Rómulo Gallegos
En la casa todo estaba en
olor de santidad. Vieja casa solariega de una familia cuya propiedad fuera tradicional,
allí, con la vetustez no remozada y la huella de almas que conservaban algunas viviendas
que tenían historias piadosas, compadecíanse muy bien esa atmósfera de sacristía
que trasciende a incienso, a pezgua y a olor de viajeras y de óleos.
En
las habitaciones que no ocupaba la familia campaban una porción de cachivaches sagrados:
doseles raídos, candelabros inútiles, tabernáculos desvencijados que mostraban la
vil madera a través de la carroña del sobredorado antiguo, una infinidad de bártulos
de sacristía dados de baja en el templo parroquial. En el extremo de uno de los
corredores había un oratorio en donde se guardaba, desde tiempo inmemorial, uno
de los “Pasos de la Semana Santa” acerca del cual corría entre el beaterío de la
parroquia una leyenda milagrera, y constantemente entraban en aquella casa sacristanes
y monagos que iban por brasas para el incensario o por albas y sobrepellices que
se lavaban en una especie de santificado lavadero y que luego se oreaban en una
cuerda que tenía este privilegio.
Carmen
Rosa hacía este oficio y lo hacía con una pulcritud devota. En el resto del día
refugiábase en su dormitorio, austero como una celda monjil, limpio, claro y lleno
del silencio de aquella casa donde vivía con su madre y su hermano, y allí poníase
a recamar interminables vestiduras para las imágenes de la parroquia y casullas
y dalmáticas para uso del párroco.
Todo
esto enfurecía al hermano incrédulo. A veces le daban ganas de romper violentamente
con toda consideración. Pero no hacía sino enfurecerse, gritar, amenazar.
La
madre, que hasta la salvación de su alma desistiera, si en trance de ello la pusieran,
por complacer a su hijo, amedrentada con aquellas bravatas, temerosa de que la ira
le hiciese daño, empezaba a suplicarle:
–¡Hijo!
¡Por Dios! No te molestes así. Haz lo que quieras. Di tú lo que debe hacerse.
Y
luego a Carmen Rosa:
–Ya
lo estás viendo, hija. ¡Y todo porque te encuentras bordando esa casulla!
Carmen
Rosa, invariablemente, abandonaba la labor sin responder palabra.
Cierta
vez, a raíz de una de estas escenas, se presentó Clarita Estévez. Era esta una mujeruca
insignificante, de piel rosaducha y fina como la de un recién nacido, cabellos descoloridos
como hoja de plata que no recibe sol, ojos bailoteantes, agudo mentón, dientes cariados
y espalda jibosa. Estaba plantada en el linde de la juventud más hacia el lado de
la vejez y gastaba la vida terrenal en amontonar merecimientos para la de ultratumba,
que ya tenía por segura, pues era proveedora del aceite de las lámparas del Santísimo,
esclava de la Virgen, sierva de San José, y hermana de leche de un diácono que estaba
por ordenarse. Representaba un papel ambiguo cerca de Carmen Rosa, quien la llamaba
su amiga de prueba, queriendo así significar que no le profesaba amistad, pero que
soportaba la suya como una de esas cosas desagradables con que acostumbra el buen
Dios probar a sus criaturas elegidas.
Sin
embargo, aquel día Carmen Rosa no estaba para merecimientos y la recibió de mal
humor.
Clarita
comenzó a farfullar su habitual andanada de palabras:
–Chica,
vengo a buscarte para que vayamos a la iglesia y regañes al sacristán. Se roba el
aceite de la Majestad.
Carmen
Rosa no pudo contenerse:
–Pues
no vengas nunca a buscarme para esas cosas.
–Y
dejamos que el sacristán se robe el aceeite impúdicamente.
–Inpunemente,
querrás decir. Pues que se lo robe, que se lo coja como te lo coges tú para alumbrar
los santos de tu casa.
La
beatuca, sorprendida más que ofendida, pues nunca había visto enojada a Carmen Rosa,
empezó a hacer visajes y a balbucir:
–¡Chica!…
¿Yo?… ¡Cómo me dices eso…!!
–Ya
te digo: que no se te ocurra más venir a contarme lo que pasa en la sacristía. Ya
me tienes hasta la coronilla.
Clarita
detuvo un momento sobre la amiga el absurdo bailoteo de sus ojos y salió ahogándose
de ira.
Cuando
Carmen Rosa se halló otra vez sola, se sorprendió de lo que había hecho. Sin duda
aquel estallido de cólera se venía preparando en su ánimo desde mucho tiempo.. Era
la reacción inopinada y violenta de una voluntad apática que había sufrido varias
presiones, sin protestar, pero cargándose de rebeldía para dejarla escapar de un
golpe.
Desde
algún tiempo venía advirtiendo que su confesor redoblaba para con ella su celo de
director espiritual, y tenía condescendencias respetuosas para sus pecadillos, como
si le reconociera una grandeza de alma que supliera por las pequeñas flaquezas,
llegando a veces hasta la adulación, aun a riesgo de envanecerla de su piedad. Al
principio no se dio perfecta cuenta del hecho, pero cierto era que había caído en
el halago de aquello que había venido a convertir la confesión en un flirt raro
y grato, donde su mística, pero siempre femenil coquetería, se holgaba sobradamente.
Poco después el confesor había empezado la idea de coronar con una acción de mayor
merecimiento ante los ojos de Dios la devota vida que hacía en su casa. Un día en
la sobremesa –pues el cura de la parroquia comía una vez a la semana en casa de
la familia –dijo, como idea cogida al vuelo y sin intención remota:
–No
extrañaría que Carmen Rosa la diera, el día menos pensado, por meterse a fundadora
de una orden religiosa. Seguramente escogería un nombre poético: ¡María de la Luz!
–Pero
¿de dónde saca usted eso? –replicó Carmen Rosa ruborizándose–. Sería una extravagancia.
–A
los grandes imaginativos no los seduce sino lo que se sale de lo ordinario. Mientras
más fantástico, mejor. Imagínese: fundadora de una orden nueva. Ya me parece estar
viéndolo: Cuando sor María de la Luz…
Cambió
Carmen Rosa la conversación, temerosa del ceño que ponía su hermano, pero ya la
idea insidiosa había encontrado asidero propicio en su espíritu. Muy lejos estaba
todavía de ser un propósito definido; solo era una grata ensoñación a la cual se
entregaba en esos estados de abandono mental en las cuales la fantasía enreda los
más caprichosos motivos; cuando más, vago anhelo, como de cosa imposible; pero allí
estaba la idea aquella, como levadura en masa fácil de fermentar, turbándole el
sueño, empujándola a todo rincón de sombra y silencio… ¡Teresa de Jesús! Nunca se
le había ocurrido que ella pudiese servir para aquello… Pero… Puesto que el padre
lo decía… ¿Quién sabe…? ¡Cuando sor María de la Luz…!
Y
era tan pertinaz la dulce violencia de esta obsesión, que a poco andar Carmen Rosa
no tuvo vida sino para consumirla en la lumbre voraz de su deseo.
La
madre y hermano diéronse cuenta de la situación y le declararon una guerra abierta
y sin tregua; pero ni amenazas del uno, ni súplicas ni lloriqueos de la otra, lograron
más sino afirmarla en su terco y escondido empeño.
¿De
dónde salía ahora, a raíz del disgusto que por causa de su hermano acababa de tener
aquel impulso de rebeldía que la hizo ser injusta y brutal con Clarita?
***
Era así la vida
en aquella casa, cuando una mañana, de improviso, entró la alegría.
Pablo
Lagañez, un pariente lejano a quien la familia no conocía y que se había educado
en el Norte desde niño, había llegado a Caracas por aquellos días. Era un joven
moreno, vigoroso, casi hercúleo, y tenía un carácter franco, expansivo y bullicioso.
Desde
el primer momento Carmen Rosa experimentó viva simpatía hacia aquel joven que tanto
elogiara su hermano. Por otra parte, ella encontró otras excelencias: Pablo Lagañez
tenía un corazón sensible, jugoso de ternura.
Una
mañana llegó clamoroso, con una niñita en los brazos, rubia y linda como una muñeca.
–¡Prima!
¡Prima! Mira lo que te traigo.
La
había encontrado al pasar, jugando en la plazoleta de la iglesia cercana.Y sin cuidarse
del rubor que hacía estallar en las mejías de Carmen Rosa, le dijo maliciosamente:
–Es
necesario, prima, que en este patio haya pronto una criaturita tan mona como esta…
El
intruso alegró la vida de Carmen Rosa. Una alegría fugaz, pero dulcísima, metiósele
alma adentro, como una lumbrada de sol en rincón oscuro y frío, desentumeciendo
alborozos y ansias juveniles que se precipitaron ávidamente en aquel rayo cálido,
que fue veloz y certero hasta lo hondo del corazón aterido por los grandes hielos
del divino amor.
Asimismo,
el sol verdadero creó el blancucho color de su faz en los paseos que Pablo Lagañez
inventó para ella en los claros días de mayo. Ora en las mañanas en los campos cercanos,
ora en las tardes por las barriadas capitalinas; o entre días por los pueblecitos
próximos, aquellas jubilosas excursiones, donde su hermano hacía de Cicerone y que
para ella eran tan inusitadas como para Pablo Lagañez, fueron un brusco paréntesis
de vida casera y una vacación espiritual deliciosa. Corrientes y frescas aguas,
cálidos aires y tibias sombras, el caliente olor del paisaje y la lumbrada azul
de los cielos, el olor agreste y los campesinos rumores, todo aquello, contemplado
y sentido otras veces como recóndita invitación al arrobamiento místico, era entonces
nuevo y sabroso. Adobábalo Pablo Lagañez con su charla amable y alegre y gustábalo
ella con fruición golosa, un poco turbada por aquel violento cambio de vida, por
aquella repentina sumersión en el mundo, precisamente cuando acariciaba la idea
de renunciar a él para siempre. A veces su hermano y Pablo se engolfaban en una
conversación seria sobre motivos de orden práctico o trascendental y a ella entonces
le tocaba callar. Ella en medio de los dos, silenciosa y sin pensamientos suyos,
solo cruzando por su mente las ideas que ellos expresaban, experimentaba bienestar
inefable, hondo y calmoso.
Pero
eran los más dulces y turbadores momentos aquellos de la jornada. En el vagón del
tren o del tranvía donde regresaban de la diaria excursión, fatigados ellos del
mucho hablar, cansada ella de la larga caminata, quedábase a menudo en silencio
y entonces Pablo Lagañez la miraba largamente, con una sonrisa tan afable, con una
mirada tan honda y luminosa, y preguntábale luego: ¿Estás cansada? con un tono de
protección ¡tan insinuante!, de ternura varonil ¡tan subyugador!, que ella se sentía
conmovida hasta lo más profundo de su ser, y experimentaba un mimoso deseo de perpetuar
aquellas puras caricias con que, así, tan deliciosamente, un alma fuerte y alegre
iba sorbiéndose la de ella tan necesitada del rescoldo de amor.
A
veces Pablo le preguntaba en un improntus de su humor expansivo:
–Prima,
¿no tienes novio?
Turbábase
ella y respondía:
–¿Quién
va a enamorarse de mí?
–¡Dianche!
Cualquiera que tenga ojos y corazón. Hay que buscar uno. A ti te está haciendo falta
un novio.
Y
soltábale una risotada clamorosa al verla sonrojarse.
Un
día, recorriendo el jardín del corral, le preguntó:
–¿No
tienes orquídeas? Pues voy a buscártelas. Son preciosas: llenaremos el corral. Verás
qué bosque fantástico voy a formarte.
Y
como lo prometió lo cumplió. Compró muchas y encargó a las vendedoras que le llevasen
cuantas tuvieran. Pocos días después el corral de Carmen Rosa estaba poblado de
cepas de orquídeas que florecían profusamente, adheridas a los troncos de los árboles
o dentro de rústicas cestas que el mismo Pablo construyó en sabrosa y fraternal
colaboración con la muchacha.
–Ah,
prima. Ya tenemos de qué vivir –decíale elogiando la obra–. Ponemos una fábrica
de cestos para matas y te aseguro que no nos moriremos de hambre.
Esta
chancera previsión de un porvenir común, de una vida compartida entre los dos, encendía
fugaces sonrojos en las mejillas de Carmen Rosa y le llenaba el corazón de una dulce
zozobra.
Pero
Pablo Lagañez debía desaparecer como había aparecido: de pronto, intempestivamente.
Un día llegó diciendo:
–Parientes,
vengo a despedirme de ustedes... Salgo para el Yuruary, como ingeniero de una compañía
que se ha formado, para emprender la explotación científica, en grande, de una vasta
región cauchera.
Era
el primer dinero que le producía su profesión y esto lo llenaba de desbordada alegría
infantil. Habló de su porvenir con optimismo entusiasta y luego salió, tan clamorosamente
como llegara la primera vez, gritando, ya en la puerta:
–¡Adiós!
¡Hacia el porvenir! ¡Hacia la vida!
Carmen
Rosa y la madre, que habían ido a despedirlo hasta la puerta, volvieron maquinalmente
en el recibimiento del corredor. Las últimas palabras del ingeniero habían dejado
en sus oídos esa intranquilizadora sensación de súbito silencio. Permanecieron un
rato sin hablarse. Carmen Rosa con los ojos bajos, plegando y desplegando alforzas
en la tela de su falda como un símbolo de aquel juego del destino con la vida; la
madre con el mentón en el hueco de la mano, pestañeando repetidas veces. Luego la
hija se levantó de su asiento y se fue, a lo largo del corredor, a su rincón de
bordar: la madre la siguió con las miradas y murmuró, moviendo la cabeza:
–¡No
estaba de Dios!…
Meses
después recibían cartas de Pablo. Dábales noticia del fracaso de su empresa y de
su internación en el Brasil, en busca de campo más propicio a sus ambiciones.
Al
final de la carta dedicaba un largo párrafo a Carmen Rosa, recomendábale el cuidado
de las orquídeas y recordándole lo que tanto le había dicho, a propósito del novio
que debía procurarse.
Después
no se supo nada de él. ¿Sería el amor lo que había pasado? Carmen Rosa volvió a
sus labores y a sus pensamientos piadosos, que recuperaron todo su corazón con una
violencia desesperada. Al año siguiente, por mayo, cuando florecieron las orquídeas,
se nombró en la casa a Pablo Lagañez: luego murieron las flores y nadie volvió a
nombrarlo.
Entre
tanto, la voz insinuante volvía a decir:
–Cuando
sor María de la Luz…
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