Dashiell Hammett
–Don Leopold Gantvoort no
está en casa –dijo el criado que me abrió la puerta–, pero está su hijo, el señorito
Charles, si es que desea verle.
–No.
El señor Gantvoort me dijo que me recibiría hacia las nueve. Son ahora las nueve
en punto y estoy seguro de que no tardará. Le esperaré.
–Como
quiera el señor.
Se
apartó para dejarme pasar, se hizo cargo de mi abrigo y mi sombrero, me condujo
a la biblioteca de Gantvoort situada en el segundo piso, y allí me dejó. Tomé una
de las revistas que había sobre la mesa, coloqué a mi lado un cenicero, y me puse
cómodo.
Pasó
una hora. Dejé de leer y comencé a inquietarme. Pasó otra hora… Yo estaba en ascuas.
Comenzaba
a dar las once un reloj del piso bajo, cuando entró en la habitación un joven alto
y delgado de unos veinticinco o veintiséis años de edad, piel muy blanca, y ojos
y cabellos oscuros.
–Mi
padre no ha vuelto todavía –me dijo–. Es una lástima que le haya estado esperando
usted tanto tiempo. ¿Puedo ayudarle en algo? Soy Charles Gantvoort.
–No,
gracias –me levanté del sillón encajando la cortés despedida–. Llamaré mañana.
–Lo
siento –murmuró, y juntos nos dirigimos hacia la puerta.
En
el momento en que salíamos al pasillo, un teléfono supletorio situado en un rincón
de la habitación que abandonábamos comenzó a sonar con un timbrazo amortiguado.
Me detuve en el umbral de la puerta mientras Charles Gantvoort se acercaba a responder.
De
espaldas a mí, habló en el aparato.
–Sí.
Sí. Sí. –de pronto, bruscamente–. ¿Qué? Sí –y, luego, con desmayo–. Sí.
Muy
lentamente se volvió hacia mí con el auricular aún en la mano. Tenía el rostro grisáceo
y contraído en un gesto de angustia, los ojos abiertos de par en par por la sorpresa
y la boca entreabierta.
–Mi
padre –balbuceó–. Ha muerto. Le han matado.
–¿Dónde?
¿Cómo?
–No
lo sé. Era la policía. Quieren que vaya inmediatamente.
Se
enderezó con un esfuerzo, recobró su compostura y colgó el teléfono. Los músculos
de su rostro se relajaron ligeramente.
–Perdone
mi…
–Señor
Gantvoort –le interrumpí–, trabajo para la Agencia de Detectives Continental. Su
padre llamó a nuestras oficinas esta tarde y pidió que le enviaran un detective
esta misma noche. Dijo que le habían amenazado de muerte. Pero teniendo en cuenta
que aún no me había contratado, a menos que usted quiera…
–Desde
luego. Está usted contratado. Si la policía no ha hallado al asesino, quiero que
haga usted todo lo posible por encontrarlo.
–Bien.
Vamos a la Jefatura.
Ninguno
de los dos habló durante el camino. Gantvoort iba inclinado sobre el volante del
automóvil que lanzaba a través de las calles a una increíble velocidad. Ardía en
deseos de hacerle infinidad de preguntas, pero me di cuenta de que para mantener
aquella velocidad sin estrellarnos era necesario que concentrara toda su atención
en la conducción del automóvil. Así pues, opté por no molestarle y guardé silencio.
En
la Jefatura de Policía nos esperaban media docena de oficiales. Estaba a cargo del
caso el inspector O’Gar, un sargento de cabeza apepinada que viste como un sheriff
de película, incluido el sombrero negro de ala ancha, pero que no por eso deja de
disfrutar de toda mi consideración. Habíamos trabajado ya juntos en dos o tres casos,
y nos llevábamos de maravilla.
Nos
condujo a uno de los despachos situados bajo la Sala de Juntas. Diseminados sobre
el escritorio había aproximadamente una docena de objetos.
–Quiero
que mire estas cosas detenidamente –dijo el sargento a Gantvoort–, y elija las que
pertenecieron a su padre.
–Pero,
¿dónde está?
–Haga
esto primero –insistió O’Gar–, y luego le verá.
Miré
los objetos que había sobre la mesa, mientras Charles Gantvoort hacía la selección.
Un joyero vacío; una agenda; tres cartas en sendos sobres abiertos dirigidos a la
víctima; varios documentos; un manojo de llaves; una pluma estilográfica; dos pañuelos
de lino blanco; dos casquillos de pistola; una navaja y un lápiz de oro unidos a
un reloj también de oro por una cadena de oro y platino; dos monederos de piel negra,
uno de ellos nuevo y el otro muy usado; cierta cantidad de dinero en billetes y
monedas; y una máquina de escribir abollada y retorcida salpicada de amasijos de
cabellos y sangre. Parte de los objetos estaban manchados de sangre, y parte estaban
limpios.
Gantvoort
seleccionó el reloj con sus aditamentos, las llaves, la agenda, los pañuelos, las
cartas, los documentos y el monedero usado.
–Esto
era de mi padre –nos dijo–. Las otras cosas no las he visto nunca. Como no sé cuánto
llevaba encima esa noche, no puedo decirles si ese dinero le pertenecía o no.
–¿Está
seguro de que no eran suyos el resto de estos objetos? –le preguntó O’Gar.
–Creo
que no, pero no estoy seguro, Whipple se lo podrá decir –se volvió hacia mí–. Es
el criado que le abrió la puerta esta noche. Estaba al servicio de mi padre y él
sabrá con seguridad si le pertenecían o no.
Uno
de los policías fue a llamar a Whipple para decirle que viniera inmediatamente.
Yo continué el interrogatorio.
–¿Echa
en falta algo que su padre llevara habitualmente? ¿Algo de valor?
–Nada
que yo sepa. Todo lo que cabía esperar que llevara está aquí.
–¿A
qué hora salió de casa esta noche?
–Antes
de las siete y media. Puede que a las siete.
–¿Sabe
adónde se dirigía?
–No
me lo dijo, pero supuse que iba a visitar a la señorita Dexter.
Las
caras de los policías se iluminaron y sus miradas se agudizaron. Supongo que la
mía también. Son muchos, muchísimos, los crímenes en que no hay faldas de por medio,
pero es raro el asesinato notable en que no hay complicada una mujer.
–¿Quién
es la señorita Dexter? –me relevó O’Gar.
–Es…
–dijo Charles Gantvoort dudando–. Verá, mi padre tenía una relación muy cordial
con ella y con su hermano. Solía visitarles, o mejor dicho visitarla, varias noches
por semana. Yo sospechaba que quería casarse con ella.
–¿Qué
clase de persona es?
–Mi
padre les conoció hace seis o siete meses. Yo les he visto varias veces, pero no
les conozco muy bien. La señorita Dexter, Creda de nombre, tiene unos veintitrés
años y su hermano Madden es cuatro o cinco años mayor. Él debe estar ahora camino
de Nueva York donde va a gestionar un asunto en nombre de mi padre.
–¿Le
dijo su padre que iba a casarse con ella? –insistió O’Gar negándose a perder de
vista la posibilidad de una intervención femenina.
–No,
pero es evidente que estaba, ¿cómo le diría?, muy entusiasmado con ella. Tuvimos
unas palabras sobre eso hace unos días, concretamente la semana pasada… Nada serio,
entiéndame… Una discusión sin importancia. Del modo en que me habló, me temí que
pensaba casarse con ella.
–¿Por
qué ha dicho «me temí»? –saltó O’Gar al oír estas palabras. Charles Gantvoort se
azaró un poco y carraspeó nerviosamente.
–No
quiero darle una mala impresión de los Dexter. Creo, más aún, estoy seguro, que
no tienen nada que ver en este asunto. Pero no les tengo ninguna simpatía, no me
caen bien. Me parecen unos oportunistas. Mi padre no era fabulosamente rico, pero
tenía una considerable fortuna. Y aunque se conservaba bien, tenía ya cincuenta
y siete años, lo que me hace pensar que a Creda Dexter le interesaba más su dinero
que él.
–¿Y
el testamento de su padre?
–En
el último de que yo tengo noticia, el que redactó hace dos o tres años, deja todo
a mi mujer y a mí. Su abogado, Murray Abernathy, podrá decirle si hay un testamento
posterior, pero no lo creo.
–Su
padre se había retirado de los negocios, ¿verdad?
–Sí…
Me traspasó su agencia de importación y exportación hace un año aproximadamente.
Conservaba bastantes inversiones en diversos sitios, pero no participaba activamente
en ninguna empresa.
O’Gar
se ladeó el sombrero de sheriff, y durante unos segundos se rascó su cabeza apepinada
con expresión meditabunda.
Después
me miró.
–¿Tiene
usted alguna pregunta más?
–Sí.
Señor Gantvoort, ¿conoce usted a un tal Emil Bonfils? ¿Ha oído hablar de él a su
padre o a cualquier otra persona?
–No.
–¿En
alguna ocasión le dijo su padre que había recibido una carta en la cual se le amenazaba?
¿O que alguien le había disparado en la calle?
–No.
–¿Estuvo
su padre en París en 1902?
–Es
muy posible. Hasta que se retiró solía ir al extranjero todos los años.
Terminada
la entrevista, O’Gar y yo acompañamos a Gantvoort al depósito de cadáveres para
que identificara el de su padre. El espectáculo que ofrecía este no era lo que se
dice agradable, ni siquiera para O’Gar ni para mí, que solo le conocíamos de vista.
Yo le recordaba como un hombre bajo y enjuto, siempre elegantemente ataviado y dotado
de una viveza que le hacía parecer mucho más joven de lo que era. Ahora yacía con
el cráneo convertido en un amasijo de pulpa roja.
Dejamos
a Gantvoort en el depósito de cadáveres y nos dirigimos a pie a la Jefatura.
–¿Qué
secretos se trae usted sobre ese Emil Bonfils y París en 1902? –me preguntó O’Gar
en el momento en que salimos a la calle.
–La
víctima telefoneó a la Agencia esta tarde diciendo que había recibido una carta
amenazadora de un tal Emil Bonfils, con el que ya había tenido roces en París en
1902. Afirmó que Bonfils había disparado sobre él en la calle la noche anterior
y pidió que le enviaran un detective esta misma noche. Rogó que bajo circunstancia
alguna se informara de esto a la policía, añadiendo que prefería que Bonfils le
matara a que el asunto se hiciera público. Eso es todo lo que dijo por teléfono.
Por eso estaba yo presente cuando notificaron a Charles Gantvoort la muerte de su
padre.
O’Gar
se detuvo en medio de la acera y dejó escapar un silbido.
–Esta
sí que es buena –exclamó–. Espere usted a que volvamos a la Jefatura. Le enseñaré
una cosa.
Whipple
nos esperaba ya en la Sala de Juntas. A primera vista su rostro tenía la misma expresión
de máscara que cuando me había admitido pocas horas antes en la casa de Russian
Hill. Pero por debajo de sus modales de sirviente perfecto se le notaba crispado
y tembloroso. Le llevamos a la oficina donde habíamos interrogado a Charles Gantvoort.
Whipple
corroboró todo lo que el hijo de la víctima nos había dicho. Estaba seguro de que
ni la máquina de escribir, ni el joyero, ni los dos casquillos, ni el monedero nuevo
habían pertenecido al muerto. No conseguimos hacerle confesar lo que pensaba de
los Dexter, pero era evidente que no les tenía ninguna simpatía. La señorita Dexter,
nos dijo, había llamado tres veces aquella noche; hacia las ocho, a las nueve y
a las nueve y media. En las tres ocasiones había preguntado por el señor Gantvoort,
pero no había dejado ningún recado. Whipple suponía que la señorita Dexter esperaba
a su amo y que al ver que no llegaba se había inquietado por su tardanza.
Dijo
no saber nada ni de Emil Bonfils ni de las cartas en que se amenazaba a Gantvoort.
La noche anterior a su muerte, este había salido desde las ocho hasta la medianoche.
Whipple no se había fijado en él lo suficiente como para decir si a su vuelta estaba
inquieto o no. Cuando salía llevaba encima, generalmente, unos cien dólares.
–¿Echa
usted de menos algo de lo que Gantvoort llevaba encima esta noche? –preguntó O’Gar.
–No,
señor. Creo que está todo aquí. El reloj y la cadena, el dinero, la agenda, el monedero,
las llaves, los pañuelos, la pluma… Todo que yo sepa.
–¿Salió
Charles Gantvoort esta noche?
–No,
señor. Él y su esposa estuvieron en casa toda la noche.
–¿Está
seguro?
Whipple
meditó un momento.
–Sí,
señor. Casi seguro. Puedo decirle con absoluta certeza que la señorita Gantvoort
no salió. La verdad es que al señorito Charles no le vi desde las ocho aproximadamente,
hasta las once, hora en que bajó con este caballero –dijo señalándome–. Pero estoy
casi seguro de que no salió. Creo recordar que la señorita Gantvoort me dijo que
estaba en casa.
O’Gar
le hizo entonces otra pregunta que en aquel momento me sorprendió.
–¿Qué
clase de botonadura llevaba el señor Gantvoort?
–¿Se
refiere usted a don Leopold?
–Sí.
–Era
una botonadura lisa, de oro. Los botones estaban hechos de una pieza y llevaban
el contraste de un joyero de Londres.
–¿Los
reconocería si los viera?
–Sí,
señor.
Acabado
el interrogatorio, dejamos a Whipple regresar a casa.
–¿No
cree –pregunté a O’Gar una vez que nos quedamos solos frente a aquel escritorio
cubierto de pistas que aún no significaban absolutamente nada para mí– que es hora
de que empiece a ponerme al día?
–Creo
que sí. Escúcheme bien. Un hombre llamado Lagerquist, dueño de una tienda de comestibles,
atravesaba en su automóvil esta noche el parque de Golden Gate, cuando pasó junto
a un coche estacionado con los faros apagados en una avenida oscura. La postura
del hombre que había en el interior le pareció rara, e informó de ello al primer
agente de policía que encontró.
–El
agente halló a Gantvoort sentado al volante con la cabeza aplastada, y este cacharro
continuó poniendo la mano sobre la máquina de escribir manchada de sangre– sobre
el asiento de al lado. Eran las diez menos cuarto. El forense dice que le mataron
machacándole el cráneo con esta máquina de escribir. Los bolsillos del traje de
la víctima estaban vueltos hacia fuera, y sobre el suelo y los asientos del automóvil
hallamos diseminados los objetos que ve sobre el escritorio, exceptuando el monedero
nuevo. En el coche encontramos también este dinero, cerca de cien dólares. Entre
los papeles hallamos este.
Me
alargó una hoja de papel blanco en la que alguien había escrito a máquina lo siguiente:
L. F. G.
Quiero lo que es mío. Nueve mil kilómetros
y veintiún años no te bastarán para ocultarte a la víctima de tu traición. Estoy
dispuesto a quitarte lo que me robaste.
E. B.
–L.F.G.
puede ser Leopold F. Gantvoort –dije–, y E. B. puede ser Emil Bonfils. Veintiún
años serían los transcurridos entre 1902 y 1923, y nueve mil kilómetros es aproximadamente
la distancia que hay de París a San Francisco.
“Dejé
la carta sobre la mesa y tomé el joyero. Era de un material negro que imitaba piel,
y estaba forrado de satén blanco. Carecía de marca alguna.
“Después
examiné los casquillos. Eran del calibre cuarenta y cinco y mostraban en la ojiva
una muesca en forma de cruz, viejo truco que permite que la bala se aplane como
un platillo cuando llega a su destino.”
–¿Los
encontraron en el automóvil?
–Sí.
Y esto también.
O’Gar
sacó del bolsillo de su chaleco un mechón de cabellos rubios de unos tres o cuatro
centímetros de longitud. No había sido arrancado, sino cortado.
–¿Algo
más?
La
serie de hallazgos parecía interminable.
Tomó
el monedero nuevo que estaba sobre el escritorio, el que tanto Whipple como Charles
Gantvoort habían negado que fuera propiedad del muerto, y me lo alargó.
–Esto
lo hallamos en la carretera, a un metro del coche aproximadamente.
Era
un monedero de poco precio y no llevaba ni la marca del fabricante ni las iniciales
de su propietario. En su interior había dos billetes de diez dólares, tres recortes
de periódico y una lista mecanografiada de seis nombres, encabezados por el de Gantvoort,
con sus respectivas direcciones.
Al
parecer los tres recortes procedían de las columnas de anuncios personales de tres
periódicos distintos, pues el tipo de letra era diferente en los tres casos. Decían
lo siguiente:
George – Todo está dispuesto. No esperes
demasiado.
D. D. D.
R. H. T. – No contestan. FLO
CAPPY – A las doce en punto, y de punta en
blanco. BINGO
Los
nombres y direcciones que aparecían bajo el de Gantvoort en la lista mecanografiada,
eran:
Quincy
Heathcote, calle Jason 1223, Denver; B. D. Thornton, calle Hughes, 96, Dallas; Luther
G. Randall, calle Columbia, 615, Portsmouth; J. H. Boyd Willis, calle Harvard, 5444,
Boston; Hannah Hindmarsh, calle 79, 218, Cleveland.
–¿Qué
más? –pregunté después de examinar la lista. El sargento no había agotado aún las
existencias.
–Cuando
hallamos a la víctima, los botones del cuello de la camisa habían desaparecido,
aunque tanto este como la corbata seguían en su lugar. Faltaba también el zapato
izquierdo. Hemos buscado por todas partes, pero no hemos podido hallar ni uno ni
otros.
–¿Es
eso todo?
Ya
estaba preparado para oír cualquier cosa.
–¡No
sé qué más quiere usted, demonios! –gruñó–. ¿Es que no le parece bastante?
–¿Qué
me dice de las huellas?
–Nada.
Las únicas que encontramos pertenecían al muerto.
–¿Y
el automóvil en que le hallaron?
–Pertenece
a un médico, el doctor Wallace Girargo. Llamó esta tarde a las seis para informar
que se lo habían robado en las cercanías del cruce de la calle McAllister y la calle
Polk. Estamos investigando sus antecedentes, pero creo que es persona honrada.
Los
objetos que Whipple y Charles Gantvoort habían identificado como propiedad de la
víctima no nos dijeron nada. Los examinamos cuidadosamente sin resultado. La agenda
contenía muchos nombres y direcciones, pero nada que pareciera tener que ver con
el caso. Las cartas carecían de importancia.
El
número de serie de la máquina de escribir con que se cometió el crimen había sido
borrado, probablemente con una lima.
–¿Qué
opina usted de todo esto? –me preguntó O’Gar cuando, terminada la inspección, nos
arrellanamos en sendos sillones a fumar un cigarro.
–Tenemos
que encontrar a Emil Bonfils.
–No
es mala idea –gruñó–. Creo que lo mejor será que nos pongamos en contacto con las
cinco personas cuyos nombres aparecen en la lista que encabeza el de Gantvoort.
¿Cree que puede tratarse de una lista de futuras víctimas? ¿Estará dispuesto Bonfils
a matarlos a todos?
–Quizá.
En cualquier caso tenemos que localizarles. Es posible que haya matado ya a alguno,
pero muertos o no es evidente que tienen que ver con el asunto. Enviaré un telegrama
a las sucursales de la agencia con los nombres que figuran en la lista y veré si
pueden averiguar también la procedencia de los recortes de prensa.
O’Gar
miró su reloj y bostezó.
–Son
más de las cuatro. ¿Qué le parece si dejamos esto y nos vamos a dormir? Dejaré un
recado al técnico del departamento para que compare el tipo de la máquina de escribir
con la carta firmada E. B. y con la lista de nombres, y me diga si las escribieron
con ella. Supongo que sí, pero tenemos que asegurarnos. Tan pronto como amanezca
haré que registren el parque en que hallaron a Gantvoort. Quizá puedan encontrar
el zapato y los botones desaparecidos.
“Mandaré
también un par de hombres a recorrer todas las tiendas de máquinas de escribir de
la ciudad. Veremos si pueden averiguar de dónde procede esta.”
Me
detuve en la oficina de telégrafos más cercana y envié unos cuantos telegramas.
Después me dirigí a casa. Aquella noche mis sueños no estuvieron ni remotamente
relacionados con crímenes ni con trabajo.
A
las once en punto de la mañana siguiente, cuando fresco y animoso y con cinco horas
de sueño en mi haber llegué a la Jefatura de Policía, hallé a O’Gar inclinado sobre
su escritorio mirando con asombro un zapato negro, media docena de botones de oro,
una llave oxidada y un periódico arrugado que se alineaban ante él.
–¿Qué
es eso? ¿Recuerdos de su boda?
–Como
si lo fueran –respondió con voz cargada de disgusto–. Escuche esto. Uno de los conserjes
del Banco Nacional de Hombres del Mar se disponía a limpiar el local esta mañana,
cuando halló un paquete en el vestíbulo. Se trataba de este zapato, el que nos faltaba
de Gantvoort. Iba envuelto en una hoja del Philadelphia Record con fecha
de hace cinco días. Con el zapato iban estos botones y esta llave vieja. Como verá
el tacón del zapato ha sido arrancado y no lo hemos hallado todavía. Whipple ha
identificado el zapato y dos de los botones sin la menor dificultad, pero dice no
haber visto nunca la llave. Los otros cuatro botones son nuevos y de los más corrientes,
de oro chapado. La llave parece que no se ha usado en mucho tiempo. ¿Qué deduce
usted de todo esto?
Confieso
que no pude decir nada.
–¿Cómo
se le ocurrió al conserje entregar esto a la policía?
–Los
periódicos de la mañana publicaron la noticia del crimen y en ella se hacía referencia
al zapato y a los botones.
–¿Qué
han averiguado de la máquina de escribir? –pregunté.
–Se
ha comprobado que fue con ella con la que escribieron la carta y la lista de nombres,
pero no hemos podido descubrir su procedencia. Hemos hecho todas las averiguaciones
necesarias con respecto a los movimientos del propietario del automóvil durante
la noche de ayer y está al abrigo de toda sospecha. Lo mismo ocurre con Lagerquist,
el que encontró a Gantvoort. Y usted, ¿qué hizo?
–Aún
no he recibido respuesta a los telegramas que envié anoche. Pasé por la Agencia
esta mañana antes de venir aquí y encargué a cuatro detectives que recorrieran todos
los hoteles de la ciudad para ver si pueden hallar a algún Bonfils. En el listín
de teléfonos figuran dos o tres familias con ese apellido. También envié un telegrama
a nuestra agencia en Nueva York para que revisen las listas de pasajeros llegados
recientemente al puerto, y mandé un cable a nuestro corresponsal en París para ver
qué puede averiguar allí.
–Supongo
que antes de nada deberíamos ver a Abernathy, el abogado de Gantvoort, y a esa tal
señorita Dexter –dijo el sargento.
–Estoy
de acuerdo –asentí–. Vamos a tantear al abogado primero. Tal como están las cosas
es lo más importante en este momento.
Murray
Abernathy, abogado, era un caballero alto y delgado que hablaba con lentitud y mostraba
una acérrima adhesión a las camisas de pechera almidonada. Por exceso de lo que
nosotros consideramos ética profesional, se negó a darnos toda la información que
deseábamos. Pero le dejamos divagar a su modo y así conseguimos averiguar algunos
datos. Lo que nos dijo fue más o menos lo siguiente:
Leopold
Gantvoort y Creda Dexter pensaban casarse el miércoles siguiente. Tanto el hijo
de él como el hermano de ella se oponían a la boda, de modo que la pareja había
decidido contraer matrimonio secretamente en Oakland y embarcarse para Oriente la
misma tarde de la boda pensando que para cuando acabara la larga luna de miel ambas
familias se habrían resignado a su unión.
Gantvoort
había redactado un nuevo testamento por el que dejaba la mitad de su fortuna a su
nueva esposa y la otra mitad a su hijo y a su nuera, pero no había firmado aún el
documento y Creda Dexter lo sabía. No ignoraba tampoco, y este fue uno de los pocos
puntos en que Abernathy se mostró explícito, que de acuerdo con el testamento anterior,
aún en vigor, toda la fortuna pasaba a Charles Gantvoort y a su esposa.
Basándonos
en alusiones y medias palabras de Abernathy, dedujimos que la fortuna de Gantvoort
ascendía a millón y medio de dólares, aproximadamente. El abogado afirmó ignorar
todo lo referente a Emil Bonfils y a las amenazas dirigidas contra su cliente. No
sabía, o no quiso decirnos, nada que viniera a arrojar un rayo de luz acerca de
la naturaleza del robo de que se acusaba a Gantvoort en la carta amenazadora.
Desde
la oficina de Abernathy nos dirigimos al apartamento de Creda Dexter, situado en
un lujoso edificio a pocos minutos de distancia de la casa de la víctima.
Creda
Dexter era una mujer menuda, de poco más de veinte años. Lo que más destacaba en
ella eran sus ojos, unos ojos grandes y profundos de color del ámbar, con pupilas
que se movían incesantemente. Continuamente cambian de tamaño expandiéndose o contrayéndose,
unas veces con lentitud y otras con rapidez, pasando súbitamente del tamaño de una
cabeza de alfiler a amenazar con invadir el iris ambarino.
Aquellos
ojos revelaban que se trataba de una mujer marcadamente felina. Todos sus movimientos
eran lentos, suaves, seguros como los de una gata. Las líneas de su bonito rostro,
el contorno de su boca, la nariz breve, la forma de los ojos, la hinchazón de las
cejas, todo en ella era felino. Y venía a corroborar esa impresión el modo en que
peinaba sus cabellos, que eran sedosos y oscuros.
–El
señor Gantvoort y yo –dijo una vez hechas las presentaciones– íbamos a casarnos
pasado mañana. Su hijo y su nuera se oponían a nuestro matrimonio y lo mismo mi
hermano Madden. Los tres creían que había demasiada diferencia de edad entre nosotros.
Para evitar roces, habíamos proyectado casarnos secretamente y pasar un año o más
en el extranjero. Pensábamos que para nuestro regreso habrían olvidado sus objeciones.
Ese fue el motivo por el que el señor Gantvoort convenció a Madden de que fuera
a Nueva York. Tenía un negocio pendiente en aquella ciudad, algo relacionado con
la liquidación de sus intereses en una fundición de aceros, y lo utilizó como excusa
para enviar a mi hermano allí hasta que partiéramos en nuestro viaje de bodas. Madden
vive conmigo y me habría sido imposible hacer todos los preparativos sin que hubiera
sospechado nada.
–¿Estuvo
el señor Gantvoort aquí anoche? –pregunté.
–No.
Le estuve esperando porque íbamos a salir. Generalmente venía andando, pues vivía
solo a unas cuantas manzanas de este edificio. Cuando vi que eran las ocho y aún
no había llegado, llamé a su casa y Whipple me dijo que había salido hacía ya una
hora. Después volví a llamar dos veces. Esta mañana telefoneé de nuevo, antes de
leer el periódico, y me dijeron que…
Al
llegar a este punto se le quebró la voz. Esta fue la única muestra de emoción que
dio durante toda la conversación. La idea que de ella nos habían dado Charles Gantvoort
y Whipple nos había llevado a esperar una exhibición de dolor mucho más teatral.
Pero confieso que Creda Dexter me desilusionó. Se mostró comedida, discreta y ni
siquiera trató de impresionarnos con sus lágrimas.
–¿Estuvo
aquí anteanoche el señor Gantvoort?
–
Sí. Llegó un poco después de las ocho y se quedó aquí hasta las doce. No salimos.
–¿Vino
y regresó a su casa andando?
–Sí.
Creo que sí.
–¿Le
dijo algo acerca de que le habían amenazado de muerte?
–No.
Negó
rotundamente con la cabeza.
–¿Conoce
usted a un tal Emil Bonfils?
–No.
–¿Le
habló alguna vez de él el señor Gantvoort?
–No.
–¿En
qué hotel se aloja su hermano en Nueva York?
Las
negras pupilas se dilataron abruptamente amagando con invadir hasta el blanco de
sus ojos. Ese fue el primer síntoma de temor que reconocí en ella. Pero excepción
hecha de aquella súbita reacción, no perdió un ápice de su compostura.
–No
lo sé.
–¿Cuándo
salió de San Francisco?
–El
jueves. Hace cuatro días.
Salimos
del apartamento de Creda Dexter y recorrimos seis o siete manzanas en silencio,
sumidos en nuestros pensamientos. Al fin O’Gar habló:
–Esta
señora es una gatita. A las caricias responde con un ronroneo. Pero mucho cuidado
porque puede sacar las garras.
–¿Qué
opina de la forma en que se le dilataron las pupilas cuando le pregunté acerca de
su hermano? –dije.
–Debe
significar algo, pero no sé qué. Convendría investigar el asunto y ver si realmente
se halla en Nueva York. Si hoy se encuentra ya allí es seguro que no pudo estar
aquí anoche. Hasta el avión más rápido tarda de veintiséis a veintiocho horas en
recorrer la distancia de San Francisco a Nueva York.
–Lo
investigaremos –afirmé–. Me parece que Creda Dexter no está muy segura de que su
hermano no tenga que ver con el asunto. Es posible que Bonfils no actuara solo.
Pero no creo que Creda esté complicada en el crimen. Sabía que Gantvoort no había
firmado el testamento en que la dejaba heredera y no tendría sentido que renunciara
a tres cuartos de millón de dólares.
Mandamos
un largo telegrama a la Agencia Continental en Nueva York y nos dirigimos a mi oficina
para ver si había llegado respuesta a los cables que envié la noche anterior.
Efectivamente,
había llegado.
Nuestros
detectives no habían hallado el menor rastro de ninguna de las personas cuyos nombres
figuraban en la lista encabezada por el de Gantvoort.
Un
par de las direcciones que aparecían en ella ni siquiera existían. En dos de las
calles en cuestión no había casa alguna que correspondiera al número indicado y
nunca la había habido.
O’Gar
y yo pasamos el resto de la tarde recorriendo la distancia que separaba la casa
de Gantvoort, en Russian Hills, del inmueble donde vivían los Dexter, interrogando
a todo hombre, mujer y niño que viviera, trabajara o jugara a lo largo de los tres
caminos distintos que la víctima podía haber seguido para ir de un edificio al otro.
Nadie había oído el disparo que hizo Bonfils la noche anterior al crimen. Nadie
había reparado en nada sospechoso la noche del asesinato. Nadie había visto a Gantvoort
subir a un automóvil.
Fuimos
a la casa de Russian Hills e interrogamos de nuevo al hijo de la víctima, a la esposa
de este y a todos los criados, sin resultado. Ninguno de ellos había echado de menos
nada que pudiera pertenecer a la víctima y que fuera tan pequeño como para poder
ocultarlo en un tacón. El par de zapatos que llevaba Gantvoort la noche del crimen
era uno de los tres pares que le habían hecho en Nueva York dos meses antes. Pudo
haber arrancado el tacón del zapato izquierdo, vaciarlo lo suficiente como para
introducir en él un objeto de pequeñas dimensiones, y volverlo a clavar otra vez,
aunque Whipple insistía en que, a menos que la operación la hubiera llevado a cabo
un experto, él habría reparado en ello.
Agotadas
las posibilidades del interrogatorio, regresamos a la agencia. En ese momento acababan
de recibir un telegrama de la oficina de Nueva York, según el cual durante los seis
meses anteriores al crimen no había llegado a ese puerto ningún Emil Bonfils ni
desde Inglaterra, ni desde Francia, ni desde Alemania.
Los
detectives que habían recorrido la ciudad tratando de localizar a todos los apellidados
Bonfils tampoco habían averiguado nada de interés. Habían hallado a once Bonfils
en San Francisco, Oakland, Berkeley y Alameda, pero ninguno tenía nada que ver con
el crimen ni sabían nada de ningún Emil Bonfils. La búsqueda por los hoteles tampoco
había dado resultado.
O’Gar
y yo nos fuimos a cenar juntos. Fue aquella una cena hosca y silenciosa, durante
la cual ninguno de los dos pronunció más de seis palabras. Después regresamos a
la agencia, donde acababa de llegar un nuevo telegrama de Nueva York.
Madden
Dexter llegó Hotel McAlpin esta mañana con poder notarial para vender intereses
Gantvoort en ALTOS HORNOS B. F. y F. Dice no saber nada ni de Emil Bonfils ni del
asesinato. Regresa a San Francisco mañana.
La
hoja de papel en que había descifrado el telegrama se deslizó entre mis dedos y
O’Gar y yo permanecimos silenciosos, sentados uno frente al otro, mirándonos distraídamente
por encima del escritorio. Afuera en el corredor se escuchaba el ruido que hacían
con los cubos las mujeres de la limpieza.
–Es
un caso extraño –dijo finalmente O’Gar. Asentí. Lo era.
–Tenemos
nueve pistas –continuó–, que no nos han servido absolutamente para nada.
“Número
uno: la llamada que hizo la víctima a su agencia para decirles que un tal Bonfils,
con quien ya había tenido problemas en París, le había amenazado y disparado después
sobre él.
“Número
dos: la máquina de escribir con que se cometió el crimen y con la que escribieron
la carta y la lista de nombres. Aún no hemos podido averiguar su procedencia. Por
otro lado, ¿qué clase de arma es esa? Se diría que a Bonfils se le subió la sangre
a la cabeza y golpeó a Gantvoort con la primera cosa que encontró. Pero, ¿qué hacía
esa máquina de escribir en un coche robado? Y ¿por qué le habían limado la numeración?”
Negué
con la cabeza para dar a entender que ignoraba la respuesta y O’Gar continuó con
la enumeración de las pistas.
–Número
tres: la carta en que se amenaza a Gantvoort y que responde a lo que este dijo por
teléfono aquella misma tarde.
“Número
cuatro: las dos balas con la muesca en forma de cruz en la ojiva.
“Número
cinco: el joyero.
“Número
seis: el mechón de pelo rubio.
“Número
siete: el hecho de que desaparecieran los botones del cuello de la camisa de la
víctima y uno de sus zapatos.
“Número
ocho: el monedero que hallamos en la carretera con los dos billetes de diez dólares,
los tres recortes de periódico y la lista de nombres.
“Número
nueve: el hallazgo al día siguiente del zapato, los botones del cuello con cuatro
botones más y la llave oxidada, envuelto todo en una hoja de diario de Filadelfia
con fecha de cinco días antes.
“Esta
es la lista completa. La única explicación posible es que Gantvoort estafara a ese
tal Emil Bonfils, sea quien sea, en París en 1902, y que este haya vuelto ahora
para vengarse. Recogió anoche a Gantvoort en un automóvil robado en que, Dios sabe
por qué motivo, llevaba una máquina de escribir. Tuvieron una discusión, Bonfils
le golpeó con la máquina y le registró los bolsillos sin que al parecer le robara
nada. Decidió que lo que buscaba se hallaba en el zapato izquierdo de Gantvoort
y se lo llevó. Lo que no tiene sentido es la desaparición de los botones, ni la
lista falsa, ni…”
–Si
lo tiene –le interrumpí incorporándome ya completamente despierto–. Esa es la décima
pista, la que vamos a seguir de ahora en adelante. La lista era inventada, a excepción
del nombre y dirección de Leopold Gantvoort. De haber sido auténtica nuestros detectives
habrían hallado al menos una de esas cinco personas, pero no encontraron rastro
de ninguna de ellas. Para colmo, en dos casos los números de las calles ni existían
siquiera.
“Esa
lista es falsa. El asesino la puso en el monedero para despistarnos aún más, añadió
los recortes de los periódicos y los veinte dólares y la dejó tirada en la carretera
cerca del automóvil. Y si esto es así hay cien posibilidades contra una de que el
resto de las pistas sean igualmente falsas.
“Desde
este momento concedo a esas nueve pistas la credibilidad de un cuento chino y, por
lo tanto, voy a actuar contrariamente a ellas. De ahora en adelante voy a buscar
a un hombre que no se llame Emil Bonfils, cuyas iniciales no sean ni E. ni B. y
que no se hallara en París en mil novecientos dos. Un hombre que no tenga pelo rubio,
que no lleve una pistola del calibre cuarenta y cinco, y a quien no interesen los
anuncios personales en la prensa. Un hombre que no matara a Gantvoort con el fin
de recuperar un objeto que llevara oculto en un zapato o en un botón del cuello
de la camisa. Ese es el hombre que voy a buscar desde ahora.”
El
sargento O’Gar guiñó sus ojillos verdes con gesto meditabundo y se rascó la cabeza.
–Quizá
no sea una locura –dijo. Puede que tenga usted razón. Supongamos que sea así. ¿Qué
hacemos? Esa gatita Dexter seguro que no lo hizo, porque la muerte de Gantvoort
le costó tres cuartos de millón. Su hermano tampoco, porque estaba camino de Nueva
York y porque además nadie quita a un tipo de en medio solo porque se le ha ocurrido
casarse con su hermana. ¿Charles Gantvoort? Él y su mujer son los únicos que salían
beneficiados con que el viejo la palmara antes de firmar el segundo testamento.
La única prueba que tenemos de que Charles no saliera esa noche es su palabra. Los
sirvientes no le vieron entre las ocho y las once. Usted mismo estuvo allí y no
le vio hasta esa hora. Pero ambos le creemos cuando afirma que no salió, y ni usted
ni yo sospechamos que liquidara al viejo aunque bien pudo hacerlo. ¿Quién fue entonces?
–Esa
tal Creda Dexter iba a casarse con Gantvoort por su dinero, ¿no? No creerá usted
que estaba enamorada de él, ¿verdad?
–No.
Por su modo de ser y por lo que dijo, más bien creo que estaba enamorada del millón
y medio.
–En
eso estamos de acuerdo –continué–. Ahora bien, la señorita Dexter no es ni por asomo
una mujer fea. ¿Cree usted que Gantvoort fue el único pretendiente que ha tenido
en toda su vida?
–¡Ya
veo por dónde va! ¡Ya veo por dónde va! –exclamó O’Gar–. Usted sospecha que puede
haber un jovencito que no cuente con millón y medio y a quien no le cayó muy bien
el que un hombre con dinero le quitara la novia. Quién sabe…
–Supongamos
que dejamos a un lado todas estas pistas y exploramos esta nueva perspectiva.
–De
acuerdo –respondió–. Desde mañana nos dedicaremos a buscar a un hombre que se disputaba
con Gantvoort la patita de la gata Dexter.
Y
para bien o para mal, eso es lo que hicimos. Guardamos todas aquellas preciosas
pruebas en un cajón que cerramos con llave y las echamos al olvido. Hecho esto nos
lanzamos a la búsqueda de las amistades masculinas de Creda Dexter. Pero el asunto
no resultó tan fácil como en un principio parecía.
A
pesar de nuestros esfuerzos por escarbar en su pasado no pudimos dar con ningún
hombre que pudiéramos catalogar como pretendiente. Creda y su hermano llevaban viviendo
en San Francisco tres años. O’Gar y yo fuimos de apartamento en apartamento investigando
todo aquel período e interrogando a todos aquellos que pudieron conocerles, incluso
de vista solamente. Nadie pudo mencionar a un solo hombre que mostrara especial
interés por ella, exceptuando a Gantvoort. Al parecer nadie la había visto con ningún
hombre a no ser este o su hermano.
Aunque
esto no representó un progreso en la investigación, al menos nos convenció de que
nos hallábamos sobre la pista. Durante aquellos tres años, nos dijimos, tuvo que
haber al menos un hombre en la vida de Creda Dexter además de Leopold Gantvoort.
O nos equivocábamos de medio a medio, o Creda no era el tipo de mujer capaz de rechazar
la atención masculina, que, dado el modo en que la había dotado la naturaleza, naturalmente
tenía que atraer. Y si había otro hombre, el hecho de que se ocultara tan concienzudamente
venía a aumentar la posibilidad de que estuviera complicado en el asesinato.
No
pudimos averiguar dónde habían vivido los Dexter antes de trasladarse a San Francisco,
pero su vida anterior no nos interesaba gran cosa. Desde luego, cabía la posibilidad
de que hubiera reaparecido algún antiguo pretendiente, pero en ese caso habría sido
más fácil descubrir la relación actual que la anterior.
Lo
que averiguamos vino a demostrar que Charles Gantvoort no se había equivocado al
catalogar a los Dexter como cazadores de fortunas. Todas sus actividades apuntaban
a eso, aunque no hubiera habido nada decididamente criminal en su conducta.
Volví
a ver a Creda y pasé toda una tarde en su apartamento interrogándola sin descanso
acerca de su vida amorosa. ¿A quién había abandonado por Gantvoort y su millón y
medio? Su respuesta fue siempre la misma: a nadie, afirmación que decidí no dar
por verdadera.
La
hicimos observar día y noche sin resultado. Es posible que sospechara que estaba
bajo vigilancia, pero el hecho es que no salió de su apartamento, y si lo hizo,
fue para los recados más inocuos. Hicimos vigilar su apartamento aun cuando estaba
fuera de casa. Nadie lo visitó. Intervinimos su teléfono y lo que oímos no nos descubrió
nada. Interceptamos su correo y averiguamos que no recibía una sola carta, ni siquiera
de propaganda.
Mientras
tanto habíamos descubierto el origen de los tres recortes de prensa hallados en
la billetera; procedían de las columnas de anuncios personales de tres periódicos
distintos, uno de Nueva York, otro de Chicago y otro de Portland. Los anuncios habían
aparecido cinco, cuatro y dos días, respectivamente, antes del asesinato. Los tres
periódicos se hallaban a la venta en los quioscos de prensa de San Francisco el
mismo día del crimen a disposición de cualquiera dispuesto a adquirirlos y recortar
los anuncios con el fin de confundir a unos cuantos detectives.
La
corresponsal de la Agencia Continental en París había hallado nada menos que a seis
Emil Bonfils, todos totalmente ajenos al caso, y se hallaba rastreando la pista
de otros tres más.
Pero
a O’Gar y a mí no nos preocupaba ya Emil Bonfils. Esa era una pista que habíamos
dado por muerta y enterrada. Nos hallábamos dedicados en cuerpo y alma a nuestra
nueva tarea: la de encontrar al rival de Gantvoort.
Así
pasó el tiempo y así se hallaban las cosas cuando llegó el día del regreso de Madden
Dexter.
La
agencia de Nueva York le había estado vigilando hasta que abandonó la ciudad e inmediatamente
nos notificó su partida. Así fue como averiguamos en qué tren llegaría a San Francisco.
Yo había decidido interrogarle antes de que viera a su hermana. Él podía decirme
lo que tanto deseaba saber y quizá estuviera dispuesto a hablar si lograba verle
antes de que Creda tuviera oportunidad de cerrarle la boca.
De
haberle conocido personalmente podría haberle abordado al bajarse del tren en Oakland,
pero como no le había visto nunca y no quería que me acompañara nadie, decidí ir
a Sacramento y tomar allí el mismo tren en que él viajaba. Introduje una tarjeta
de visita en un sobre y se la di a un mozo de estación. Solo tuve que seguirle mientras
recorría el tren voceando:
–¡Señor
Dexter! ¡Señor Dexter!
En
el último vagón, el del coche restaurante, un hombre esbelto y de cabellos oscuros
vestido con un traje de tweed muy bien confeccionado, dejó de contemplar
la estación a través de una ventanilla y tendió la mano hacia el mozo.
Le
estudié con detenimiento mientras abría el sobre nerviosamente y leía mi tarjeta.
La barbilla le tembló ligeramente, temblor que vino a subrayar la debilidad de un
rostro que ni en los momentos de mayor serenidad podría expresar entereza. Calculé
que tendría entre veinticinco y treinta años de edad. Llevaba el cabello alisado
y partido con raya en medio. Tenía ojos grandes, castaños y demasiado expresivos,
la nariz pequeña y bien formada, el bigote moreno y cuidado y los labios muy rojos…
ya conocen el tipo. Cuando levantó los ojos de la tarjeta me acomodé en un asiento
vacío que había junto a él.
–¿Es
usted el señor Dexter?
–Si.
Supongo que quiere verme en relación con la muerte del señor Gantvoort.
–Sí.
Quería hablar con usted y como me hallaba en Sacramento pensé que si hacíamos el
viaje de vuelta juntos podría dirigirle unas preguntas sin hacerle perder mucho
tiempo.
–Si
hay algo en que pueda ayudarles, cuente conmigo –me dijo–. Pero ya les dije a los
detectives de Nueva York todo lo que sabía y me parece que no lo consideraron nada
interesante.
–La
situación ha cambiado desde que salió usted de Nueva York –mientras hablaba estudié
su rostro cuidadosamente–. Lo que hasta hace poco podía carecer de importancia,
puede sernos ahora de gran utilidad.
Hice
una pausa mientras él se humedecía los labios con la lengua rehuyendo mi mirada.
Quizá no sepa nada, pensé, pero lo cierto es que está muy nervioso. Le hice esperar
unos minutos mientras fingía meditar profundamente. Estaba seguro de que si hacía
las cosas bien podría sacarle lo que quisiera.
Para
evitar que los otros pasajeros pudieran oír nuestra conversación, estábamos sentados
el uno junto al otro con las cabezas muy juntas, posición que resultaba muy ventajosa.
No hay detective que ignore que para hacer confesar a un hombre de carácter débil
lo mejor es, sencillamente, acercar el rostro al suyo y hablarle en voz muy alta.
Es cierto que en esta ocasión no podía alzar mucho la voz, pero la vecindad de nuestros
rostros constituía suficiente ventaja.
–De
los hombres que conocía su hermana –me decidí a preguntarle al fin–, ¿cuál, aparte
del señor Gantvoort, estaba más interesado en ella?
Tragó
saliva ruidosamente y miró por la ventanilla. Luego se volvió hacia mí y, finalmente,
volvió a mirar por la ventanilla.
–La
verdad, no podría decírselo.
Enfoqué
el asunto de otro modo.
–Pasemos
revista uno por uno a todos los hombres que hayan estado interesados en ella y que
ella haya podido corresponder.
Madden
Dexter dejó de mirar por la ventanilla.
–¿Cuál
es el primero? –insistí.
Su
mirada se cruzó con la mía un segundo. En sus ojos se reflejaba una tímida desesperación.
–Le
parecerá absurdo, pero yo, a pesar de ser el hermano de Creda, no podría darle el
nombre de un solo hombre por el que ella se haya interesado antes de Gantvoort.
Que yo sepa jamás ha querido a ningún hombre hasta que le conoció a él. Claro, cabe
la posibilidad de que haya tenido algún amorío que yo ignoro, pero…
Desde
luego que me pareció absurdo. Aquella mujer con quien yo había hablado y a quien
O’Gar había calificado de «gatita» no me parecía que pudiera pasarse mucho tiempo
sin tener a un hombre al lado. Ese joven atildado que tenía junto a mí mentía. No
podía haber otra explicación.
Le
freí implacablemente a preguntas, pero cuando al anochecer llegamos a Oakland, Madden
Dexter seguía manteniendo su primera afirmación, es decir, que, a su entender, Gantvoort
era el único hombre que había cortejado a su hermana. Me di cuenta de que había
errado el tiro. Me había equivocado al juzgar a Madden Dexter un hombre débil al
tratar de desarmarle con demasiada rapidez, al ir directo al asunto con demasiada
urgencia. O Dexter era más fuerte de lo que le había juzgado, o su interés por encubrir
al asesino de Gantvoort era mayor de lo que yo en un principio había imaginado.
Pero
al menos la entrevista me llevó a la conclusión de que si Dexter mentía, y de eso
estaba casi seguro, era porque sabía que Gantvoort había tenido un rival y sospechaba,
o sabía con seguridad, que ese rival era el asesino.
Cuando
bajamos del tren en Oakland supe que había sido derrotado. Dexter, al menos por
ahora, no iba a decirme lo que yo quería saber. A pesar de su evidente deseo de
librarse de mí, permanecí a su lado y subí con él al transbordador que hacía la
travesía a San Francisco. Queda siempre la posibilidad de que ocurra lo inesperado,
y con esa idea en la cabeza continué acribillándole a preguntas mientras el transbordador
zarpaba.
En
aquel momento, un hombre fornido vestido con un abrigo ligero y portador de una
maleta negra se acercó a donde nos hallábamos sentados.
–Hola,
Madden –saludó a mi compañero al tiempo que le alargaba la mano–. Acabo de llegar
y estaba tratando de recordar tu número de teléfono –dijo depositando la maleta
en el suelo. Los dos hombres se estrecharon la mano calurosamente.
Madden
Dexter se volvió hacia mí.
–Quiero
presentarle al señor Smith –me dijo. Luego dio mi nombre al hombretón, y añadió–
: trabaja para la Agencia de Detectives Continental aquí en San Francisco.
Esta
última frase, dicha evidentemente con la intención de poner a su amigo sobre aviso,
constituyó para mí un toque de alerta. Por suerte el transbordador iba abarrotado,
y nos rodeaban al menos unas cien personas. Respiré, sonreí amablemente y estreché
la mano al recién llegado. Quienquiera que fuese ese Smith y cualquiera que fuese
la relación que tuviera con el asesinato (y alguna tenía que tener o Dexter no se
habría precipitado a informarle de mi identidad), era evidente que allí no podía
hacerme nada. Afortunadamente estábamos rodeados de gente.
Aquel
fue mi segundo error del día.
Smith
se había metido la mano izquierda en el bolsillo del abrigo, o, mejor dicho, a través
de una de esas aberturas verticales por las que se puede llegar a los bolsillos
de la chaqueta sin necesidad de desabrocharse. Con aquel movimiento el abrigo, que
llevaba desabrochado, se abrió descubriendo el cañón de una pistola que, oculto
a la vista de todos excepto a la mía, me apuntaba a la cintura.
–¿Salimos
a la cubierta? –más que pregunta era una orden.
Dudé.
No me gustaba la idea de alejarme de toda aquella gente que nos rodeaba ajena a
lo que sucedía. Pero Smith no tenía aspecto de hombre cauteloso. Más bien parecía
hombre capaz de pasar por alto la presencia de un centenar de testigos.
Me
volví y comencé a caminar entre la gente. Él avanzaba junto a mí con la mano derecha
posada familiarmente sobre mi hombro y sosteniendo con la izquierda la pistola que
apoyaba contra mi columna vertebral.
La
cubierta estaba desierta. Una niebla espesa, tan cargada de humedad como la lluvia
misma –la niebla de las noches invernales de San Francisco–, flotaba sobre el barco
y el agua y había empujado a todos los viajeros al interior. Ahora nos rodeaba espesa
e impenetrable impidiéndonos ver siquiera la proa del barco a pesar de las luces
que brillaban sobre nuestras cabezas.
Me
detuve.
Smith
me empujó con la pistola.
–Un
poco más allá, donde podamos hablar –me dijo al oído. Seguí caminando hasta llegar
junto a la borda.
De
pronto sentí en la nuca una súbita quemazón. En la oscuridad que se abría frente
a mí vi brillar unos puntos de luz que crecían, crecían… avanzaban rápidamente hacia
mí…
¡Semiinconsciencia!
Cuando desperté me hallé manteniéndome a flote mecánicamente. Traté de liberarme
del abrigo. La nuca me latía salvajemente. Los ojos me ardían. Me sentía pesado
y ahíto como si hubiera tragado litros y litros de agua.
La
niebla flotaba pesadamente sobre la bahía. No se veía nada. Cuando al fin logré
deshacerme del abrigo, la cabeza se me había aclarado un poco, pero cuanto más consciente
me hallaba, mayor se hacía el dolor.
A
mi izquierda, entre la niebla, brilló una luz un instante y desapareció. De pronto,
y procedentes de todas direcciones, comenzaron a sonar en una docena de tonos infinitas
sirenas que avisaban de la niebla. Dejé de nadar y me dejé llevar por la corriente
tratando de averiguar dónde me hallaba.
Al
poco rato distinguí las ráfagas de sonido, uniformemente espaciadas, de la sirena
de Alcatraz. Pero aun así no logré orientarme. El sonido emergía de la niebla carente
de dirección y parecía golpearme desde lo alto.
Me
hallaba en algún lugar de la bahía de San Francisco. Eso era todo lo que sabía,
aunque sospechaba que la corriente me empujaba hacia el puente de Golden Gate.
Al
cabo de un rato supe que había abandonado la ruta de los transbordadores de Oakland,
pues hacía tiempo que no me había cruzado con ningún barco. El descubrimiento me
alegró. En medio de esa niebla lo más probable es que un barco me arrollara, no
que me recogiera.
Sentí
frío y comencé a nadar lentamente de modo que la sangre me circulara, pero reservando
energías suficientes para utilizarlas en caso de emergencia.
Una
sirena se hizo oír cada vez más cerca y al fin la nave de que procedía apareció
a mi vista. Uno de los transbordadores de Sausalito, pensé.
Estaba
ya muy cerca. Grité sin descanso hasta quedar sin aliento y destrozarme la garganta.
Pero la sirena, con un grito de alarma, ahogó mis alaridos. El transbordador pasó
y la niebla se cerró a mis espaldas.
La
corriente se había hecho más fuerte y mi intento de atraer la atención del transbordador
me había debilitado. Me dejé arrastrar sin ofrecer resistencia.
Súbitamente
otra luz apareció frente a mí, se detuvo un instante y se desvaneció en la oscuridad.
Comencé a gritar agitando los brazos y las piernas desesperadamente, tratando de
desplazarme hacia el lugar donde había aparecido.
Pero
la luz no volvió.
Comenzó
a invadirme el cansancio y una sensación de futilidad. El agua ya no estaba fría.
Me sentí arropado y cómodo en aquella especie de insensibilidad acogedora. Las sienes
dejaron de latirme; no sentía absolutamente nada. De pronto comenzaron a sonar sirenas…
sirenas… sirenas… delante, detrás, a derecha, a izquierda… sirenas que me torturaban,
que me irritaban…
Si
no hubiera sido por ellas, habría abandonado todo esfuerzo. Aquellas sirenas constituían
el único factor estimulante en la situación. El agua era agradable, el cansancio
era agradable… Pero las sirenas me atormentaban. Desde mi impotencia, las maldije.
Decidí nadar hasta donde no pudiera oírlas más, y una vez allí, en el silencio de
la niebla amiga, entregarme al sueño… De vez en cuando me adormecía, pero el lamento
de las sirenas volvía a despertarme implacable.
–¡Esas
malditas sirenas! ¡Esas malditas sirenas! –exclamé en voz alta una y otra vez.
En
ese momento una de ellas comenzó a sonar a mis espaldas con creciente potencia.
Me volví y esperé. Ante mi vista aparecieron unas luces envueltas en el vapor de
la niebla.
Con
exagerada cautela, evitando hacer el menor ruido, me hice a un lado. Una vez que
desapareciera aquella molestia, podría dormir. Me reí tontamente al ver pasar las
luces sintiendo una absurda sensación de triunfo ante mi habilidad en eludir al
barco. Esas malditas sirenas…
De
pronto la vida, el ansia de vivir, volvió a invadir súbitamente mi ser.
Grité
al barco que pasaba y aplicando a la tarea hasta la última molécula de mi cuerpo,
nadé hacia él. Entre brazada y brazada, levantaba la cabeza y gritaba…
Cuando
por segunda vez recuperé el sentido aquella noche, me hallaba tendido boca arriba
rodeado de maletas en una camioneta de las utilizadas para el transporte de equipajes
que se movía lentamente. Hombres y mujeres se apiñaban alrededor del vehículo caminando
junto a él y mirándome con curiosidad. Me incorporé.
–¿Dónde
estamos? –pregunté.
Un
hombre uniformado de rostro arrebolado respondió a mi pregunta.
–Acabamos
de llegar a Sausalito. No se mueva. Le llevamos al hospital.
Miré
en torno mío.
–¿Cuándo
vuelve este barco a San Francisco?
–Ahora
mismo.
Me
bajé de la camioneta y avancé hacia la pasarela del barco.
–Me
voy en él –dije.
Media
hora más tarde, helado y tembloroso, y manteniendo a duras penas la boca cerrada
para que mis dientes no entrechocaran como dados en un cubilete, subí a un taxi
en la terminal del transbordador y me dirigí a casa.
Una
vez allí me bebí un vaso de whisky, me froté el cuerpo con una toalla áspera hasta
sentir escozor en la piel y, a pesar del enorme cansancio que sentía y de un indescriptible
dolor de cabeza, comencé a sentirme persona otra vez.
Telefoneé
a O’Gar para decirle que viniera inmediatamente a mi apartamento y después llamé
a Charles Gantvoort.
–¿No
ha visto aún a Madden Dexter? –le pregunté.
–No,
pero he hablado con él por teléfono. Me llamó en cuanto llegó. Quedamos en que mañana
por la mañana nos veríamos en casa del señor Abernathy y que allí me informará del
asunto que gestionó en nombre de mi padre.
–¿Puede
llamarle ahora y decirle que tiene usted que salir de San Francisco mañana temprano
y que le gustaría verle en su apartamento esta misma noche?
–Si
usted lo desea…
–Hágalo,
por favor. Pasaré a buscarle dentro de un rato e iremos a verle juntos.
–¿Qué
es lo que…?
–Se
lo diré cuando le vea –le interrumpí.
O’Gar
llegó en el momento en que acababa de vestirme.
–¿Pudo
sonsacarle? –me preguntó aludiendo a mi plan de abordar a Dexter en el tren para
interrogarle.
–Sí
–le dije con amargo sarcasmo–, pero por poco me olvidé de lo que me dijo. Le acribillé
a preguntas desde Sacramento a Oakland y no pude sacarle ni una palabra. En el transbordador,
camino de San Francisco, me presentó a un tal Smith avisándole al mismo tiempo de
que era detective. ¡Y esto nada menos que en un barco lleno de gente! El señor Smith
me arrimó el cañón de su pistola a la barriga, me hizo subir a cubierta, me atizó
un culatazo en la nuca y me tiró a la bahía.
–No
dirá que se aburrió, ¿no? –bromeó O’Gar. Luego frunció el entrecejo–. Puede que
ese Smith sea el hombre que buscamos, el que se encargó de liquidar a Gantvoort.
Pero ¿por qué tuvo que delatarse tirándole a usted por la borda?
–No
tengo ni idea –confesé mientras buscaba entre mis sombreros aquel que menos presión
ejerciera sobre mi dolorida nuca–. Dexter sabía que yo andaba buscando un antiguo
amorío de su hermana. Y por lo que se ve creyó que yo sabía más de la cuenta. De
no ser así no habría cometido la torpeza de avisar a su amigo de que se las entendía
con un sabueso en mis mismas narices–. Es posible que cuando Dexter perdió la cabeza
y metió la pata de esa manera, Smith se imaginara que antes o después acabaría por
emprenderla con él y decidiera lanzarse a eliminarme a la desesperada. Pero de todo
eso nos enteraremos dentro de un momento –dije mientras nos dirigíamos hacia el
taxi que nos aguardaba y salíamos en dirección a la casa de Gantvoort.
–No
creerá que Smith va a estar esperándole, ¿no? –me preguntó el sargento.
–No.
Se quedará escondido hasta que vea cómo caen las pesas. Pero Madden Dexter tendrá
que dar la cara para protegerse. Tiene una coartada, lo que significa que en lo
que respecta al asesinato en sí es inocente. Y si cree que yo estoy muerto, cuanto
más dé la cara más seguro se encontrará. Pero estoy seguro de que aunque no haya
intervenido directamente en el crimen, sabe perfectamente lo que ha pasado. No pude
ver muy bien, pero creo que no salió a cubierta con Smith y conmigo en el transbordador.
Ahora estará en su casa y esta vez va a tener que cantar de plano.
Charles
Gantvoort nos esperaba en la escalinata de su casa. Subió al taxi y nos dirigimos
al apartamento de Dexter. No tuvimos tiempo de responder a las preguntas que Gantvoort
nos dirigía sin interrupción.
–¿Está
en su casa esperándole? –pregunté.
–Sí.
Bajamos
del taxi y entramos en el edificio.
–Deseo
ver al señor Dexter. Soy el señor Gantvoort –dijo este al filipino que se hallaba
a cargo de la centralita.
El
muchacho habló en el teléfono.
–Suban
–nos dijo.
Cuando
llegamos a la puerta del apartamento de los Dexter, me adelanté a Gantvoort y pulsé
el timbre.
Creda
Dexter abrió la puerta. Sus ojos color ámbar se dilataron y su sonrisa se le heló
en los labios al verme entrar decididamente en el apartamento. Atravesé rápidamente
el pequeño vestíbulo y entré en la primera habitación que vi abierta e iluminada.
Y
allí me encontré cara a cara con Smith.
Los
dos nos sorprendimos, pero su asombro fue mucho más profundo que el mío. Ninguno
de los dos esperaba tropezarse con el otro, pero mientras yo sabía que él estaba
vivo, él me suponía en el fondo de la bahía.
Aprovechando
su desconcierto, logré dar dos pasos hacia él antes de que entrara en movimiento.
En
un abrir y cerrar de ojos echó mano a la pistola.
Con
cada gramo de mis ochenta kilos de peso reforzados por el recuerdo de cada segundo
que había pasado en el agua y cada latido de mi nuca dolorida, le encajé un derechazo
en pleno rostro.
Cuando
quiso reaccionar fue demasiado tarde para parar el golpe.
Los
nudillos me crujieron con el impacto del puñetazo y mi mano quedó totalmente insensible.
Pero Smith se derrumbó en el suelo y no se movió más.
Saltando
por encima de su cuerpo corrí hacia la puerta situada al otro extremo de la habitación
mientras que con la mano izquierda desenfundaba la pistola.
–Dexter
no puede andar muy lejos –grité por encima de mi hombro a O’Gar, que acompañado
de Gantvoort y de Creda traspasaba en ese momento el umbral de la puerta por la
que yo había entrado–. ¡Mucho cuidado!
Recorrí
precipitadamente el resto del apartamento, registrando todo minuciosamente sin ningún
resultado.
Luego
volví junto a Creda, que, con ayuda de O’Gar y de Gantvoort, trataba de revivir
a Smith. El sargento me lanzó una mirada por encima del hombro.
–¿Quién
cree usted que es ese payaso? –me preguntó.
–Es
mi amigo, el señor Smith.
–Gantvoort
dice que es Madden Dexter –dijo.
Miré
a Charles Gantvoort, que afirmó con la cabeza.
–Es
Madden Dexter –dijo.
Durante
diez minutos nos aplicamos a la tarea de revivirle. Al fin abrió los ojos.
Tan
pronto como se incorporó comenzamos a dirigirle preguntas y acusaciones con la esperanza
de obtener una confesión antes de que se recuperara de su asombro. Pero le duró
muy poco.
Todo
lo que pudimos sacarle fue:
–Llévenme
si quieren. Si tengo algo que decir, se lo diré a mi abogado y solo a él.
Creda
Dexter, que se había hecho a un lado al recuperar el sentido su hermano y nos miraba
a unos pasos de distancia, se adelantó bruscamente y me cogió del brazo.
–¿Qué
tienen contra él? –preguntó imperiosa.
–No
quiero entrar en detalles –respondí–, pero sí puedo decirle lo siguiente. Vamos
a darle la oportunidad de demostrar en un juzgado bien moderno y ventilado que no
mató a Leopold Gantvoort.
–Pero
si estaba en Nueva York…
–No
es cierto. Un amigo suyo fue a Nueva York en su lugar y gestionó los negocios de
Gantvoort bajo el nombre de Madden Dexter. Si este es el auténtico Dexter lo más
cerca que estuvo de Nueva York es cuando se encontró con su amigo para que le entregara
los documentos que Leopold Gantvoort le había confiado. Fue entonces cuando se dio
cuenta de que yo había descubierto involuntariamente su coartada, aunque en aquel
momento yo mismo ni lo sospechaba.
Creda
se volvió para enfrentarse con su hermano.
–¿Es
eso cierto? –le preguntó.
Él
le dirigió una mirada de desprecio y continuó palpándose el lugar preciso de la
mandíbula donde yo le había encajado el puñetazo.
–Diré
lo que tenga que decir a mi abogado –repitió.
–A
él se lo dirás, ¿eh? –le respondió ella gritando–. Pues yo voy a decir lo que tengo
que decir ahora mismo.
Se
encaró conmigo de nuevo.
–Madden
no es mi hermano. Mi nombre es Ives. Le conocí en San Luis hace unos cuatro años.
Juntos fuimos de una ciudad a otra durante un año aproximadamente y al final vinimos
a parar a San Francisco. Él era un estafador… y aún lo es. Conoció al señor Gantvoort
hace seis o siete meses y estaba tramando venderle un invento falso. Le trajo aquí
un par de veces y, como teníamos por costumbre, me presentó diciendo que era su
hermana.
“Cuando
Gantvoort hubo venido unas cuantas veces, Madden decidió cambiar la táctica y empujarle
a una situación comprometida conmigo para poder hacerle después chantaje. Mi tarea
consistía en seducir al viejo hasta tenerle atado tan corto que no pudiera escapar
y hasta que tuviéramos algo realmente sólido con que amenazarle. Pensábamos sacarle
así un montón de dinero.
“Durante
algún tiempo todo salió a pedir de boca. Pero Gantvoort se enamoró de mí y al final
me pidió que me casara con él. Aquello nos pilló de sorpresa, pues hasta entonces
solo nos proponíamos hacerle chantaje. Ante el nuevo cariz que tomaban las cosas
traté de disuadir a Madden de que llevara a cabo su plan. Admito que la fortuna
del viejo tuvo algo que ver con eso, pero también es cierto que le había tomado
cariño. Era un hombre muy bueno en muchos aspectos, mejor que ninguno de los que
hasta entonces había conocido.
“Así
pues, le confesé a Madden la verdad y le pedí que me permitiera casarme. A cambio
le prometí pasarle una pensión, pues sabía que a Gantvoort podría sacarle todo el
dinero que quisiera, y de ese modo me portaba decentemente. Al fin y al cabo él
era quien me había presentado al viejo y no quería dejarle en la estacada. Estaba
dispuesta a hacer por él todo lo que pudiera.
“Pero
Madden no quiso ni oír hablar del asunto. A la larga habría sacado mucho más dinero
con mi plan, pero estaba obsesionado con la idea de llenarse los bolsillos lo antes
posible. Y para complicar aún más las cosas le dio por los celos. Una noche me pegó
y aquello fue lo que me decidió. Desde ese instante me propuse librarme de él. Le
dije al señor Gantvoort que mi hermano se oponía a nuestro matrimonio y, como era
evidente que Madden había cambiado de actitud con respecto a él, me creyó. Decidió
quitarle de en medio hasta que partiéramos en nuestro viaje de bodas, y con este
fin arregló todo para enviarle a Nueva York a gestionar una transacción en su nombre.
Creí que había logrado engañarle. No sé cómo no me di cuenta de que adivinaría lo
que nos proponíamos. Pensábamos permanecer fuera un año y creí que para nuestro
regreso o me habría olvidado o yo estaría en situación de acallarle si intentaba
organizar un escándalo.
“En
el momento en que me enteré de la muerte del señor Gantvoort, tuve la corazonada
de que Madden era el asesino. Pero como parecía cierto que se hallaba en Nueva York
a la mañana siguiente del crimen, pensé que había sido injusta en pensar mal de
él y en el fondo me alegré de que no tuviera nada que ver en el asunto. Pero ahora…”
Bruscamente
se volvió hacia el que hasta entonces había sido su compinche.
–¡Ahora
espero que te cuelguen, cerdo!
Luego
se volvió hacia mí de nuevo. No era ahora la gatita mimosa que conocíamos, sino
una gata rabiosa que mostraba amenazadora las garras y los dientes bufando.
–¿Qué
aspecto tenía el tipo que fue a Nueva York en lugar de Madden?
Le
describí al hombre con el que había hablado en el tren.
–Evan
Felter –dijo después de meditar unos momentos–. Solían trabajar juntos. Debe haberse
escondido en Los Ángeles. Apriétenle las clavijas y verán cómo canta todo lo que
sabe. Es un calzonazos. Lo más probable es que no supiera lo que Madden se traía
entre manos hasta que usted descubrió el pastel.
–¿Qué
te parece esto? –le escupió las palabras a Dexter–. ¿Qué te parece esto para empezar?
Tú me aguaste la fiesta, ¿eh? Pues ahora voy a dedicarme en cuerpo y alma a ayudarles
a conseguir que te cuelguen.
Y
como lo dijo, lo hizo. Con su ayuda no nos fue difícil reunir las pruebas suficientes
para llevarle a la horca. Y dudo mucho que el remordimiento de lo que le hizo a
Madden le enturbie ni por un segundo la dicha de disfrutar de tres cuartos de millón
de dólares. Creda Dexter es hoy una mujer respetable y está encantada de haberse
librado de aquel indeseable.
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