J. M. Machado de Assis
Ahora contaré la historia del reloj de
oro. Era un gran cronómetro, perfectamente nuevo, que pendía de una elegante cadena.
Luis Negreiros tenía toda la razón para quedarse boquiabierto cuando vio el reloj
en casa, un reloj que no era suyo, ni podía ser de su mujer. ¿Sería ilusión de sus
ojos? No lo era; allí estaba el reloj sobre la mesa de la alcoba, mirándolo, tal
vez tan espantado como él del lugar y la situación.
Clarinha no estaba en
la alcoba cuando Luis Negreiros entró en ella. Se había quedado en la sala, hojeando
una novela, sin corresponder mucho ni poco al beso con que el marido la saludó en
el momento de su entrada. Era una linda muchacha esta Clarinha, si bien un tanto
pálida, o quizás por ello mismo. Era pequeña y delgada; de lejos, parecía una niña;
de cerca, quien le mirase los ojos vería bien que era una mujer como pocas. Estaba
blandamente reclinada en el sofá, con el libro abierto y los ojos en el libro, los
ojos apenas, porque su pensamiento no sé con certeza si estaba en el libro o en
alguna otra parte. En todo caso parecía ajena al marido y al reloj. Luis Negreiros
se apoderó del reloj, con una expresión que no me atrevo a describir. Ni el reloj
ni la cadena eran suyos; tampoco de alguno de sus conocidos. Se trataba de una charada.
Luis Negreiros gustaba de las charadas y tenía fama de descifrarlas hábilmente;
pero gustaba de charadas en las revistas y en los periódicos. Charadas palpables
o cronométricas y sobre todo sin clave final, no eran del aprecio de Luis Negreiros.
Por este motivo, y otros que son obvios, comprenderá el lector que el esposo de
Clarinha se dejara caer en una silla, se mesara con rabia los cabellos, golpeara
el suelo con el pie y arrojara sobre la mesa el reloj y la cadena. Terminada esta
primera manifestación de furor, Luis Negreiros tomó de nuevo los fatales objetos,
y de nuevo los examinó. Quedó en las mismas. Cruzó los brazos durante algún tiempo
y reflexionó sobre el caso, interrogó todos sus recuerdos y concluyó al fin que,
sin una explicación de Clarinha, cualquier actitud sería errada y precipitada. Fue
a hablar con ella. Clarinha acababa en ese momento de leer una página, y pasaba
la hoja con el aire indiferente y tranquilo de quien no se ocupa de descifrar charadas
de cronómetro. Luis Negreiros la encaró y sus ojos parecían dos relucientes puñales.
–¿Qué tienes? –preguntó
la muchacha con esa voz dulce y suave que todo el mundo admiraba en ella. Luis Negreiros
no respondió a la pregunta de su mujer; la miró durante un rato; después dio dos
vueltas por la sala, pasándose la mano por los cabellos. Así que la joven le preguntó
de nuevo:
–¿Qué tienes?
Luis Negreiros se paró
frente a ella.
–¿Qué es esto? –dijo
sacando del bolso el fatal reloj y poniéndoselo delante de los ojos–. ¿Qué es esto?
–repitió con voz de trueno.
Clarinha se mordió los
labios y no respondió. Luis Negreiros permaneció algún tiempo con el reloj en la
mano y los ojos en la mujer, la cual tenía los suyos en el libro. El silencio era
profundo. Luis Negreiros fue el primero en romperlo, tirando estrepitosamente el
reloj contra el suelo, y diciendo enseguida a su esposa:
–¿Vamos, de quién es
este reloj?
Clarinha levantó lentamente
los ojos hacia él, los bajó después y murmuró:
–No sé.
Luis Negreiros hizo
un gesto de agresión; se contuvo. La mujer se levantó, tomó el reloj y lo puso sobre
una mesa pequeña. No pudo controlarse Luis Negreiros. Avanzó hacia ella y, asegurándole
con fuerza las muñecas, le dijo:
–¿No me responderás,
demonio? ¿No me explicarás este enigma?
Clarinha hizo un gesto
de dolor, y Luis Negreiros de inmediato le soltó las muñecas ya enrojecidas. En
otras circunstancias es probable que Luis Negreiros hubiese caído a sus pies, pidiéndole
perdón por haberla maltratado. En aquel momento ni le pasó por la mente; dejándola
en medio de la sala se puso a caminar de nuevo, siempre agitado, deteniéndose de
vez en cuando, como si meditara algún suceso trágico. Clarinha abandonó la sala.
Poco después un esclavo
vino a decir que la mesa estaba servida.
–¿Dónde está la señora?
–No lo sé, señor.
Luis Negreiros fue a
buscarla; la encontró en la salita de costura, sentada en una silla baja, sollozando
con la cabeza entre las manos. Al escuchar el ruido de la puerta que se cerraba
Clarinha levantó la cabeza, y Luis Negreiros pudo ver su rostro húmedo de lágrimas.
Esta situación resultó peor que la de la sala. Luis Negreiros no podía ver llorar
a ninguna mujer, en especial a la suya. Iba a enjugarle las lágrimas con un beso,
mas reprimió el gesto y avanzó frío hacia ella; aproximando una silla se sentó frente
a Clarinha.
–Estoy tranquilo, como
ves –dijo–. Respóndeme lo que te pregunté con la franqueza que siempre tuviste conmigo.
No te acuso ni sospecho nada de ti. Simplemente quisiera saber cómo fue a parar
allí aquel reloj. ¿Acaso tu padre lo olvidó aquí?
–No.
–Pero entonces…
–¡Oh! ¡No me preguntes
nada! –exclamó Clarinha–; no sé por qué está aquí ese reloj… no sé de quién es…
déjame.
–¡Es demasiado! –bramó
Luis Negreiros, levantándose y tirando al suelo la silla.
Clarinha se estremeció,
y permaneció quieta en su sitio. La situación se tornaba cada vez más grave; Luis
Negreiros paseaba más agitado a cada momento, girando los ojos en las órbitas, dando
la impresión de que en cualquier instante se arrojaría sobre la infeliz esposa.
Esta, con los codos en el regazo y la cabeza entre las manos, tenía los ojos clavados
en la pared. Transcurrió cerca de un cuarto de hora. Luis Negreiros se disponía
a interrogar de nuevo a su esposa, cuando oyó la voz de su suegro, que subía la
escalera gritando:
–¡Eh! ¡Luis! ¡Viejo
mandarín!
–¡Aquí viene tu padre!
–dijo Luis–; me las pagarás luego.
Salió de la sala de
costura y fue a recibir a su suegro, que ya estaba en la mitad de la sala, haciendo
girar el paraguas con grave riesgo de los jarrones y el candelabro.
–¿Estaban durmiendo?
–No señor, estábamos
conversando…
–¿Conversando? –repitió
Meireles.
Y agregó para sí mismo:
–Discutiendo, seguramente…
–Precisamente ahora
vamos a comer –dijo Luis Negreiros–. ¿Nos acompaña?
–No vine acá para cosa
distinta –replicó Meireles–; ceno aquí hoy y mañana también. No me convidaste, pero
es igual.
–¿No lo convidé?
–Sí. ¿No cumples años
mañana?
–¡Ah!, es verdad…
No había razón aparente
para que, luego de decir estas palabras con un tono lúgubre, Luis Negreiros las
repitiese, pero ahora con un tono descomunalmente alegre:
–¡Ah!, ¡es verdad!
Meireles, que ya se
dirigía a colgar el sombrero en un perchero del corredor, volviose espantado hacia
el yerno en cuyo rostro leyó la más franca, súbita e inexplicable alegría.
–¡Está loco! –murmuró
Meireles.
–Vamos a comer –gritó
el yerno, metiéndose por el interior de la casa, mientras que Meireles, siguiendo
por el pasillo, iba a dar al comedor.
Luis Negreiros fue en
busca de su mujer a la sala de costura y la encontró de pie, arreglándose los cabellos
frente a un espejo.
–Gracias –dijo.
La joven lo miró asombrada.
–Gracias –repitió Luis
Negreiros–; gracias y perdóname.
Y diciendo esto, trató
de abrazarla; pero la joven, con un gesto digno, rechazó el intento del marido y
se dirigió al comedor.
–Tiene razón –murmuró
Luis Negreiros.
Poco después estaban
los tres sentados a la mesa, y fue servida la sopa que a Meireles le supo, como
era natural, a hielo. Ya iba a hacer un discurso respecto a la desidia de los criados,
cuando Luis Negreiros confesó que todo era culpa suya, porque la cena estaba hacía
tiempo en la mesa. La declaración sólo consiguió mudar el asunto del discurso, que
versó ahora sobre esa cosa terrible que es una cena recalentada, qui ne valut
jamais rien.
Meireles era un hombre
alegre, travieso, acaso demasiado frívolo para su edad pero, con todo, interesante.
Luis Negreiros le tenía mucho afecto, y veía correspondido ese cariño de pariente
y de amigo, tanto más sincero si se piensa que Meireles sólo accedió tarde y de
mala gana al matrimonio de su hija. Duró el noviazgo cerca de cuatro años, de los
cuales el padre de Clarinha invirtió más de dos en meditar y resolver el asunto
del casamiento. Al final dio su aprobación, y esto, decía él, más por las lágrimas
de la hija que por los atributos del yerno. La causa de tan larga vacilación eran
los hábitos poco austeros de Luis Negreiros; no los que mostró durante el noviazgo,
sino los que había tenido antes y que bien podría volver a tener después. Meireles
confesaba ingenuamente que había sido marido poco ejemplar, y juzgaba que por eso
mismo debía dar a la hija mejor esposo de lo que él fuera. Luis Negreiros desmintió
las aprensiones del suegro; el león impetuoso de antes se transformó en tranquilo
cordero. Una amistad franca nació entre suegro y yerno, y Clarinha se convirtió
en una de las más envidiadas jóvenes de la ciudad. Y era mayor el mérito de Luis
Negreiros si se piensa que no le faltaban tentaciones. El diablo se metía a veces
en la piel de algún amigo, e iba a convidarlo a recordar buenos tiempos. Pero Luis
Negreiros respondía que se había retirado a buen puerto y no quería arriesgarse
otra vez a las tormentas del alto mar. Clarinha amaba tiernamente al marido, y era
la más dócil y afable criatura que por entonces respirara el aire fluminense. Nunca
había existido disgusto entre ellos; la limpidez del cielo conyugal era siempre
la misma, y parecía mostrarse duradera. ¿Qué mal destino sopló allí la primera nube?
Durante la cena, Clarinha
no pronunció palabra, o dijo pocas y aún así las más breves y frías.
“Están de riña, no hay
duda”, pensó Meireles al ver la pertinaz mudez de su hija. “Y la ofendida es sólo
ella porque él parece estar muy alegre”.
Luis Negreiros, en efecto,
se deshacía en agrados, mimos y cortesías con su mujer, que ni siquiera lo miraba
de frente. El marido se exasperaba ya con la presencia del suegro, ansioso de estar
a solas con la esposa para la reconciliación final. Clarinha no parecía compartir
ese deseo; comió poco y dos o tres veces se le escapó del pecho un suspiro. Ya puede
verse que la cena, a pesar de los esfuerzos, no era como la de los otros días.
Meireles, sobre todo,
se sentía molesto, aunque de ningún modo recelaba un problema mayor; su opinión
era que sin riñas no se aprecia la felicidad, como no se aprecia el buen tiempo
sin tempestades. Con todo, las tristezas de la hija siempre conseguían quitarle
la tranquilidad. A la hora del café, Meireles propuso que se fueran los tres al
teatro; Luis Negreiros aceptó la idea con entusiasmo. Clarinha rehusó secamente.
–No te entiendo hoy,
Clarinha –dijo el padre con impaciencia–. Tu marido está alegre y tú pareces abatida
y preocupada. ¿Qué tienes?
Clarinha no respondió;
Luis Negreiros, sin saber qué decir, se dedicó a hacer bolitas con las migas del
pan. Meireles se encogió de hombros.
–Allá se entiendan ustedes
–dijo–. Si mañana, a pesar del día que es, continúan así, les prometo que no han
de verme ni la sombra.
–¡Ah, no! Tiene que
venir –empezó a decir Luis Negreiros, pero fue interrumpido por su mujer, que rompió
a llorar.
La cena acabó así, triste
y enfurruñada. Meireles pidió una explicación al yerno, y éste prometió que se lo
contaría todo en mejor ocasión. Poco después salía el padre de Clarinha insistiendo
de nuevo en que, de hallarse al día siguiente en el mismo estado, jamás volvería
a aquella casa, y que si existía algo peor que una cena fría o recalentada, era
una cena mal digerida. Este axioma valía tanto como el de Boileau, pero nadie le
prestó atención. Clarinha se marchó a su cuarto; el marido, luego de despedir al
suegro, fue en su busca. La encontró sentada en la cama, con la cabeza sobre una
almohada, y sollozando. Luis Negreiros, arrodillándose ante ella, cogió entre las
suyas una de sus manos.
–Clarinha –dijo–, perdóname
todo. Ya sé la explicación del reloj; si tu padre no me hubiera hablado de venir
mañana, no hubiera sido capaz de adivinar que el reloj era tu regalo de cumpleaños.
No me atrevo a describir
el soberbio gesto de indignación con que la joven se levantó al oír estas palabras
del marido. Luis Negreiros la miró sin comprender nada. La joven no dijo una sola
sílaba; salió del cuarto y dejó al infeliz consorte más confuso que nunca.
–¿Pero qué enigma es
éste? –se preguntaba a sí mismo Luis Negreiros–. Si no era un regalo de cumpleaños,
¿qué explicación puede tener el tal reloj?
La situación volvía
a ser la misma de antes de la cena. Luis Negreiros tomó la resolución de descubrir
todo aquella noche. Pensó, sí, que era preciso reflexionar maduramente sobre el
caso y hallar una resolución que fuese decisiva. Con este propósito se recogió en
su gabinete, y allí repasó todo lo que había pasado desde su regreso a casa. Pesó
fríamente todas las razones, todos los incidentes, y buscó reproducir en su memoria
las expresiones del rostro de la joven a lo largo de aquella tarde. El gesto de
indignación y repulsa cuando él quiso abrazarla en la sala de costura, estaban a
favor de ella; pero el ademán con que se mordió los labios en el momento en que
él le mostró el reloj, las lágrimas en la mesa, y sobre todo el silencio que mantenía
respecto a la procedencia del fatal objeto, todo eso hablaba en contra de la joven.
Luis Negreiros, después
de mucho meditar, optó por la más triste y deplorable de las hipótesis. Una idea
mala empezó a clavársele en el alma, como un estilete, y tan hondo penetró que se
adueñó de él en pocos instantes. Luis Negreiros era hombre colérico cuando la ocasión
lo pedía. Profirió dos o tres amenazas, salió del gabinete y fue a enfrentarse con
la mujer. Clarinha se había recogido de nuevo en su cuarto. La puerta estaba sin
seguro. Eran las nueve de la noche; una pequeña lamparilla daba luz escasa al aposento.
La joven estaba como antes sentada en la cama, pero no lloraba; tenía los ojos fijos
en el suelo. No intentó siquiera levantarlos cuando sintió entrar al marido.
Hubo un momento de silencio.
Luis Negreiros fue el primero en hablar.
–Clarinha –dijo–, éste
es un momento solemne. ¿Me responderás a lo que te pregunto desde esta tarde?
La joven no respondió.
–Piénsalo bien, Clarinha
–continuó el marido–, puede estar en riesgo tu propia vida.
La joven se encogió
de hombros. Una nube cruzó por los ojos de Luis Negreiros. El infeliz marido lanzó
las manos al cuello de la esposa, y rugió:
–¡Responde, demonio,
o mueres!
Clarinha soltó un grito.
–¡Espera! –dijo.
Luis Negreiros retrocedió.
–Mátame –dijo ella–,
pero lee esto primero. Cuando esta carta llegó a tu oficina ya tú te habías ido:
me lo dijo el mensajero que la trajo.
Luis Negreiros recibió
la carta, se acercó a la lamparilla y leyó estupefacto estas líneas:
Mi bebé. Sé que mañana cumples años; te
envío este recuerdo
Tu Zepherina
Así acabó la historia
del reloj de oro.
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