Dashiell Hammett
Samuel Spade dijo:
–Me
llamo Ronald Ames y quiero ver al señor Binnett…, al señor Timothy Binnett.
–Señor,
en este momento el señor Binnett está descansando –respondió indeciso el mayordomo.
–¿Sería
tan amable de averiguar en qué momento podrá recibirme? Es importante –Spade carraspeó–.
Yo… jummm… acabo de llegar de Australia y vengo a verlo en relación con algunas
propiedades que tiene en aquel país.
El
mayordomo se volvió al tiempo que decía que vería qué podía hacer y subió la escalera
principal mientras aún hablaba.
Spade
lio un cigarrillo y lo encendió.
El
mayordomo volvió a bajar la escalera.
–Lo
siento mucho. En este momento no se le puede molestar, pero lo recibirá el señor
Wallace Binnett, sobrino del señor Timothy.
–Gracias
–dijo Spade y siguió al mayordomo escaleras arriba.
Wallace
Binnett era un hombre moreno, delgado y apuesto, de la edad de Spade –treinta y
ocho años–, que se levantó sonriente de un sillón decorado con brocados y preguntó:
–Señor
Ames, ¿cómo está? –señaló otro sillón y volvió a tomar asiento–. ¿Viene de Australia?
–Llegué
esta misma mañana.
–¿Por
casualidad es socio de tío Tim?
Spade
sonrió y negó con la cabeza.
–No,
pero dispongo de cierta información que creo que debería conocer… en seguida.
Wallace
Binnett miró el suelo pensativo y luego clavó la mirada en Spade.
–Señor
Ames, haré lo imposible por persuadirle de que lo reciba pero, sinceramente, no
sé si tendré éxito.
Spade
se mostró ligeramente sorprendido.
–¿Por
qué?
Binnett
se encogió de hombros.
–A
veces adopta una actitud extraña. Entiéndame, su mente parece estar bien, pero posee
la irritabilidad y la excentricidad de un anciano con la salud quebrantada y… bueno…
por momentos es difícil tratar con él.
–¿Ya
se ha negado a verme? –preguntó Spade morosamente.
–Sí.
Spade
se puso de pie y su rostro satánico adoptó una expresión indescifrable.
Binnett
alzó velozmente la mano.
–Espere,
espere –pidió–. Haré cuanto esté en mis manos para que cambie de parecer. Tal vez,
si… –súbitamente sus ojos oscuros se mostraron cautelosos–. ¿No estará intentando
venderle algo?
–No.
Binnett
volvió a bajar la guardia.
–En
ese caso, creo que podré…
Apareció
una joven que gritó colérica:
–Wally,
el viejo cretino ha… –se interrumpió y, al ver a Spade, se llevó la mano al pecho.
Spade
y Binnett se levantaron simultáneamente. El anfitrión dijo con afabilidad:
–Joyce,
te presento al señor Ames. Mi cuñada, Joyce Court.
Spade
hizo una reverencia.
Joyce
Court soltó una risilla incómoda y añadió:
–Le
ruego me disculpe por esta entrada tan precipitada.
Era
una mujer morena, alta, de ojos azules, de veinticuatro o veinticinco años, con
buenos hombros y un cuerpo fuerte y esbelto. La calidez de sus facciones compensaba
su falta de armonía. Vestía un pijama de raso azul de perneras anchas.
Binnett
sonrió amablemente a su cuñada y preguntó:
–¿A
qué se debe tanta agitación?
La
cólera enturbió la mirada de la mujer, comenzó a hablar, pero miró a Spade y prefirió
decir:
–No
deberíamos molestar al señor Ames con nuestras ridículas cuestiones domésticas.
Pero si… –titubeó.
Spade
volvió a hacer una reverencia y dijo:
–Por
supuesto, no se preocupe por mí.
–Tardaré
un minuto –prometió Binnett y abandonó la sala en compañía de su cuñada.
Spade
se acercó a la puerta abierta que acababan de franquear y, sin salir, se puso a
escuchar. Las pisadas se tornaron imperceptibles. No oyó nada más. Spade estaba
allí, con sus ojos gris amarillento perdidos en un ensueño, cuando oyó el grito.
Fue un grito de mujer, agudo y cargado de terror. Spade ya había cruzado la puerta
cuando sonó el disparo. Fue un disparo de pistola que las paredes y los techos amplificaron
e hicieron retumbar.
A
seis metros de la puerta Spade encontró una escalera y subió saltando tres escalones
por vez. Giró a la izquierda. En mitad del pasillo vio a una mujer tendida en el
suelo, boca arriba.
Wallace
Binnett estaba arrodillado a su lado, le acariciaba desesperado una mano y gemía
en voz baja y suplicante:
–¡Querida,
Molly, querida!
Joyce
Court permanecía de pie a su lado retorciéndose las manos mientras las lágrimas
surcaban sus mejillas.
La
mujer tendida en el suelo se parecía a Joyce Court, aunque era mayor y su rostro
poseía una dureza de la que carecía el de la más joven.
–Está
muerta, la han matado –declaró Wallace Binnett sin poder creer lo que ocurría y
alzó su cara pálida hacia Spade.
Cuando
Binnett movió la cabeza, Spade vio el orificio abierto en el vestido marrón de la
mujer, a la altura del corazón, y la mancha oscura que se extendía rápidamente por
debajo.
Spade
tocó el brazo de Joyce Court.
–Telefonee
a la policía o a urgencias… –pidió. Mientras la joven corría hacia la escalera,
el detective se dirigió a Wallace Binnett–. ¿Quién fue…?
Una
voz gimió débilmente a espaldas de Spade.
Se
volvió deprisa. A través de una puerta abierta divisó a un anciano de pijama blanco,
despatarrado sobre la cama deshecha. La cabeza, un hombro y un brazo colgaban del
borde la cama. Con la otra mano se sujetaba firmemente el cuello. Volvió a gemir
y, pese a que movió los párpados, no abrió los ojos.
Spade
alzó la cabeza y los hombros del anciano y lo puso sobre las almohadas. El viejo
volvió a quejarse y apartó la mano del cuello, que estaba rojo y exhibía media docena
de morados. Era un hombre demacrado y con la cara surcada de arrugas, lo que le
hacía aparentar más edad de la que probablemente tenía.
En
la mesilla de noche había un vaso de agua. Spade mojó el rostro del anciano, y cuando
éste movió nuevamente los ojos, se agachó y preguntó en voz baja:
–¿Quién
fue?
Los
párpados se abrieron lo suficiente como para mostrar una franja delgada de ojos
grises inyectados de sangre. El anciano habló con dificultad y volvió a sujetarse
el cuello.
–Un
hombre.., que… –tosió.
Spade
se impacientó. Sus labios casi rozaron la oreja del viejo cuando preguntó con tono
apremiante:
–¿Adónde
se dirigió?
La
mano arrugada se movió débilmente para señalar la parte trasera de la casa y volvió
a caer sobre la cama.
El
mayordomo y dos criadas asustadas se habían reunido con Wallace Binnett en el pasillo,
junto a la muerta.
–¿Quién
fue? –les preguntó Spade.
Lo
miraron azorados.
–Que
alguien se ocupe del anciano –gruñó y echó a andar por el pasillo.
Al
final del pasillo había una escalera de servicio. Bajó dos pisos y entró en la cocina
atravesando la despensa. No vio a nadie. Aunque la puerta de la cocina estaba cerrada,
cuando accionó el picaporte comprobó que no tenía echado el cerrojo. Cruzó un estrecho
patio trasero hasta un portal que también estaba cerrado, aunque no con llave. Abrió
el portal. En el callejón no había un alma.
Suspiró,
cerró el portal y regresó a la casa.
Spade
estaba cómodamente instalado en un mullido sillón de cuero en una habitación que
ocupaba la fachada del primer piso de la casa de Wallace Binnett. Contenía varias
librerías y las luces estaban encendidas. Por la ventana se vislumbraba la oscuridad
exterior, apenas disimulada por una lejana farola. Frente a Spade, el sargento Polhaus,
de la Brigada de Detectives –un hombre fornido, mal afeitado y colorado, vestido
con un traje oscuro que pedía a gritos una plancha–, estaba repantigado en otro
sillón de cuero; el teniente Dundy –más pequeño,
de figura compacta y cara cuadrada– permanecía de pie, con las piernas separadas
y la cabeza ligeramente echada hacia adelante, en el centro de la estancia.
Spade
decía:
El
médico me dejó hablar un par de minutos con el viejo. Podemos volver a intentarlo
cuando haya descansado, pero no creo que sepa mucho. Estaba durmiendo la siesta
y despertó porque alguien lo había cogido del cuello y lo arrastraba por la cama.
Únicamente pudo echar un vistazo con un solo ojo al individuo que intentaba asfixiarlo.
Dice que era un hombre corpulento, con sombrero flexible echado sobre los ojos,
moreno y con barba incipiente. Se parece a Tom –Spade señaló a Polhaus.
El
sargento de la Brigada de Detectives rió entre dientes y Dundy se limitó a decir
secamente:
–Prosigue.
Spade
sonrió y continuó:
–Estaba
bastante atontado cuando oyó gritar a la señora Binnett junto a la puerta. Las manos
soltaron su cuello, oyó el disparo y, poco antes de desmayarse, entrevió al tipo
corpulento dirigiéndose hacia la parte trasera de la casa y a la señora Binnett
derrumbándose en el suelo del pasillo. Dijo que era la primera vez que veía al individuo
grandote.
–¿De
qué calibre era el arma? –inquirió Dundy.
–Una
treinta y ocho. Nadie más en la casa ha servido de ayuda. Según dicen, Wallace y
su cuñada, Joyce, estaban en la habitación de esta última y no vieron nada salvo
a la muerta cuando salieron corriendo, aunque creen haber oído algo que tal vez
fuese alguien bajando la escalera a toda velocidad.., la escalera de servicio. Según
dice el mayordomo, que se llama Jarboe, estaba aquí cuando oyó el grito y el disparo.
Según dice la criada Irene Kelly, estaba en la planta baja. Según dice la cocinera
Margaret Finn, estaba en su habitación, en el fondo del segundo piso, y no oyó nada.
Según dicen todos, es más sorda que una tapia. La puerta de servicio y el portal
no estaban cerrados con llave, aunque según dicen todos deberían estarlo. Nadie
ha dicho que, en el momento en que ocurrieron los hechos, estuviera en la cocina,
en el patio o en sus alrededores –Spade estiró los brazos con determinación–. Esta
es la situación.
Dundy
negó con la cabeza y comentó:
–No
exactamente. ¿Por qué estabas aquí?
Spade
se animó.
–Tal
vez la mató mi cliente –replicó–. Se trata de Ira Binnett, el primo de Wallace.
¿Lo conoces? –Dundy negó con la cabeza. Sus ojos azules aparecían acerados y recelosos–.
Es abogado en San Francisco, respetable y todo lo demás. Vino a verme hace un par
de días para contarme la historia de su tío Timothy, un viejo mezquino y agarrado,
forrado de dinero y arruinado por los avatares de la vida. Era la oveja negra de
la familia. Durante años nadie supo nada de él. Apareció hace seis u ocho meses,
en muy mal estado salvo económicamente. Parece que sacó un pastón de Australia y
que quería pasar sus últimos años con sus únicos parientes vivos, los sobrinos Wallace
e Ira. Ellos estuvieron de acuerdo. En su idioma, “únicos parientes vivos”
significa “únicos herederos”. Más adelante los sobrinos llegaron a la conclusión
de que era mejor ser único heredero que uno de dos herederos; de hecho, era el doble
de bueno e intentaron ganar el corazón del viejo. Al menos eso es lo que Ira me
contó sobre Wallace y no me sorprendería que Wallace dijera lo mismo de Ira, a pesar
de que Wallace parece ser el más duro de los dos. Sea como fuere, los sobrinos riñeron
y el tío Tim, que se había hospedado en casa de Ira, se trasladó aquí. Esto ocurrió
hace un par de meses y desde entonces Ira no ha visto a tío Tim ni ha podido contactarlo
por teléfono ni por correo. Por eso contrató los servicios de un detective privado.
Pensaba que tío Tim no sufriría ningún percance aquí… oh, claro que no, se molestó
en dejarlo muy claro, aunque supuso que tal vez el viejo estaba sometido a presiones
excesivas o que lo embaucaban o, por lo menos, que le contaban mentiras sobre su
querido sobrino Ira. Decidió averiguar cuál era la situación. Esperé hasta hoy,
ya que llegó un barco de Australia, y me presenté como el señor Ames, diciendo que
tenía información importante para tío Tim, información relacionada con sus propiedades
en aquel país. Solo quería pasar un cuarto de hora a solas con el viejo –Spade frunció
el ceño meditabundo–. Lamentablemente, no pudo ser. Wallace me dijo que el viejo
se negaba a verme. No sé qué pensar.
La
desconfianza había ahondado el frío color azul de los ojos de Dundy, que preguntó:
–¿Dónde
está ahora Ira Binnett?
Los
ojos gris amarillento de Spade eran tan cándidos como su voz:
–Ojalá
lo supiera. Telefoneé a su casa y a su despacho y le dejé recado de que venga aquí,
pero temo que…
Unos
nudillos golpearon enérgicamente dos veces el otro lado de la única puerta de la
habitación. Los tres se volvieron para mirar hacia la puerta.
–Pase
–dijo Dundy.
Abrió
la puerta un policía rubio y bronceado cuya mano izquierda sujetaba la muñeca derecha
de un hombre rollizo, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, que vestía un traje
gris bien cortado. El policía hizo entrar en la habitación al hombre rollizo.
–Lo
descubrí manoseando la puerta de la cocina –afirmó el agente.
Spade
miró al hombre y exclamó:
–¡Ah!
–su tono denotaba satisfacción–. Señor Ira Binnett, el teniente Dundy y el sargento
Polhaus.
Ira
Binnett se apresuró a pedir:
–Señor
Spade, ¿puede pedirle a este hombre que…?
–Ya
está bien. Buen trabajo. Puedes soltarlo –Dundy se dirigió al agente.
El
policía subió distraídamente la mano hacia la gorra y se retiró.
Dundy
miró con cara de pocos amigos a Ira Binnett e inquirió:
–¿Qué
puede decir?
Binnett
paseó la mirada de Dundy a Spade.
–¿Ha
ocurrido…?
–Será
mejor que explique su llegada por la puerta de servicio en lugar de la principal
–dijo Spade.
Ira
Binnett se ruborizó, carraspeó incómodo y respondió:
–Yo…
jummm… debería dar una explicación. No fue culpa mía, pero cuando Jarboe, el mayordomo,
telefoneó para decirme que tío Tim quería. verme, añadió que no echaría el cerrojo
a la puerta de la cocina y así Wallace no se enteraría de que yo…
–¿Por
qué quería verlo? –lo interrumpió Dundy.
–No
lo sé, no me lo dijo. Solo mencionó que era muy importante.
–¿Ha
recibido mis mensajes? –intervino Spade. Ira Binnett abrió los ojos desmesuradamente.
–No.
¿A qué se refiere? ¿Ha ocurrido algo? ¿Qué…?
Spade
se dirigió hacia la puerta.
–Cuéntaselo
–pidió a Dundy–. En seguida vuelvo.
Cerró
la puerta y se dirigió al segundo piso.
Jarboe,
el mayordomo, estaba arrodillado delante de la puerta del dormitorio de Timothy
Binnett y espiaba por el ojo de la cerradura. En el suelo, a su lado, había una
bandeja que contenía una huevera con un huevo, tostadas, la cafetera, la porcelana,
la cubertería y una servilleta.
–Se
enfriarán las tostadas –dijo Spade.
Jarboe
se puso de pie tan nervioso que casi volcó la cafetera; con la cara roja de vergüenza,
tartamudeó:
–Yo…
bueno… disculpe, señor. Quería cerciorarme de que el señor Timothy estaba despierto
antes de entrar la bandeja –la levantó–. No quería perturbar su reposo en el caso
de que…
–Claro,
claro –dijo Spade, que ya estaba junto a la puerta. Se agachó y miró por el ojo
de la cerradura. Al erguirse comentó con tono ligeramente quejumbroso–: La cama
no se ve, solo se divisan una silla y parte de la ventana.
–Sí,
señor, lo he comprobado –se apresuró a responder el mayordomo. Spade rió.
El
mayordomo tosió, dio la sensación de que iba a decir algo y optó por guardar silencio.
Titubeó y llamó suavemente a la puerta.
–Adelante
–replicó una voz fatigada.
–¿Dónde
está la señorita Court? –preguntó Spade deprisa y en voz baja.
–Creo
que en su dormitorio, señor, la segunda puerta a la izquierda –repuso el mayordomo.
La
voz fatigada que hablaba desde el interior de la habitación añadió malhumorada:
–Venga,
adelante.
El
mayordomo abrió la puerta y entró. Antes de que el mayordomo volviera a cerrarla,
Spade entrevió a Timothy Binnett recostado sobre las almohadas de la cama.
Spade
caminó hasta la segunda puerta de la izquierda y llamó. Joyce Court abrió casi en
el acto. Se quedó en el umbral sin sonreír ni pronunciar palabra.
El
detective dijo:
–Señorita
Court, cuando entró en la sala en la que estaba con su cuñado, dijo: “Wally, el
viejo cretino ha…” ¿Se refería a Timothy?
La
joven contempló unos instantes a Spade y replicó:
–Sí.
–¿Le
molestaría decirme cuál era el final de la frase, señorita Court?
–Ignoro
quién es usted realmente o por qué lo pregunta, pero no me molesta decírselo –repuso
lentamente–. El final de la frase era “ha mandado llamar a Ira”. Jarboe acababa
de decírmelo.
–Gracias.
Joyce
Court cerró la puerta antes de que Spade tuviera tiempo de alejarse. El detective
caminó hasta la puerta de la habitación de Timothy Binnett y llamó.
–¿Y
ahora quién es? –protestó el viejo.
Spade
abrió la puerta. El anciano estaba sentado en la cama.
–Hace
unos minutos Jarboe estaba espiando por el ojo de la cerradura –dijo Spade y regresó
a la biblioteca.
Sentado
en el sillón que antes había ocupado Spade, Ira Binnett hablaba con Dundy y Polhaus.
–El
crash cogió de lleno a Wallace, como a la mayoría de nosotros, pero al parecer falseó
las cuentas en un intento por salvar el pellejo. Lo expulsaron de la Bolsa.
Dundy
abarcó con un ademán la biblioteca y el mobiliario:
–Es
una decoración muy elegante para un hombre que está en la ruina.
–Su
esposa tiene bienes y Wallace siempre ha vivido por encima de sus posibilidades
–añadió Ira Binnett.
Dundy
le miró con el ceño fruncido.
–¿Piensa
sinceramente que él y su esposa no se llevaban bien?
–No
es que lo piense, lo sé –replicó Binnen serenamente. Dundy asintió.
–¿Y
también sabe que desea a su cuñada, la señorita Court?
–Eso
sí que no lo sé, pero he oído muchas habladurías.
Dundy
refunfuñó y preguntó de sopetón:
–¿Qué
dice el testamento del viejo?
–No
tengo la menor idea. Ni siquiera sé si ha hecho testamento –Binnett se dirigió a
Spade con suma seriedad–. He dicho todo lo que sé, hasta el último detalle.
–No
es suficiente –opinó Dundy y señaló la puerta con el pulgar–. Tom, enséñale dónde
debe esperar y hablemos de nuevo con el viudo.
El
corpulento Poihaus dijo “de acuerdo”, salió con Ira Binnett y regresó con Wallace
Binnett, cuyo rostro estaba tenso y pálido.
–¿Ha
hecho testamento su tío? –preguntó Dundy.
–No
lo sé –repuso Binnett.
–¿Y
su esposa? –terció Spade afablemente.
La
boca de Binnett se tensó en una sonrisa sin alegría. Dijo reflexivamente:
–Diré
algunas cosas de las que preferiría no hablar. En realidad, mi esposa no tenía fortuna.
Cuando hace algún tiempo me encontré con dificultades financieras, puse algunas
propiedades a su nombre para salvarlas. Ella las convirtió en dinero, hecho del
que me enteré más tarde. Con ese dinero pagó nuestras cuentas, nuestros gastos,
pero se negó a devolvérmelo y me aseguró que, pasara lo que pasase, viviera o muriera,
siguiéramos casados o nos divorciáramos, yo nunca recobraría un céntimo. Entonces
le creí y aún sigo haciéndolo.
–¿Usted
quería divorciarse? –inquirió Dundy.
–Sí.
–¿Por
qué?
–No
éramos felices.
–¿Joyce
Court tiene algo que ver?
Binnett
se ruborizó y repuso rígidamente:
–Siento
una profunda admiración por Joyce Court, pero lo mismo habría pedido el divorcio
si no fuese así.
Spade
intervino:
–¿Está
seguro, absolutamente seguro de que no conoce a nadie que encaje en la descripción
que hizo su tío del hombre que intentó asfixiarlo?
–Absolutamente
seguro.
A
la biblioteca llegó débilmente el sonido del timbre de la puerta principal.
–Es
suficiente –concluyó Dundy agriamente. Binnett salió.
Polhaus
comentó:
–Ese
tío no funciona. Además…
De
la planta baja llegó el potente estampido de una pistola que se dispara puertas
adentro. Se apagaron las luces.
Los
tres detectives chocaron en la oscuridad mientras franqueaban la puerta rumbo al
pasillo. Spade fue el primero en ganar la escalera. Más abajo estalló un estrépito
de pisadas, pero no vio nada hasta alcanzar el recodo de la escalera. A través de
la puerta principal, entraba luz de la calle como para divisar la sombría figura
de un hombre.
La
linterna chasqueó en la mano de Dundy, que pisaba los talones a Spade, y arrojó
un haz de luz blanca y enceguecedora sobre el rostro del sujeto. Se trataba de Ira
Binnett. Parpadeó a causa del resplandor y señaló algo que había en el suelo.
Dundy
dirigió la linterna hacia el suelo. Jarboe yacía boca abajo y sangraba por el orificio
de la bala que había atravesado su nuca.
Spade
masculló casi inaudiblemente.
Tom
Polhaus bajó la escalera a trompicones, seguido de cerca por Wallace Binnett. La
voz asustada de Joyce Court llegó desde el piso superior:
–Ay,
¿qué pasa? Wally, ¿qué pasa?
–¿Dónde
está el interruptor de la luz? –espetó Dundy.
–Junto
a la puerta del sótano, bajo la escalera –respondió Wallace Binnett–. ¿Qué pasa?
Polhaus
pasó delante de Binnett rumbo a la puerta del sótano.
Spade
emitió un sonido incomprensible, apartó a Wallace Binnett y subió la escalera a
toda velocidad. Se cruzó con Joyce Court y siguió adelante sin hacer caso de su
grito de sorpresa.
Estaba
en mitad del tramo que conducía al segundo piso cuando sonó otro disparo.
Corrió
hacia la habitación de Timothy Binneu. La puerta estaba abierta y entró. Algo duro
y anguloso lo golpeó por encima de la oreja derecha, lo despidió hacia el otro extremo
de la habitación y lo obligó a arrodillarse sobre una pierna. Algo cayó y rebotó
contra el suelo, al otro lado de la puerta.
Se
encendieron las luces.
En
el suelo, en el centro mismo del dormitorio, Timothy Binnett yacía boca arriba y
perdía sangre por la herida de bala que tenía en el antebrazo izquierdo. La chaqueta
del pijama estaba destrozada. Tenía los ojos cerrados.
Spade
se incorporó y se llevó la mano a la cabeza. Con el ceño fruncido, miró al viejo
tendido en el suelo, la habitación y la automática negra caída en el pasillo. Dijo:
–Vamos,
viejo sanguinario, levántese, siéntese en una silla e intentaré controlar la hemorragia
hasta que llegue el médico.
El
hombre caído no se movió.
Sonaron
pisadas en el pasillo y apareció Dundy, seguido de los Binnett más jóvenes. Dundy
había adoptado una expresión sombría y colérica.
–La
puerta de la cocina estaba abierta de par en par –informó y se le atragantó la voz–.
Entran y salen como…
–Olvídalo
–aconsejó Spade–. El tío Tim es nuestro hombre –pasó por alto el jadeo de Wallace
Binnett y las incrédulas miradas de Dundy y de Ira Binnett–. Vamos, levántese –repitió
al viejo que yacía en el suelo–. Cuéntenos qué vio el mayordomo cuando espió por
el ojo de la cerradura.
El
viejo permaneció imperturbable.
–Mató
al mayordomo porque yo le dije que lo había espiado –explicó Spade a Dundy–. Yo
también espié, pero no vi nada, salvo esa silla y la ventana. Hay que reconocer
que para entonces habíamos hecho el ruido suficiente como para que se asustara y
volviera a la cama. Te propongo que desmontes la silla mientras yo registro la ventana.
Spade
se dirigió a la ventana y la estudió palmo a palmo. Meneó la cabeza, extendió un
brazo a sus espaldas y dijo:
–Pásame
la linterna.
Dundy
se la puso en la mano.
Spade
levantó la ventana, se asomó e iluminó la parte exterior del edificio. Bufó, sacó
la otra mano y tironeó de un ladrillo situado a poca distancia del alféizar. Logró
aflojar el ladrillo. Lo depositó en el alféizar y metió la mano en el hueco. Por
la abertura y de a un objeto por vez, extrajo una pistolera negra vacía, una caja
de balas a medio llenar y un sobre de papel de Manila sin cerrar.
Se
puso de frente a todos con los objetos en las manos. Apareció Joyce Court con una
palangana con agua y un rollo de gasa y se arrodilló junto a Timothy Binnett. Spade
dejó la pistolera y las balas en la mesa, y abrió el sobre. Contenía dos hojas,
escritas con lápiz por ambas caras, en trazos gruesos. Spade leyó una frase para
sus adentros, soltó una carcajada y decidió leer todo en voz alta desde el principio:
“Yo, Timothy Kieran Binnett,
sano de cuerpo y alma, declaro que ésta es mi última voluntad y testamento. A mis
queridos sobrinos Ira Binnett y Wallace Bourke Binnett, en reconocimiento por la
cariñosa amabilidad con que me han acogido en sus hogares y me han atendido en el
ocaso de mi vida, doy y lego, a partes iguales, todas mis posesiones mundanas del
tipo que sean, es decir mis huesos y las ropas que me cubren. También les lego los
gastos de mi entierro y los siguientes recuerdos: en primer lugar, el recuerdo de
su buena fe al creer que los quince años que estuve en Sing Sing los pasé en Australia;
en segundo lugar, el recuerdo de su optimismo al suponer que esos quince años me
proporcionaron grandes riquezas y que si viví a costa de ellos, les pedí dinero
prestado y jamás gasté un céntimo de mi peculio, lo hice porque fui un avaro cuyo
tesoro heredarían y no porque no tenía más dinero que el que les pedía; en tercer
lugar, por su credulidad al pensar que les dejaría algo en el caso de que lo tuviera;
y, en último lugar, porque su lamentable falta del más mínimo sentido del humor
les impedirá comprender cuán divertido ha sido todo. Firmado y sellado…”
Spade alzó la mirada para
añadir:
–Aunque
no lleva fecha, está firmado Timothy Kieran Binnett con grandes rasgos.
Ira
Binnett estaba rojo de ira. El rostro de Wallace tenía una palidez espectral y todo
su cuerpo temblaba. Joyce Court había dejado de curar el brazo de Timothy Binnett.
El
anciano se incorporó y abrió los ojos. Miró a sus sobrinos y se echó a reír. No
había nerviosismo ni demencia en su risa: eran carcajadas sanas y campechanas, que
se apagaron lentamente.
–Está
bien, ya se ha divertido –dijo Spade–. Ahora hablemos de las muertes.
–De
la primera no sé más que lo que le he dicho –se defendió el viejo– y no es un asesinato,
porque yo solo…
Wallace
Binnett, que aún temblaba espasmódicamente, musitó dolorido y con los dientes apretados:
–Es
mentira. Asesinaste a Molly. Joyce y yo salimos de la habitación cuando oímos gritar
a Molly, escuchamos el disparo, la vimos derrumbarse desde tu habitación, y después
no salió nadie.
El
anciano replicó serenamente.
–Te
aseguro que fue un accidente. Me dijeron que acababa de llegar un individuo de Australia
que quería verme por algo relacionado con mis propiedades en ese país. Entonces
supe que había algo que no encajaba –sonrió–, pues nunca estuve en esas latitudes.
Ignoraba si uno de mis queridos sobrinos sospechaba algo y había decidido tenderme
una trampa, aunque sabía que si Wally no tenía nada que ver con el asunto intentaría
sacarle información sobre mí al caballero de Australia, y que tal vez perdería uno
de mis refugios gratuitos –rió entre dientes–. Decidí contactar con Ira para regresar
a su casa si aquí las cosas se ponían mal e intentar sacarme de encima al australiano.
Wally siempre pensó que estoy medio chiflado –miró de reojo a su sobrino– y temió
que me encerraran en el manicomio antes de que testara a su favor o que declararan
nulo el testamento. Verán, tiene muy mala reputación después del asunto de la Bolsa,
y sabe que, si yo me volviera loco, ningún tribunal le encomendaría el manejo de
mis asuntos…, mientras yo tuviera otro sobrino –miró de soslayo a Ira–, que es un
abogado respetable. Sabía que perseguiría al visitante, en lugar de montar un escándalo
que podía acabar conmigo en el manicomio. Así que le monté el numerito a Molly,
que era la que estaba más cerca. Pero se lo tomó demasiado en serio. Yo tenía un
arma y dije un montón de chorradas acerca de que mis enemigos de Australia me espiaban
y de que pensaba bajar de un balazo a ese individuo. Se inquietó excesivamente,
e intentó arrebatarme el arma. La pistola se disparó sola y tuve que hacerme los
morados en el cuello e inventarme la historia sobre el hombre corpulento y moreno
–miró desdeñosamente a Wallace–. No sabía que él me cubría las espaldas. Aunque
no tengo una gran opinión sobre Wallace, jamás imaginé que sería tan vil como para
encubrir al asesino de su esposa…, aunque no se llevaran bien, solo por dinero.
–No
se preocupe por eso –dijo Spade–. ¿Qué dice del mayordomo?
–No
sé nada del mayordomo –repuso el anciano, y miró a Spade cara a cara.
El
detective privado añadió:
–Tuvo
que liquidarlo rápidamente, antes de que pudiera hablar o actuar. Bajó sigilosamente
por la escalera de servicio, abrió la puerta de la cocina para engañarnos, fue a
la puerta principal, tocó el timbre, la cerró y se ocultó al amparo de la puerta
del sótano, debajo de la escalera principal. Cuando Jarboe abrió la puerta, le disparó,
tiene un orificio en la nuca, accionó el interruptor que está junto a la puerta
del sótano y subió sigilosamente por la escalera de servicio, a oscuras. Luego se
disparó cuidadosamente en el brazo. Pero llegué demasiado pronto, así que me golpeó
con la pistola, la lanzó por la puerta y se despatarró en el suelo mientras yo seguía
viendo las estrellas.
El
viejo se sorbió los mocos.
–Usted
no es más que…
–Ya
está bien –dijo Spade con paciencia–. No discutamos. El primer crimen fue accidental,
de acuerdo. Pero el segundo, no. Será fácil demostrar que ambas balas, más la que
tiene en el brazo, fueron disparadas con la misma pistola. ¿Qué importancia tiene
que podamos demostrar cuál de los crímenes fue asesinato? Solo se ahorca una vez
–sonrió afablemente–. Y estoy seguro de que lo colgarán.
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