Horacio Quiroga
El 20 de marzo de este año,
los vecinos de un pueblo del Chaco santafecino persiguieron a un hombre rabioso
que en pos de descargar su escopeta contra su mujer, mató de un tiro a un peón que
cruzaba delante de él. Los vecinos, armados, lo rastrearon en el monte como a una
fiera, hallándolo por fin trepado en un árbol, con su escopeta aún, y aullando de
un modo horrible. Viéronse en la necesidad de matarlo de un tiro.
*
* * * *
Marzo 9
Hoy
hace treinta y nueve días, hora por hora, que el perro rabioso entró de noche en
nuestro cuarto. Si un recuerdo ha de perdurar en mi memoria, es el de las dos horas
que siguieron a aquel momento.
La
casa no tenía puertas sino en la pieza que habitaba mamá, pues como había dado desde
el principio en tener miedo, no hice otra cosa, en los primeros días de urgente
instalación, que aserrar tablas para las puertas y ventanas de su cuarto. En el
nuestro, y a la espera de mayor desahogo de trabajo, mi mujer se había contentado
–verdad que bajo un poco de presión por mi parte– con magníficas puertas de arpillera.
Como estábamos en verano, este detalle de riguroso ornamento no dañaba nuestra salud
ni nuestro miedo. Por una de estas arpilleras, la que da al corredor central, fue
por donde entró y me mordió el perro rabioso.
Yo
no sé si el alarido de un epiléptico da a los demás la sensación de clamor bestial
y fuera de toda humanidad que me produce a mí. Pero estoy seguro de que el aullido
de un perro rabioso, que se obstina de noche alrededor de nuestra casa, provocará
en todos la misma fúnebre angustia. Es un grito corto, metálico, de agonía, como
si el animal boqueara ya, y todo él empapado en cuanto de lúgubre sugiere un animal
rabioso.
Era
un perro negro, grande, con las orejas cortadas. Y para mayor contrariedad, desde
que llegáramos no había hecho más que llover. El monte cerrado por el agua, las
tardes rápidas y tristísimas; apenas salíamos de casa, mientras la desolación del
campo, en un temporal sin tregua, había ensombrecido al exceso el espíritu de mamá.
Con
esto, los perros rabiosos. Una mañana el peón nos dijo que por su casa había andado
uno la noche anterior, y que había mordido al suyo. Dos noches antes, un perro barcino
había aullado feo en el monte. Había muchos, según él. Mi mujer y yo no dimos mayor
importancia al asunto, pero no así mamá, que comenzó a hallar terriblemente desamparada
nuestra casa a medio hacer. A cada momento salía al corredor para mirar el camino.
Sin
embargo, cuando nuestro chico volvió esa mañana del pueblo, confirmó aquello. Había
explotado una fulminante epidemia de rabia. Una hora antes acababan de perseguir
a un perro en el pueblo. Un peón había tenido tiempo de asestarle un machetazo en
la oreja, y el animal, babeando, el hocico en tierra y el rabo entre las patas delanteras,
había cruzado por nuestro camino, mordiendo a un potrillo y un chancho que halló
en el trayecto.
Más
noticias aún. En la chacra vecina a la nuestra, y esa misma madrugada, otro perro
había tratado inútilmente de saltar el corral de las vacas. Un inmenso perro flaco
había corrido a un muchacho a caballo, por la picada del puerto viejo. Todavía de
tarde se sentía dentro del monte el aullido agónico del perro. Como dato final,
a las nueve llegaron al galope dos agentes a darnos la filiación de los perros rabiosos
vistos, y a recomendarnos sumo cuidado.
Había
de sobra para que mamá perdiera el resto de animación que le quedaba. Aunque de
una serenidad a toda prueba, tiene terror a los perros rabiosos, a causa de cierta
cosa horrible que presenció en su niñez. Sus nervios, ya enfermos por el cielo constantemente
encapotado y lluvioso, provocáronle verdaderas alucinaciones de perros que entraban
al trote por la portera.
Había
un motivo real para este temor. Aquí, como en todas partes donde la gente pobre
tiene muchos más perros de los que puede mantener, las casas son todas las noches
merodeadas por perros hambrientos, a que los peligros del oficio –un tiro o una
mala pedrada– han dado verdadero proceder de fieras. Avanzan al paso, agachados,
los músculos flojos. No se siente jamás su marcha. Roban –si la palabra tiene sentido
aquí– cuánto les exige su atroz hambre. Al menor rumor –no huyen porque esto haría
ruido, sino se alejan al paso, doblando las patas. Al llegar al pasto se agazapan,
y esperan así, tranquilamente, media o una hora, para avanzar de nuevo.
De
aquí la ansiedad de mamá, pues siendo nuestra casa una de las tantas merodeadas,
estábamos desde luego amenazados por la visita de los perros rabiosos, que recordarían
el camino nocturno.
En
efecto, esa misma tarde, mientras mamá, un poco olvidada, iba caminando despacio
hacia la portera, oí su grito:
–Federico!
¡Un perro rabioso!
Un
perro barcino, con el lomo arqueado, avanzaba al trote en ciega línea recta. Al
verme llegar se detuvo, erizando el lomo. Retrocedí, sin volver el cuerpo, para
descolgar la escopeta, pero el animal se fue. Recorrí inútilmente el camino, sin
volverlo a hallar.
Pasaron
dos días. El campo continuaba desolado de lluvia y tristeza, mientras el número
de perros rabiosos aumentaba. Como no se podía exponer a los chicos a un terrible
tropiezo en los caminos infestados, la escuela se cerró, y la carretera, ya sin
tráfico, privada de este modo de la bulla escolar que animaba su desamparo, a las
siete y a las doce, adquirió lúgubre silencio.
Mamá
no se atrevía a dar un paso fuera del patio. Al menor ladrido miraba sobresaltada
hacia la portera, y apenas anochecía, veía avanzar por entre el pasto ojos fosforescentes.
Concluida la cena se encerraba en su cuarto, el oído atento al más hipotético aullido.
Hasta
que la tercera noche me desperté, muy tarde ya: tenía la impresión de haber oído
un grito, pero no podía precisar la sensación. Esperé un rato. Y de pronto un aullido
corto, metálico, de atroz sufrimiento, tembló bajo el corredor.
–¡Federico!
–oí la voz traspasada de emoción de mamá– ¿sentiste?
–Sí
–respondí, deslizándome de la cama. Pero ella oyó el ruido.
–¡Por
Dios, es un perro rabioso! ¡Federico, no salgas, por Dios! ¡Juana! ¡Dile a tu marido
que no salga! –clamó desesperada, dirigiéndose a mi mujer.
Otro
aullido explotó, esta vez en el corredor central, delante de la puerta. Una finísima
lluvia de escalofríos me bañó la médula hasta la cintura. No creo que haya nada
más profundamente lúgubre que un aullido de perro rabioso a esa hora. Subía tras
él la voz desesperada de mamá.
–¡Federico!
¡Va a entrar en tu cuarto! ¡No salgas, mi Dios, no salgas! ¡Juana! ¡Dile a tu marido!…
–¡Federico!
–se cogió mi mujer a mi brazo.
Pero
la situación podía tornarse muy crítica si esperaba a que el animal entrara, y encendiendo
la lámpara descolgué la escopeta. Levanté de lado la arpillera de la puerta, y no
vi más que el negro triángulo de la profunda tiniebla de afuera. Tuve apenas tiempo
de asomar el cuerpo, cuando sentí que algo firme y tibio me rozaba el muslo; el
perro rabioso se entraba en nuestro cuarto. Le eché violentamente atrás la cabeza
con un golpe de rodilla, y súbitamente me lanzó un mordisco, que falló en un claro
golpe de dientes. Pero un instante después sentí un dolor agudo.
Ni
mi mujer ni mi madre se dieron cuenta de que me había mordido.
–¡Federico!
¿Qué fue eso? –gritó mamá que había oído mi detención y la dentellada al aire.
–Nada:
quería entrar.
–¡Oh!…
De
nuevo, y esta vez detrás del cuarto de mamá, el fatídico aullido explotó.
–¡Federico!
¡Está rabioso! ¡Está rabioso! ¡No salgas! –clamó enloquecida, sintiendo el animal
a un metro de ella.
Hay
cosas absurdas que tienen toda la apariencia de un legítimo razonamiento: Salí afuera
con la lámpara en una mano y la escopeta en la otra, exactamente como para buscar
a una rata aterrorizada, que me daría perfecta holgura para colocar la luz en el
suelo y matarla en el extremo de un horcón.
Recorrí
los corredores. No se oía un rumor, pero de dentro de las piezas me seguía la tremenda
angustia de mamá y mi mujer que esperaban el estampido.
El
perro se había ido.
–¡Federico!
–exclamó mamá al sentirme volver por fin–. ¿Se fue el perro?
–Creo
que sí; no lo veo. Me parece haber oído un trote cuando salí.
–Sí,
yo también sentí… Federico: ¿no estará en tu cuarto?… ¡No tiene puerta, mi Dios!
¡Quédate adentro! ¡Puede volver!
En
efecto, podía volver. Eran las dos y veinte de la mañana. Y juro que fueron fuertes
las dos horas que pasamos mi mujer y yo, con la luz prendida hasta que amaneció,
ella acostada, yo sentado en la cama, vigilando sin cesar la arpillera flotante.
Antes
me había curado. La mordedura era nítida, dos agujeros violeta, que oprimí con todas
mis fuerzas, y lavé con permanganato.
Yo
creía muy restrictivamente en la rabia del animal. Desde el día anterior se había
empezado a envenenar perros, y algo en la actitud abrumada del nuestro me prevenía
en pro de la estricnina. Quedaban el fúnebre aullido y el mordisco; pero de todos
modos me inclinaba a lo primero. De aquí, seguramente, mi relativo descuido con
la herida.
Llegó
por fin el día. A las ocho, y a cuatro cuadras de casa, un transeúnte mató de un
tiro de revólver al perro negro que trotaba en inequívoco estado de rabia. En seguida
lo supimos, teniendo de mi parte que librar una verdadera batalla contra mamá y
mi mujer para no bajar a Buenos Aires a darme inyecciones. La herida, franca, había
sido bien oprimida, y lavada con mordiente lujo de permanganato. Todo esto, a los
cinco minutos de la mordedura. ¿Qué demonios podía temer tras esa corrección higiénica?
En casa concluyeron por tranquilizarse, y como la epidemia –provocada seguramente
por una crisis de llover sin tregua como jamás se viera aquí– había cesado casi
de golpe, la vida recobró su línea habitual.
Pero
no por ello mamá y mi mujer dejaron ni dejan de llevar cuenta exacta del tiempo.
Los clásicos cuarenta días pesan fuertemente, sobre todo en mamá, y aún hoy, con
treinta y nueve transcurridos sin el más leve trastorno, ella espera el día de mañana
para echar de su espíritu, en un inmenso suspiro, el terror siempre vivo que guarda
de aquella noche.
El
único fastidio, acaso, que para mí ha tenido esto, es recordar punto por punto lo
que ha pasado. Confío en que mañana de noche concluya, con la cuarentena, esta historia,
que mantiene fijos en mí los ojos de mi mujer y de mi madre, como si buscaran en
mi expresión el primer indicio de enfermedad.
*
* * * *
Marzo 10
¡Por
fin! Espero que de aquí en adelante podré vivir como un hombre cualquiera, que no
tiene suspendidas sobre su cabeza coronas de muerte. Ya han pasado los famosos cuarenta
días, y la ansiedad, la manía de persecuciones y los horribles gritos que esperaban
de mí, pasaron también para siempre.
Mi
mujer y mi madre han festejado el fausto acontecimiento de un modo particular: contándome,
punto por punto, todos los terrores que han sufrido sin hacérmelo ver. El más insignificante
desgano mío las sumía en mortal angustia:
–¡Es
la rabia que comienza! –gemían.
Si
alguna mañana me levanté tarde, durante horas no vivieron, esperando otro síntoma.
La fastidiosa infección en un dedo que me tuvo tres días febril e impaciente, fue
para ellas una absoluta prueba de la rabia que comenzaba, de donde su consternación,
más angustiosa por furtiva.
Y
así el menor cambio de humor, el más leve abatimiento, provocáronles, durante cuarenta
días, otras tantas horas de inquietud.
No
obstante esas confesiones retrospectivas, desagradables siempre para el que ha vivido
engañado, aún con la más arcangélica buena voluntad, con todo me he reído buenamente.
–¡Ah,
mi hijo! ¡No puedes figurarte lo horrible que es para una madre el pensamiento de
que su hijo pueda estar rabioso! Cualquier otra cosa… ¡pero rabioso, rabioso!…
Mi
mujer, aunque más sensata, ha divagado también bastante más de lo que confiesa.
¡Pero ya se acabó, por suerte! Esta situación de mártir, de bebé vigilado segundo
a segundo contra tal disparatada amenaza de muerte, no es seductora, a pesar de
todo. ¡Por fin, de nuevo! Viviremos en paz, y ojalá que mañana o pasado no amanezca
con dolor de cabeza, para resurrección de las locuras.
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* * * *
Marzo 15
Hubiera
querido estar absolutamente tranquilo, pero es imposible. No hay ya más, creo, posibilidad
de que esto concluya. Miradas de soslayo todo el día, cuchicheos incesantes, que
cesan de golpe en cuanto oyen mis pasos, un crispante espionaje de mi expresión
cuando estamos en la mesa, todo esto se va haciendo intolerable.
–¡Pero
qué tienen, por favor! –acabo de decirles–. ¿Me hallan algo anormal, no estoy exactamente
como siempre? ¡Ya es un poco cansadora esta historia del perro rabioso!
–¡Pero
Federico! –me han respondido, mirándome con sorpresa–. ¡Si no te decimos nada, ni
nos hemos acordado de eso!
¡Y
no hacen, sin embargo, otra cosa, otra que espiarme noche y día, día y noche, a
ver si la estúpida rabia de su perro se ha infiltrado en mí!
*
* * * *
Marzo 18
Hace
tres días que vivo como debería y desearía hacerlo toda la vida. ¡Me han dejado
en paz, por fin, por fin, por fin!
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* * * *
Marzo 19
¡Otra
vez! ¡Otra vez han comenzado! Ya no me quitan los ojos de encima, como si sucediera
lo que parecen desear: que esté rabioso. ¡Cómo es posible tanta estupidez en dos
personas sensatas! Ahora no disimulan más, y hablan precipitadamente en voz alta
de mí; pero, no sé por qué, no puedo entender una palabra. En cuanto llego cesan
de golpe, y apenas me alejo un paso recomienza el vertiginoso parloteo. No he podido
contenerme y me he vuelto con rabia:
–¡Pero
hablen, hablen delante, que es menos cobarde!
No
he querido oír lo que han dicho y me he ido. ¡Ya no es vida la que llevo!
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* * * *
8 p.m.
¡Quieren
irse! ¡Quieren que nos vayamos! ¡Ah, yo sé por qué quieren dejarme!…
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* * * *
Marzo 20 (6 a.m.)
¡Aullidos,
aullidos! ¡Toda la noche no he oído más que aullidos! ¡He pasado toda la noche despertándome
a cada momento! ¡Perros, nada más que perros ha habido anoche alrededor de casa!
¡Y mi mujer y mi madre han fingido el más perfecto sueño, para que yo solo absorbiera
por los ojos los aullidos de todos los perros que me miraban!…
*
* * * *
7 a.m.
¡No
hay más que víboras! ¡Mi casa está llena de víboras! ¡Al lavarme había tres enroscadas
en la palangana! ¡En el forro del saco había muchas! ¡Y hay más! ¡Hay otras cosas!
¡Mi mujer me ha llenado la casa de víboras! ¡Ha traído enormes arañas peludas que
me persiguen! ¡Ahora comprendo por qué me espiaba día y noche! ¡Ahora comprendo
todo! ¡Quería irse por eso!
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* * * *
7.15 a.m.
¡El
patio está lleno de víboras! ¡No puedo dar un paso! ¡No, no!… ¡Socorro!…
*
* * * *
¡Mi mujer se
va corriendo! ¡Mi madre se va! ¡Me han asesinado!… ¡Ah, la escopeta!… ¡Maldición!
¡Está cargada con munición! Pero no importa…
*
* * * *
¡Qué grito ha
dado! Le erré… ¡Otra vez las víboras! ¡Allí, allí hay una enorme!… ¡Ay! ¡Socorro,
socorro!!
*
* * * *
¡Todos me quieren
matar! ¡Las han mandado contra mí, todas! ¡El monte está lleno de arañas! ¡Me han
seguido desde casa!…
Ahí
viene otro asesino… ¡Las trae en la mano! ¡Viene echando víboras en el suelo! ¡Viene
sacando víboras de la boca y las echa en el suelo contra mí! ¡Ah! pero ese no vivirá
mucho… ¡Le pegué! ¡Murió con todas las víboras!… ¡Las arañas! ¡Ay! ¡Socorro!!
*
* * * *
¡Ahí vienen,
vienen todos!… ¡Me buscan, me buscan!… ¡Han lanzado contra mí un millón de víboras!
¡Todos las ponen en el suelo! ¡Y yo no tengo más cartuchos!… ¡Me han visto!… Uno
me apunta…
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