Rómulo Gallegos
I
El alba. Regresaban
las barcas. Todos los años, por aquel tiempo, se las veía venir desde todos los
puntos del mar; aquella vez por el Sur aparecieron las primeras.
Mala
temporada habían tenido los pescadores, escasa pesca y mucho dolor, que es pesadumbre
ingrata, traían a bordo las barcas. Eran muchas: balandras, trespuños, faluchos,
piraguas veloces; todo el mar cubierto de velas: blancas, rosadas o de un suave
tinte violeta o de oro violento algunas: el alba en las velas.
Desde
el otro lado del horizonte las avienta el Sur, fresco y sutil; enfrente a las proas
la isla en el amanecer: oro y rosa. Cercana la tierra, frente al abrupto riscal
en que remata un cabo que se interna mar adentro como un brazo de nervuda anatomía
que enseñara a las olas el puño crispado, el agua hace danzar los bajeles a compás
de crujidos. A bordo los pescadores atentos a la maniobra; en el timón de la María
del Mar que estela el rumbo de la flotilla, el Chavalo, absorto, bajo el amplio
sombrero de palma la dura mirada fija en el oleaje que tiene reflejos de aceros
y se encresta aguzando afiladas aristas, como un airado blandir de hachas contra
las bordas. La recia mano aferrada a la barra pone rumbo al cabo, inconscientemente.
Diez
voces gritan
–¡Eh,
Chavalo! ¡El cabo!
El
patrón sin decir palabra, le quita la barra, y el hombre, mohíno, se retira.
–¿Qué
iría a hacer por ahí? –murmura uno.
Otro
agrega:
–Este
no está bueno.
Y
otro:
–¿Cuándo
lo ha sío él?
Y
uno que sobre unas redes está tendido, todo cubierto de vendas y quejumbroso y con
muchas manchas de sangre, ya negra, en la ropa, se lo queda viendo largamente.
II
Doblado el cabo:
la ensenada sembrada de islotes. Sobre el agua oscura y profunda, la blancura del
escarceo; en el fondo la playa como una herradura de plata, a ras del agua el manglar
exuberante, y encima, en un azul regazo de montaña, el pueblo, blanco, en las primicias
del orto.
Aparecidas
en el abra las barcas un claro repique de lejanas campanas resbala sobre el mar;
son las campanas del pueblo que saludan el retorno de los pescadores. Ellos las
oyen con emoción y sonríen como a las caricias de una persona querida. Pero alguien
las oye con tristeza y piensa:
–Si
supieran, más bien doblarían.
Ganada
la bahía donde el mar se apacigua y aviva su zafiro a la sombra de los islotes,
una a una se enriscan las barcas. ¡Qué azules están las avenidas del mar! ¡Qué blancas
resaltan las velas! Por detrás de la isla el Sol cercano desparrama rútilo haz estriado
de sombras, como un enorme abanico, y a la luz creciente los escollos –vagas manchas–
van tomando extrañas formas caprichosas; a flor de agua algunos, suaves a la vista
que materialmente los palpa blandos y tibios, como ballenas dormidas hasta el alba;
o de violentos cortes otros, en los que rojea, como si sangrara, la entraña de la
roca. En uno el talud evidencia los diferentes estratos del risco que bajan hasta
el mar como una inmensa gradería, las olas quieren treparla y estallan en un desesperado
fracaso de espumas; en otros el agua oscura y untuosa lame con menudas lenguas los
acantilados profundos, bruñidos y rojizos como de bronce reciente; en otros la escarpa
almenada finge muros de derruidos atalayas, o aguzándose como góticos campaniles
sugiere ideas de antiguos templos abandonados al mar, ante los cuales se eleva,
todavía, una blanca plegaria de grumos.
Súbito,
por encima de la isla salta un celaje vivaz cual una llama. Luego: el Sol. Tajante,
echa su espada sobre el mar. Despiertan las aristas dormidas en la penumbra de los
taludes; los mástiles de las barcas funden sus puntas de oro improviso, y fundido,
el oro resbala por las velas hasta el agua que se incendia. Ahora también deben
ser de oro las campanas que celebran el regreso de la flota, así vibran, claras
y triunfales en la onda luminosa las ondas sonoras, tenues o intensas, como mecidas
al vaivén de las olas. ¡Cómo pasan, atropellándose, empujándose, como niños en festivo
tropel, las alegres campanadas sobre el sordo murmullo del mar, sobre el áspero
crujir de los bajeles, sobre el monótono tumbo del viento que tropieza contra las
velas como un ciego que no encontrara su camino en toda la anchura del cielo!
Ya llegan las
barcas. Rota por las quillas va quedando sobre la seda del agua el rasgón de la
estela que viene zurciendo el alba con su pespunte de oro. Ya se distingue claramente
en la playa el alegre gentío que espera a los pescadores: son mujeres y muchachos
casi todos, algunos viejos apenas. Otros se han echado al mar en sus cayucos al
encuentro de los bajeles y ya los rodean y van de unos a otros, resbalando sobre
el agua clarísima.
Se
cruzan saludos y preguntas. Los de la flota traen malas noticias: ha sucedido una
desgracia; viene poca pesca.
III
Arriadas las
velas; clavadas las anclas. Los pescadores saltan a tierra con sus caras sombrías
y sus infaustas noticias.
Cuenta
uno:
–Estábanos
calando una mancha de jurel que acababan de voceá, cuando se apareció un bote en
que venían el Chavalo y Andrés, que venía como está, too herío, y luego que arribaron
dijeron que cuando pasaban por la Escollera, de vuelta pal Morro donde estábanos
arranchaos, a media noche la “Gaviota” en que venían, trompezó contra un recife
y empezó a hundise ahi mismo. En la “Gaviota” venían: Antoñico, el hijo de don Antonio,
el Ñato y Pedro Gómez, junto con el Chavalo y Andrés; y dice el Chavalo que él se
salvó porque la “Virgen del Mar” le gizo el milagro de sacalo del mal paso y que
encontró a Andrés que nadaba pa tierra y lo recogió en el bote de la balandra. Que
a Antoñico y al Ñato ni los oyeron grita.
Y
otro agrega:
–En
la “Gaviota” venía la plata del pescao que había dío a vendé Antoñico, y la plata
no ha aparecío.
–¿Y
por qué viene herío Andrés?
–Dice
que fue en las ansias de la desespera que el mar lo tiró contra las peñas.
–¿Las
peñas? Afilás debían de está pa cortalo como lo han cortao, que más parece de jierro.
Primero:
la unánime exclamación de sorpresa; luego la explosión de los llantos; luego el
silencio; después, poco a poco, los murmullos de comentarios.
Ya
se han callado las campanas que repicaban como locas. Por la cuesta que conduce
de la playa al pueblo suben grupos cabizbajos: el dueño de la flota a quien acompaña
y consuela el cura; el Chavalo rodeado de mujeres curiosas que quieren saber cómo
fue el milagro; el herido, en una camilla improvisada; algunos pescadores; todo
el pueblo que había bajado a la playa.
IV
Encaramada sobre
un peñascal que a manera de bastión se levanta frente al mar, en un fresco vallecito
que apretuja su fronda entre fragosos collados, como un almácigo en un cangilón,
está la aldea arribeña. Manan del áspero peñón que la sustenta claras aguas que
mantienen en perenne lozanía el apañusco de fronda, única en todos aquellos contornos,
y formando remansos, le dan frescura al suelo y nombre a la aldea. Llámanla: Pozuelos,
y en ocasiones solemnes: Santa María del Valle de los Pozuelos.
Santa
María del Valle de los Pozuelos es una aldea toda blanca, con una iglesia antiquísima,
toda de piedra y muy grande, entre un monte riscoso y un mar muy azul. Puéblala
gente marina, ruda y cazurra, pero de muy apacible condición y muy devota de la
Virgen del Mar a quien Pozuelos debe el favor del agua, brotada por obra de milagro
de la sequedad del risco bravío. La mayor parte del año se lo pasa la aldea muy
sola, porque casi toda la gente anda por el mar en el oficio, pero terminada la
temporada, a vísperas de la fiesta patronal, que es rumbosa, el pueblo se llena
de propios y extraños, porque de todos los contornos de la isla empiezan a llegar
muchedumbre de devotos. Y con el regreso de las primeras barcas comienza la fiesta.
Pero
las primeras barcas, este año, habían traído una carga ingrata, y en Pozuelos no
se hablaba sino del siniestro de la Escollera.
Referíalo
cada cual a su manera, y a su guisa lo comentaba, y así había mil versiones diferentes
apropósito del caso. Para algunos era cosa cierta que el Chavalo había metido su
mano en el sedicente naufragio, fundando sus sospechas en el hecho de que con éste
fueran dos los siniestros en que se encontrara, y saliendo siempre ileso, y en las
mismas heridas de Andrés, que lo eran de hierro cortante, por más que él mismo lo
negase. Y aunque esta supuesta culpabilidad no le pudo ser probada en el indagatorio
a que lo sometiera esa misma tarde el Juez de la parroquia, muchos de sus compañeros
lo tenían por culpable, fuera de toda duda, debido a que el Chavalo no era bienquisto
entre los hombres de Pozuelos, por la aspereza de su genio sañudo y rencoroso y
por aquello que se le adivinaba en la mirada, indudablemente lucubradora.
Pero
el Chavalo era hermano del bueno, del santo cura de la aldea, a quien el filial
cariño de los arribeños llamaba Payito, y al arrimo de la querida virtud de Payito,
la malhombría del pescador cazurro se amparaba como en recinto sagrado. Y como por
añadidura era muy probado devoto de la Virgen del Mar, en cuya fiesta siempre cumplía
promesas ejemplares, el Chavalo tenía partido entre las mujeres de Pozuelos, para
quienes todas aquellas murmuraciones eran pura y gratuita malquerencia de aldea.
Y prueba certísima de que no era tal mal hombre, sino, por el contrario, muy devoto
cristiano, y por ende, muy bueno, era el que la mismísima Virgen del Cielo se le
hubiera aparecido y tomando con sus santísimas manos los remos, con los cuales en
la desesperación de la muerte golpeaba locamente las olas el pescador, bogara por
él toda la noche hasta sacarlo de entre los arricetes de la Escollera a la mar libre,
sano y salvo, mientras los otros perecían porque no habían tenido fe.
Así
refería el Chavalo que había sido salvado por obra y milagro de la Virgen de su
devoción a quien se había encomendado, ofreciéndole, si lo sacaba bien y con vida
de aquella hora menguada, un rico exvoto que debía de ser una barca de plata maciza
y grande como un puño. Y como se aproximaba la fiesta de la milagrosa Virgen, tan
pronto como hubo llegado encargó el exvoto a un extranjero que tenía tienda en el
pueblo y los hacía muy famosos. Divulgólo el joyero –que no fuera menester que lo
divulgara– y con ello pareció garantizar el Chavalo la verdad de su versión. Con
todo lo cual tenía ocupados los pensamientos y las lenguas y turbada la paz de la
aldea.
V
Y la paz espiritual
del bueno del cura.
–¿Será
cierto, Dios mío, lo que murmura esta gente? Lo dicen tantos. Don Antonio mismo
que no es ningún malhablado; hasta yo, en veces, me inclino a creerlo, porque la
verdad es que ese muchacho no inspira mucha confianza… ¡Pero eso, eso! Yo sé de
las que puede ser capaz el Chavalo, porque mira que es maluca tu criatura, mi Dios,
pero esto sería el colmo… No, no debe ser verdad. Un hermano mío. No, no puede ser.
Y
después de una pausa llena de pensamientos dolorosos, como lanzadas, agregaba para
tranquilizarse y por no incurrir en el pecado de los juicios ligeros:
–Y
lo que él cuenta, ¿por qué no va a ser verdad? ¿Qué tiene de extraño? Un sitio peligroso,
un descuido y el milagro mismo, ¿por qué no va a ser como él dice? Él le tiene devoción
a su manera, pero la tiene.
Y
como lo asaltara súbita duda:
–¿Por
qué va a juzgar Dios las cosas como las juzgamos nosotros que no vemos las almas?
Pero
la paz perdida no renacía en su alma.
En
vano la tarde muere dulce y apacible en un suave desleírse de amatistas crepusculares,
sobre el mar en calma, por encima de los cerros erizados de cardones, entre los
cuales el viento marino ulula quejumbroso; sobre el silencio y la paz de la barriada
que se apretuja en torno a la iglesia vetusta. La dulcedumbre sedante del atardecer
no llega sino como una vaga congoja hasta el corazón del sacerdote.
Terminada
la jornada en el aduar de la playa, los pescadores se encaminan al pueblo por la
cuesta de los uveros. Desde el atrio se ve cómo van apareciendo, al extremo de la
única calle del pueblo, sobre el repecho que recorta su trazo violento en la suave
desvanecencia crepuscular. Payito los va nombrando uno a uno a medida que aparecen,
como buen pastor que recuenta su rebaño: faltan algunos: los que todavía no han
regresado a la isla, pescadores de otros trenes que aún no han terminado su cosecha,
perleros que se han ido con sus bajeles al otro lado de la isla donde se crían los
ostrales; y otros que no regresarán ya más: Antoñico, el Ñato, los que se quedaron
para siempre en el mar de la Escollera; y el que se está muriendo, malherido y quejumbroso…
Los
que llegan se van reuniendo a sus mujeres que, apurando la escasa luz que va quedando
en la calle, tejen o hilan bajo los alares; éstas: la cabuya para las redes; aquellas:
esteras o caireles. Sobre el pueblo: humo y paz de atardecer aldeano; balidos de
chivos que vuelven a los apriscos saltando por las laderas peladas; abajo: murmullo
de mar y algún grito largo, que llama a alguien que no responde. En el ambiente
apacible el afilado campanil de la iglesia dora su ápice negruzco bajo el creciente
lunar remoto y mustio.
En
la calle aparece el Chavalo. Trae al hombro un rollo de cuerdas y un canalete; Payito
lo ve venir y se dispone a llamarlo, pero lo deja pasar. No sabe por qué.
La
Oración. Reza el cura por los que ya no volverán y por el hermano. ¡Cuántas veces,
en el día, ha rezado y cavilado el pobre hombre!
A
la postre, fatigado de tanto cavilar inútil, salióse al altozano para que el aire
fresco de la tarde le oreara la frente martirizada a golpe de pensamientos acerbos,
y abrumado, se recostó en el pretil que rodea el atrio.
La
iglesia está edificada en lo alto de un peñasco y de tal manera que los muros de
aquélla no parecen sino un alisamiento de la peña o ésta un descalabro del muro
que bajara a humedecer la aspereza de sus adarajas en el agua escasa y clara que
surte abajo con un suavísimo murmullo.
Por
distraerse de su congoja interior pónese el buen cura a oírla surtir, y poco a poco
se le va serenando el alma. Piensa que aquellas gotitas que destila la peña son
como pensamientos buenos salidos de un corazón amoroso, y que así sucede porque
la Virgen, cuya es el agua del milagro, quiere enseñarle a tener más caridad con
el prójimo para que no se deje arrastrar de su celo, talvez pecaminoso, hasta los
extremos de la inmisericordia; sino que, por el contrario, ablande su corazón al
amor, que es delicioso manar de sabrosas aguas que solazan la santa sed del Señor.
Y
entonces fue que la paz de la tarde penetró en el corazón del hombre, de modo que,
cuando vino la noche, lo encontró tranquilo, absorto junto al barandal, y puso sobre
él la suave luz de las estrellas, como una madre que besa, ya dormido, al niño que
ha llorado mucho.
VI
Se acercan los
días de la fiesta patronal. Ya han regresado a la isla casi todos los pescadores
y perleros que se habían ido en la acostumbrada temporada a establecer sus rancherías
en las costas vecinas, donde por entonces era la pesca copiosa. La bahía está llena
de barcas; algunas hay en la playa, con las quillas al aire. Arde el arenal al sol
mañanero; en la estacada del tendedero se secan redes enormes; a trechos rebrillan
sobre la arena, como planchas de acero, cuadros de pescado tendido al sol; en otras
partes hay montones de escamas; en otras blanquea el nácar de las ostras desbulladas;
y por todas partes: grandes coágulos pútridos, sangrientos, viscosos: entrañas de
peces, carne de ostras, horruras del mar. En un lienzo de playa donde hay un uvero
solitario cerca de unas ruinas de antiguo atalaya o prisión, un grupo de hombres
sentados en la arena candial, urden una red. Los campanudos sombreros arrebujan
en una sombra azul, azul como el mar, los rostros fuertes y rudos, como tallados
en piedra, lampiños y curtidos al rojo de las solanas marinas. Encima de los cuerpos
doblegados: el sol ardiente; detrás del grupo: la ruina, el uvero rugoso y torcido
y fondo de mar, de un azul implacable. A la sombra del uvero un pescador muy viejo
remienda una vela que desgarraron los dientes del viento.
VII
La paga del ajuste.
La temporada ha concluido. Todos los trabajos se han suspendido y los dueños de
los trenes van a repartir entre los pescadores el precio de las cosechas.
Tarde
sin crepúsculo. En la playa hay algunas mesas; en torno los ajusteros esperan la
paga. Algunos chinchorreros han hecho pingües ganancias; forman grupos alegres:
otros no lo están tanto. Don Antonio tuvo la peor suerte del año; para pagar su
tren hubo de recurrir a sus ahorros anteriores. Al rededor de su mesa, donde el
dinero es poco y no suena con el alegre tintineo que se oye en las otras, hay un
runrún de enojo:
Pregunta
uno:
–¿Y
se atreverá a vení?
–Ese
es muy lavao.
–Él
y que iba a vení por su paga, pero Payito y que le dijo que más vale que no viniera,
porque Don Antonio y que le dijo que no lo quería ve más, y le mandó lo suyo con
Payito.
–¿Lo
suyo?
–Pero
si ya él no es necesitao, dicen que va dejá el oficio de chinchorrero pa métese
a perlero.
–Pues
ya y que le tiene apalabrao a don Clemente el armador, un bajel grande, con escafandro.
–Oyé
tú pues.
–Mirá
pues.
–¿Qué
están devariando ustés? Pues el Chavalo no viene, eso lo aseguro yo, que relejo
debe de está a estas horas que lo digo. Esta madrugaíta estaba yo canteando cuando
me lo vide pasá. Y buen noroeste iba corriendo y que fue largo, si señó.
–Ahora
está contrabandeando. Tres noches lleva saliendo, y anoche me formó una ley cuando
la botá e la piragua, porque le pregunté pa onde iba.
–Pué
que ahora pague las que no se le han podío cobrá.
–Ya
se las cobraremos: la ley es la ley y el que la ifringe se acarrea su castigo.
–Ese
siempre sale bien; nadie le escucha hablá, pero los siete lenguajes los sabe él.
VIII
Andrés moría.
Mal curada, la herida se le había gangrenado y agonizaba entre espantosos dolores.
En su cerebro, ardido de fiebre, surgían visiones espeluznantes:
El
paso de la Escollera… Noche de luna… Mar tranquilo… La “Gaviota” sin gobierno, barquinea
entre los arrecifes, que son enormes caras monstruosas que sonríen… Sobre cubierta
hay dos cadáveres…
Atormentado,
pidió que le llevaran el sacerdote.
IX
Vísperas de la
fiesta. El pueblo está lleno de gente que ha venido de todos los contornos a la
romería. Por las calles discurren, desde el anochecer, grupos de pescadores ebrios.
Todos vestidos de limpio, con sus amplios sombreros de palma, membrudos y cazurros,
forman pintorescas comparsas, tantas como rancherías tiene la isla, y van del altozano
a las tabernuchas improvisadas en la calle, de un mismo espectáculo al regodeo de
un trago siempre igual. En el altozano atestado de muchedumbre bulliciosa, estalla
ante el asombro aldeaniego una pirotecnia trivial que apesta el ambiente.
Payito
escucha desde su casa la alegre alarida que antes le fuera grata. El año atrás no
hubo noche de ferias en que no se viera al bueno del cura, confundido con el pueblo,
prendiendo él mismo con el fuego de su inseparable tabaco los cohetes, o insuflando,
hasta con la propia teja, una vez, las panzudas bombas que se elevaban en la serena
atmósfera nocturna en candoroso homenaje a la Reina de los Cielos. Este año de buena
gana hubiera impedido la feria, pero todo Pozuelos clamó por su fiesta patronal
y no hubo forma de disuadirlos.
Hundido
en la sombra de su cuarto, el pobre cura saborea el ámago de su íntima congoja.
–¡Qué
malucas, qué malucas, mi Dios, son tus criaturas! ¡Pobrecito! ¡Por un puño de centavos,
por una miseria de reales, echarse ese pecado sobre el alma! ¡Qué bruto! Porque
lo hace por bruto, por salvaje más que todo. ¡Ay, hermanito, hermanito! Lo que has
hecho… ¿Y no habrá, Virgen Santísima, manera de que se arrepienta ese desgraciado?
Dime qué debo hacer, ilumíname, ilumíname…
Avanzada
la noche, poco a poco se ha ido extinguiendo el bullicio callejero; otra vez domina
el murmullo del mar haciendo el silencio nocturno…
–Ilumíname,
ilumíname…
Sobre
el horizonte marino despunta incierta alba lunar; culmina la media noche sobre la
paz de la aldea dormida; vacila una estrella y desciende trazando un largo rasgo
azul y silencioso…
–Ilumíname,
ilumíname…
La
puerta se abre empujada con sigilo.
–¿Quién
es?
–Yo.
–Chavalo,
¿tú?
–Yo;
sí.
–¿De
dónde vienes a estas horas, hombre de Dios?
–De
la mar.
–¿Y
qué hacías por el mar? Nadie trabaja hoy.
–Guá,
lo que se hace en la mar.
–A
veces se hacen cosas malas. ¿Qué traes ahí?
–Contrabando.
–¿Contrabando?
Anoche también llegaste tarde. Chavalo, dime la verdad. ¿Qué hacías en el mar?
–Contrabandea,
Payito, no te lo estoy diciendo.
–Mentira.
Espérate, no te vayas; si tenemos que hablar.
–¿Ahora?
–Sí,
ahora; te estaba esperando. Ven acá.
Y
llevándolo a viva fuerza, frente a la repisa donde se apabilaba una lamparita ante
un crucifijo de palo, le dijo, sacudiéndolo por los brazos:
–Confiesa,
infeliz, tu pecado, para que Dios te lo pueda perdonar.
–Yo
no tengo pecado, Payito.
–Sí
lo tienes, alma del diablo, y muy horrible. Yo lo sé todo; ya no es sospecha, ni
calumnia. Me lo ha confesado Andrés que murió esta tarde, y los moribundos no mienten.
En
vano buscó Payito en la faz del hermano la señal de la impresión que debiera producirle
aquella revelación, la recia cara, afilada como un hacha, no se turbó un momento.
Viéndolo,
el bueno del cura se desesperaba.
–Me
lo contó todo, esta tarde, antes de morir: que era media noche, clara y muy tranquilo
el mar, que Antoñico mismo gobernaba porque venían atravesando la Escollera; que
tú llegaste y de un hachazo en la cabeza lo asesinaste; que él, Andrés, te vio con
sus propios ojos; que entonces corriste a donde estaba él y como te comprendió la
intención se tiró al mar; que entonces la balandra sin gobierno barquineaba como
loca entre los escollos; que después no supo nada más porque la corriente lo arrastró
lejos, pero que oía los lamentos de los demás compañeros que te rogaban que no los
mataras; que luego no los oyó más sino unos golpes como de hacha que él cree que
serías tú echando a pique la balandra; que después te vio que venías en el bote,
que él te gritó que lo salvaras porque ya no podía luchar con la corriente; que
entonces te acercaste y cuando él se agarró de la borda le caíste a machetazos,
pero que él te suplicó que no lo mataras y te ayudaría y que tú lo perdonaste porque
era compadre tuyo; que él vio en el bote unas cajas que eran las que traía Antoñico
con el dinero del pescado que había ido a vender; que en la mañana arribaron a un
islote y enterraron el dinero… ¡Asesino, ladrón, monstruo, desgraciado, desgraciado!
–No
grites, no grites así.
–Ah
malvado. Malvado. ¿Por qué hiciste eso? ¿Tú no tenías todo lo que necesitabas? ¿No
te lo doy yo todo? ¿Cómo te atreviste? ¡Matar a tus compañeros por robarte unos
reales! ¡Miserable! Y eso que traes ahí es el precio de tu crimen. Pero no lo gozarás,
no; yo te denunciaré.
–Tú
no puedes; te lo han dicho en confesión.
Exasperado
el cura sacudía al hermano, gritándole:
–¡Demonio!
¡Demonio!
Luego
lo soltó y aplomándose en el reclinatorio lloró como un niño por largo rato. Frente
a él el Chavalo inmóvil, con la perplejidad del hombre primitivo que repara el daño
que ha hecho, murmuraba:
–Todo
esto me sucede por habé querío hace un bien.
–¿Cuál
es el bien que has hecho?
–Perdónale
la vida al compae Andrés.
–Criminal,
¿qué estás diciendo? Tú no eres un hombre sino un monstruo, un aborto del infierno.
Y has cogido el sagrado nombre de la Virgen para ocultar tu crimen, has contado
un milagro. ¿Sabes lo que has hecho? Pídele perdón porque la has agraviado.
–Yo
le tenía pedío a la Virgen del Mar que me facilitara una plata pa comprá un bajel
perlero, y ella…
–¡Cállate,
cállate!
Y
volviéndose hacia el amoratado crucifijo clamó, desgarrada la voz:
–¡Perdónalo
que no sabe lo que hace!
Entretanto,
sobre el brumoso mar, apuntaba el primer arrebol.
X
El día, afanoso,
ha sido de tormenta interior. Payito no ha hecho sino pensar en el pecado del hermano,
sin segundo en la apacible historia de Pozuelos, que solo él conoce y que le pesa
sobre la conciencia como propio, y entre los extremos de una disyuntiva martirizante
se debate desesperadamente. Reconoce que por una parte su deber de hombre le impone
denunciar al hermano para que sea castigado conforme a la humana justicia, pero
un escrúpulo le detiene y es que el crimen le fue revelado en confesión. En tal
alternativa se decidió por consultar al Obispo de la diócesis, y muy temprano despachó
un encomendero a toda prisa; mas, por mucha que se diera no podría regresar antes
de dos días. Entretanto; ¿qué hacer? Si la Virgen hiciera un milagro, el milagro
del año: que el mismo delincuente confesara su delito y se entregara a la Justicia.
De todos modos sería muy doloroso para él tener que acusar al hermano.
Y
el bueno del cura, en medio de su angustia, piensa que la Virgen hará el milagro
de encender la llama del arrepentimiento en aquella alma cerrada a todo calor que
emane del almo fuego del amor divino, porque lo que él quiere no es solamente que
el hermano sea castigado por los hombres; sino que, sobre todo, sea perdonado por
Dios. Y en la espera del milagro se pasó todo el día en una grande y acoradora ansiedad.
En la mañana,
en el sermón de la misa solemne, habló de un prodigio que debía realizar en aquel
día de su fiesta mayor, la milagrosa Virgen del Mar, patrona del pueblo y socorro
de los afligidos, y fue tal la elocuencia que le diera la sinceridad del sentimiento,
que al clamar el divino auxilio, gritaba, rota la voz y deshecho en llanto verdadero
que se comunicó a la muchedumbre que llenaba el recinto y que repitió con él, en
unánime rumor de tumbo marino: ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro!
Aquel
sermón extraño, como nunca lo hubo en la sencilla aldea, arrebatador a puro grito
y llanto de sincero dolor, exaltó de tal manera los ánimos de aquella ruda gente,
que al salir del templo en todos los ojos había un relampagueo inusitado y en todos
los rostros una ansiedad que acentuaba a punta de espasmo febril la dureza de las
facciones; y cuando se hubo añadido a la fanática la embriaguez del aguardiente
profuso, un gentío exaltado y tambaleante llenaba el pueblo comentando la frase
conque el predicador implorara el milagro.
XI
Pero el delirio
fanático no vino a culminar hasta la tarde cuando apareció en el altozano la imagen
de la Virgen del Mar, sobre la simbólica barca de plata resplandeciente, que traían
en hombros diez pescadores fornidos. La imagen, negruzca y contrahecha, apenas se
distinguía entre los pomposos arrequives recamados de oro y aljófares, y extendía
los brazos sobre la constelación de los candelabros sosteniendo los innumerables
exvotos entre los que abundaban las perlas nativas, de clarísimo oriente. En una
de las manos, colgaba de una cinta azul el del último milagro: la barca de plata,
minuciosa y grande como un puño.
–¡La
Virgen del Mar! ¡La Virgen del Mar!
La
muchedumbre, la misma de todos los años, acogía con entusiasmo siempre igual la
aparición de la querida imagen, suerte de Venus cristiana, que un día, muy remoto,
llegó del mar, señeramente, en una barca azul que nadie gobernaba, y que vino a
encallar frente al pueblo. Y cosa cierta es esto que cuentan las tradiciones, porque
allí mismo, en el acantilado, se ven a flor del agua los mástiles de la barca escotera,
y cuando la marea baja, asoma una punta de la proa, todavía azul.
Hacia
allá se dirige la procesión, como siempre.
A
todo el largo de la calle se extiende la doble hilera de los cirios; por delante
de la imagen vienen regando puñados de flores silvestres rústicas canéforas ataviadas
de Hijas de María, en tanto que, otras de ellas, con improvisados turíbulos inciensan
el ambiente en el que flota una polvareda ele oro crepuscular. Al tardío paso de
los anderos la muchedumbre se mueve rumorosamente.
Detrás
de la imagen, desmarrido y pálido, viene el atormentado cura; untuoso sudor cúbrele
la frente a la que se pegan los aladares grises y mustios; dentro de las cuencas
huesudas, profundas como nunca, arden los ojos febriles. Seis marinos endomingados,
de lo mejor del pueblo, lo cobijan bajo el áureo palio que al desigual andar de
los que lo sustentan se arruga lastimosamente como un pellejo. Cerca del cura el
Chavalo camina de rodillas. En torno suyo se apiñan las mujeres comentando con aspavientos
la extremosa piedad del pescador, al paso que los hombres lo miran de soslayo, hostilmente.
Míralo
Payito, de cuando en cuando, y en la incoherencia de la fiebre que zumba dentro
de su cráneo va pensando:
–Dios
mío. ¿Será criatura tuya o hechura del demonio? ¿Cómo es posible? Cualquiera que
lo ve lo toma por santo, y en el fondo, mi Dios, es el mismísimo Satanás. ¿O será
que se habrá arrepentido de su crimen? Todo el día ha hecho penitencia, ¡y qué penitencia!
¡Dios mío! ¡Dios mío! Permite que sea verdadera esa piedad. ¡Permite que se cumpla
el milagro!
En
vano lo ha esperado el pobre hombre; durante todo el día no ha apartado los ojos
del Chavalo, atisbando aquella expresión de piedad, arcana para su sencillez y que
solo se explica como artimaña diabólica, sin ver aparecer en la recia faz del hermano
la blandura que indique el abrirse del alma a la contrición verdadera, y a medida
que se acerca el término que la fe le dio a su esperanza le va invadiendo una recóndita
tristeza. El milagro no se realizará.
La
procesión atraviesa el pueblo, desciende la cuesta, llega a la playa.
Sobre
el mar: el crepúsculo. Resplandece el ocaso como una enorme plancha de oro bruñido.
En medio: el Sol, sangriento. Oro y sangre es todo: el arenal, la multitud, las
ríspidas crestas de los escollos en la bahía, el fastigio del monte, más allá del
pueblo.
La
procesión avanza con un gran silencio, solemne como un atardecer, hacia el acantilado
donde está la barca legendaria encallada. Cruje la arena. El Chavalo desfallecido
cae de bruces; algunas mujeres acuden a levantarlo y una le enjuga el rostro.
–El
Demonio… el mismísimo Demonio que imita a Cristo. Las pezuñas, el rabo. ¡Vade retro!
¡Ave María Purísima!
La
multitud corea maquinalmente:
–Sin
pecado original concebida.
XII
El acantilado.
La barca sagrada bajo el agua.
Se
detiene la procesión. Los anderos depositan en la playa el mesón que soporta la
imagen y se hacen a un lado enjugándose los rostros sudorosos. Se hace un gran silencio.
El sermón de la playa. Payito sube a lo alto de un risco y comienza a hablar, de
espaldas al crepúsculo:
–Madre
mía. Reina de los Cielos. Aquí estamos ante tu presencia esperando el milagro. Haz
el milagro, haz el milagro, Santísima Virgen del Mar.
Habla
sin quitar los ojos del Chavalo que lo oye impávido. La voz aguda y vibrante turba
la augusta solemnidad del atardecer. Gesticula extendiendo los brazos temblorosos,
como un poseído, luego, de pronto, rompe a llorar, y entonces, como en el sermón
de la mañana, el auditorio exaltado corea:
–El
milagro. ¡El milagro!
Repuesto,
el predicador continúa; pero ya no se doblega como pobre ser agobiado, sino se yergue
amenazante, súbitamente transformado en fuerte, y mientras habla, sin apartar la
vista del hermano, sorda de ira la voz, con la sangre y el oro del crepúsculo a
cuestas, va tomando un aspecto apocalíptico. Ya no habla de amor ni de perdón, motivos
predilectos de sus pláticas candorosas, sino de la ira divina, de los castigos,
de una sañuda e insaciable sed de venganza que otra vez perseguirá a Caín por todo
el ámbito del mundo, por la haz del mar, por entre las breñas y espeluncas de la
tierra.
Un
frémito de espanto sube del gentío. Instintivamente todas las miradas se clavan
en el Chavalo que se incorpora pálido y azorado.
–Lo
dice por el hermano –murmura alguien, y todo el mundo lo repite.
Bajamar…
Surge en el estuario el roto esperón de la legendaria barca. Suaves chasquidos del
agua contra la borda surgiente. Anochece: ya hay violetas sobre el mar.
El
cura prosigue en el silencio:
–La
sangre se ha puesto entre Dios y nosotros; no veremos el milagro. Un gran crimen
nos priva de la gracia divina. Desagraviemos al Señor.
–¡Desagravio,
desagravio!
–¡Perdón,
Señor, perdón!
Súbito
recrudecimiento crepuscular aviva el amortiguado incendio de la tarde. El gentío
se estremece. Qué sangriento está el oro. ¡Qué dorada la sangre!
Una
voz ha gritado:
–El
Chavalo.
Previendo
la escena había intentado escapar, pero era tarde. Uno lo detiene y todos se aprestan
a no dejarlo huir.
Entonces
Payito comprendió que se iba a consumar por el odio el milagro que él le pidiera
al amor, y vencido por el dolor cayó de hinojos en el risco, gritando entre singultos:
–¡Caín,
Caín! ¡Perdón, mi Dios, perdón!
Fue
la chispa. Súbitamente estallaron el odio y la venganza contenidos, y la muchedumbre
azuzada se precipitó sobre el Chavalo que se debatía blandiendo su cuchillo.
Otros
aceros, muchos a la vez, se ensangrentaron, primero en la dorada sangre del ambiente,
luego en la tibia sangre del pescador.
Las
mujeres pedían misericordia, sobrecogidas de espanto; los hombres jadeaban ensangrentados…
Alguien
gritó:
–El
milagro. La Virgen no quiere tenerlo.
–Quítenselo;
miren como estira la mano; no quiere tenerlo.
–¡Milagro!
¡Milagro! ¡Milagro!
–¡Es
plata maldita!
–¡Es
precio de sangre!
–¡Misericordia,
Señor!
–La
sangre se paga con sangre.
Ultimado el Chavalo,
los matadores se replegaron simultáneamente dejando libre un espacio en medio del
que estaba, tendido sobre un charco de sangre, el cuerpo destrozado.
–¡Qué
horror!
Y
entonces se hizo un silencio mortal.
Sobre
el risco, abatido, con la sangre del crepúsculo a cuestas, Payito lloraba.
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