Émile Zola
I
Una mañana, un
león y una hiena del Jardin des Plantes lograron abrir la puerta de su jaula cerrada
con negligencia. La mañana era blanca y un claro sol lucía alegremente al borde
del cielo pálido. Bajo los grandes castaños había un frescor penetrante, el tibio
frescor de la incipiente primavera. Los dos honrados animales, que acababan de desayunar
copiosamente, se pasearon lentamente por el Jardin, deteniéndose de vez en cuando
para lamerse y gozar como buenos chicos de la suavidad de la mañana. Se encontraron
al final de un paseo y, después de los saludos de rigor, se pusieron a caminar juntos
charlando amigablemente. El Jardin no tardó en resultarles aburrido y en parecerles
demasiado pequeño. Entonces se preguntaron a qué otras distracciones podían consagrar
su jornada.
–¡Caray!
–dijo el león–. Me apetece satisfacer un capricho que tengo desde hace mucho tiempo.
Hace años que los hombres vienen como imbéciles a mirarme a mi jaula y yo me he
prometido aprovechar la primera ocasión que se me presentara para ir a mirarlos
a ellos a la suya, aunque tenga que parecer tan idiota como ellos… Le propongo dar
un paseo hasta la jaula de los hombres.
En
ese momento, París, que se estaba despertando, se puso a rugir con tal intensidad
que la hiena se detuvo escuchando con inquietud. El clamor de la ciudad se elevaba,
sordo y amenazante; y ese clamor, formado por el ruido de los coches, los gritos
de la calle, por nuestros sollozos y nuestras risas, parecían alaridos de furor
y estertores de agonía.
–¡Dios
Santo! –susurró la hiena– no hay duda de que se están degollando en su jaula. ¿Oye
usted qué airados están y cómo lloran?
–Es
cierto que hacen un jaleo horroroso; es posible que los esté atormentando algún
domador –contestó el león.
El
ruido se incrementaba y la hiena empezaba a tener miedo.
–¿Cree
usted que es prudente entrar ahí? –preguntó.
–¡Bah!
No nos comerán ¡qué demonios! Venga pues. Deben estar mordiéndose de lo lindo y
eso nos hará reír –dijo el león.
II
Por las calles,
caminaron modestamente a lo largo de las casas. Cuando llegaron a un cruce, fueron
arrastrados por un enorme gentío. Obedecieron a aquel empuje que les prometía un
espectáculo interesante. Pronto se encontraron en una gran plaza en la que el pueblo
se agrupaba. En medio había una especie de armazón de madera roja y todas las miradas
estaban fijas en aquella construcción, con expresión de avidez y de gusto.
–Mire
–dijo en voz baja el león a la hiena– eso es sin duda una mesa sobre la que van
a servir un buen festín a todas estas personas que ya se están relamiendo de gusto.
Aunque la mesa me parece bastante pequeña.
Cuando
pronunciaba esas palabras, la masa lanzó un alarido de satisfacción y el león declaró
que debían ser los víveres que llegaban, tanto más cuanto que un vehículo pasó al
galope por delante de él. Sacaron a un hombre del carruaje, lo subieron al armazón
y le cortaron la cabeza con destreza; luego, pusieron el cadáver en otro vehículo
y se apresuraron a sustraerlo al apetito feroz del populacho que gritaba, sin duda
de hambre.
–¡Anda!
¡No se lo comen! –exclamó el león decepcionado.
La
hiena sintió que un pequeño escalofrío recorría su pelo.
–¿En
medio de qué fieras me ha traído usted? –dijo–. Matan sin tener hambre… Por amor
de Dios, tratemos de salir pronto de aquí.
III
Cuando abandonaron
la plaza, tomaron los bulevares exteriores y caminaron después tranquilamente a
lo largo de los muelles. Cuando llegaron a la Cité vieron, detrás de Notre–Dame,
una casa baja y larga en la que los transeúntes entraban como se entra en una barraca
de feria, para ver allí algún fenómeno y salir maravillado. No se pagaba ni al entrar
ni al salir. El león y la hiena siguieron al gentío y vieron, sobre grandes losas,
cadáveres tendidos, con la carne agujereada de heridas. Los espectadores, mudos
y curiosos, miraban tranquilamente los cadáveres.
–¡Eh!
¿Qué decía yo? –comentó la hiena– No matan para comer. Mire cómo dejan que los víveres
se estropeen.
Cuando
estuvieron de nuevo en la calle, pasaron por delante de una carnicería. La carne
colgada de los ganchos de acero estaba muy roja; junto a las paredes había montones
de carne, y la sangre corría por las placas de mármol formando pequeños regueros.
La tienda entera ardía siniestramente.
–Mire
pues, –dijo el león– dice usted que no comen. Ahí tiene carne para alimentar a nuestra
colonia del Jardin des Plantes durante ocho días… ¿Será carne de hombre?
La
hiena, que como ya dije había desayunado copiosamente, dijo volviendo la cabeza:
–¡Puaf!
Es repugnante. Me dan náuseas de ver toda esa carne.
IV
–¿Ve usted esas
puertas gruesas y esas enormes cerraduras? –comentó la hiena un poco más lejos–.
Los hombres ponen hierro y madera entre ellos para evitar el disgusto de devorarse.
Y en cada esquina hay personas con espadas que mantienen las buenas formas ¡Qué
animales más ariscos!
En
ese momento, un simón atropelló a un niño y la sangre salpicó hasta la cara del
león.
–Pero…
¡es repugnante! –exclamó secándose con una mano–; no se puede dar dos pasos tranquilamente.
En esta jaula llueve la sangre.
–¡Pardiez!
–añadió la hiena– han inventado estas máquinas rodantes para obtener la mayor cantidad
de sangre posible; son como el lagar de su innoble vendimia. Desde hace un rato,
estoy observando a cada paso, unas cavernas apestadas al fondo de las cuales los
hombres beben grandes vasos llenos de un licor rojizo que no puede ser sino sangre.
Y beben mucha cantidad de ese licor para darse valor para matar pues, en numerosas
cavernas he visto a los bebedores derribarse a puñetazos.
–Ahora
comprendo –prosiguió el león– la necesidad del gran arroyo que atraviesa su jaula.
Lava todas sus impurezas y arrastra toda la sangre derramada. Son los hombres los
que han debido traerlo hasta aquí por miedo a la peste. Arrojan en él a las personas
asesinadas.
–No
pasaremos por los puentes –interrumpió la hiena temblando– ¿No está usted cansado?
Tal vez fuera prudente que regresáramos…
V
No pude seguir
paso a paso a los dos honrados animales. El león quería verlo todo y la hiena, cuyo
pavor se iba incrementando a cada paso, se sentía obligada a seguirlo porque no
se habría atrevido jamás a regresar sola. Cuando pasaron por delante de la Bolsa,
logró por medio de ruegos insistentes, no entrar. Salían de aquel antro tales lamentos,
tales voces, que ella permanecía en la puerta temblando y con el pelo erizado.
–Vámonos,
vámonos rápido –decía tratando de llevarse al león– éste es sin duda el escenario
de la matanza general. ¿No oye los gemidos de las víctimas y los gritos de alegría
furiosa de los verdugos? Esto es un matadero que debe abastecer a todas las carnicerías
de barrio. Alejémonos de aquí, se lo ruego.
El
león, del que el miedo se iba apoderando e iba empezando a llevar la cola entre
las patas, se alejó gustoso. No huía porque quería conservar intacta su reputación
de valentía; pero, en el fondo, se acusaba de temeridad y se decía que los rugidos
de París por la mañana, habrían debido impedirle entrar en medio de aquella extraña
casa de fieras. Los dientes de la hiena castañeteaban de pavor y ambos caminaban
con precaución, buscando el camino para volver a su hogar, creyendo sentir a cada
instante las zarpas de los transeúntes clavarse en su cuello.
VI
Y he aquí que,
bruscamente, surge un sordo clamor en las esquinas de la jaula. Se cierran las tiendas,
el toque a rebato se lamenta con voz anhelante e inquieta. Grupos de hombres armados
invaden las calles, arrancan los adoquines, levantan apresuradamente barricadas.
Los rugidos de la ciudad han cesado; reina en ella un silencio pesado y siniestro.
Las bestias humanas se callan; se deslizan a lo largo de las casas, dispuestas a
saltar. Y pronto saltan. La fusilería estalla acompañada por la voz grave del cañón.
La sangre corre, los muertos aplastan su cara contra el suelo, los heridos gritan.
En la jaula de los hombres se han formado dos bandos y esos animales se divierten
degollándose en familia. Cuando el león comprendió de qué se trataba exclamó:
–¡Dios
mío! ¡Sálvanos de esta pelea! Ya estoy bien castigado por haber cedido al tonto
deseo de hacerle una visita a estos temibles carniceros. ¡Qué suaves son nuestras
costumbres comparadas con las suyas! Nosotros no nos comemos jamás entre nosotros.
–Y dirigiéndose a la hiena prosiguió–: No nos hagamos los valientes. Yo, lo reconozco,
tengo los huesos helados de espanto. Tenemos que abandonar de inmediato este país
de bárbaros.
Entonces
huyeron avergonzados y temerosos. Su carrera se hizo cada vez más furiosa y desbocada
porque el miedo los espoleaba y los terroríficos recuerdos de la jornada eran otros
tantos aguijones que precipitaban sus saltos. Llegaron al Jardin des Plantes sin
aliento y mirando hacia atrás con pánico. Entonces pudieron respirar a gusto y corrieron
a refugiarse en una jaula vacía cuya puerta cerraron con energía. Allí se felicitaron
con efusión de su regreso.
–¡Ah!
–dijo el león–. No volveré a salir de mi jaula para ir a pasearme por la de los
hombres. Sólo hay paz y felicidad posibles al fondo de esta celda dulce y civilizada.
VII
Y como la hiena
palpaba uno tras otro los barrotes de la jaula:
–¿Qué
mira usted, pues? –preguntó el león.
–Compruebo
si estos barrotes son fuertes y nos defienden adecuadamente de la crueldad de los
hombres –respondió la hiena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario