Víctor Roura
Dicen
que cada quien habla según le va en la feria.
¿Pero qué puede decir quien ha entrado al
laberinto de espejos y ha sido asaltado y despojado de un compact disc de Tom Childs
y tardado cuarenta y cuatro minutos, exactamente, en encontrar la salida?
No fue un día bueno, he de confesar.
Desde el inicio de ese domingo 15 de
septiembre, las cosas empezaron a marchar mal. Cuando fui por ella, hasta Ciudad
Satélite, había olvidado el compromiso y se disponía a jugar ajedrez con la
computadora.
–Demos el grito de otra manera –dijo.
Su propuesta no era del todo despreciable,
mas la idea de caminar un rato en la noche ya se había adentrado en mí. Argumenté
que en la feria veríamos a otra pareja, que no podíamos dejarla plantada. Sin
muchas ganas, entonces, se cambió de ropa y salimos rumbo a Coyoacán. En el
trayecto, pasando por el Toreo de Cuatro Caminos, empezó a pellizcarme sin
ninguna razón lógica.
Creí que jugaba.
–Tate quieta –dije, más serio.
Los pellizcos continuaron cada vez más
fuertes.
Tuve que salirme por la lateral y frenar
bruscamente. Ya a esas alturas estaba recibiendo mi cuerpo una serie de puñetazos
limpios. Apenas detenido el carro, ella abrió la puerta y salió corriendo. Yo
también salí, pero no para ir tras ella sino para verla alejarse. De pronto
volteó a verme, buscó algo en el suelo y arrojó un objeto. Era un envase de
coca vacío que fue a estrellarse en la cajuela haciendo un ruido estrepitoso. Subí
rápidamente al carro.
“No es natural su comportamiento”, me
dije.
Sin embargo, no me iba a quedar sin mi
paseo nocturno.
Fui hasta Coyoacán. Antes de ir a la feria
compré un compact de Tom Childs, House of hope. Luego, me dirigí a los
caballitos. Compré un elote sin chile. Esperé a que el carrusel se detuviera. Después
me monté en un Dumbo. Pero el tipo que cobraba dijo que no se podía subir con
comida.
–No voy a manchar a Dumbo –dije.
El tipo negó con la cabeza.
–Tiro el elote –indiqué.
Volvió a negar.
–Qué –dije.
Negó, de nuevo, con la cabeza. La gente
comenzó a silbar.
–¡Baje a ese güey! –gritó un coyoacanense.
Ahora menos, pensé.
El tipo chifló con rudeza y se acercaron,
momentáneamente, seis hombres con aspecto de pocos amigos. Uno llevaba chacos,
otro macana, uno más un bat de beisbol, otro un palo de madera con un clavo
puntiagudo en un extremo, otro una cutter y el último cargaba una metralleta. No
podía creerlo. “Estoy soñando”, me dije. Pero no. Los hombres estaban ahí al
frente mío.
–¿Te bajas, chiquito? –preguntó el de la
cutter.
Su voz retumbó por todo Coyoacán. La gente
guardó silencio. Me llevé, de golpe, cinco granos de elote a la boca.
–Nomás me termino el postre –dije, apesadumbrado.
El del bat de beisbol se acercó. Me sopló
a la cara. Su aliento parecía provenir de una caverna abandonada por siglos. Me
sentí mareado.
–¿El chiquito tiene hambre? –interrogó.
Asentí.
Me dio un batazo en la pierna derecha.
–Con permiso –dije, aguantándome el dolor,
bajando de Dumbo.
Me fui alejando del carrusel dando
traspiés. Cojeaba inhumanamente.
–Yo le daba un sopapo a la cabeza con la
macana para que dejara de hacerse el payaso –propuso una ancianita, al pasar a
su lado.
Me recordó a la bruja de Blanca Nieves.
Fui a sentarme a una banca. Vi un teléfono
desocupado.
Marqué el número de ella.
–Hola –dijo, la voz alegre.
Le pregunté por su extraño comportamiento.
Empezó a sollozar.
–Tengo ratos depresivos, no me entiendes
–dijo, secándose (supongo) una lágrima.
Le expliqué que no era un caso normal.
–¿Dónde queda el amor, entonces? –dije.
Oí su llanto.
–¡En tus asentaderas! –gritó, intempestivamente.
Y colgó el teléfono.
Otro rato depresivo.
Ya ni buscar a los amigos con quienes
habíamos quedado de vernos. Era ya muy tarde.
Regresé a la banca. Acabé con el elote.
Arrastrando mi pie adolorido fui a la rueda de la fortuna. Me subí con otro señor,
porque había mucha gente esperando su turno.
–No puede subir solo porque desperdiciamos
un lugar –dijo el encargado de la rueda afortunada.
–Le pago doble porque quiero viajar solo
–enfaticé.
Negó con la cabeza.
–No me caliente el hígado –rumió.
–Quiero dar la vuelta yo solo –subrayé.
–Lo siento, para soledades la del
marsupial entristecido –dijo, metafóricamente.
Me venció.
Pagué y luego de mí subió un señor. Nos
colocamos distantes. Al empezar a funcionar el aparato, el señor me miró. Con profundidad,
con recelo, con inquietud.
–¿Le molesta si le tomo la mano? –preguntó.
Me sentí incómodo.
–Es que me da vértigo y pavor y siento que
me desmayo y me dan náuseas y escalofrío la altura –dijo con esa mirada
profunda.
Hice una mueca.
–Si me dice que no, en la próxima vuelta
me arrojo al vacío –indicó.
Me revolví en el asiento.
Su mano tocó la mía. La apretó con fuerza.
Sentí vértigo y escalofrío. Empezó a acariciarme. Miré la noche negra. No sé
cuantas vueltas dio la rueda, pero llegó a su fin y salí volando.
–¿Te gustó, papito? –preguntó el encargado
del aparato y me guiñó un ojo.
Fui al martillo. Quería dejar atrás mi
pasado.
–Usted no –dijo la persona que accionaba
dicho divertimiento.
No entendí la negativa.
–Hágase a un lado, por favor –me pidió
gentilmente.
–Déme dos razones –argumenté, confuso.
Sin mirarme, dijo con tranquilidad:
–Primera, no aceptamos a personas heridas
de sus patas, y segunda que tiene usted un grano de elote prendido en la solapa
de su saquito y da un mal aspecto.
No quería enrolarme en una discusión inútil,
di la media vuelta y fui a los carritos chocones. Me formé en la fila. Esperé
más de quince minutos. Cuando iba a pagar se acercó una joven señora con un
escuincle y me dijo que me subiera con él.
–¿Sí, querido? –pregunto, insinuante.
No pude negarme. Sus grandes ojos
prometían una amplia noche.
Me subí a un carrito morado.
El niño tomó el volante.
–Yo manejo –dije, determinante.
El niño me dio un codazo. Fuerte,
demasiado musculoso para su edad. Lo miré con fijeza. Lo escruté de pies a
cabeza. Y no. No era un niño, sino un enano. Un enano encajoso. Le menté la
madre y me bajé del carrito, violentamente. Fui con el encargado de los
carritos chocones y le dije que me iba a subir a otro pequeño auto.
–Ya no se puede, fórmese de nuevo –dijo.
Miré la fila. Estaba más grande que hace
un momento.
Me fui de allí. Ya no vi a la mujer de ojos
grandes.
Vi el laberinto de espejos.
Pagué mi entrada.
El camino estaba complicado, me encontré
conmigo mismo unas once veces hasta que topé con una cara que me hizo recordar
a Arnold Schwarzenegger.
–Caíto de nabo o te rabo –dijo en lenguaje
ríspido.
Sonreí.
–Saguato de frijol y ternera con alcohol –dijo,
crípticamente.
Volví a sonreír, con torpeza.
–Rili el coco o te sofoco –dijo Schwarzenegger,
agarrándome las solapas de mi saquito.
Le mostré mi compact de Tom Childs.
–Aunque con esto mosquito te decapito –dijo,
y se fue.
Me quedé atarantado, un momento.
Cuando reaccioné, era ya muy tarde. Lo
busqué por todo el laberinto sin hallarlo. Cuarenta y cuatro minutos después
por fin hallé la salida. Fui con el cobrador de la entrada.
–Me asaltaron adentro –reclamé.
Rio a carcajadas.
–¿No vio por casualidad, también,
Terminator dos en pantalla gigante? –dijo, con risas brutales.
–Me alejé de ahí. Fui a sentarme a una de
las bancas del parque.
Se acercó un policía.
–Ahí no puede sentarse –dijo.
Ya. Hasta ahí llegaba mi límite.
–Váyase al infierno –dije.
El policía se encogió de hombros.
–Allá usted –dijo, y se alejó.
Extraña actitud.
Y poco a poco me fue penetrando a la nariz
un intenso olor a pintura fresca.
Comprendí, tardíamente.
Y a las doce en punto di el grito más
sonoro que se recuerde haya sido escuchado en Coyoacán.
Grito liberador de a de veras, no tibiezas
patrióticas.
Grito de a de veras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario