Ricardo Palma
Cuento de viejas que trata de cómo un escribano le ganó un pleito
al diablo
I
Érase que se
era y el mal que se vaya y el bien se nos venga, que allá por los primeros años
del pasado siglo existía, en pleno portal de Escribanos de las tres veces coronada
ciudad de los Reyes del Perú, un cartulario de antiparras cabalgadas sobre nariz
ciceroniana, pluma de ganso u otra ave de rapiña, tintero de cuerno, gregüescos
de paño azul a media pierna, jubón de tiritaña y capa española de color parecido
a Dios en lo incomprensible, y que le había llegado por legítima herencia pasando
de padres a hijos durante tres generaciones.
Conocíale
el pueblo por tocayo del buen ladrón a quien Don Jesucristo dio pasaporte para entrar
en la gloria; pues nombrábase D. Dimas de la Tijereta, escribano de número de la
Real Audiencia y hombre que, a fuerza de dar fe, se había quedado sin pizca de fe,
porque en el oficio gastó en breve la poca que trajo al mundo.
Decíase
de él que tenía más trastienda que un bodegón, más camándulas que el rosario de
Jerusalén que cargaba al cuello, y más doblas de a ocho, fruto de sus triquiñuelas,
embustes y trocatintas, que las que cabían en el último galeón que zarpó para Cádiz
y de que daba cuenta la Gaceta. Acaso fue por él por quien dijo un caquiversista
lo de
“Un escribano y un gato
en un pozo se cayeron,
como los dos tenían uñas
por la pared se subieron”.
Fama
es que a tal punto habíanse apoderado del escribano los tres enemigos del alma,
que la suya estaba tal de zurcidos y remiendos que no la reconociera su Divina Majestad,
con ser quien es y con haberla creado. Y tengo para mis adentros que si le hubiera
venido en antojo al Ser Supremo llamarla a juicio, habría exclamado con sorpresa:
“Dimas, ¿qué has hecho del alma que te di?”.
Ello
es que el escribano, en punto a picardías era la flor y nata de la gente del oficio,
y que si no tenía el malo por donde desecharlo, tampoco el ángel de la guarda hallaría
asidero a su espíritu para transportarlo al cielo cuando le llegara el lance de
las postrimerías.
Cuentan
de su merced que siendo mayordomo del gremio, en una fiesta costeada por los escribanos,
a la mitad del sermón acertó a caer un gato desde la cornisa del templo, lo que
perturbó al predicador y arremolinó al auditorio. Pero D. Dimas restableció al punto
la tranquilidad, gritando: “No hay motivo para barullo, caballeros. Adviertan que
el que ha caído es un cofrade de esta ilustre congregación, que ciertamente ha delinquido
en venir un poco tarde a la fiesta. Siga ahora su reverencia con el sermón”.
Todos
los gremios tienen por patrono a un santo que ejerció sobre la tierra el mismo oficio
o profesión; pero ni en el martirologio romano existe santo que hubiera sido escribano,
pues si lo fue o no lo fue San Aproniano está todavía en veremos y proveeremos.
Los pobrecitos no tienen en el cielo camarada que por ellos interceda.
Mala
pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, o déme longevidad de elefante con
salud de enfermo, si en el retrato, así físico como moral, de Tijereta, he tenido
voluntad de jabonar la paciencia a miembro viviente de la respetable cofradía del
ante mí y el certifico. Y hago esta salvedad digna de un lego confitado, no tanto
en descargo de mis culpas, que no son pocas, y de mi conciencia de narrador, que
no es grano de anís, cuanto porque esa es gente de mucha enjundia con la que ni
me tiro ni me pago, ni le debo ni le cobro. Y basta de dibujos y requilorios, y
andar andillo, y siga la zambra, que si Dios es servido, y el tiempo y las aguas
me favorecen, y esta conseja cae en gracia, cuentos he de enjaretar a porrillo y
sin más intervención de cartulario. Ande la rueda y coz con ella.
II
No sé quién sostuvo
que las mujeres eran la perdición del género humano, en lo cual, mía la cuenta si
no dijo una bellaquería gorda como el puño. Siglos y siglos hace que a la pobre
Eva le estamos echando en cara la curiosidad de haberle pegado un mordisco a la
consabida manzana, como si no hubiera estado en manos de Adán, que era a la postre
un pobrete educado muy a la pata la llana, devolver el recurso por improcedente;
y eso que, en Dios y en mi ánima, declaro que la golosina era tentadora para quien
siente rebullirse una alma en su almario. ¡Bonita disculpa la de su merced el padre
Adán! En nuestros días la disculpa no lo salvaba de ir a presidio, magüer barrunto
que para prisión basta y sobra con la vida asaz trabajosa y aporreada que algunos
arrastramos en este valle de lágrimas y pellejerías. Aceptemos también los hombres
nuestra parte de responsabilidad en una tentación que tan buenos ratos proporciona,
y no hagamos cargar con todo el mochuelo al bello sexo.
¡Arriba, piernas,
arriba, zancas!
En este mundo
todas son trampas.
No
faltará quien piense que esta digresión no viene a cuento. ¡Pero vaya si viene!
Como que me sirve nada menos que para informar al lector de que Tijereta dio a la
vejez, época en que hombres y mujeres huelen, no a patchoulí, sino a cera de bien
morir, en la peor tontuna en que puede dar un viejo. Se enamoró hasta la coronilla
de Visitación, gentil muchacha de veinte primaveras, con un palmito y un donaire
y un aquel capaces de tentar al mismísimo general de los padres beletmitas, una
cintura pulida y remonona de esas de mírame y no me toques, labios colorados como
guindas, dientes como almendrucos, ojos como dos luceros y más matadores que espada
y basto. ¡Cuando yo digo que la moza era un pimpollo a carta cabal!
No
embargante que el escribano era un abejorro recatado de bolsillo y tan pegado al
oro de su arca como un ministro a la poltrona, y que en punto a dar no daba ni las
buenas noches, se propuso domeñar a la chica a fuerza de agasajos; y ora la enviaba
unas arracadas de diamantes con perlas como garbanzos, ora trajes de rico terciopelo
de Flandes, que por aquel entonces costaban un ojo de la cara. Pero mientras más
derrochaba Tijereta, más distante veía la hora en que la moza hiciese con él una
obra de caridad, y esta resistencia traíalo al retortero.
Visitación
vivía en amor y compaña con una tía, vieja como el pecado de gula, a quien años
más tarde encorozó la Santa Inquisición por rufiana y encubridora, haciéndola pasear
las calles en bestia de albarda, con chilladores delante y zurradores detrás. La
maldita zurcidora de voluntades no creía, como Sancho, que era mejor sobrina mal
casada que bien abarraganada; y endoctrinando pícaramente con sus tercerías a la
muchacha, resultó un día que el pernil dejó de estarse en el garabato por culpa
y travesura de un pícaro gato. Desde entonces si la tía fue el anzuelo, la sobrina,
mujer completa ya según las ordenanzas de birlibirloque, se convirtió en cebo para
pescar maravedises a más de dos y más de tres acaudalados hidalgos de esta tierra.
El
escribano llegaba todas las noches a casa de Visitación, y después de notificarla
un saludo, pasaba a exponerla el alegato de bien probado de su amor. Ella le oía
cortándose las uñas, recordando a algún boquirrubio que la echó flores y piropos
al salir de la misa de la parroquia, diciendo para su sayo: “Babazorro, arrópate
que sudas, y límpiate que estás de huevo”, o canturriando:
“No pierdas en mí balas,
carabinero,
porque yo soy paloma
de mucho vuelo.
Si quieres que te quiera
me has de dar antes
aretes y sortijas,
blondas y guantes”.
Y
así atendía a los requiebros y carantoña de Tijereta, como la piedra berroqueña
a los chirridos del cristal que en ella se rompe. Y así pasaron meses hasta seis,
aceptando Visitación los alboroques, pero sin darse a partido ni revelar intención
de cubrir la libranza, porque la muy taimada conocía a fondo la influencia de sus
hechizos sobre el corazón del cartulario.
Pero
ya la encontraremos caminito de Santiago, donde tanto resbala la coja como la sana.
III
Una noche en
que Tijereta quiso levantar el gallo a Visitación, o, lo que es lo mismo, meterse
a bravo, ordenole ella que pusiese pies en pared, porque estaba cansada de tener
ante los ojos la estampa de la herejía, que a ella y no a otra se asemejaba D. Dimas.
Mal pergeñado salió éste, y lo negro de su desventura no era para menos, de casa
de la muchacha; y andando, andando, y perdido en sus cavilaciones, se encontró,
a obra de las doce, al pie del cerrito de las Ramas. Un vientecillo retozón, de
esos que andan preñados de romadizos, refrescó un poco su cabeza, y exclamó:
–Para
mi santiguada que es trajín el que llevo con esa fregona que la da de honesta y
marisabidilla, cuando yo me sé de ella milagros de más calibre que los que reza
el Flos–Sanctorum. ¡Venga un diablo cualquiera y llévese mi almilla en cambio del
amor de esa caprichosa criatura!
Satanás,
que desde los antros más profundos del infierno había escuchado las palabras del
plumario, tocó la campanilla, y al reclamo se presentó el diablo Lilit. Por si mis
lectores no conocen a este personaje, han de saberse que los demonógrafos, que andan
a vueltas y tornas con las Clavículas de Salomón, libros que leen al resplandor
de un carbunclo, afirman que Lilit, diablo de bonita estampa, muy zalamero y decidor,
es el correvedile de Su Majestad Infernal.
–Ve,
Lilit, al cerro de las Ramas y extiende un contrato con un hombre que allí encontrarás,
y que abriga tanto desprecio por su alma que la llama almilla. Concédele cuanto
te pida y no te andes con regateos, que ya sabes que no soy tacaño tratándose de
una presa.
Yo,
pobre y mal traído narrador de cuentos, no he podido alcanzar pormenores acerca
de la entrevista entre Lilit y D. Dimas, porque no hubo taquígrafo a mano que se
encargase de copiarla sin perder punto ni coma. ¡Y es lástima, por mi fe! Pero baste
saber que Lilit, al regresar al infierno, le entregó a Satanás un pergamino que,
fórmula más o menos, decía lo siguiente:
“Conste
que yo, don Dimas de la Tijereta, cedo mi almilla al rey de los abismos en cambio
del amor y posesión de una mujer. Ítem, me obligo a satisfacer la deuda de la fecha
en tres años”. Y aquí seguían las firmas de las altas partes contratantes y el sello
del demonio.
Al
entrar el escribano en su tugurio, salió a abrirle la puerta nada menos que Visitación,
la desdeñosa y remilgada Visitación, que ebria de amor se arrojó en los brazos de
Tijereta. Cual es la campana, tal la badajada.
Lilit
había encendido en el corazón de la pobre muchacha el fuego de Lais, y en sus sentidos
la desvergonzada lubricidad de Mesalina. Doblemos esta hoja, que de suyo es peligroso
extenderse en pormenores que pueden tentar al prójimo labrando su condenación eterna,
sin que le valgan la bula de Meco ni las de composición.
IV
Como no hay plazo
que no se cumpla ni deuda que no se pague, pasaron, día por día, tres años como
tres berenjenas, y llegó el día en que Tijereta tuviese que hacer honor a su firma.
Arrastrado por una fuerza superior y sin darse cuenta de ello, se encontró en un
verbo transportado al cerro de las Ramas, que hasta en eso fue el diablo puntilloso
y quiso ser pagado en el mismo sitio y hora en que se extendió el contrato.
Al
encararse con Lilit, el escribano empezó a desnudarse con mucha flema, pero el diablo
le dijo:
–No
se tome vuesa merced ese trabajo, que maldito el peso que aumentará a la carga la
tela del traje. Yo tengo fuerzas para llevarme a usarced vestido y calzado.
–Pues
sin desnudarme, no caigo en el cómo sea posible pagar mi deuda.
–Haga
usarced lo que le plazca, ya que todavía le queda un minuto de libertad.
El
escribano siguió en la operación hasta sacarse la almilla o jubón interior, y pasándola
a Lilit le dijo:
–Deuda
pagada y venga mi documento.
Lilit
se echó a reír con todas las ganas de que es capaz un diablo alegre y truhán.
–Y
¿qué quiere usarced que haga con esta prenda?
–¡Toma!
Esa prenda se llama almilla, y eso es lo que yo he vendido y a lo que estoy obligado.
Carta canta. Repase usarced, señor diabolín, el contrato, y si tiene conciencia
se dará por bien pagado. ¡Como que esa almilla me costó una onza, como un ojo de
buey, en la tienda de Pacheco!
–Yo
no entiendo de tracamandanas, señor D. Dimas. Véngase conmigo y guarde sus palabras
en el pecho para cuando esté delante de mi amo.
Y
en esto expiró el minuto, y Lilit se echó al hombro a Tijereta, colándose con él
de rondón en el infierno. Por el camino gritaba a voz en cuello el escribano que
había festinación en el procedimiento de Lilit, que todo lo fecho y actuado era
nulo y contra ley, y amenazaba al diablo alguacil con que si encontraba gente de
justicia en el otro barrio le entablaría pleito, y por lo menos lo haría condenar
en costas. Lilit ponía orejas de mercader a las voces de D. Dimas, y trataba ya,
por vía de amonestación, de zabullirlo en un caldero de plomo hirviendo, cuando
alborotado el Cocyto y apercibido Satanás del laberinto y causas que lo motivaban,
convino en que se pusiese la cosa en tela de juicio. ¡Para ceñirse a la ley y huir
de lo que huele a arbitrariedad y despotismo, el demonio!
Afortunadamente
para Tijereta no se había introducido por entonces en el infierno el uso de papel
sellado, que acá sobre la tierra hace interminable un proceso, y en breve rato vio
fallada su causa en primera y segunda instancia. Sin citar las Pandectas ni el Fuero
Juzgo, y con sólo la autoridad del Diccionario de la lengua, probó el tunante su
buen derecho; y los jueces, que en vida fueron probablemente literatos y académicos,
ordenaron que sin pérdida de tiempo se le diese soltura, y que Lilit lo guiase por
los vericuetos infernales hasta dejarlo sano y salvo en la puerta de su casa. Cumpliose
la sentencia al pie de la letra, en lo que dio Satanás una prueba de que las leyes
en el infierno no son, como en el mundo, conculcadas por el que manda y buenas sólo
para escritas. Pero destruido el diabólico hechizo, se encontró D. Dimas con que
Visitación lo había abandonado corriendo a encerrarse en un beaterío, siguiendo
la añeja máxima de dar a Dios el hueso después de haber regalado la carne al demonio.
Satanás,
por no perderlo todo, se quedó con la almilla; y es fama que desde entonces los
escribanos no usan almilla. Por eso cualquier constipadito vergonzante produce en
ellos una pulmonía de capa de coro y gorra de cuartel o una tisis tuberculosa de
padre y muy señor mío.
V
Y por más que
fuí y vine, sin dejar la ida por la venida, no he podido saber a punto fijo si,
andando el tiempo, murió D. Dimas de buena o de mala muerte. Pero lo que sí es cosa
averiguada es que lió los bártulos, pues no era justo que quedase sobre la tierra
para semilla de pícaros. Tal es, ¡oh lector carísimo!, mi creencia.
Pero
un mi compadre me ha dicho, en puridad de compadres, que muerto Tijereta quiso su
alma, que tenía más arrugas y dobleces que abanico de coqueta, beber agua en uno
de los calderos de Pero Botero, y el conserje del infierno le gritó: “¡Largo de
ahí! No admitimos ya escribanos”.
Esto
hacía barruntar al susodicho mi compadre que con el alma del cartulario sucedió
lo mismo que con la de judas Iscariote; lo cual, pues viene a cuento y la ocasión
es calva, he de apuntar aquí someramente y a guisa de conclusión.
Refieren
añejas crónicas que el apóstol que vendió a Cristo echó, después de su delito, cuentas
consigo mismo, y vio que el mejor modo de saldarlas era arrojar las treinta monedas
y hacer zapatetas, convertido en racimo de árbol.
Realizó
su suicidio, sin escribir antes, como hogaño se estila, epístola de despedida, donde
por más empeños que hizo se negaron a darle posada.
Otro
tanto le sucedió en el infierno, y desesperada y tiritando de frío regresó al mundo
buscando dónde albergarse.
Acertó
a pasar por casualidad un usurero, de cuyo cuerpo hacía tiempo que había emigrado
el alma cansada de soportar picardías, y la de Judas dijo: “Aquí que no peco”, y
se aposentó en la humanidad del avaro. Desde entonces se dice que los usureros tienen
alma de Judas.
Y
con esto, lector amigo, y con que cada cuatro años uno es bisiesto, pongo punto
redondo al cuento, deseando que así tengas la salud como yo tuve empeño en darte
un rato de solaz y divertimiento.
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