquí
pa echarme d’estas tierras, porque lo mato”. “Acude a él y púdrete en el infierno
–le había dicho su tío–. Te salvé d’él hasta ahora y, si acudes a él en cuanto yo
esté en el hoyo, no hay na que yo pueda hacer”.
La
pala estaba apoyada contra la pared del gallinero.
–Nunca
más voy a poner los pies en la ciudad –dijo Tarwater–. Nunca acudiré a él. Ni él
ni nadie me va sacar d’estas tierras.
Decidió
cavar la tumba debajo de la higuera porque el viejo le iba a ir bien a los higos.
Al principio, el suelo era arenoso, pero más abajo era duro como la piedra y la
pala soltó un sonido metálico cuando la hundió en la arena. “Tengo que enterrar
un fardo muerto de cien kilos”, pensó, y se quedó con un pie en la pala, inclinado
hacia delante, mientras observaba el cielo blanco a través de la copa de la higuera.
Tardaría todo el día en cavar en aquella piedra un agujero lo bastante grande; el
maestro de escuela lo quemaría en un momento.
Tarwater
nunca había visto al maestro de escuela, pero sí a su hijo, un niño que se parecía
al viejo Tarwater. Aquella vez que Tarwater y su tío fueron a verlos, el viejo se
había quedado tan pasmado por el parecido que no había pasado de la puerta, se había
quedado mirando al chico y mojándose los labios con la lengua como un viejo chocho.
Aquélla fue la primera y la última vez que el viejo había visto al niño. “Tres meses
–decía–. Tres meses pasé en su casa. Qué vergüenza. Una traición que duro tres meses,
traicionao por alguien de mi propia familia, y si cuando yo me muera me quieres
entregar a quien me traicionó, y ver mi cuerpo arder, así sea. ¡Así sea, muchacho!
–le había gritado, incorporándose en la caja de muerto con la cara lívida–. ¡Que
así sea, pero cuídate del cangrejo que vendrá a agarrarte del cuello con sus tenazas!
–Y con la mano había agarrado el aire para enseñarle a Tarwater cómo sería–. A mí
me amasaron con la levadura en la que él no cree –dijo–, y no voy arder. ¡Y cuando
yo me vaya, vas a estar mejor aquí, en estos bosques, tú solo, con la luz qu’ese
sol enano quiera arrojar sobre ti, que en la ciudad con ése!”.
La
niebla blanca avanzó por el patio hasta desaparecer en una hondonada, y el aire
quedó limpio y claro.
–Los
muertos son pobres –dijo Tarwater con la voz del forastero–. Más pobre que un muerto,
imposible. Va tener que conformarse con lo que le toque.
“Nadie
me vendrá molestar –pensó–. Nunca. Nadie alzará la mano pa detenerme”. Muy cerca,
un perro de caza de rubia pelambre golpeaba el suelo con la cola y unas cuantas
gallinas negras escarbaban en la tierra desnuda que el chico acababa de cavar. Rodeado
de un halo amarillo, el sol se elevaba por encima de la línea azul de los árboles
y cruzaba lento el cielo.
–Ahora
puedo hacer lo que me dé la gana –dijo, y suavizó la voz del forastero para que
le resultara soportable.
“Puedo
matar toas esas gallinas, si me diera por ahí”, pensó mientras observaba a los negros
gallos Bantam que no valían nada y a los que tan aficionado había sido su tío.
–Se
iba con muchas tonterías –dijo el forastero–. La verdá es que era un crío. Vaya,
a la final, el maestro de escuela nunca le hizo daño. Por ejemplo, lo único que
hizo fue estudiarlo y escribir lo que había visto y ponerlo en una revista pa que
lo leyeran otros maestros de escuela. ¿Qué tiene eso de malo, eh? Na ¿A quién l’importa
lo que lee un maestro de escuela? Y el viejo chocho se comportaba como si le hubieran
arrancao el alma y la vida. Ya ves tú, no estaba tan muerto como él se pensaba.
Vivió quince años más y crió a un niño pa que lo enterrara como él quería.
Y
mientras Tarwater hundía la pala en la tierra, la voz del forastero se cargó de
furia contenida y empezó a repetir:
–Tú
tienes qu’enterrarlo solo y a pulso y ese maestro de escuela lo quemaría en un momento.
Después
de cavar una hora o así, la sepultura tenía poco más de un palmo de profundidad,
no era lo bastante honda para contener el cuerpo. Se sentó en el borde a descansar
un momento. El sol era como una ampolla blanca y febril en medio del cielo.
–Los
muertos traen montones de problemas, muchos más que los vivos –dijo el forastero–.
Ese maestro d’escuela ni se pararía a pensar que el día del Juicio se van a reunir
tos los cuerpos señalaos con una cruz. En el resto del mundo no hacen las cosas
como te las han enseñao a ti.
–Ya
lo sé, yo ya estuve –masculló Tarwater–. No hace falta que nadie me lo diga.
Hacía
dos o tres años, su tío había ido allí a hablar con los abogados para ver si conseguía
evitar que la finca fuese para el maestro de escuela y le quedara a Tarwater. Tarwater
se había esperado sentado delante de la ventana del abogado, en el piso doce, con
la vista clavada en el agujero de la calle, allá abajo, mientras su tío cerraba
el trato. Cuando fueron de la estación de tren a la oficina, había caminado bien
erguido entre la masa de hormigón y metal en movimiento moteada con los ojillos
de la gente. El brillo de sus propios ojos quedaba tapado por el ala rígida del
sombrero gris, nuevecito, que le hacía de techo y se mantenía en perfecto equilibrio
sobre las orejas de soplillo. Antes del viaje había leído algunos datos en el anuario
y sabía que allí vivían sesenta mil almas que lo veían a él por primera vez. Tenía
ganas de pararse y darle la mano a uno por uno y decirles que se llamaba Francis
M. Tarwater y que había ido solamente a pasar el día y a acompañar a su tío, que
tenía que ver a un abogado. Cada vez que pasaba un transeúnte se volvía a mirarlo
hasta que comenzaron a pasar demasiado deprisa y observó que, cuando miraba, la
gente de la ciudad no te clavaba los ojos como la del campo. Algunos tropezaban
con él, y ese contacto, que hubiera bastado para entablar una relación de por vida,
no servía de nada, porque aquellas moles se alejaban abriéndose paso a los empujones,
las cabezas gachas, después de mascullar unas disculpas que él hubiera aceptado,
si se hubiesen esperado. Se arrodilló delante de la ventana del abogado, asomó la
cabeza por la ventana, dejándola colgar hacia abajo, y, así, había observado la
calle flotante y moteada que fluía allá abajo como un río de hojalata, y lo había
visto destellar bajo el sol que flotaba pálido en un cielo pálido. “Aquí tienes
que hacer algo especial pa conseguir que te miren –pensó–. No te se quedarán mirando
solo porque Dios te ha hecho. Cuando venga y me quede pa siempre –se dijo–, voy
a hacer algo pa que tos me se queden mirando por lo que hice”; y al inclinarse un
poco, vio el sombrero planear despacio, perdido y tranquilo, mecido suavemente por
la brisa fue cayendo hacia el suelo, donde los coches le iban a pasar por encima.
Se tocó la cabeza desnuda y se metió para adentro.
Su
tío discutía con el abogado, los dos daban golpes en el escritorio que los separaba,
doblaban las rodillas y golpeaban con el puño al mismo tiempo. El abogado, un hombre
alto, con cabeza de cúpula y nariz de águila, no se cansaba de repetir reprimiendo
las ganas de gritar:
–No
fui yo quien redactó el testamento. Las leyes no las hice yo.
Y
la voz de su tío decía, ronca:
–Qué
le vamos hacer. Mi padre no lo quiso así. Tiene que haber manera que no le quede
a ése. Mi padre no hubiera permitido que un idiota heredase su propiedad. No era
ésa su intención.
–Perdí
el sombrero –dijo Tarwater.
El
abogado se apoyó en el respaldo de la silla, la hizo avanzar hacia Tarwater con
un chirrido, lo miró sin interés con sus ojos azul pálido, adelantó un poco más
la silla con otro chirrido y le dijo a su tío:
–No
puedo hacer nada. Pierde usted el tiempo y me lo hace perder a mí. Más vale que
se resigne a este testamento.
–Escúcheme
–dijo el viejo Tarwater–, hubo un tiempo que pensé que estaba acabao, viejo y enfermo,
con un pie en la tumba, sin dinero, sin na, y acepté su hospitalidá porque era mi
pariente más cercano y podía decirse que era su deber acogerme, y yo pensé que lo
hacía por caridá, pensé que…
–Yo
no puedo remediar lo que usted pensara o hiciera ni lo que su pariente pensara o
hiciera –protestó el abogado, y cerró los ojos.
–Me
se cayó el sombrero –dijo Tarwater.
–Soy
abogado, nada más –dijo el abogado, y paseó la mirada por las filas de libros de
derecho, color de la arcilla, que fortificaban su despacho.
–Seguro
que un coche ya le pasó por encima.
–Escúcheme
–dijo su tío–, me estudió to el tiempo pa un artículo que preparaba. Me tuvo en
su casa pa estudiarme y escribir ese artículo. Me hacía pruebas en secreto, a alguien
de su propia sangre, imagínese, me espiaba el alma como un mirón, y después va y
me dice: “¡Tío, eres una especie a punto de extinguirse!” –ronqueó el viejo con
un hilo de voz–. ¡Ya me dirá usté si estoy a punto de extinguirme o no!
El
abogado cerró los ojos y sonrió con disimulo.
–Habrá
otros abogaos –masculló el viejo.
Se
marcharon y vieron a otros tres seguidos, y Tarwater había contado hasta once hombres
que podían haber llevado o no su sombrero. Al final, cuando salieron del despacho
del cuarto abogado, se sentaron en el alféizar de la ventana de un edificio donde
había un banco y su tío hurgó en el bolsillo, sacó unas galletas que había llevado
y le dio una a Tarwater. El viejo se desabrochó el abrigo y dejó que la barriga
se le desparramara un poco y le descansara sobre el regazo mientras comía. Hacía
muecas llenas de rabia; la piel entre las marcas de viruela iba del rosa al violeta
y luego al blanco, y las marcas de viruela parecían cambiar de sitio. Tarwater estaba
muy pálido y le brillaban los ojos con una profundidad hueca y extraña. Se cubría
la cabeza con un viejo pañuelo de trabajo anudado en las cuatro puntas. No observaba
a los transeúntes que ahora sí lo observaban a él.
–Gracias
a Dios que terminamos, así podemos volver a casa –murmuró.
–Todavía
no terminamos –dijo el viejo, se levantó de sopetón y echó a andar calle abajo.
–Jesús
mío de mi alma –siseó el chico poniéndose en pie de un salto para alcanzarlo–. ¿No
nos podemos sentar un momento? ¿No entiendes cuando te hablan? Todos los abogaos
te dicen lo mismo. La ley es una sola y no hay na qu’hacer. Hasta yo lo entiendo,
¿por qué tú no? ¿Qué te pasa?
El
viejo siguió andando, a grandes zancadas, echando la cabeza hacia delante, como
si husmeara al enemigo.
–¿Adónde
vamos? –le preguntó Tarwater cuando dejaron atrás la zona comercial y pasaron entre
filas de casas grises y protuberantes, con porches tiznados que se proyectaban encima
de las aceras–. Oye –dijo golpeando a su tío en la cadera–, que yo no pedí venir.
–Tarde
o temprano hubieras acabao pidiéndomelo –masculló el viejo–. Anda, come hasta hartarte.
–Yo
no pedí que me dieras de comer. Yo no pedí venir. Vine aquí sin saber qu’esto estaba
donde está.
–Recuerda
–le dijo el viejo–, que te dije que te acordaras, cuando me pedistes venir, que
esto no te gustó mientras estuvistes aquí. –Y siguieron caminando.
Cruzaron
una acera tras otra, dejaron atrás una fila tras otra de casas salientes con las
puertas entornadas por donde se colaba un poco de luz seca e iluminaba los pasillos
manchados del interior. Al final llegaron a otro barrio de casas achaparradas, casi
idénticas, todas tenían delante su cuadrado de césped que se agarraba como un perro
a un filete robado. Después de andar unas cuantas manzanas, Tarwater se sentó en
la acera y anunció:
–Yo
no doy un paso más. ¡No sé ni adónde voy y no pienso dar un paso más! –le gritó
a la figura pesada de su tío, que no se detuvo ni se volvió a mirar atrás.
Poco
después se levantó de un salto y lo siguió mientras pensaba: “Si le llega pasar
algo, yo aquí me pierdo”.
El
viejo siguió adelante con esfuerzo, como guiado por un rastro de sangre que lo acercara
más y más al lugar donde se ocultaba su enemigo. De repente dobló por el sendero
corto de una casa color amarillo claro y avanzó rígido hacia la puerta blanca; los
hombros fuertes, encorvados, en posición de embestir como una topadora. Golpeó la
puerta con el puño, haciendo caso omiso del llamador de bronce lustrado. Cuando
Tarwater estuvo a sus espaldas, la puerta ya se había abierto y un niño gordo de
cara sonrosada había salido a atender. Era un niño de cabellos blancos, llevaba
gafas con montura metálica y tenía los ojos claros, color de la plata, como los
del viejo. Los dos se quedaron ahí mirándose, el viejo Tarwater con el puño en el
aire, la boca abierta, la lengua colgando como un viejo chocho. Por un instante,
el niño gordito dio la impresión de estar paralizado por el asombro. Y después soltó
una risotada. Levantó el puño, abrió la boca y sacó la lengua todo lo que pudo.
Al viejo casi se le salieron los ojos de las órbitas.
–¡Dile
a tu padre que no estoy a punto de extinguirme! –bramó.
El
niño se echó a temblar como si lo hubiera golpeado una ráfaga, empujó la puerta
hasta casi cerrarla y se ocultó detrás dejando ver solo un ojo con la gafa. El viejo
agarró a Tarwater del hombro, le dio la vuelta, lo empujó sendero abajo y se lo
llevó de aquella casa.
Y
nunca más regresó, nunca más volvió a ver a su primo, nunca más volvió a ver al
maestro de escuela, y al forastero que se había puesto a cavar la tumba con él le
contó que le había rezado a Dios para no volver a verlo nunca más y que, aunque
no tenía nada contra él y no le hubiera gustado tener que matarlo, se iba a ver
obligado a hacerlo si se presentaba allí y se metía en asuntos en los que no tenía
nada que ver salvo porque lo decía la ley.
–Escúchame
–dijo el forastero–, ¿pa qué iba a venir hasta aquí… si no hay na?
Tarwater
se puso a cavar otra vez y no contestó. No escrutó la cara del forastero, pero ya
sabía que era astuta, amable y sabia, y que un sombrero de ala ancha y rígida la
ensombrecía. El sonido de la voz ya no le disgustaba. Solo de vez en cuando le sonaba
como la voz de un forastero. Empezó a tener la sensación de que acababa de conocerse,
como si en vida de su tío lo hubiesen privado de entablar relación consigo mismo.
–El
viejo era una buena pieza, pa qué negarlo –comentó su nuevo amigo–, pero tú mismo
lo dijistes, más pobre que un muerto, imposible. Tendrán que conformarse con lo
que les toque. Su alma ya se ha ido del mundo de los mortales y su cuerpo no va
sentir los pellizcos… ni del fuego ni de na.
–A
él lo que le preocupaba era el día del Juicio –recordó Tarwater.
–Vamos
a ver –dijo el forastero–, ¿no te parece a ti que las cruces que pongas en 1954,
1955 o 1956 estarán podridas el año que llegue el día del Juicio? ¿Podridas y convertidas
en polvo igual que las cenizas de tu tío si lo reduces a cenizas? Y ya que estamos,
deja que te pregunte una cosa: ¿Qué va hacer Dios con los marineros que se ahogaron
en el mar y se los comieron los peces y a esos peces se los comieron otros peces
y a esos otros más? ¿Y qué me dices de la gente que se quema así, naturalmente,
en los incendios de las casas? ¿De la gente quemada de una forma o de otra o de
la gente que se cae dentro de las máquinas y queda hecha papilla? ¿Y de los soldados
que se quedan en na cuando les cae una bomba encima? ¿Qué pasa con tos esos que
de forma natural quedan rotos en mil pedazos y no hay quien pueda volver a juntarlos?
–Si
lo quemo –dijo Tarwater–, no sería natural, sería a propósito.
–Ah,
ya lo entiendo –dijo el forastero–. A ti lo que te preocupa no es el día del Juicio
de tu tío, sino el tuyo.
–Es
asunto mío –dijo Tarwater.
–No,
si yo no me meto en tus asuntos –dijo el forastero–. A mí qué m’importa. Te dejan
solo en este lugar desierto. Solo pa siempre en este lugar desierto, iluminao por
la luz que ese sol enano quiera darte. Por lo que veo, no l’importas a nadie.
–Redimío
estoy –masculló Tarwater.
–¿Fumas?
–preguntó el forastero.
–Si
quiero, fumo, y, si no quiero, no fumo –le contestó Tarwater–. Si hace falta, lo
entierro, y, si no, no.
–Vete
a ver si no s’ha caído de la silla –le sugirió su amigo
Tarwater
tiró la pala en la tumba y regresó a la casa. Entreabrió la puerta del frente y
se asomó por la rendija. Su tío miraba ceñudo y de lado, como un juez concentrado
en alguna prueba terrible. El chico cerró la puerta a toda prisa y volvió a la tumba.
Tenía frío pese a que el sudor le pegaba la camisa a la espalda.
En
lo alto del cielo, el sol, aparentemente quieto como un muerto, contenía el aliento
esperando el mediodía. La tumba tenía medio metro de profundidad.
–Tres
metros, no lo olvides –dijo el forastero, y se echó a reír–. Los viejos son unos
egoístas. No se puede esperar na d’ellos. Ni de nadie –añadió, y soltó un suspiro
desinflado, como una nube de arena que el viento levanta y deja caer de pronto.
Tarwater
alzó la vista y vio dos siluetas que venían cruzando el campo, un hombre y una mujer
de color; cada uno llevaba una damajuana de vinagre vacía colgando del dedo. La
mujer, alta, con aspecto de india, tenía puesto un sombrero verde. Se agachó debajo
de la alambrada y, casi sin detenerse, cruzó el patio en dirección a la tumba; el
hombre aguantó el alambre, pasó por encima y la siguió de cerca. No apartaban los
ojos del hoyo, se detuvieron en el borde y miraron la tierra desnuda con cara de
asombro y satisfacción. Buford, el hombre, tenía la cara llena de arrugas, como
un trapo quemado, más negra que el sombrero.
–El
viejo s’ha ido –dijo.
La
mujer levantó la cabeza y soltó un gemido quedo y prolongado, agudo y formal. Dejó
la damajuana en el suelo, cruzó los brazos, los descruzó y volvió a gemir.
–Dile
que se calle –pidió Tarwater–. Ahora el que mand’aquí soy yo y no quiero plañideras
negras.
–Llevo
dos noches viendo su espíritu –dijo la mujer–. Lo vi dos noches seguidas y no encontraba
paz.
–Lleva
muerto desd’esta mañana, na más –dijo Tarwater–. Si queréis que os llene las damajuanas,
me las dais a mí y os ponéis a cavar hasta que yo vuelva.
–Se
pasó años prediciendo que s’iba ir –dijo Buford–. Ella lo vio en sueños varias noches
seguidas y el pobre no encontraba paz. Yo lo conocía bien. Lo conocía muy bien.
–Pobre,
corazón mío –le dijo la mujer a Tarwater–, ¿qué vas hacer ahora, aquí sólito, en
este lugar solitario?
–Meterm’en
mis asuntos –masculló el chico. Le quitó la damajuana de la mano y se alejó tan
deprisa que a punto estuvo de caerse. Cruzó a grandes zancadas el campo de atrás,
en dirección a la hilera de árboles que bordeaba el claro. Los pájaros se habían
refugiado en lo hondo del bosque para huir del sol del mediodía y un tordo, oculto
unos metros más adelante de donde él estaba, cantaba una y otra vez las mismas cuatro
notas intercalando un silencio. Tarwater empezó a andar más deprisa, alargó el paso,
y, tras un instante, echó a correr como si lo persiguieran, se deslizó por pendientes
enceradas con pinaza, se agarró de las ramas de los árboles para levantarse jadeante
y subir por cuestas resbaladizas. Atravesó una pared de madreselvas, cruzó a los
saltos el lecho arenoso de un arroyo, ya casi seco, y se dejó caer por un alto terraplén
de arcilla que formaba la pared trasera de la cueva donde el viejo ocultaba el aguardiente
sobrante. Lo escondía en un agujero del terraplén y lo tapaba con una piedra grande.
Tarwater empezó a pelearse con la piedra para apartarla, mientras el forastero lo
miraba por encima del hombro y jadeando le decía:
–¡Estaba
loco! ¡Estaba loco! ¡En una palabra, loco de remate!
Tarwater
consiguió apartar la piedra, sacó una damajuana oscura y se sentó apoyándose en
el terraplén.
–¡Loco!
–siseó el forastero, y se dejó caer a su lado.
El
sol asomó furtivo detrás de las copas de los árboles que se elevaban por encima
del escondite.
–¿Cómo
se le ocurre a un hombre de setenta años traer a un niño a este lugar tan dejao
de la mano de Dios, pa criarlo como tiene que ser? ¿Y si el viejo se hubiera muerto
cuando tenías cuatro años? ¿Hubieras podido cargar la malta hasta el alambique y
mantenerte? Que yo sepa, ningún crío de cuatro años ha hecho funcionar un alambique.
“Que
yo sepa, no existe ninguno –continuó–. Pa él tú no eras más que algo que iba a crecer
lo suficiente pa enterrarlo cuando llegara el día, y ahora que está muerto, él ya
te se quitó d’encima, pero a ti te queda cargar con los cien kilos ésos y meterlos
bajo tierra. Y no te pienses que al viejo no se le encendería la sangre como un
carbón de la cocina si te viera probar aunque fuera una gota d’aguardiente –añadió–.
Te diría que te va sentar mal, aunque lo que de verdá te estaría diciendo es que
puedes llegar a tomar tanto que ya no estarías en condiciones de enterrarlo. Dijo
que te trajo aquí pa criarte según los principios, y el principio era ése: que cuando
llegara el momento, estuvieras en condiciones de enterrarlo pa que él pudiera tener
una cruz que señalara dónde está.
“A
ver –dijo en un tono más suave, cuando el chico terminó de tomarse un buen trago
de la damajuana oscura–, por un poquito no te va pasar na. La moderación no le hace
mal a nadie.
Un
brazo de fuego se deslizó por la garganta de Tarwater, como si el diablo le hurgara
por dentro buscándole el alma. Con ojos bizcos miró el sol iracundo que se ocultaba
detrás de la hilera más alta de árboles.
–Tómatelo
con calma –dijo su amigo–. ¿T’acuerdas d’aquellos cantantes negros de gospel que
vistes una vez, aquellos que estaban borrachos y cantaban y bailaban alrededor de
aquel Ford negro? Sabe Dios que no hubieran estao ni la mitá de contentos si no
se hubieran llenao la barriga d’aguardiente –dijo–. Algunos se toman las cosas muy
mal.
Tarwater
bebió más despacio. Se había emborrachado una sola vez y esa vez su tío le había
dado una paliza con una tabla, y le había dicho que a los niños el aguardiente les
quemaba las tripas; otra de sus mentiras, porque a él las tripas no se le habían
quemado.
–Deberías
tener bien claro –dijo el bueno de su amigo–, que ese viejo se pasó la vida engañándote.
Estos últimos diez años podías haber sido un pisaverde de ciudad. Y en vez d’eso,
t’han privao de toda compañía menos la suya, has vivido en un granero de dos pisos,
en medio d’este campo de tierra pelada empujando el arado detrás de una mula, desde
que cumplistes los siete. ¿Cómo sabes que la educación que te dio es fiel a los
hechos? ¿Y si te enseñó un sistema de números que no usa nadie? ¿Cómo sabes que
dos y dos son cuatro? ¿Y que cuatro y cuatro son ocho? A lo mejor los demás no usan
ese sistema ¿Cómo sabes si hubo un Adán o si Jesús, cuando te redimió, mejoró tu
situación en algo? ¿O cómo sabes que de verdá te redimió? Solamente tienes la palabra
del viejo ese; a estas alturas deberías tener claro qu’estaba loco. En cuanto al
día del Juicio –dijo el forastero–, todos los días son el día del Juicio.
“¿No
estás ya mayorcito pa haberlo aprendío tú solo? ¿Acaso to lo que haces, to lo que
has hecho, no resulta bien o mal ante tus propios ojos y casi siempre antes qu’el
sol se ponga? ¿Alguna vez te las arreglastes con algo? No, ni te las arreglastes
ni pensastes que te las arreglarías –dijo–. Ya qu’estás, te puedes acabar el aguardiente
ahora que bebistes tanto. Cuando te saltas la barrera de la moderación, te la saltas,
y esas vueltas que sientes que te bajan de lo alto de la cabeza –dijo–, eso es la
mano de Dios que te da la bendición. Te ha liberao. Ese viejo era la piedra que
no te dejaba abrir la puerta y el Señor la ha apartao. Pero no l’ha apartao del
to, claro está. Serás tú quien termine de apartarla del to, aunque Él ya hizo la
mayor parte. Alabao sea Dios.
Tarwater
ya no se notaba las piernas. Dormitó un rato, la cabeza colgando a un lado, la boca
abierta, con la damajuana ladeada sobre su regazo mientras el aguardiente se le
iba escurriendo por la pernera del mono. Al final, del cuello de la damajuana salían
solo gotas, se formaban despacio, engordaban hasta caer, silenciosas, pausadas,
del color del sol. El cielo brillante y despejado comenzó a apagarse y se llenó
de nubes ásperas hasta que las sombras se instalaron en todas partes. Despertó al
dar un respingo, sus ojos se clavaron en algo así como un trapo quemado que colgaba
cerca de su cara, aunque no llegaba a verlo con nitidez.
–Vaya
manera de comportarte –dijo Buford–. El viejo no se lo merece. Los muertos no descansan
hasta que no los entierran. –Estaba agachado y con una mano aferraba a Tarwater
del brazo–. M’acerqué a la puerta y lo vi sentao a la mesa, ni siquiera está acostao
sobre una tabla pa que s’enfríe. Hay que acostarlo y ponerle un poco de sal en el
pecho, si quieres que aguante toa la noche.
El
chico entrecerró los párpados para que la imagen no se moviera y, al cabo de nada,
distinguió los dos ojitos rojos y abultados.
–Se
merece descansar en una tumba como Dios manda –dijo Buford–. Tenía un conocimiento
profundo d’esta vida y del sufrimiento de Jesús.
–Negro
–dijo el chico haciendo un esfuerzo por mover la lengua pastosa–, quítame la mano
d’encima.
Buford
levantó la mano e insistió:
–Tiene
qu’encontrar paz.
–Ya
lo creo que va encontrar paz cuando acabe con él –dijo Tarwater vagamente–. Vete
d’una vez que ya m’ocupo yo de mis cosas.
–Nadie
te va molestar –dijo Buford, y se puso en pie.
Esperó
un momento, inclinado, mirando desde lo alto el cuerpo sin fuerza, despatarrado
contra el terraplén. El chico tenía la cabeza hacia atrás y se apoyaba en una raíz
que sobresalía de la pared de arcilla. Tenía la boca abierta, y el sombrero, levantado
por delante, le dibujaba una línea recta en la frente apenas encima de los ojos
entornados. Los pómulos se proyectaban estrechos y flacos, como los brazos de una
cruz, y los huecos debajo de ellos tenían un aspecto antiguo, igual que si el cráneo
del chico fuese viejo como el mundo.
–Nadie
te va molestar –masculló el negro abriéndose paso por la pared de madreselvas, sin
volver la vista atrás–. Ese va ser tu problema.
Tarwater
cerró otra vez los ojos.
Muy
cerca, el canto quejumbroso de un pájaro nocturno lo despertó. No era un ruido chirriante,
apenas un silbo amortiguado como si el pájaro tuviera que recordar la queja del
muchacho cada vez que éste la repetía. Las nubes recorrían convulsas el cielo negro,
y la luna, rosada y vacilante, parecía subir un palmo para bajar otro y volver a
subir. Pronto se dio cuenta de que era porque el cielo descendía y caía deprisa
para aplastarlo. El pájaro chilló y salió volando a tiempo; Tarwater se precipitó
en mitad del lecho del arroyo y se puso a cuatro patas. La luna se reflejaba como
pálido fuego en los escasos charcos de la arena. Se abalanzó contra la pared de
madreselvas y la cruzó a manotazos, confundiendo el perfume dulce y familiar con
el peso que le caía encima. Cuando salió al otro lado, el suelo negro se balanceó
un poco bajo sus pies y volvió a caer. El destello rosado de un relámpago iluminó
el bosque y, entonces, vio que los bultos negros de los árboles perforaban la tierra
y asomaban a su alrededor. El pájaro nocturno volvió a silbar desde el matorral
donde se había posado.
Tarwater
se levantó y empezó a caminar hacia el claro, a tientas de árbol en árbol, los troncos
fríos y secos al tacto. Tronaba a lo lejos, y el titilar continuo y pálido de los
relámpagos iluminaba una zona del bosque, luego otra. Por fin vio la casucha; se
alzaba escuálida, negra y alta en medio del claro, con la luna rosada y temblorosa
justo encima. Los ojos del chico destellaban como pozos abiertos de luz cuando avanzó
por la arena, arrastrando a las espaldas su sombra comprimida. No volvió la cabeza
hacia el lugar del patio donde había empezado a cavar la tumba.
Se
detuvo en la parte de atrás de la casa, en la esquina más alejada, se agachó y miró
los trastos que había allí amontonados, jaulas de gallinas, barriles, trapos, cajas.
Llevaba cuatro cerillas en el bolsillo. Se arrastró bajo la casa y prendió varios
fuegos pequeños, aprovechando el anterior para encender el siguiente y avanzando
hacia el porche de adelante, mientras a sus espaldas el fuego devoraba con avidez
la yesca seca y las tablas del suelo de la casa. Cruzó la parte de delante del claro,
pasó debajo de la alambrada y recorrió el campo lleno de surcos, sin volverse a
mirar atrás, hasta que estuvo en el lindero opuesto del bosque. Una vez allí, echó
un vistazo por encima del hombro, vio que la luna rosada había caído por el tejado
de la casa y estallaba, y entonces echó a correr, obligado a atravesar el bosque
por dos ojos saltones del color de la plata que, a sus espaldas, en medio del fuego,
se abrían inmensos, llenos de asombro.
A
eso de medianoche llegó a la carretera, hizo autoestop y consiguió que lo recogiera
un vendedor, representante de ventas en toda la zona del sureste de una fábrica
de tiros de cobre para chimeneas, que le dio al chico silencioso lo que, según él
era el mejor consejo que podía darle a cualquier jovencito que salía a buscar su
lugar en este mundo. Mientras avanzaban por la negra recta de la carretera, vigilada
a ambos lados por un oscuro muro de árboles, el vendedor le dijo que sabía por experiencia
propia que no había manera de venderle un tiro de cobre a un hombre que no apreciaras.
Era un tipo flaco, de cara angosta, escarpada como un barranco, que parecía haberse
consumido hasta los rincones más abruptos. Llevaba un sombrero gris y rígido, de
ala ancha, de esos que usan los hombres de negocios a los que les gusta parecerse
a los vaqueros. Dijo que el amor era la única política que funcionaba en el noventa
y cinco por ciento de los casos. Dijo que, cuando iba a venderle un tiro de cobre
a un hombre, primero preguntaba por la salud de la esposa de ese hombre y cómo estaban
sus hijos. Dijo que llevaba un libro en el que anotaba los nombres de los familiares
de sus clientes y lo que les pasaba. La esposa de un hombre había tenido cáncer,
él anotó en el libro el nombre de la mujer y al lado escribió la palabra “cáncer”,
y se interesó por ella todas las veces que visitaba la ferretería de aquel hombre
hasta que la mujer se murió; entonces tachó su nombre y al lado escribió la palabra
“fallecida”.
–Y
le doy gracias a Dios cuando se mueren –dijo el vendedor–, uno menos del que acordarme.
–A
los muertos no le debe usté na –dijo Tarwater en voz alta; era casi la primera vez
que hablaba desde que se había subido al coche.
–Ellos
tampoco te deben nada a ti –dijo el forastero–. Y así deberían ser las cosas en
este mundo… que nadie le debiera nada a nadie.
–Oiga
–dijo Tarwater de pronto, y se sentó en el borde del asiento, con la cara cerca
del parabrisas–, vamos en la dirección equivocada. Volvemos al lugar del que veníamos.
Se ve otra vez el incendio. El incendio, allá a la izquierda.
Allá
adelante, en el cielo había un fulgor débil, pero constante, que no se debía a los
relámpagos.
–¡Es
el mismo incendio que dejamos atrás! –gritó el chico fuera de sí.
–Muchacho,
tú estás chiflado –dijo el vendedor–. Eso de ahí es la ciudad a la que vamos. Y
eso que ves brillar ahí son las luces de la ciudad. Supongo que es el primer viaje
que haces en tu vida.
–Ha
cambiao el rumbo, ha dao la vuelta –dijo el chico–. Es el mismo incendio.
El
forastero retorció con fuerza la cara llena de surcos y dijo:
–A
mí nunca nadie me ha hecho cambiar el rumbo. Y no vengo de ningún incendio. Vengo
de Mobile. Y sé adónde voy. ¿Qué te pasa?
Tarwater
se quedó sentado, mirando con fijeza el resplandor que tenía enfrente.
–Estaba
dormido –masculló–. Recién ahora empiezo a despertarme.
–Pues
tendrías que haberme prestado atención –dijo el vendedor–. Te decía cosas que deberías
saber.
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