Juan Valera
El castillo estaba en la
cumbre del cerro; y, aunque en lo exterior parecía semiarruinado, se decía que en
lo interior tenía aún muy elegante y cómoda vivienda, si bien poco espaciosa.
Nadie se atrevía a vivir
allí, sin duda por el terror que causaba lo que del castillo se refería.
Hacía siglos que había vivido
en él un tirano cruel, el poderoso Hechicero. Con sus malas artes había logrado
prolongar su vida mucho más allá del término que suele conceder la naturaleza a
los seres humanos.
Se aseguraba algo más singular
todavía. Se aseguraba que el Hechicero no había muerto, sino que sólo había cambiado
la condición de su vida, de paladina y clara que era antes, en tenebrosa, oculta
y apenas o rara vez perceptible. Pero ¡ay de quien acertaba a verle vagando por
la selva, o repentinamente descubría su rostro, iluminado por un rayo de luna, o,
sin verle, oía su canto allá a lo lejos, en el silencio de la noche! A quien tal
cosa ocurría, ora se le desconcertaba el juicio, ora solían sobrevenirle otras mil
trágicas desventuras. Así es que, en veinte o treinta leguas a la redonda, era frase
hecha el afirmar que había visto u oído al Hechicero todo el que andaba melancólico
y desmedrado, toda muchacha ojerosa, distraída y triste, todo el que moría temprano
y todo el que se daba o buscaba la muerte.
Con tan perversa fama, que
persistía y se dilataba, en época en que eran los hombres más crédulos que hoy,
nadie osaba habitar en el castillo. En torno de él reinaban soledad y desierto.
A su espalda estaba la serranía,
con hondos valles, retorcidas cañadas y angostos desfiladeros, y con varios altos
montes, cubiertos de densa arboleda, delante de los cuales el cerro del castillo
parecía estar como en avanzada.
Por ningún lado, en un radio
de dos leguas, se descubría habitación humana, exceptuando una modesta alquería,
en el término casi del pinar, dando vista a la fachada principal del castillo, al
pie del mismo cerro.
Era dueño de la alquería,
y habitaba en ella desde hacía doce años, un matrimonio, en buena edad aún, procedente
de la más cercana aldea.
El marido había pasado años
peregrinando, comerciando o militando, según se aseguraba, allá en las Indias. Lo
cierto es que había vuelto con algunos bienes de fortuna.
Muy por cima del prestigio
que suele dar la riqueza (y como riqueza eran considerados su desahogo y holgura
en el humilde lugar donde había nacido), resplandecían varias buenas prendas en
este hombre, a quien, por suponer que había estado en las Indias, llamaban el Indiano.
Tenía muy arrogante figura, era joven aún, fuerte y diestro en todos los ejercicios
corporales, y parecía valiente y discreto.
Casi todas las mozas solteras
del lugar le desearon para marido. Así es que él pudo elegir, y eligió a la que
pasaba y era sin duda más linda, tomándola por mujer, con no pequeña envidia y hasta
con acerbo dolor de algunos otros pretendientes.
El Indiano, no bien se casó,
se fue a vivir con su mujer a la alquería que poco antes de casarse había comprado.
Allí poseía, criaba o se
procuraba con leve fatiga cuanto hay que apetecer para campesino regalo y sano deleite.
Un claro arroyo, cuyas aguas, más frescas y abundantes en verano por la derretida
nieve, en varias acequias se repartían, regaba la huerta, donde se daban flores
y hortalizas. En la ladera, almendros, cerezos y otros árboles frutales. Y en las
orillas del arroyo y de las acequias, mastranzos, violetas y mil hierbas olorosas.
Había colmenas, donde las industriosas abejas fabricaban cera y miel perfumada por
el romero y el tomillo que en los circunstantes cerros nacían. El corral, lejos
de la casa, estaba lleno de gallinas y de pavos; en el tinado se guarecían tres
lucidas vacas que daban muy sabrosa leche; en la caballeriza, dos hermosos caballos,
y en apartada pocilga, una pequeña piara de cerdos, que ya se echaban con habas,
ya con las ricas bellotas de un encinar contiguo. Había, además, algunas hazas sembradas
de trigo, garbanzos y judías; y, por último, allá en la hondonada un frondoso sotillo,
poblado de álamos negros y de mimbreras, hacia cuyo centro iba precipitándose el
arroyo y formando, ya espumantes cascadas, ya serenos remansos.
Como el Indiano era excelente
cazador, liebres, perdices, patos silvestres y hasta reses mayores no faltaban en
su mesa.
Así vivían, como he dicho,
hacía más de doce años, marido y mujer, en santa paz y bienandanza, alegrándoles
aquella soledad una preciosa y única hija que habían tenido y que rayaba en los
once años.
No consta de las historias
que hemos consultado, cuál fuese el nombre de esta niña; pero, a fin de facilitar
nuestra narración, la llamaremos Silveria.
Bien puede asegurarse, sin
exageración alguna, que Silveria era una joya; un primor de muchacha. Se había criado
al aire libre, pero ni los ardores del sol ni las otras inclemencias del cielo habían
podido ofender nunca la delicadeza de su lozana y aun infantil hermosura. Como por
encanto, se mantenía limpia y espléndida la sonrosada blancura de su tez. Sus ojos
eran azules como el cielo, y sus cabellos dorados como las espigas en agosto.
Acaso, cuando éramos niños,
nos consintieron y mimaron mucho nuestros padres. De todos modos, ¿quién no ha conocido
niños consentidos y mimados? Y, sin embargo, a nadie le será fácil concebir y encarecer
lo bastante el consentimiento y el mimo de que Silveria era objeto. La madre, por
dulce apatía y debilidad de carácter, la dejaba hacer cuanto se le antojaba; y,
el padre, que era imperioso, como idolatraba a su hija y se enorgullecía de que
se le pareciese en lo resuelta y determinada, y en la valerosa decisión con que
ella procuraba siempre lograr su gusto y cumplir su real voluntad, lejos de refrenarla,
solía, sin premeditar ni reflexionar, darle alas y aliento para todo. Así es que,
cuando el padre se iba, y se iba a menudo, ya de caza, ya a otras excursiones, se
diría que por estilo tácito transmitía a la chica todo su imperio. Parecía, pues,
Silveria una pequeña reina absoluta, una emperatriz disfrazada de zagala. Por fortuna,
era tan generoso y noble el temple natural de su ánimo, que ni su absolutismo menoscababa
el cariño y el respeto que a su madre tenía, ni la amplia libertad de que gozaba
le valía nunca para propósito que no fuese bueno.
No había en la alquería
más servidumbre que la anciana nodriza de la señora, cocinera y ama de llaves a
la vez; su hija, ya más que granada, la cual, aunque muy simple, trabajaba mucho
y lavaba y, planchaba bien; y el viejo marido de la nodriza, que hacía de gañán,
porquerizo y vaquero.
Silveria, como se había
criado en aquel rústico apartamiento, sin hablar apenas sino con su gente y con
sus padres, era dechado singular de candorosa inocencia. Se había formado de la
naturaleza muy alegre y poético concepto, y en vez de recelar o desconfiar de algo,
a todo se atrevía y de nada desconfiaba. Cuanto era natural imaginaba ella que existía
para su regalo y que se deshacía para obsequiarla. ¿Cómo, pues, había de ser lo
sobrenatural menos complaciente y benigno? Por eso, sin darse exacta cuenta de tal
discurso, y más bien por instinto, Silveria no se asustaba ni de la obscuridad nocturna,
ni de las sombras y del silencio del bosque, ni de los vagos y misteriosos ruidos
que forman el agua al correr y el viento al agitar el follaje. El mismo Hechicero,
de quien había oído referir mil horrores, en lugar de causarle pavor, le infundía
deseo de encontrarse con él y de conocerle y tratarle. A ella se le figuraba que
era calumniado y que no podía ser perverso como decían.
Contaba su madre que el
Hechicero no la atormentaba ya; pero que durante los primeros años de su matrimonio
y de su estancia en la alquería, la había atormentado no poco. Tal vez, de noche,
ella había oído su voz entonando melancólicos cantares; tal vez había llegado hasta
su oído el son triste y mágico de su melodioso violín; tal vez ella le había entrevisto,
al incierto resplandor de las estrellas, cuando atravesaba la selva y llegaba a
un claro, donde no había encinas, pinos ni abetos. Entonces decía la madre que la
sangre se le helaba con el susto; que sentía pena, como la que deben causar los
remordimientos, considerando delito el ver o el oír; y que cerraba ventanas y puertas
para que el Hechicero no viniese a buscarla.
Silveria no comprendía lo
que contaba su madre, o lo comprendía al revés; ni en el canto ni en el sonido del
violín acertaba a distinguir nada de espantable ni de pecaminoso; y lo único que
la apenaba era que aquella música, a su ver tan infundadamente medrosa, no sonase
ya nunca, o, al menos, no llegase a su oído.
Sin el menor recelo, y ligera
como una corza, solía, pues, Silveria salir de su casa, donde su madre andaba distraída
y empleada en faenas domésticas, y recorría, saltando y brincando, todas aquellas
cercanías. De lo que más gustaba era de ir al pie del castillo, que no estaba lejos,
y cuyas almenas y torres y aun la fachada principal, con sus grandes ventanas ojivales,
descollando sobre la masa de verdura, se divisaban bien desde el mismo cuarto en
que ella dormía.
Delante del castillo había
un ancho estanque de agua limpia y pura, porque el abundante arroyo que regaba la
huerta, entrando y saliendo, renovaba el agua de continuo. En aquel estanque el
castillo se miraba con gusto como en un espejo.
Iluminando fantásticamente
su fondo y prestándole apariencias de profundidad infinita, se retrataba también
en él la divina amplitud de los cielos.
Por todo alrededor había,
además de las encinas y robles de la selva, sauces, higueras, granados, acacias
y muy viciosa lozanía de otras plantas y hierbas.
En una fresca mañana de
abril Silveria vagaba por aquel lugar solitario y oculto, cogiendo lirios, violetas
y rosas, que florecían en abundancia y llenaban el ambiente con su perfume.
A deshoras oyó inesperado
estrépito y fue a ocultarse entre unas matas. Entonces vio llegar a caballo a un
hombre, que bajó de él y le ató a una rama por la rienda. El hombre estaba en lo
mejor de su edad; vestía de negro, y bajo su sombrero con plumas y de ala ancha
se descubría muy bello rostro. Era gentil su apostura. A su andar airoso resonaban
las doradas espuelas.
El aspecto del forastero
no era ciertamente para atemorizar a nadie; de suerte que Silveria, que ya de por
sí no pecaba de tímida, salió de su escondite, y marchando hacia el recién llegado,
le dijo:
Sorprendido el forastero
de la repentina aparición, exclamó:
–Soy Silveria –contestó–;
soy la hija del Indiano. Vivo a pocos pasos de aquí. Si no lo estorbase la arboleda,
se vería desde aquí mi casa. Y el señor caballero, ¿es por ventura el encantador
de quien tanto se habla?
–No, hija; yo no soy el
encantador; pero ando en su busca. Y tú, dime, ¿qué hacías por aquí?
–Pues, ¿qué había yo de
hacer?… Nada…, coger flores. Aquí las hay a manta…, ¡y tan bonitas! ¡Mire, mire
cuántas he cogido! –Y extendiendo los brazos y desplegando el delantal, le enseñaba
las flores que en él tenía.
–Tome su merced las que
quiera.
Y tomando del delantal dos
lirios de los que tenían más largo el cabo, se quitó el sombrero, puso en él los
lirios al lado de las plumas y volvió a cubrirse.
Tal vez notó la chica, mientras
él estaba descubierto, que su cabellera era negra y rizada en bucles, blanca y serena
la frente y los ojos dulces y tristes.
Ello es que, cobrando mayor
confianza, habló así Silveria:
–Aunque me moteje de sobrado
curiosa, ¿quiere su merced decirme qué diantre ha venido a hacer por estos andurriales?
Cayeron en gracia al caballero
el imperioso desenfado y el infantil despejo de Silveria, y le respondió sonriendo:
–Hija mía, yo he comprado
este castillo, y vengo a vivir en él. Mis criados van a llegar con el equipaje.
Por la impaciencia de ver el castillo me he adelantado a trote largo.
–¡Ay! Y yo que nunca le
he visto, porque está cerrado con llave… Déjeme su merced que le vea.
–Entonces puedes venir conmigo.
Aquí están las llaves; abriremos y entraremos, y lo veremos todo.
Dicho y hecho. Aquel joven
señor abrió la puerta, y, acompañado de Silveria, recorrió lo interior del castillo.
Luego que subieron la elegante
escalera, vieron en el piso principal salas muy bien amuebladas, aunque todo cubierto
de telarañas y de polvo.
Desde la ventana del centro,
que estaba sobre la puerta y en la mejor sala, ambos se extasiaron al contemplar
la magnífica vista. Allí se oteaban ríos y arroyos, risueñas llanuras, cortijos
y aldeas distantes, y, como límite más remoto, montañas azules, cuyos picos se dibujaban
o se esfumaban en el más nítido azul del aire, diáfano, sin nubes y dorado entonces
por el sol. En torno se veían, como mar de verdura, las apiñadas copas de los árboles
que circundaban el castillo, y, no muy lejos, a la salida del bosque, la pequeña
alquería de Silveria.
–Allí vivo yo –dijo al forastero,
mostrándole la alquería con el pequeñuelo y afilado dedo índice.
Miró el forastero la alquería,
y, antes de que dijese palabra, exclamó Silveria:
–¡Vaya si soy disparatada!
De fijo que van a dar las nueve…, hora de almorzar. Mi padre va a chillar y a rabiar
si me echa de menos. Adiós, adiós.
Y salió escapada, y bajó
la escalera dando brincos.
No quiso él perseguirla
ni detenerla, pero le gritó desde lo alto:
–Muchacha, ten cuidado,
no te vayas a caer. Vuelve por aquí cuando quieras.
–Ya volveré, si no incomodo
–contestó; y luego, mirando él de nuevo por la ventana, vio a la chica salir corriendo
del castillo, cruzar por la orilla del estanque y perderse de vista bajo la enramada,
donde estaba la senda más corta que a su casa conducía.
Más de una semana pasó Silveria
sin volver al castillo, aunque sentía muchas ganas de volver, estimulada por el
afán de saber lo que allí pasaba.
Ella había esperado que
el forastero hubiese venido a visitar a sus padres como a sus únicos vecinos, o
haberle encontrado a caballo o a pie, en los paseos de ella por el campo. Pero estas
esperanzas le salieron vanas. Sin duda el joven señor había buscado la más completa
soledad, en la cual de tal modo se complacía, que se pasaba el tiempo encerrado
en su nueva mansión, invisible para todos.
Silveria, al cabo, no supo
resistir a su deseo de volver a verle. Recordó que le agradaban las flores, y, cogiendo
muchas de las más lindas y fragantes que había entonces en su huerta, hizo un ramillete
y se fue con él al castillo.
A la puerta había un viejo
criado.
–Traigo estas flores para
el señor –le dijo Silveria.
El viejo criado echó mano
a las flores para llevárselas.
–¡Tate, tate, atrevido!
–dijo la muchacha riendo–. Yo misma he de llevar las flores. Anuncie a su amo que
Silveria está aquí.
Riendo a su vez el vicio
de la despótica desenvoltura de la muchacha, se fue a cumplir su mandato.
Ella le siguió hasta el
pie de la escalera, y como desde allí sintiera pasos en lo alto, el viejo gritó:
–Que suba, que suba –respondió
el señor al punto.
No fue menester más. Silveria
dio un ligero empujón al viejo, que estaba delante de ella atajándole el paso, subió
los escalones de dos en dos, hizo una graciosa reverencia al forastero, que ya la
aguardaba arriba, y le presentó el ramillete.
Él le tomó, diciendo mil
gracias, y besó en la frente a Silveria. Luego añadió, dirigiéndose al criado que
acababa de subir:
–Juan, toma estas flores…,
con cuidado, no se deshojen. Ponlas en un vaso con agua. Trae bizcochos, confites
y vino dulce moscatel para agasajar a mi huéspeda.
Después entraron en el salón
donde Silveria lo halló todo más bonito. Ya no había telarañas ni polvo. Los muebles
parecían mejores; las telas tenían más vivo color, y las maderas, lustre, bruñidas
con la limpieza.
Junto a la ventana principal
había un bufete, con recado de escribir, y muchos libros y papeles.
Silveria, arrellanada en
un sillón, se comía un bizcocho de los que Juan le presentaba en una bandeja de
plata.
–Está muy rico –dijo, y
se comió dos más.
Cuando se fue el criado
y Silveria se quedó sola con el amo, contestó con sencilla naturalidad a varias
preguntas que éste le hizo. Juzgándose así autorizada a preguntar también, sometió
al forastero a un chistoso interrogatorio:
–¿Cómo se llama su merced?
–le preguntó.
–Me llamo Ricardo, para
servirte.
–Para servir a Dios –repuso
ella–. Y dígame su merced, ¿en qué emplea su tiempo, encerrado aquí todito el día
y sin ver a nadie?
–Comedias, novelas…; soy
poeta.
–Vamos, ya entiendo…, tramoyas
y líos de enredo divertido para entretener a la gente ociosa.
–Oiga usted, ¿y cómo se
arregla su merced a fin de inventar tanta maraña, sacándola de la cabeza? Difícil
ha de ser el oficio. ¿Quién se le enseñó?
–El Hechicero, de quien
tantas cosas has oído.
–¿Y dónde y cómo le vio
su merced?
–Le vi hace años. Le perdí
luego, y me temo que no he de volverle a hallar nunca.
Silveria no comprendió nada
de esto, y se lo confesó al forastero con inocente franqueza.
–Con el tiempo lo comprenderás
–le dijo él–; eres muy niña todavía.
Y como no le dio más explicaciones,
ella se sintió lastimada y picada en el fondo de su alma, de que él, no sólo la
creyese ignorante, sino por lo pronto, y Dios sabía hasta cuándo, incapaz de aprender,
indigna de que se le revelase misterio alguno.
Y en su sentir había allí
misterio. A la verdad, la idea inmediata y distinta que ella se formaba del oficio
de Ricardo, era la de que inventaba embustes ingeniosos e inofensivos que pudiesen
servir de diversión apacible. Pero Silveria cavilaba mucho y su pensamiento iba
deprisa y volaba al cavilar, imaginando cosas hermosamente confusas, ya que ella
no atinaba entonces a expresarlas con palabras, ni podía siquiera ordenarlas en
su cabeza para percibirlas mejor. Sólo vagamente, discurriendo ella en cierta penumbra
intelectual, notaba que las ficciones del poeta no eran mero remedo de lo que todos
vemos y oímos, sino que penetraban en su honda significación, revelando no poco
de lo invisible y de lo inaudito, y haciendo patentes mil tesoros que esconde la
naturaleza en su seno. Pero ¿quién prestaba al poeta la llave para abrir el arca
en que esos tesoros se custodian? ¿Quién le daba la cifra para interpretar el sentido
encubierto de lo que dicen los seres? ¿De qué habla el viento cuando susurra entre
las hojas? ¿Qué murmura el arroyo? ¿De qué cantan los pajarillos? ¿Qué cuentan,
qué declaran los astros cuando nos iluminan con su luz? De seguro había de haber
un ángel, un duende, un genio, un espíritu familiar que nos acudiese en todo esto.
Ricardo había de estar en relación con él, había de saber evocaciones a que él obedeciese,
conjuros que le sujetasen a su mandado.
Tales ensueños, y otros
mil, enteramente inefables, surgían en la imaginación de Silveria y aguijoneaban
su curiosidad.
Ricardo, no obstante, había
dicho que era muy niña para entender en otros asuntos al parecer de menor importancia.
¿Cómo, pues, había ella de considerarse apta para iniciarse e instruirse en algo,
a su vez, más recóndito y obscuro?
Silveria era modesta y prudente,
a pesar de su desenfado y de su audacia, y no insistió en preguntar.
Para su consolación y sosiego,
puso en lo inexplicado extraño deleite y buscó y halló en lo desconocido inagotable
venero de suposiciones fantásticas, que la divertían y embelesaban.
Sus visitas a Ricardo no
fueron en lo sucesivo muy frecuentes. Silveria era orgullosa, y no quería estar
de más ni ser importuna o cansada; pero Ricardo la trataba bien, como a una chiquilla
despejada, mimada y graciosa, y ella siguió visitándole de vez en cuando, trayéndole
flores y comiéndole sus bizcochos.
Alentada por él, que le
dijo que le mirase como a su hermano mayor, Silveria acabó por tutearle.
Cuando, a solas, pensaba
en Ricardo, a veces le tenía grande envidia por el trato íntimo en que se figuraba
que había de estar con los genios del aire o con otros seres e inteligencias sobrehumanas;
a veces le tenía muchísima lástima al contemplar el aislamiento y abandono en que
él vivía, sin padre ni madre que le cuidasen y mimasen como a ella la cuidaban y
mimaban.
De esta suerte, fueron pasando
días y días hasta que llegó el invierno con sus escarchas y hielos.
La Nochebuena quiso el Indiano
obsequiar a su hija, y le compró y le trajo de la menos distante ciudad un precioso
Nacimiento. Jerusalén con el templo de Salomón y el palacio de Herodes, todo de
cartón pintado, estaba en lo más alto, sobre muchos peñascos, de cartón también;
pedacitos de vidrio imitaban ríos y arroyos; la estrella que guiaba a los Reyes
Magos aparecía atada a un alambre, y el portal de Belén figuraba en primer término.
Más de cuarenta muñequitos
de barro animaban el paisaje. Herodes conversaba con la reina, asomados ambos a
un balcón; Melchor, Gaspar y Baltasar iban a caballo, trotando por una vereda y
guiados por la estrella maravillosa; el Niño Jesús se veía en el portal con la Virgen,
San José, el buey y la mulita; pastores y zagalas se prosternaban adorando al Niño;
otros cuidaban de las ovejas o de una manada de pavos; y seis o siete ángeles, vistosísimos
y con alas desplegadas, al parecer de oro, anunciaban la Buena Nueva al mundo tocando
sendas trompetas.
Iluminado todo esto por
dos docenas lo menos de cerillas, tomaba un aspecto deslumbrador; semejaba un ascua
de oro.
En extremo se holgó Silveria
al ver encendido su Nacimiento. Hubo en la alquería fiesta familiar. La nodriza
tocó la zambomba, y amos y criados cantaron villancicos, y patriarcal y primitivamente
cenaron juntos sopa de almendras, besugo, potaje de lentejas, y para postre castañas
cocidas, olorosos peros y otras frutas bien conservadas desde el otoño.
Terminada la fiesta, todos
se recogieron a dormir, mucho antes de media noche; pero Silveria se sentía harto
desvelada, y mil ensueños y fantasías tenían alerta y alborotaban su espíritu.
Sola en su cuarto, abrió
las maderas de la ventana y se puso a mirar el cielo y los campos solitarios y silenciosos.
Ni la más ligera ráfaga de viento movía las ramas. El aire, sin nubes, consentía
que la luna bañase con su pálido fulgor los montes y las copas de los árboles. Misteriosa
obscuridad prevalecía donde éstos proyectaban su sombra. Alguna nieve, en el ramaje
y extendida por el suelo, relucía cual bruñida plata, y al quebrarse en ella los
rayos de la luna, ya lanzaban destellos diamantinos, ya formaban iris fugaces.
Silveria contempló todo
lo dicho, pero miró también el castillo, que sobresalía entre los árboles, y vio
luz al través de los vidrios de la ventana principal. La lámpara ardía aún sobre
el bufete, y su amigo sin duda estaba escribiendo o leyendo.
Ella tuvo entonces muy grande
compasión de la soledad de su amigo; y, al pensar en que ella se había divertido
tanto, mientras él había estado tan solo, se le saltaron las lágrimas. Allá en sus
adentros, ponderó y encareció además la magnificencia y primor de su Nacimiento,
y se afligió sobremanera de que Ricardo no le hubiese visto. Se sintió dominada
por un irresistible deseo de lucir ante su amigo aquella maravilla artística de
que era poseedora, gracias a la generosidad de su padre y sin premeditarlo nada,
tomó la resolución más atrevida.
Se abrigó lo mejor que pudo,
bajó la escalera de puntillas, se apoderó de la llave de la puerta, abrió y volvió
a cerrar, y se encontró al raso, con bastante frío, y llevando en las manos el Nacimiento,
apagado, que, por dicha, si bien tenía alguna balumba, pesaba muy poco.
Como era robusta y ágil,
en menos de diez minutos se plantó en la puerta del castillo, cargada con magos,
ángeles, Niño Dios, ovejas, pavos, Jerusalén y pastores.
Depositando su carga en
el suelo, dio dos aldabonazos, y pronto oyó la voz del viejo Juan, diciendo:
–Gente de Paz. ¡Ábreme,
hombre!
Juan conoció la voz, y abrió,
todo espantado y santiguándose y persignándose.
–¡Ave María Purísima! ¿Qué
ha sucedido? Muchacha, ¿te has vuelto loca?
–No seas tonto –replicó
ella–. Yo estoy en mi juicio. Vengo a que vea tu amo esta preciosidad. Vamos a encender
a escape.
Y, valiéndose de la luz
que Juan traía, encendió sin detenerse las candelas todas.
–Cállate, no digas que estoy
aquí. Voy a sorprender a tu amo.
Y cargando de nuevo con
el Nacimiento, ya todo refulgente, subió Silveria la escalera.
El poeta, con los codos
sobre la mesa y absorto en sus meditaciones, no había sentido nada.
Silveria entró, se acercó
a él sin hacer ruido, y cuando estuvo a cortísima distancia, recordó lo que el ángel
principal llevaba escrito en un cartoncillo, pendiente de la trompeta, y con voz
argentina y melodiosa, lo dijo como saludo:
–¡Gloria a Dios en las alturas
y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!
Maravillado el poeta, se
puso de pie de un salto, y la muchacha, adelantándose rápidamente, colocó sobre
la mesa la luminosa y sencilla representación del sagrado misterio.
–¡Vamos! –exclamó–. Confiesa
que es muy bonito.
Ricardo lo miró todo, por
un breve instante, sin decir palabra. Luego miró a Silveria y dijo:
–¡Ya lo creo…, es un prodigio!
Y asiendo a la chica por
la cintura con ambas manos, la levantó a pulso en el aire, la chilló, la brincó
y le dio en las frescas mejillas media docena de besos sonoros.
Enseguida la reprendió suave
y paternalmente por el audaz desatino de haberse escapado de su casa, viniéndose
sola a media noche por entre los pinos. Ella le oyó compungida, pero no arrepentida.
No por eso dejó él de mirar
de nuevo el Nacimiento, celebrándole mucho. Después apagó a soplos todas las candelas,
se puso la capa y el sombrero hizo que Juan le acompañase, cargado con el Nacimiento,
y, tomando a Silveria de la diestra, y en su izquierda una linterna encendida, llevó
a la chica a casa de sus padres, donde la hizo entrar, donde Juan dejó el Nacimiento
y de donde no se retiró hasta que Silveria quedó dentro y echó la llave.
Pasó tiempo, y las visitas
de Silveria y sus coloquios con el poeta no se hicieron más frecuentes. Harto notaba
ella, apesadumbrada, aunque sin enojo, que él le hablaba siempre de niñerías, que
no se dignaba leerle nada de sus obras, y que no llegaba nunca a explicarle los
arcanos procedimientos de su arte.
Pero Silveria, que tenía
mucho orgullo, culpaba de todo a sus cortos años, y se afligía poco, porque era
confiada, jovial y alegre, y no se afligía sino con sobrado motivo.
Jamás hablaba el poeta de
sus escritos, contentándose con saber, por Juan, que en la capital del reino eran
cada vez más celebrados, proporcionando a su autor envidiable fama.
Ricardo se ausentaba con
frecuencia; iba a la capital, pasaba allí algunos meses y volvía a su retiro.
Apenas volvía, acudía Silveria
a verle, y él la encontraba tan niña, tan graciosa y tan inocente como la había
dejado.
Aconteció, no obstante,
que en una de esas excursiones, Ricardo tardaba mucho en volver. Silveria preguntaba
a Juan, que había quedado guardando el castillo, cuándo volvería su amo, y, por
las respuestas que de Juan recibía, calculaba que iba el Poeta a tardar mucho, que
acaso ya no volvería jamás.
Así transcurrieron, no dos
o tres meses, como en otras ausencias, sino más de cinco años; pero Silveria distaba
infinito de olvidar al poeta. Siempre le tenía presente en la memoria, y aun le
veía en sueños. Y si bien le causaba amarga tristeza la desesperanza de volver a
verle en realidad, la energía sana y la noble serenidad de su espíritu se sobreponían
a todas las penas. Por Juan sabía además, y esto la consolaba, que Ricardo estaba
bien de salud y que alcanzaba brillantes triunfos allá en remotos países.
Ella también triunfaba,
a su modo, en aquel apartado retiro en que vivía. Gloriosa transformación y vernal
desenvolvimiento hubo en todo su ser. Estaba otra, aunque más bella. Creció hasta
ser casi tan alta como su padre; su cabeza parecía, en proporción del resto del
cuerpo, más pequeñita y mejor plantada sobre el gracioso cuello, cuyo elegante contorno
quedaba descubierto por la cabellera rubia, no caída ya en trenzas sobre la espalda,
sino recogida en rodete; los ricillos ensortijados, que flotaban sueltos por detrás,
hacían el cuello más lindo aún, como si vertiesen, sobre apretada leche teñida con
fresas, lluvia de oro en hilos y de canela en polvo; la majestad gallarda de su
ademán y de sus pasos indicaba la salud y el brío de sus miembros todos; la armonía
divina de sus formas se revelaban al través de la ceñida vestidura, y, agitándose
su firme pecho, se levantaba en curva suave.
En resolución, Silveria
era ya una hermosísima mujer; pero tan inocente y pura como cuando niña.
La madre, al ver a Silveria
en edad tan sazonada y florida, excitó al Indiano a salir de aquella soledad y a
irse a vivir en la aldea o en población mayor y más rica, a fin de hallar un buen
novio con quien la chica se casase; pero el Indiano se oponía siempre a tal proyecto
y le condenaba como profanación abominable. Aunque valiéndose de términos más rudos,
él razonaba de esta suerte. Algo dormía aún en Silveria, y era cruel romper bruscamente
su sueño de ángel; era impío, sin aguardar a que ella misma bajase del cielo a cumplir
su misión, lanzarla de repente en la tierra, por grandes que fuesen las venturas
con que la tierra le brindara.
Convenía, por otra parte,
que aquella rosa temprana desplegase sus pétalos con todo reposo y no diese precipitadamente
el aroma y la miel de su cáliz. El Indiano alegaba, por último, que no era de temer
que su hija perdiese la ocasión. Por su simpar belleza podía aspirar a enlazarse
con un príncipe; y como, además, el Indiano había administrado bien su caudal, había
ahorrado bastante y podía dotar a Silveria con generosa esplendidez; siempre que
se lo propusiese acudirían los novios a bandadas como los gorriones al trigo.
No se sabe si los razonamientos
del Indiano convencieron o no a su mujer; pero ella hubo de someterse, según tenía
de costumbre.
Silveria continuó, pues,
selvática y casi retraída de toda convivencia y trato de gentes, como paloma torcaz,
como escondida flor del desierto.
En una tarde apacible del
mes de mayo subió Silveria al castillo a ver al anciano Juan, que allí vivía solo.
Extraordinarios fueron su
júbilo y su sorpresa cuando supo que la noche anterior, sin previo aviso, había
llegado Ricardo después de cinco años de ausente.
Como cuando ella tenía once
años, con igual sencillez, si bien con mayor ímpetu, apartó Silveria al criado,
corrió por la escalera arriba, y, conmovida, jadeante y bañadas las mejillas en
encendido carmín, se lanzó en la sala, donde, por dicha, se encontraba el poeta.
Recordando entonces, de
súbito, el saludo angélico de la noche de Navidad, le repitió, diciendo:
–¡Gloria a Dios en las alturas
y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!
Pasmado, mudo, extático
se quedó él, como si una portentosa deidad hubiera llegado a visitarle.
–¿Qué…, no me conoces? –añadió
ella.
Y se arrojó cariñosamente
en sus brazos.
Él la apartó de sí blandamente,
con honrado temor, y con una admiración y un asombro que Silveria no comprendía.
–¿No eres va mi hermano?
–le dijo melancólicamente.
Entonces le contempló por
breve espacio, y creyó advertir que una nube de tristeza velaba su faz; pero halló
su faz aún más hermosa que en los antiguos días.
Ricardo tomó con afecto
en sus manos las manos de ella, y le habló de cosas que ella escuchó con entreabierta
boca y con ojos que, por el interés y el espanto con que le miraba y le oía, parecían
más dulces y más luminosos y grandes.
Silveria no entendió bien
todo el sentido de lo que él decía; pero percibió que se lamentaba de que era muy
desventurado, de que ya no podía hacer dichosa a mujer alguna, de que su corazón
estaba marchito, y de que, si bien el Hechicero podía volverle aún toda su juvenil
lozanía, le había buscado en vano en sus largas peregrinaciones y no había podido
hallarle.
En extremo afligieron a
Silveria tan dolorosas confesiones. Dos gruesas lágrimas brotaron de sus ojos y
se deslizaron por sus frescas mejillas.
Ansiando luego consolar
al poeta, y con el mismo candor, con el mismo abandono purísimo con que ella acariciaba
a su madre, se acercó a él y empezó a hacerle caricias.
En aquel punto, y con disgusto
idéntico al que siente quien recela que alguien trata de impulsarle a cometer un
crimen, Ricardo rechazó violentamente a Silveria, exclamando:
–¡No me toques! ¡No me beses!
¡Vete pronto de aquí!
La gentil moza, sin penetrar
el motivo de aquellos aparentes y generosos desdenes, se consideró profundamente
agraviada.
No se quejó; no rogó; no
lloró. Su soberbia cegó la fuente del llanto y ahogó los ruegos y las quejas; pero
huyó, volando como lastimada paloma, escapando como cierva herida por emponzoñada
flecha clavada en las entrañas.
En hondo estupor había caído
el poeta al notar el efecto desastroso del desvío que acababa de mostrar por un
irreflexivo primer movimiento.
Apenas volvió en sí, fuerza
es confesar que desechó todos los escrúpulos y se arrepintió y hasta se avergonzó
de su conducta. Se rió de sí mismo con risa nerviosa y se calificó de imbécil.
A fin de enmendar la que
ya juzgaba falta, salió corriendo en pos de Silveria, pero era tarde.
¿Cómo descubrir sus huellas?
¿Cómo reconocer el sendero por donde había huido? El bosque era espesísimo y dilatado.
Ricardo vagaba por aquel laberinto; llamaba a voces a Silveria, y el eco sólo le
respondía.
Pronto llegó la noche sin
luna y con nubes que ocultaban la luz de las estrellas. Completa obscuridad reinaba
en el bosque. Tal vez rompía su solemne silencio el silbar de las lechuzas o el
tenue gemido del viento manso que agitaba por momentos las hojas.
En los giros y rodeos, que
iba dando como loco, vino a parar el poeta cerca de la alquería.
Alegres presentimientos
y gratos planes le volvieron de súbito la serenidad.
“Silveria –pensaba él– no
se habrá ido a otra parte. Debe de hallarse en su casa. Entraré allí; informaré
de todo a los padres, y delante de ellos pediré perdón a Silveria, asegurándole
que, lejos de desdeñarla, soy suyo para siempre.”
En la alquería ignoraban
aún la vuelta del poeta.
Con singular asombro recibieron
el Indiano y su mujer a un hombre a quien sólo de oídas conocían y de quien apenas
habían oído hablar en más de cinco años. Pero todo era allí consternación y alboroto.
El Indiano acababa de llegar de una larga excursión, y su mujer le había dicho,
llorando y sollozando, que Silveria no había vuelto; que Silveria no parecía. Sin
más explicaciones, porque no lo consintió la zozobra con que estaban, todos salieron
de nuevo al campo a buscar a Silveria.
Inútilmente anduvieron buscándola
hasta el amanecer. El día los sorprendió rendidos y desesperados.
La madre imaginaba que el
Hechicero le había robado a su hija; el Indiano que se la habían comido los lobos;
los criados que se la había tragado la tierra.
Sospechando que se hubiera
podido caer en los estanques, revolvieron las aguas y sondearon el fondo sin dar
con ella ni muerta ni viva.
Durante todo aquel día,
sin reposar apenas, los amos y los dos criados hicieron pesquisas y como un ojeo
por varios puntos del bosque, que se extendía leguas.
A las poblaciones más cercanas
enviaron avisos de la fuga, con las señas de la fugitiva; ¡pero nada valió! Y aunque
entonces no había telégrafos, ni teléfonos, y o no había policía o andaba menos
lista que ahora, se empleó tanta diligencia en buscar a Silveria, que al persistir
su desaparición, adquiría visos y vislumbres de milagrosa o dígase de fuera del
orden natural y ordinario.
Retrocedamos ya al tiempo,
en que nos hemos adelantado, y volvamos a cuando huyó Silveria, juzgándose agraviada.
Delirante de rabia y despecho,
corrió primero, sin parar y sin saber por donde, internándose en un agreste e intrincado
laberinto, por el cual no había ido jamás, y donde no había sendas ni rastro de
pies humanos, sino abundancia de brezos, helechos, jaras y otras plantas, que entre
los árboles crecían, formando enmarañados matorrales.
Se detuvo un rato, reflexionó
y reconoció que se había perdido.
La asaltó grandísimo temor,
figurándose el horrible pesar que iba a dar a sus padres si no volvía pronto a su
casa.
Pugnó por volver, buscó
el camino, se dirigió, ya por un lado, ya por otro; pero a cada paso se desorientaba
más y se veía en más desconocido terreno…
La esquividad de aquellos
sitios se hizo pronto más temerosa y solemne. Obscurísima noche sorprendió en ellos
a Silveria.
Por fortuna, Silveria no
sabía lo que era miedo. A pesar de su dolor y de su enojo, gustaba cierto sublime
deleite al sentirse circundada de tinieblas y de misterio en medio de lo inexplorado.
Quizá el Hechicero iba a aparecérsele allí de repente.
Ideas y sentimientos muy
distintos surgieron en su alma. La ira contra el poeta se trocó en piedad. Le creyó
enfermo del corazón; le perdonó; disculpó su desvío.
El Hechicero había causado
aquel mal, y era menester que el Hechicero le trajese remedio.
Entonces improvisó Silveria
una atrevida evocación, un imperioso conjuro, y dijo en alta voz y con valentía:
–¡Acude, acude, Hechicero,
para consolar y sanar a mi poeta y hacerle dichoso!
La voz se desvaneció en
las tinieblas, sin respuesta ni eco, restaurándose el silencio. La creación entera
dormía o estaba muda y sorda.
Nuestra heroína siguió marchando
a la ventura, si bien con lentitud. Sus pupilas se habían dilatado y casi veía en
la obscuridad. Iba, pues, salvando dificultades y tropiezos, cruzando por entre
malezas y riscos, y subiendo y bajando cuestas, porque el suelo era cada vez más
agrio y quebrado.
La fatiga de Silveria era
inmensa. No podía tenerse de pie. Logró, no obstante, encaramarse en un peñón, donde
se consideró defendida de la humedad, y, confiando en la protección de los cielos,
buscó reposo y pronto se quedó dormida.
Sus ensueños no fueron lúgubres.
Acaso eran de feliz agüero y se prestaban a interpretación favorable.
Soñó que, mientras su madre
le enseñaba a leer en libros devotos, vinieron los genios del aire y se la llevaron
volando para enseñarle más sabrosa lectura en el cifrado y sellado libro de naturaleza,
cuyos sellos rompieron, abriéndole, a fin de que ella le descifrase y leyese.
Cuando despertó, el sol
resplandecía, culminando en el éter. Sus ardientes rayos lo bañaban, lo regocijaban
y lo doraban todo.
Ella se restregó los ojos
y miró alrededor. Se encontró en honda cañada. Por todas partes, peñascos y breñas.
Los picos de los cerros limitaban el horizonte. Aquel lugar debía de ser el riñón
de la serranía. Silveria creyó casi imposible haber llegado hasta allí, sin rodar
por un precipicio, sin destrozarse el cuerpo entre los espinos y las jaras, o sin
el auxilio de aquellos genios del aire con que había soñado.
¿Para qué detenerse en aquel
desierto? Con nuevos bríos, aunque sin saber adónde, prosiguió Silveria su camino.
Después de andar más de
dos horas, encontró una estrecha senda, que le pareció algo trillada. Formaba toldo
a la senda la tupida frondosidad de gigantescos árboles. Apenas algunos sutiles
rayos de sol se filtraban a través de las ramas.
Subiendo iba Silveria una
cuestecilla, cuando oyó muy cerca los lamentables aullidos de un perro. Precipitó
su marcha, llegó al viso, donde había un altozano, y vio por bajo un grupo de chozas.
Junto a las chozas, armadas
de sendas estacas, cinco mujeres, desgreñadas y mugrientas, o más bien cinco furias,
rodeaban a un perro y le mataban a palos. Catorce o quince chiquillos, cubiertos
de harapos y de tizne, celebraban con descompuestos gritos de cruel alegría aquella
ejecución desapiadada.
A cierta distancia venía
un pobre viejo, de blanca y luenga barba, con un puñal desnudo en la mano, corriendo
hacia las mujeres para defender o vengar al perro.
Llevaba un violín colgado
a la espalda, y estaba ciego. Era un músico ambulante.
Las mujeres se retiraron
hacia las chozas, viéndole venir. Los chiquillos, puestos en hilera, la emprendieron
con él a pedradas. Uno de ellos se revolcaba por el suelo y chillaba como un energúmeno.
El perro, acosado por todos, le había dado un pequeño mordisco, motivando así la
ira de las mujeres y la canina tragedia.
El ciego llegó tarde. El
perro había quedado muerto.
Derribándose sobre él el
anciano, hizo tales lamentaciones y vertió llanto tan desconsolador, que algo mitigó
la ferocidad de aquella gente. Los chiquillos dejaron de tirarle piedras; pero ellos
y sus madres continuaron insultándole de palabra.
Le llamaban brujo, mendigo
sin vergüenza y hechicero maldito. En esto llegó Silveria, imprevisto y raro personaje
en medio de tal escena.
Por salvadora ventura pudo
tenerse que los maridos y padres de aquella desharrapada y turbulenta grey, los
cuales, bajo la traza de carboneros y leñadores, tal vez eran contrabandistas o
bandidos, hubiesen ido lejos, aquel día, a ejercer sus industrias o a entregarse
a sus merodeos. Si hubieran estado allí, el ciego y Silveria, que se puso a defenderle,
muy animosa, hubieran corrido grave peligro, porque aquellos hombres habían de ser
maleantes y desalmados.
Como quiera que fuese, Silveria,
convirtiéndose en denodada amazona, se apoderó del arma, que el viejo no sabía esgrimir
a causa de su debilidad y de su ceguera, y creyó y aseguró que tendría a raya a
toda la chusma.
Lo prudente, sin embargo,
era emprender una pronta retirada. El ciego lo pedía así, diciendo con voz temblorosa
a Silveria:
–Vámonos, hija mía; me estoy
muriendo; apenas puedo andar. Tú eres un ángel. Sírveme de guía y de apoyo. Yo te
marcaré el camino que importa seguir, y tú le verás, le distinguirás con tus ojos,
que han de ser muy hermosos, y me llevarás por él hasta llegar a un sitio donde
aguarde yo con reposo mi muerte, ya cercana.
El viejo, en efecto, tenía
el semblante de un moribundo. Violentas pasiones y continuos padecimientos, físicos
y morales, habían gastado su vida.
–Sin el perro –dijo– no
podía yo irme, si tú, hija mía, no hubieses venido en mi socorro. Ayúdame a llegar
a la casa, donde tengo albergue y refugio. No dista mucho de aquí, y, con todo,
no sé si llegaré con vida; las fuerzas me faltan.
Silveria, llena de caridad,
sostuvo al viejo, y éste, apoyado en su báculo y en el brazo de Silveria, a quien
indicaba la vía, fue andando en compañía de la gallarda joven.
Durante el viaje, le hizo
el viejo pasmosas confidencias.
–Apenas me hablaste –le
dijo–, te reconocí por la voz. Pensé que oía a tu madre, cuando, hace veinte años,
ella misma, engañándose, me persuadía con dulces palabras de que me quería bien,
y me halagaba con la esperanza de ser mi esposa. Pero, en mal hora para mí, vino
al lugar el Indiano. Tu madre se prendó de él perdidamente. Yo la perdono. Comprendo
que no tuvo ella la culpa de mi infortunio, sino la influencia invendible de nuestro
sino. Entonces mi alma era más fervorosa y enérgica. Mi alma era injusta, y no la
perdonaba. No pocas veces proyecté robarla o matarla, y me disuadía y me arredraba
luego mi honradez… o mi cobardía. Como demente, vagaba yo en torno de vuestra alquería.
Me ocultaba en el castillo. Atormentaba a tu madre como un vivo remordimiento; la
asustaba haciéndole creer que el hechicero era yo. Dios, sin duda, quiso castigarme,
y me dejó ciego. En adelante, no rondé más en torno de vuestra alquería. Mi vida
fue cada vez más desastrosa. Viví errando por montes y valles, tocando mi violín
y pordioseando.
Las revelaciones del viejo,
su sórdida miseria y las mismas enfermedades, que se estaba notando que le abrumaban
bajo su peso, infundían a Silveria repulsión poderosa; pero, en su noble espíritu,
podía más la compasión, y la excitaba a no abandonar al desvalido hasta que le dejase
en salvo.
Silveria, además, no acertó
a resistir a las insistentes preguntas del mendigo, y le contó su vida, su fuga
y su empeño de hallar al hechicero para sanar y consolar al poeta.
Entre tanto, la peregrinación
continuaba, con trabajosa lentitud, por sitios cada vez más escabrosos. Se habían
internado en un estrecho y hondo desfiladero. Por ambos lados se erguían montañas
inaccesibles, tajados peñascos, por donde no lograrían trepar ni las cabras montesas.
La fértil vegetación espontánea revestía todo aquello de bravía hermosura, que causaba
a la vez susto y deleitoso pasmo.
A menudo el viejo se paraba
fatigadísimo; se echaba por tierra y reposaba.
En uno de estos momentos
de reposo sacó de su zurrón algunos mendrugos de pan bazo y varias rajas de queso,
y, al borde de una fuentecilla, compartió con la joven su poco apetitosa y rústica
merienda. En otros momentos, Silveria se rindió al sueño y se recobró de su cansancio.
La noche llegó al cabo,
con aterradora lobreguez.
–Todavía nos queda bastante
que andar –dijo el viejo.
Y sacando del zurrón una
linternilla y de la faltriquera eslabón, pedernal, yesca y pajuela, encendió un
cabo de vela que dentro de la linternilla estaba colocado. Después entregó a Silveria
la linternilla y otros cabos de vela, de que venía provisto, para cuando el que
estaba ardiendo se consumiera.
De esta suerte siguieron
caminando.
Sería ya cerca de media
noche, cuando oyó Silveria ruido de aguas abundantes, que corrían con rapidez, despeñándose
entre las rocas.
–Ya estamos a pocos pasos
de mi casa –dijo el ciego–. Yo vivo con mi hermana, que es más vieja que yo. Su
carácter es violento y avinagrado. Odiaba a tu madre. No quiero que te vea. Podría
reconocerte y hacerte daño. Sus hijos, además, son dos forajidos, y de ellos debo
recelar lo peor. No bien lleguemos a la orilla del río, es necesario que me dejes.
Yo, siguiendo la corriente, me iré sin dificultad a la casa, que dista de allí poquísimo.
Tú, ya sola, seguirás andando con valor contra el curso del agua, y procurando no
encontrar a ningún ser humano. La linternilla te alumbrará. Al fin llegarás al nacimiento
del río, que brota entre las peñas. A poca distancia del gran manantial, si buscas
bien, verás la entrada de la caverna. Entra denodadamente; llega hasta el fondo,
y yo te aseguro y anuncio que encontrarás al hechicero, según lo deseas.
Pronto llegaron, en efecto,
a la misma margen de aquel riachuelo apresurado. Allí se escabulló el vicio; se
desvaneció en la obscuridad como soñada visión aérea. Silveria se quedó completamente
sola.
Su peregrinación fue más
penosa y más arriesgada que antes, por espacio de algunas horas. El casi borrado
sendero por donde Silveria iba se levantaba, en no pocos puntos, sobre el nivel
del agua, de la que le separaba un negro precipicio. La garganta de las sierras,
en que el río había abierto su cauce, se estrechaba cada vez más, y la cima de los
montes parecía elevarse, dejando ver menos cielo y menos estrellas.
Amaneció, por último, y
penetró en aquella hondonada la incierta luz de la aurora.
Todo se alegró y animó al
ir disipándose la obscuridad. Despertaron las aves y saludaron con sus trinos el
naciente día.
Silveria llegó entonces
al manantial. Brotaba con ímpetu y en gran cantidad la cristalina masa de agua entre
enormes y pelados peñascos. Por todas partes se alzaban como colosales paredes los
escarpados cerros. La joven se creía sumida en un grande hoyo, porque las revueltas
del camino le encubrían el lugar de su ingreso.
Buscó ella con ansia la
gruta, y apartando ramas y zarzas, que la celaban algo, vino al fin a dar con la
entrada.
Sin vacilar un instante,
y con heroica valentía, penetró en el subterráneo, espantando a los búhos y murciélagos
que allí anidaban, y que oseados huyeron.
Transcurridos ya más de
veinte minutos de marchar en las sombras, un tanto iluminadas por la linternilla,
y de seguir un camino tortuoso, viendo Silveria que no llegaba al término, se impacientó,
recordó su evocación y gritó con coraje:
–¡Acude, acude, hechicero,
para sanar y consolar a mi poeta!
Nadie respondió a la evocación,
que retumbó repercutiendo en aquellos huecos y recodos.
El último cabo de vela que
en la linterna ardía chisporroteó y acabó de consumirse. La audaz peregrina quedó
envuelta en las tinieblas más profundas.
Se adelantó a tientas; iba
cuesta arriba; la cuesta era más empinada mientras más se elevaba. El techo de la
gruta se hacía más bajo. Silveria tenía que andar agachadísima y tocando en el techo
con las manos para no tocarle con la cabeza.
De pronto notó en el techo,
en vez de piedra, madera. Palpó con cuidado, y advirtió que eran tablas trabadas
con dos barras de hierro. Palpó con mayor atención, y descubrió que las tablas estaban
asidas al techo de la gruta por cuatro fuertes goznes.
Subió entonces tres escalones
en que terminaba la cuesta, aplicó la espalda al tablón y empujó con brío.
El tablón no tenía candado
ni cerradura. No había llave que pudiese estar echada; pero el tablón se resistía
al empuje de Silveria, que casi desesperó de levantarle.
Hizo, no obstante, un supremo
esfuerzo, y el tablón se levantó, girando sobre los goznes, volcándose de un lado
y dejando entrar por la ancha abertura alguna tierra con ortigas, jaramagos y otras
pequeñas plantas de que estaba cubierta. La hermosa luz del claro día bañó al mismo
tiempo aquella extremidad de la gruta.
–¡Alabado sea Dios! –exclamó
Silveria.
Y, saltando alborozada,
se encontró en un abandonado e inculto jardincillo, cercado de muy altas murallas,
sin ventana alguna.
Sólo divisó, junto a un
ángulo de aquel cuadrado recinto, un pequeño arco ojival, y bajo el arco, las primeras
gradas de una angostísima escalera de caracol.
A escape pasó ella bajo
el arco y subió por la escalera hasta una puertecilla, cerrada con la llave, en
que la escalera terminaba.
A pesar de las penalidades
y emociones de la aventurada peregrinación, Silveria estaba preciosa de beldad,
en su mismo desorden. La rubia cabellera, medio destrenzada y caída; las mejillas,
rojas con la agitación; el pecho, levantándose con fuertes latidos, y los ojos,
con más brillantez que de ordinario, por leve cerco morado con que la fatiga le
había teñido los párpados, al borde de las largas y sedosas pestañas.
Impaciente y contrariada
Silveria por el obstáculo que se le ofrecía, golpeó la puertecilla con furor, sacudiendo
sobre ella, con la pequeña y linda mano que parecía inverosímil que tamaña fuerza
tuviera, los más desaforados y resonantes puñetazos.
Tardaron en abrir, y creció
su impaciencia. Volvió a golpear. Luego recordó la evocación, y empezó a recitarla
gritando:
No tuvo tiempo para concluirla.
La puertecilla se abrió de súbito, de par en par, y Silveria vio delante a su poeta,
lleno del mismo júbilo que ella sentía.
Lanzó Silveria alrededor
una rápida mirada, y reconoció la sala del castillo donde escribía Ricardo y donde
ella le había visitado tantas veces.
Quiso entonces, por gracia,
repetir la evocación, y empezó a decir nuevamente:
Ricardo le selló la boca
con un beso prolongadísimo y la ciñó apretadamente entre los brazos para que ya
no se le escapase.
Ella le miró un instante
con lánguida ternura, y cerró después los ojos como en un desmayo.
Los pájaros, las mariposas,
las flores, las estrellas, las fuentes, el sol, la primavera con sus galas, todas
las pompas, músicas, glorias y riquezas del mundo imaginó ella que se veían, que
se oían y que se gozaban, doscientas mil veces mejor que en la realidad externa,
en lo más íntimo y secreto de su alma, sublimada y miríficamente ilustrada en aquella
ocasión por la magia soberana del hechicero.
Silveria le había encontrado,
al fin, propicio y no contrario. Y él, como merecido premio de la alta empresa,
tenaz y valerosamente lograda, hacía en favor de Silveria y de Ricardo sus milagros
más beatíficos y deseables.
No nos maravillemos, pues
(y hasta válganos lo expuesto para disculpar a Silveria y al poeta), de que no fuesen,
sino tres horas más tarde, a ver al Indiano y a su mujer, y a sacarlos de la angustia
en que vivían.
Indescriptibles fueron la
satisfacción y el contento de ambos cuando volvieron a ver sana y salva a su hija,
y asimismo se enteraron de que, sin necesidad de ir a la cercana aldea ni a ninguna
otra población, como la madre pretendía, sino en el centro de aquellas esquivas
soledades, Silveria había hallado novio muy guapo, según su corazón, conforme con
su gusto, y con aptitud y capacidad harto probadas, para toda poesía y aun para
toda prosa.
Ojalá que cuantos busquen
con inocencia y con buena fe al hechicero, le hallen tan benigno como le hallaron
Silveria y Ricardo, y le conserven la vida entera en su compañía, como le conservaron
ellos.
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