H. G. Wells
Hasta hace un año, había
una tiendecilla de aspecto mugriento cerca de “Los Siete Cuadrantes”, sobre la que
campeaba un letrero amarillo deteriorado por la intemperie, con el nombre de “C.
Cave, Naturalista y Anticuario”. El escaparate estaba lleno de mercancías curiosamente
abigarradas. Comprendía colmillos de elefante y un juego incompleto de piezas de
ajedrez, abalorios y armas, un estuche con ojos, dos calaveras de tigre y una humana,
dos monos disecados (uno de ellos sostenía una lámpara), una vitrina anticuada,
un huevo de avestruz podrido por los huevos de las moscas, aparejos de pesca y una
pecera vacía extraordinariamente sucia. Había también, en el momento de empezar
esta historia, un bloque de cristal labrado en forma de huevo y brillantemente pulimentado.
Aquello era lo que estaban mirando dos personas al pie del escaparate, una de ellas
un clérigo alto y delgado, la otra un joven de barba negra, tez morena y ropa modesta.
El joven de tez morena hablaba gesticulando con vehemencia y parecía estar ansioso
de que su compañero adquiriera aquel artículo.
Mientras
ellos estaban allí, el señor Cave entró en su tienda sacudiéndose todavía la barba
del pan y la mantequilla de su té. Al ver a estos hombres y el objeto de su atención,
su semblante se demudó. Miró furtivamente por encima del hombro y, lentamente, cerró
la puerta de la trastienda. Era un anciano menudo, de cara pálida y extraños ojos
azul vidrioso. Tenía el pelo canoso y sucio y llevaba una levita azul raída, un
vetusto sombrero de copa y unas zapatillas con el talón muy gastado. Se quedó mirando
a los dos hombres mientras éstos hablaban. El clérigo hundió la mano en el bolsillo
de su pantalón, examinó un fajo de billetes y enseñó los dientes con sonrisa de
satisfacción. El señor Cave pareció deprimirse aún más cuando entraron en la tienda.
El
clérigo, sin ningún preámbulo, preguntó el precio del huevo de cristal. El señor
Cave lanzó una mirada nerviosa hacia la puerta que daba a la trastienda y dijo que
cinco libras. El clérigo protestó porque el precio era alto, dirigiéndose tanto
a su compañero como al señor Cave –y era, en efecto, mucho más de lo que el señor
Cave tenía intención de pedir cuando había almacenado el artículo–, a lo que siguió
un intento de regateo. El señor Cave avanzó hacia la puerta de la tienda, la abrió
y dijo: “Cinco libras es mi precio”, como si deseara ahorrarse las molestias de
una inútil discusión. Mientras lo hacía, la parte superior del rostro de una mujer
apareció por encima del panel superior de la mampara de cristal de la puerta que
daba a la trastienda, y contempló curiosamente a los dos clientes. –Cinco libras
es mi precio –dijo el señor Cave con voz temblorosa.
Hasta
entonces el atezado joven había permanecido como espectador, observando detenidamente
al señor Cave. Pero ahora habló. –Dale las cinco libras –dijo. El clérigo le lanzó
una mirada para ver si lo decía en serio y cuando volvió a mirar al señor Cave,
vio que la cara de éste estaba pálida. –Es mucho dinero –dijo el clérigo y, rebuscando
en su bolsillo, empezó a contar sus posibles. Tenía poco más de treinta chelines
y apeló a su compañero con quien parecía mantener una relación de considerable confianza.
Esto le dio al señor Cave la oportunidad de ordenar sus ideas y empezó a explicar
de forma agitada que, a decir verdad, él cristal no estaba totalmente en venta.
Naturalmente, sus dos clientes se quedaron muy sorprendidos ante estas manifestaciones
e inquirieron por qué no había pensado en ello antes de empezar a regatear. El señor
Cave se mostró confundido, pero persistió en su actitud, diciendo que no podía darle
salida al cristal aquella tarde, porque ya había aparecido un probable comprador.
Los dos clientes interpretando su actitud como un intento de aumentar más el precio,
hicieron ademán de abandonar la tienda.
Pero
en aquel preciso instante, se abrió la puerta de la trastienda y apareció la propietaria
del flequillo oscuro y de los ojos pequeños.
Era
una mujer corpulenta, de facciones vulgares, más joven y mucho más gruesa que el
señor Cave; andaba con pesadez y tenía la cara sonrojada. –Ese cristal sí está en
venta –dijo–. Y cinco libras es bastante buen precio para él. ¡Vaya ocurrencia la
tuya, Cave, no aceptar la oferta de este caballero!
El
señor Cave, enormemente turbado por esta interrupción, la miró colérico por encima
de las lentes y, sin excesiva convicción, hizo valer su derecho a tratar sus negocios
a su manera.
Esto
dio paso a un altercado. Los dos clientes contemplaban la escena con interés y cierta
diversión, poniéndose, en ocasiones, de parte de la señora Cave, con alguna sugerencia.
El señor Cave, acorralado, persistió en una historia confusa e imposible sobre un
cliente que había preguntado por el cristal aquella mañana, y su agitación resultó
penosa. Pero, con extraordinaria determinación, se mostró inamovible.
Fue
el joven oriental quien puso fin a esta curiosa controversia. Propuso que volverían
al cabo de dos días para darle una legítima oportunidad a aquel pretendido cliente.
–Y entonces, volveremos a insistir –dijo el clérigo– con nuestras cinco libras.
La señora Cave se sintió obligada a pedir disculpas en nombre de su marido, explicando
que él, a veces “Era un poco raro”, y al marcharse los dos clientes, la pareja se
dispuso a reanudar libremente la discusión del incidente con todos sus argumentos.
La
señora Cave habló a su marido de un modo extraordinariamente directo. El pobre hombrecillo,
temblando de emoción, enredado en la maraña de sus historias, sostuvo, por una parte,
que tenía otro cliente a la vista y por otra, que el cristal valía por lo menos
diez guineas.
–¿Pues
por qué pediste cinco libras? –dijo su esposa. –¡Haz el favor de dejarme llevar
mis asuntos a mi manera! –dijo el señor Cave.
Vivían
con el señor Cave una hijastra y un hijastro y, aquella noche, en la cena, la transacción
volvió a salir a colación. Ninguno de ellos tenía muy buena opinión de los métodos
comerciales del señor Cave y este comportamiento les pareció el colmo de la insensatez.
–En
mi opinión, no es la primera vez que se niega a vender ese cristal –dijo el hijastro,
un zafio jovenzuelo de dieciocho años y ancha complexión.
–¡Pero
es que cinco libras! –dijo la hijastra, una joven de veintiséis años amiga de discutir.
Las
contestaciones del señor Cave eran quejumbrosas y solo podía farfullar débiles afirmaciones
de que él conocía sus negocios mejor que nadie. Y con sus insultos lo empujaron
a cerrar la tienda, porque ya era de noche, con las orejas ardiendo y unas lágrimas
de vejación detrás de sus lentes, dejando su cena a medio comer. ¿Por qué había
tenido tanto tiempo el cristal en el escaparate? ¡Había sido una insensatez! Esa
era la congoja que le atormentaba el cerebro. Durante un momento, no pudo ver la
forma de evitar la venta.
Después
de cenar, su hijastra y su hijastro se arreglaron y salieron, y su esposa subió
a su cuarto a reflexionar sobre los aspectos comerciales del cristal, tonificándose
con un poco de azúcar y limón diluidos en agua caliente. El señor Cave entró en
la tienda y permaneció allí hasta tarde, con el pretexto de hacer unas ornamentaciones
para unas peceras, pero en realidad con una finalidad íntima que se explicará mejor
más adelante. Al día siguiente, la señora Cave comprobó que el cristal ya no estaba
en el escaparate y que se encontraba detrás de unos libros sobre pesca usados. Ella
volvió a situarlo en una posición prominente. Pero no volvió a discutir sobre él
puesto que, alterada por una jaqueca, no se sentía inclinada a la polémica. El señor
Cave nunca estaba inclinado a ella. El día transcurrió desapaciblemente. El señor
Cave, entre otras cosas, estaba más abstraído de lo normal y, al mismo tiempo, desacostumbradamente
irritable. Por la tarde, cuando su esposa estaba durmiendo su siesta habitual, volvió
a quitar el cristal del escaparate.
Al
día siguiente, el señor Cave tenía que ir a entregar una partida de tiburones pequeños
a una de las secciones de un hospital donde los necesitaban para la clase de disección.
En su ausencia, los pensamientos de la señora Cave retomaron al asunto del cristal
y a la forma más adecuada de gastar aquella ganancia inesperada de cinco libras.
Ya había ideado unos medios muy agradables –entre otros, un vestido de seda verde
para ella y un viaje a Richmond– cuando el sonido discordante de la campanilla de
la puerta principal requirió su presencia en la tienda. El cliente era un profesor
de Ciencias Naturales que venía a quejarse de la falta de entrega de ciertas ranas
que había solicitado para el día anterior. La señora Cave no aprobaba esta rama
específica del negocio del señor Cave y el caballero, que había entrado de un talante
más bien agresivo, se retiró tras un breve intercambio de palabras, totalmente civilizadas
en lo que a él le concernía. La mirada de la señora Cave se volvió entonces con
naturalidad hacia el escaparate ya que la visión del cristal suponía la garantía
de las cinco libras y de sus sueños. ¡Cuál no sería su sorpresa al advertir que
había desaparecido!
Se
acercó al lugar detrás del cajón del mostrador donde lo había descubierto el día
anterior.
No
estaba allí e inmediatamente empezó a buscar con ansiedad por toda la tienda.
Cuando
regresó el señor Cave de sus asuntos con el tiburón pequeño, a eso de las dos menos
cuarto de la tarde, halló la tienda sumida en cierta confusión y a su esposa extremadamente
exasperada y de rodillas detrás del mostrador, registrando entre su material de
taxidermista. Su cara surgió por encima del mostrador inflamada y colérica, mientras
la discordante campanilla anunciaba el regreso de su marido a quien acusó inmediatamente
de “haberlo escondido”.
–¿Escondido
qué? –preguntó el señor Cave.
–¡El
cristal!
Ante
eso, el señor Cave, aparentemente muy sorprendido, se precipitó hacia el escaparate.
–¿No
está aquí? –dijo–. ¡Santo cielo! ¿Qué ha sido de él?
Justo
entonces el hijastro del señor Cave hizo su ingreso en la tienda procedente de la
habitación interior (había vuelto a casa uno o dos minutos antes que el señor Cave),
blasfemando con entera libertad. Trabajaba como aprendiz con un comerciante de muebles
de segunda mano al final de la calle, pero efectuaba sus comidas en casa y estaba
naturalmente irritado por no haber encontrado la comida preparada.
Pero
cuando se enteró de la pérdida del cristal, olvidó su comida, y su rabia se dirigió
de su madre a su padrastro. Su primera impresión, por supuesto, fue que él lo había
escondido. Pero el señor Cave negó resueltamente todo conocimiento en cuanto a su
destino, ofreciendo espontáneamente su declaración jurada en la materia y arreglándoselas
para llegar al punto, de acusar, primero a su esposa y luego a su hijastro, de haberlo
sustraído en vistas a una venta privada. Así dio comienzo una discusión sumamente
mordaz y tempestuosa que terminó con la señora Cave en un estado de nervios muy
singular, entre histérico y frenético, y con que el hijastro acudió por la tarde
con media hora de retraso al establecimiento de muebles. El señor Cave buscó refugio
en la tienda para alejarse de las emociones de su esposa.
Por
la noche se reanudó el tema con menos pasión y con espíritu judicial bajo la presidencia
de la hijastra. La cena transcurrió desdichadamente y culminó en una escena penosa.
El señor Cave fue por fin presa de una enorme desesperación y salió de la tienda
dando un violento portazo. El resto de la familia, tras comentar su comportamiento
con la libertad que garantizaba su ausencia, registró la casa desde el desván hasta
el sótano, con la esperanza de encontrar el cristal.
Al
día siguiente volvieron a presentarse los dos clientes, y fueron recibidos por la
señora Cave casi con lágrimas. Lo que traslució fue que nadie podía imaginarse todo
lo que ella había tenido que soportar por culpa de Cave en distintas épocas de su
peregrinación matrimonial.
También
les ofreció un informe mutilado de la desaparición. El clérigo y el oriental rieron
silenciosamente entre sí y dijeron que era absolutamente extraordinario. Como la
señora Cave parecía dispuesta a regalarles la historia completa de su vida, hicieron
ademán de irse de la tienda. Por consiguiente, la señora Cave, persistiendo aún
en su esperanza, solicitó la dirección del clérigo para poder comunicárselo, caso
de lograr arrancarle algo a Cave. La dirección le fue puntualmente comunicada, pero
al parecer, fue extraviada después y la señora Cave no puede recordar nada al respecto.
Al
anochecer de aquel día, los Cave parecían haber consumido todas sus emociones y
el señor Cave, que había estado fuera por la tarde, cenó en un sombrío aislamiento
que contrastaba agradablemente con la apasionada controversia de los días anteriores.
Durante algún tiempo las relaciones entre la familia Cave fueron muy tirantes, pero
ni el cristal ni el cliente volvieron a aparecer.
Ahora
bien, sin entrar en pormenores, debemos reconocer que el señor Cave era un embustero,
porque sabía perfectamente dónde se encontraba el cristal. Estaba en el aposento
del señor Jacoby Wace, Profesor Ayudante del Hospital de St. Catherine, Westbourne
Street.
Se
encontraba sobre el aparador, cubierto parcialmente por un terciopelo negro y junto
a una garrafa de whisky americano. Y los detalles sobre los que se basa esta narración
se han recabado precisamente del señor Wace. Cave había llevado el objeto al hospital
oculto en el saco de los tiburones pequeños, y una vez allí había presionado al
joven investigador para que se lo guardara. El señor Wace se mostró un tanto indeciso,
porque su relación con el señor Cave era un poco especial. Gustaba de los sujetos
extraños y había invitado en más de una ocasión al anciano a fumar y a beber en
sus habitaciones, para que desarrollara su divertida visión de la vida en general
y de su esposa en particular. También el señor Wace se había encontrado con la señora
Cave en ocasiones, cuando el señor Cave no estaba en casa para atenderle. Estaba
enterado de las constantes interferencias a las que Cave estaba sometido y, después
de sopesar la historia judicialmente, decidió dar refugio al cristal. El señor Cave
prometió explicarle más extensamente las razones de su extraordinaria afición por
el cristal en una ocasión posterior, pero le dijo claramente que veía visiones dentro
de él. Aquella misma noche volvió a visitar al señor Wace.
Relató
una historia complicada. Dijo que el cristal había llegado a su poder junto con
otras extravagancias en la venta forzosa de los efectos de otro comerciante de curiosidades
y, al desconocer cuál podría ser su valor, lo había marcado en diez chelines. Había
permanecido en sus manos con ese precio durante algunos meses y cuando pensaba en
“reducir la cifra”, hizo un descubrimiento extraordinario.
En
aquella época gozaba de muy mala salud (y hay que tener presente que, a lo largo
de toda esta experiencia, su condición física estaba muy decaída) y estaba considerablemente
angustiado en razón de la negligencia, de los explícitos malos tratos incluso, que
recibía de su esposa y de sus hijastros. Su esposa era vanidosa, extravagante e
insensible y tenía una afición creciente a la bebida cuando estaba a solas; su hijastra
era vil y astuta y su hijastro había concebido una violenta aversión hacia él y
no perdía ocasión para demostrársela. Las exigencias de su negocio eran sumamente
pesadas para él, y el señor Wace no cree que él estuviera totalmente libre de algún
exceso ocasional en la bebida. Había empezado su vida en una posición desahogada,
era un hombre razonablemente instruido y padeció durante semanas, sin interrupción,
de melancolía y de insomnio.
Temeroso
de molestar a su familia, cuando sus reflexiones se tornaban intolerables, se deslizaba
silenciosamente fuera de la cama para no despertar a su esposa, y vagaba por la
casa. Y a eso de las tres de la madrugada, un día, a últimos de agosto, el azar
dirigió sus pasos hacia la tienda.
La
sucia tiendecilla estaba sumida en unas tinieblas impenetrables excepto en un lugar
donde percibió un insólito resplandor. Al acercarse a él, descubrió que se trataba
del huevo de cristal que se hallaba en el rincón del mostrador hacia la ventana.
Un tenue rayo de luz, que penetraba por una rendija de la persiana, chocaba contra
el objeto y parecía como si fuera a rellenar todo su interior.
Al
señor Cave le vino a la memoria que esto no concordaba con las leyes de la óptica,
tal y como él las había entendido en su juventud. Podía comprender la refracción
de los rayos por el cristal hacia un foco en su interior, pero esta difusión discordaba
con sus conocimientos de física. Se acercó más al cristal escudriñándolo por dentro
y por fuera, sintiendo renacer transitoriamente la curiosidad científica que había
determinado en su juventud la elección de su profesión. Se sorprendió al comprobar
que la luz no era constante, sino que oscilaba dentro de la substancia del huevo,
como si aquel objeto fuera una esfera hueca llena de algún vapor luminoso. Al desplazarse
para obtener diferentes puntos de vista, súbitamente comprobó que se había interpuesto
entre el rayo y el cristal y que éste, no obstante, seguía siendo luminoso. Sumamente
asombrado, lo alejó de la luz y lo trasladó a la parte más oscura de la tienda.
Continuó brillando durante cuatro o cinco minutos al cabo de los cuales se fue debilitando
hasta apagarse. Volvió a someterlo a la acción de la débil luz del día y recobró
su luminosidad casi inmediatamente.
Hasta
este punto, por lo menos, el señor Wace pudo comprobar la notable historia del señor
Cave. Él mismo había sostenido repetidamente el cristal contra un rayo de luz (cuyo
diámetro debía ser inferior a un milímetro). Y dentro de la posible oscuridad que
puede proporcionar una envoltura de terciopelo, el cristal parecía, sin lugar a
dudas, débilmente fosforescente. Sin embargo, parecía tratarse de una clase de luminosidad
excepcional que no resultaba visible ante los ojos de cualquiera, puesto que el
señor Harbinger, cuyo nombre le resultará familiar al lector científico en relación
con el Instituto Pasteur, era totalmente incapaz de ver ninguna luz. Y la capacidad
del propio señor Wace para distinguirla era muy inferior en comparación con la del
señor Cave. Incluso con el señor Cave su intensidad variaba muy considerablemente
y su visión cobraba más fuerza durante los estados de extrema debilidad y cansancio.
Desde
el primer momento, esta luz en el cristal ejerció una curiosa fascinación sobre
el señor Cave. Y dice más de su alma solitaria que un volumen de escritos patéticos,
el hecho de que no le contó a ningún ser humano sus curiosas observaciones. Parecía
estar viviendo en una atmósfera de tan mezquino despecho que al admitir la existencia
de un goce hubiera corrido el riesgo de perderlo. Averiguó que, a medida que avanzaba
el alba y aumentaba el volumen de difusión de la luz, el cristal dejaba de ser luminoso
a todos los efectos. Y durante algún tiempo fue incapaz de ver nada dentro, excepto
al llegar la noche, en los rincones oscuros de la tienda.
Pero
se le ocurrió servirse de un terciopelo negro que utilizaba como fondo para una
colección de minerales y, doblando el paño y tapándose con él la cabeza y las manos,
podía contemplar el movimiento luminoso en el interior del cristal incluso a la
luz del día. Tomaba muchas precauciones, no fuera a ser descubierto por su esposa,
y practicaba esta ocupación solo por las tardes, mientras ella dormía en su cuarto,
y además de forma muy circunspecta, en un hueco que había debajo del mostrador.
Y
un día, dándole vueltas al cristal entre las manos, vio algo. Apareció y desapareció
como un destello, pero le dio la impresión de que el objeto, por un momento, le
había desvelado la visión de un país inmenso y extraño, y al girarlo otra vez, justo
mientras se desvanecía la luz, volvió a tener la misma visión.
Ahora
bien, resultaría tedioso e innecesario detallar todas las fases del descubrimiento
del señor Cave a partir de este momento. Baste con decir que el efecto fue el siguiente:
inclinando el cristal en un ángulo de 137 grados en dirección al rayo luminoso,
se obtenía una clara y uniforme imagen de un inmenso paisaje muy peculiar. Nada
tenía que ver con un sueño: inspiraba una definida impresión de realidad y cuanto
mejor era la luz más real y sólido parecía. Era una imagen en movimiento: es decir,
que ciertos objetos se movían dentro de él, pero despacio y de forma ordenada como
las cosas reales y, según iba cambiando la dirección de la iluminación y de la visión,
también cambiaba la imagen. Debió ser, decididamente, como mirar una escena a través
de un cristal ovalado, haciéndolo girar para contemplar con detalle diferentes facetas.
El
señor Wace me ha asegurado que las manifestaciones del señor Cave eran extremadamente
minuciosas y totalmente exentas del tono emotivo que caracteriza a las impresiones
que son fruto de una alucinación. Pero hay que recordar que todos los esfuerzos
del señor Wace para ver una claridad similar en la lánguida opalescencia del cristal
resultaron absolutamente infructuosos, a pesar de sus muchos intentos. La diferencia
en la intensidad de las impresiones recibidas por los dos hombres era muy grande,
y es muy plausible que lo que para el señor Cave era una visión para el señor Wace
no fuera más que una mera nebulosidad borrosa.
La
escena, tal y como la describía el señor Cave, era invariablemente la de una extensa
llanura y siempre le parecía estar contemplándola desde una altura considerable,
como desde una torre o un mástil. Al este y al oeste la llanura limitaba a una distancia
remota con unas vastas colinas rojizas que le recordaban a aquellas que había visto
en alguna estampa: pero el señor Wace fue incapaz de averiguar de qué estampa se
trataba. Estos riscos iban de norte a sur, lo sabía por las agujas de la brújula
que indicaban las estrellas que eran visibles durante la noche, y se alejaban en
una perspectiva casi ilimitada, desvaneciéndose en las brumas de la distancia antes
de reunirse. Él se hallaba más cerca de los riscos orientales y con ocasión de su
primera visión el sol se levantaba sobre ellos y, negras en contraste con la luz
del sol y pálidas en contraste con sus sombras, se distinguían una multitud de formas
remontándose en el aire, que el señor Cave consideró como pájaros. Y una larga hilera
de edificios se desplegaban bajo su mirada, como si él estuviese contemplando desde
lo alto, y a medida que se acercaban al margen de la imagen borrosa y refractada
perdían su nitidez. También había árboles de forma curiosa de color verde oscuro
como el musgo y un gris exquisito, junto a un ancho canal resplandeciente. Y algo
de gran tamaño y color brillante atravesó volando la imagen. Pero la primera vez
que el señor Cave vio estas imágenes fue solo como si fueran relámpagos, sus manos
temblaban, su cabeza se movía, la visión iba y venía hasta que las brumas la privaron
de su nitidez. Y al principio tuvo enormes dificultades para volver a encontrar
la imagen una vez perdida su dirección.
La
siguiente visión que tuvo con claridad se le presentó cerca de una semana después
de la primera, no habiéndole otorgado este intervalo de tiempo más que unas ojeadas
fugaces y atormentadas y cierta experiencia útil, en la que pudo ver el valle en
toda su extensión. La perspectiva era diferente, pero él tenía la curiosa convicción,
que sus observaciones posteriores confirmaron plenamente, de que estaba mirando
aquel extraño mundo exactamente desde el mismo lugar, a pesar de estar mirando en
una dirección diferente. La larga fachada del gran edificio, cuyo tejado había visto
antes desde lo alto, estaba más alejada en la perspectiva.
Reconoció
el tejado. En el centro de la fachada había una terraza de sólidas proporciones
y extraordinaria longitud, y en el medio de ésta, a determinadas distancias, surgían
unos enormes aunque muy agraciados mástiles, que sostenían pequeños objetos brillantes
que reflejaban la luz del atardecer. La importancia de estos pequeños objetos no
se le ocurrió al señor Cave hasta algún tiempo después, mientras le describía la
escena al señor Wace. La terraza sobresalía horizontalmente por encima de un soto
poblado por la más exuberante y agraciada vegetación, que lindaba con un extenso
prado sobre el cual reposaban ciertas anchas criaturas de forma parecida a la de
los escarabajos pero muchísimo mayores. Más allá todavía había una calzada de piedras
rosáceas ricamente decorada, y más allá de ésta, bordeada de malezas rojizas y recorriendo
el valle, paralela exactamente a los lejanos riscos, había una extensión de agua
que se asemejaba a un espejo. El aire parecía estar poblado de escuadrillas de pájaros
grandes que maniobraban en curvas majestuosas, y al otro lado del río había un sinfín
de espléndidos edificios multicolores que brillaban por sus facetas y ornamentaciones
arquitectónicas metálicas, en medio de un bosque de árboles que evocaban el musgo
y el liquen. Y súbitamente, algo cruzó repetidamente la visión, como el ondular
de un abanico o el batir de un ala, y una cara, o más bien la parte superior de
una cara con ojos muy grandes apareció, así como quien dice, muy cerca de la suya
propia, como si se encontrara al otro lado del cristal. El señor Cave se quedó tan
asombrado y tan impresionado por la absoluta realidad de estos ojos, que retiró
la cabeza del cristal para examinarlo por detrás. La contemplación del cristal le
había absorbido de tal manera que se quedó muy sorprendido al encontrarse entre
las frías tinieblas de su tiendecilla, con su familiar olor a alcohol metílico,
a moho y a putrefacción. Y mientras miraba a su alrededor guiñando los ojos, el
resplandor del cristal se fue desvaneciendo hasta apagarse.
Tales
fueron las primeras impresiones generales del señor Cave. La historia es curiosamente
directa y minuciosa. Desde el primer momento en que el valle había aparecido ante
sus sentidos solo unos instantes, su imaginación quedó extrañamente afectada y a
medida que empezaba a apreciar los detalles de la escena que contemplaba, su maravillado
asombro fue aumentando hasta convertirse en una pasión. Se ocupaba de su negocio
distraído e indiferente, pensando solo en el momento en que podría reanudar su contemplación.
Y entonces, unas semanas después de su primera visión del valle fue cuando aparecieron
los dos clientes por cuya oferta se produjo una gran tensión y excitación y el cristal
se libró por muy poco de ser vendido, tal y como ya había relatado.
Ahora
bien, mientras el objeto fue solo el secreto del señor Cave, no era más que una
simple maravilla, algo que escudriñar a hurtadillas, igual que un niño podría escudriñar
un jardín prohibido. Pero el señor Wace, para ser un joven investigador científico,
posee un hábito mental especialmente lúcido y consecuente.
En
cuanto el cristal y el relato llegaron hasta él y se persuadió, viendo con sus propios
ojos la fosforescencia, de que existían realmente ciertas pruebas que confirmaban
las aseveraciones del señor Cave, procedió a analizar la cuestión sistemáticamente.
El señor Cave estaba deseando acudir a deleitar sus ojos con el mundo fantástico
que veía, y venía todas las noches desde las ocho y media hasta las diez y media
y, algunas veces, también durante el día en ausencia del señor Wace. También acudía
los domingos por la tarde. Desde el primer momento el señor Wace tomó copiosas notas
y fue gracias a su método científico como se pudo demostrar la relación entre la
dirección por la que entraba el rayo inicial en el cristal y la orientación de la
imagen. Y tapando el cristal con una caja perforada solamente con una pequeña abertura
para recibir el rayo incitador y sustituyendo las cortinas mate de la ventana con
una tela de holanda negra, mejoró extraordinariamente las condiciones de las observaciones,
de modo que, al cabo de poco tiempo, pudieron examinar el valle en todas las direcciones
que desearon.
Tras
despejar así el camino, podemos dar una breve reseña de este mundo visionario oculto
en el interior del cristal. En todos los casos, estas cosas eran vistas por el señor
Cave; el método de trabajo consistía invariablemente en que él contemplara el cristal
e informara de cuanto veía, mientras el señor Wace (que como estudiante de ciencias
había aprendido el ardid de escribir a oscuras) escribía una breve anotación de
su descripción. Cuando el cristal se apagaba lo colocaban en su caja en posición
apropiada y daban la luz eléctrica. El señor Wace hacía preguntas y sugería observaciones
para aclarar puntos difíciles. Nada, en realidad, podía resultar menos visionario
y más concreto.
La
atención del señor Cave había sido velozmente atraída por las criaturas con aspecto
de pájaro que había visto con tal abundancia presentes en sus primeras visiones.
Su primera impresión pronto fue corregida y él consideró durante un tiempo que bien
podrían representar una especie de murciélago diurno. Luego pensó, lo que no pudo
resultar más grotesco, que podrían ser querubines. Sus cabezas eran redondas y curiosamente
humanas y fueron los ojos de uno de ellos los que le habían dejado tan sobrecogido
en su segunda observación. Tenían anchas alas plateadas desprovistas de plumas,
pero que centelleaban casi con la misma brillantez que un pez recién pescado y con
la misma sutil gama de colores, y estas alas, aprendió el señor Wace, no parecían
apoyarse en el plano de un ala de pájaro o de un murciélago, sino en unas costillas
curvadas que irradiaban del cuerpo. (Una especie de ala de mariposa con costillas
curvadas parece expresar mejor la peculiaridad de su apariencia.) El cuerpo era
pequeño pero dotado de dos racimos de órganos prensiles como largos tentáculos,
inmediatamente debajo de la boca. Por muy increíble que le pareciera al señor Cave,
al final se persuadió irremisiblemente de que estas criaturas eran las propietarias
de los grandes edificios quasi-humanos y del magnífico jardín que hacía que este
valle fuera tan espléndido. Y el señor Cave percibió que los edificios, entre otras
peculiaridades, no tenían puertas sino que era por las grandes ventanas circulares,
que se abrían libremente, por donde entraban y salían las criaturas. Se posaban
sobre sus tentáculos, plegaban sus alas reduciéndolas casi al tamaño de una caña
de pescar, y de un brinco, penetraban en el interior. Pero entre ellas había una
multitud de criaturas de alas más pequeñas, como libélulas y polillas y escarabajos
voladores, y por el césped de brillante colorido se arrastraban perezosamente de
un lado a otro unos escarabajos de tierra. Más aún, en las calzadas y en las terrazas,
resultaban visibles unas criaturas de gran cabeza, similares a las moscas voladoras
de mayor tamaño, pero sin alas, que brincaban atareadas sobre su maraña de tentáculos
en forma de mano.
Ya
se ha hecho alusión a los brillantes objetos sobre los mástiles que se erguían por
encima de la terraza del edificio más cercano. Cayó en la cuenta el señor Cave,
tras mirar muy fijamente a uno de estos mástiles en un día especialmente nítido,
que el objeto brillante que allí se encontraba era un cristal exactamente igual
que el que él estaba escudriñando. Y una inspección más minuciosa le convenció de
que cada uno de estos mástiles, aproximadamente veinte en perspectiva, sostenía
un objeto similar.
De
tanto en tanto una de las grandes criaturas voladoras revoloteaba hasta uno de ellos
y, tras plegar sus alas y enrollar una parte de los tentáculos en el mástil, miraba
fijamente el cristal durante un tiempo, a veces, incluso, durante quince minutos.
Y una serie de observaciones, realizadas por sugerencia del señor Wace, persuadieron
a los dos investigadores de que, en lo que concernía a este mundo visionario, el
cristal que ellos estaban escudriñando se encontraba efectivamente en la cúspide
del último mástil situado en la terraza y que, en una ocasión por lo menos, uno
de estos habitantes de aquel otro mundo había mirado al señor Cave a la cara mientras
efectuaba estas observaciones.
Eso
en cuanto a los hechos esenciales de esta historia realmente singular. A menos que
lo descartemos todo como una ingeniosa fábula del señor Wace, debemos admitir una
de estas dos hipótesis: o bien el cristal del señor Cave se encontraba en dos mundos
a la vez y mientras se le movía en uno permanecía estacionario en el otro, lo cual
parece totalmente absurdo, o bien poseía una peculiar relación de afinidades con
otro cristal exactamente igual en este otro mundo, de modo que lo que se veía en
el interior del que se hallaba en este mundo resultaba visible, en las condiciones
apropiadas, para un observador en el correspondiente cristal del otro mundo. Y viceversa.
Por ahora, ignoramos enteramente de qué forma dos cristales pueden entrar en comunicación,
pero hoy en día sabemos lo suficiente como para comprender que el hecho no es del
todo imposible. Esta comunicación entre los dos cristales fue la suposición realizada
por el señor Wace y, a mí, al menos, me parece extremadamente posible…
¿Y
dónde estaba este otro mundo? Sobre esto también, la activa inteligencia del señor
Wace arrojó luz con celeridad. Después del atardecer, el cielo se oscureció con
rapidez, el crepúsculo no fue más que un breve intervalo, y las estrellas exhibieron
su brillo. Eran ostensiblemente las mismas que nosotros vemos, agrupadas en las
mismas constelaciones. El señor Cave reconoció la Osa, las Pléyades, Aldebarán y
Sirio, de modo que el otro mundo debía encontrarse en algún lugar del sistema solar
y, como máximo, solo a unos cuantos centenares de millones de kilómetros del nuestro.
Siguiendo este indicio, el señor Wace aprendió que el cielo de medianoche era de
un azul más intenso que el de nuestro cielo invernal, y que el sol parecía un poco
más pequeño… ¡Y que había dos lunas pequeñas! “iguales que nuestra luna, pero más
pequeñas, con muy distintas señales”, una de las cuales se movía con tanta rapidez
que su movimiento resultaba claramente visible a simple vista. Estas lunas nunca
se elevaban en el cielo sino que se ponían a medida que iban surgiendo: es decir,
que cada vez que daban vueltas se eclipsaban porque estaban muy cerca de su planeta
primario. Y todo esto responde plenamente, aunque el señor Cave no lo supiera, a
las condiciones que deben darse en Marte.
Por
tanto, parece una conclusión sumamente plausible que al escudriñar en este cristal,
lo que vio realmente el señor Cave fue el planeta Marte y sus habitantes. Y caso
de que así fuera, entonces la estrella vespertina que resplandecía con tanta brillantez
en el cielo de aquella distante visión no era ni más ni menos que nuestra familiar
Tierra.
Durante
algún tiempo, los marcianos, si es que lo eran, no parecieron ser conscientes de
la inspección del señor Cave. Una o dos veces se acercaron a atisbar y se marcharon
poco después a algún otro mástil como si la visión no fuera de su agrado. Durante
este tiempo, el señor Cave pudo contemplar el proceder de este pueblo alado sin
ser molestado por su atención, y aunque el informe es necesariamente vago y fragmentario,
no por ello resulta menos sugestivo. Imaginad qué impresión de la humanidad obtendría
un observador marciano que, tras un difícil proceso de preparación y con considerable
fatiga de los ojos, lograra escudriñar Londres desde la aguja de la Iglesia de St.
Martin durante un lapso de tiempo, como mucho, de tres o cuatro minutos. El señor
Cave no pudo averiguar si los marcianos alados eran los mismos que brincaban por
las calzadas y las terrazas y si estos últimos podían echar a volar a voluntad.
Vio varias veces unos bípedos torpes, que recordaban vagamente a los monos, blancos
y parcialmente translúcidos, alimentándose entre algunos de los árboles de liquen,
y en una ocasión un grupo de éstos huía ante el acoso de uno de los marcianos saltadores
de cabeza redonda. Este último atrapó a uno con sus tentáculos y entonces la imagen
se desvaneció repentinamente dejando al señor Cave absolutamente desesperado en
la oscuridad. En otra ocasión, una cosa enorme, de la que el señor Cave pensó al
principio que se trataba de un insecto gigantesco, apareció avanzando por la calzada
junto al canal con extraordinaria rapidez. Mientras se acercaba, el señor Cave percibió
que era un mecanismo de metales brillantes y de extraordinaria complejidad. Y luego,
cuando volvió a mirar, ya estaba fuera del alcance de su vista.
Al
cabo de un tiempo, el señor Wace aspiró a atraer la atención de los marcianos y
la siguiente vez que los extraños ojos de uno de ellos aparecieron muy cerca del
cristal, el señor Cave gritó y saltó a un lado e inmediatamente dieron la luz y
empezaron a gesticular de forma sugestiva, como para hacer señales. Pero cuando
por fin el señor Cave volvió a examinar el cristal, el marciano se había marchado.
Hasta
aquí habían progresado estas observaciones a principios de noviembre, y entonces
el señor Cave, notando que las sospechas de su familia sobre el cristal se habían
mitigado, empezó a llevarlo con él de una parte a otra con el fin de poder solazarse
de día o de noche, como en ocasiones anteriores, con lo que se había convertido
velozmente en el auténtico acontecimiento de su existencia.
En
diciembre el señor Wace estuvo muy cargado de trabajo debido a la inminencia de
un examen y las sesiones fueron suspendidas a regañadientes durante una semana y,
durante diez u once días, no está muy seguro de cuántos, no volvió a ver a Cave.
Entonces, sintiéndose ansioso por reanudar las investigaciones y una vez aminorada
la tensión de sus quehaceres estacionales, se dirigió a los Siete Cuadrantes. En
la esquina notó un postigo entornado ante el escaparate de un pajarero y luego otro
ante el escaparate de un zapatero remendón. La tienda del señor Cave estaba cerrada.
Llamó
y le abrió la puerta el hijastro vestido de negro. Este llamó enseguida a la señora
Cave y el señor Wace no pudo dejar de observar que vestía unas gasas de luto baratas
pero amplias, del modelo más solemne. Sin demasiada sorpresa por su parte, el señor
Wace supo que el señor Cave había muerto y ya había sido enterrado. Ella estaba
llorando y tenía la voz un poco gruesa. Acababa de regresar de Highgate, y su ánimo
parecía estar ocupado con su propia situación y los honorables detalles de las exequias,
pero el señor Wace pudo al fin recabar los pormenores de la muerte de Cave. Le habían
encontrado muerto en la tienda por la mañana temprano, al día siguiente de su última
visita al señor Wace y el cristal había quedado atrapado entre sus manos frías como
la piedra.
Tenía
una sonrisa en la cara, dijo la señora Cave, y el paño de terciopelo negro de los
minerales yacía a sus pies en el suelo. Debía llevar cinco o seis horas muerto cuando
lo encontraron.
Esto
le produjo un fuerte shock al señor Wace que empezó a reprocharse a sí mismo amargamente
por haber descuidado los evidentes síntomas de la mala salud del anciano. Pero el
paradero del cristal era lo que más le preocupaba. Abordó el tema cautelosamente,
porque estaba al tanto de las peculiaridades de la señora Cave y se quedó sin habla
al saber que había sido vendido.
Tras
subir el cuerpo de Cave al dormitorio, el primer impulso de la señora Cave había
sido el de escribir al clérigo chiflado que había ofrecido cinco libras por el cristal
para informarle de su recuperación, pero tras una violenta búsqueda, a la que se
había sumado su hija, se persuadieron de que habían perdido su dirección.
Como
carecían de los medios requeridos para llorar y enterrar a Cave con el esmerado
estilo que exige la dignidad de un antiguo habitante de los Siete Cuadrantes, habían
recurrido a un anticuario amigo de Great Portland Street. Y éste había accedido
amablemente a hacerse cargo de una parte de la mercancía almacenada según tasación.
Él mismo valoró los objetos y el huevo de cristal fue incluido en uno de los lotes.
El señor Wace, tras manifestar las condolencias apropiadas, un tanto improvisadas
tal vez, corrió de inmediato a la Great Portland Street. Pero allí fue informado
de que el huevo de cristal ya había sido vendido a un hombre alto, moreno y vestido
de gris. Y aquí terminan bruscamente los hechos materiales de esta curiosa historia
que para mí, al menos, resulta muy sugestiva. El anticuario de The Great Portland
Street no sabía quién era el hombre alto y vestido de gris ni tampoco le había observado
con la suficiente atención como para describirle minuciosamente. Ni siquiera sabía
qué dirección había tomado esta persona tras abandonar la tienda. Durante algún
tiempo el señor Wace permaneció en la tienda, poniendo a prueba la paciencia del
anticuario con preguntas desesperadas para desahogar su propia exasperación. Y por
fin, dándose cuenta bruscamente de que todo el asunto se le había escapado de las
manos y que se había desvanecido como la visión de la noche, regresó a sus habitaciones,
un poco estupefacto de encontrar las notas que había tomado, aún tangibles y visibles
sobre su desordenada mesa.
Su
disgusto y su decepción fueron naturalmente muy grandes. Realizó una segunda visita
(igualmente infructuosa) al anticuario de Great Portland Street, y recurrió a los
anuncios en aquellas publicaciones que tenían la probabilidad de caer en manos de
un coleccionista de objetos insólitos. También escribió cartas a The Daily Chronicle
y a Nature, pero ambas publicaciones, sospechando un engaño, le pidieron que reconsiderara
su acción antes de hacer la tirada, y le aconsejaron además que una historia tan
extraña, lamentablemente tan carente de pruebas que la sustentaran, podría poner
en peligro su reputación como investigador. Por otra parte, las exigencias de su
propio trabajo eran perentorias y así, después de un mes más o menos, exceptuando
algún recordatorio ocasional a determinados anticuarios, tuvo que abandonar de mala
gana la búsqueda del huevo de cristal que a partir de ese día continúa en paradero
desconocido. Me ha dicho, sin embargo, y yo le creo a pies juntillas, que de vez
en cuando tiene arrebatos de celo en los que abandona sus más urgentes ocupaciones
para reanudar las pesquisas.
Que
permanezca o no perdido para siempre, con su material y su origen, son cosas sobre
las que se puede especular de igual manera en estos momentos. Si el actual comprador
es un coleccionista, cabría esperar que las indagaciones del señor Wace hubieran
llegado a sus oídos a través de los anticuarios, ya que había logrado descubrir
al clérigo y al “oriental” del señor Cave, que no eran más que el Rev. James Parker
y el joven príncipe de Bossokuni, en Java. Les estoy muy agradecido por determinados
pormenores. El propósito del príncipe no se debía más que a simple curiosidad y
extravagancia. Se había mostrado tan ansioso de comprar porque Cave era extrañamente
reacio a vender. También es muy posible que el comprador en segunda instancia no
fuera más que un simple comprador ocasional y no un coleccionista en absoluto, y
que el huevo de cristal se encuentre en estos momentos, posiblemente, a menos de
una milla de distancia de mí, decorando un salón o sirviendo de pisapapeles sin
que se conozcan sus extraordinarias propiedades. Y por cierto, se debe en parte
a la idea de dicha posibilidad el que yo haya conferido a esta narración una forma
que le dará la oportunidad de ser leída por el consumidor común de ficción.
Mis
propias ideas en esta materia son prácticamente idénticas a las del señor Wace.
Estoy convencido de que el cristal en lo alto del mástil en Marte y el huevo de
cristal del señor Cave se hallan en alguna clase de comunicación física, pero que
de momento resulta totalmente inexplicable, y los dos creemos, además, que el cristal
terrestre debió ser enviado aquí desde allí, posiblemente en fecha remota, con el
fin de ofrecer a los marcianos una visión muy próxima de nuestras costumbres. Es
muy posible que las personas que aparecen en los cristales de otros mástiles también
se encuentren en nuestro globo. Ninguna teoría de las alucinaciones es suficiente
para explicar los hechos.
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