miércoles, 27 de septiembre de 2023

Casa tomada

Julio Cortázar

 

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

–Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

–¿Estás seguro?

Asentí.

–Entonces –dijo recogiendo las agujas– tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

 

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

–No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

–Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

 

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

–Han tomado esta parte –dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

–¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? –le pregunté inútilmente.

–No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

 

La historia de la familia que discutía

Ursula Wolfel

 

Una familia que siempre estaba discutiendo se fue al parque a pasear. Era invierno, y de repente se les vino encima una tormenta de nieve.

El padre dijo:

–Por la derecha es el camino más corto hasta la puerta del parque.

–¡Qué disparate! –dijo la madre–. Tenemos que ir por la izquierda.

–¡Están locos! –gritó la hija–. ¡La puerta está detrás de nosotros! ¡Tenemos que volver!

Pararon. Ninguno cedía. Se hizo de noche, descargó la tormenta y cada vez hacía más frío. Los tres seguían riñendo y no se daban cuenta de que se les estaban congelando los pies.

Un guarda fue a cerrar la puerta del parque. Se encontró delante de él tres muñecos de nieve, y oyó que gritaban:

–“¡Derecha!”

–“¡No, izquierda!”

–“¡Vuelvan!”

Salía de la nieve y sonaba horripilante, ahogado. El guarda se asustó tanto que se volvió, corrió a casa y dejó la puerta del parque abierta. Tuvo que tomar siete copas de aguardiente, y se tranquilizó un poco.

Por la mañana estaban los tres tiesos, helados. Ahora veían que la puerta estaba delante de ellos. Ninguno tenía razón. Pero sólo podían decirlo con los ojos. En ese momento volvía el guarda. Cuando vio mover los ojos a los muñecos de nieve tuvo que volver a tomarse otras siete copas de aguardiente. Después fue a buscar a la policía y a los bomberos.

 

Amelia Cicuta

Silvina Ocampo

 

Un patio con la estatua de Baco sosteniendo racimos de uvas entre los dedos, que en verano servía de espantapájaros, era memorable en casa de Irma y de Edimia Urbino.

Irma era una buena modista, de las más cotizadas en Buenos Aires. Por la manera de sostener un corte de género sobre los hombros de la clienta y plegarlo en la cintura, haciendo resaltar un busto o una cadera, se adivinaba la jerarquía de su destreza. Su manera de arrodillarse al pie de la clienta apretando con los labios hileras torcidas de alfileres, para marcar el ruedo de una falda, también denotaba su docta capacidad. En cambio, Edimia Urbino servía sólo para rematar las costuras y acomodar en las perchas los vestidos, para abrir la puerta a las clientas y para pasar la escoba por el piso para juntar las agujas o los alfileres caídos, cuando las clientas se habían retirado.

En los primeros tiempos, las dos hermanas ganaban poco dinero, pero fueron aumentando los precios e insensiblemente acumularon una fortuna, como la que tuvieron los padres hoy venidos a menos. Compraron una casita en Mar del Plata, del tamaño de una lata de sardinas, según los informes que ellas mismas daban, para no despertar envidias. Televisor, enceradora, aspiradora, máquina de lavar, heladera y automóvil atraían pretendientes, que venían de Burzaco en motoneta o de Avellaneda en microómnibus. Irma, que tenía las piernas bien formadas y la cintura fina, era la de más éxito; Edimia, que era como una especie de fotografía fuera de foco de su hermana, no lograba que la mirasen siquiera, cosa que no le preocupaba en lo más mínimo. Los hombres no le interesaban: todos tenían barba e inútilmente se afeitaban; un formato de cuerpo incómodo, por más que dijeran que era más práctico que el de las mujeres para orinar, trajes llenos de tiradores y de ligas. Le interesaban los gatos: todas las mañanas desde que cumplió quince años les llevaba carne cruda y restos de comida. En Buenos Aires hay muchas personas que llevan a Palermo, al Botánico, al Parque Lezama, comida para los gatos; pero ella, Edimia, llevaba comida a todos los gatos de la ciudad. La conocían, acudían a su llamado, y ahora que era más rica y que tenía automóvil, con más razón. Podía llevar carne de lomo, pescado, que les gustaba tanto, y leche cuajada en jarras de plata. Diariamente Edimia iba a distintos barrios; los gatos la seguían; un maullido de ella bastaba para que acudieran y entraran en el automóvil, saltando con exaltada familiaridad. Irma tuvo que desistir de sus viajes, de sus veraneos.

Edimia no podía abandonar los gatos e Irma no podía abandonar a Edimia. El dinero se iba como agua. La comida de los gatos resultaba demasiado cara, “¿Acaso no les podría dar corazón o carnaza?” decía Irma. “Los gatos son delicados –respondía Edimia–. Si les llevamos porquerías ¡qué dirán de nosotros!”. Irma se resignó.

Edimia siguió recorriendo en automóvil las calles de Buenos Aires, los lugares apartados, los alrededores. Fue en Almagro donde se detuvo un día en una reunión de gatos gordos que tomaban sol y se lamían las patas perezosamente. Edimia detuvo el automóvil con una frenada brusca y emitió un maullido perfecto. Abrió las portezuelas y todos los gatos; se precipitaron dentro del coche, salvo uno que ronroneando se quedó acostado. Indignada, Edimia bajó del coche, se acercó al animal y le habló en estos términos: “Vengo del centro de la ciudad, me molesto y usted se queda, señor, durmiendo. ¿Es justo? ¿Es natural?” El gato no se movió. Edimia le dio una palmadita y algo de comer en la boca. El gato levantó la cabeza sin convicción, pidiendo más. Edimia le dio bocados de carne hasta que el gato, satisfecho, se levantó y lentamente se alejó. Edimia maulló de nuevo, el gato siguió caminando con su paso de tigre desdeñoso. Edimia lo siguió, cruzó un mercado, una plaza, un terreno baldío; ahí se metió en una casa prefabricada. Edimia espió desde la puerta el interior del cuarto. Un hombre le daba de comer al gato. Afuera, al sol, en una reja, colgaban catorce cueros. Edimia no alcanzaba a ver de qué color ni qué animales eran. Se aproximó para mirarlos: vio que eran cueros de gato. Golpeó a la puerta de la casa. El hombre, con amabilidad, la invitó a entrar.

–¿Hay rabia entre los gatos? –inquirió Edimia, nerviosamente.

–¿A qué gatos se refiere, señorita? ¿A los señores vecinos? Tienen uñas de gato y lenguas de víbora, es cierto, y son rabiosos...

–No. No quiero insultar a los gatos –agregó Edimia con una sonrisa encantadora–; dígame la verdad, señor, ¿hay rabia entre los gatos?

–¿Por qué me lo pregunta, preciosa?

Edimia se estremeció; pensó que el hombre iba a violarla, pero serenamente siguió sus averiguaciones.

–Vi los cueros colgados en la reja y pensé que habrían muerto de alguna peste.

–Esos cueros son la prueba de que gozan todos de buena salud, señorita. ¿Acaso los comería yo si estuvieran rabiosos?

–¿Los come? –musitó Edimia conteniendo la respiración–. ¡Cómo puede!

–¿Le da asco?

–¡Usted me da asco!

–A algunas les dan asco los gatos, a otras les doy asco yo porque como gatos que ellas aprecian, ¿en qué estamos, señorita? ¿No come usted gallinas, vacas, que son tan grandes, perdices, pollos, pichones que son tan indigestos, pavos, chanchos que son tan inteligentes, y pescados que también son animales como cualquier otro, aunque vivan en el agua?

–Se va a ir al infierno –musitó Edimia.

–Mientras la encuentre a usted allí, me sentiré honrado, señorita.

–Me encontrará, no pierda cuidado, mientras coma gatos.

–Diga, ¿no come usted la carne de vaca? Diga, diga.

–El gato es diferente. No se me ocurriría comer un perro por ejemplo, ni a un cristiano. ¿Cómo se llama usted?

–Torcuato Angora, ¿y usted?

–Amelia Cicuta. Lo denunciaré a la Sociedad Protectora de Animales Pequeños –dijo Edimia, con energía amenazante.

–Será inútil. Observe. –Torcuato Angora emitió con los labios un sonido como el que emplean las mujeres para hacer orinar a sus hijos. Aparecieron millones de gatos. Los alimento, por eso vienen, y después, con los propios cueros les hago mantitas para cubrirlos cuando hace frío: mientras, engordan. ¿Qué hace en cambio la Sociedad Protectora de Animales?

–Es horrible –musitó Edimia.

–¿Ve cómo me quieren? –dijo Torcuato Angora, mostrando un gato que se trepó a sus hombros–. ¿Está celosa? –preguntó con malicia.

–Protege para matar. Engorda para comer a unos inofensivos animales. Es horrible.

–¿Horrible? Éste es el gato Maestro, el que enseña a todos los otros a conducirse como la gente.

–¡Pobre inocente! –exclamó Edimia–. ¿Por qué no me lo presta? Lo traeré listo para comer.

–Se lo regalo, señorita. Soy comilón pero no egoísta.

–Regalos no acepto. Me lo llevaré a casa por unos días. Me gustaría verlo jugar con mis ovillos de lana. ¿Qué hace usted? ¿No trabaja?

–¿Cree que puedo vivir del aire? Trabajo en la oficina de Transradio. ¿Y usted?

–Yo trabajo en la fábrica de embutidos. ¿Y necesita comer gatos?

–No es por economía, es por costumbre. Mi horario es de ocho a seis.

Edimia se despidió y tomó en sus brazos el gato. Se encaminó hacia el automóvil, temblando. Era la primera vez que llevaba un animal doméstico a la casa. ¿Qué diría su hermana? ¿Y las clientas?

El gato no congeniaba con ella, por lo que fue más fácil llevar a cabo su proyecto. Después de cebarlo durante dos meses, lo llevó a las cuatro de la tarde de un hermoso día a la casa de Torcuato Angora. Había previsto todo. Llevaba en un paquetito la carne con estricnina. Para no llamar la atención dejó en la otra cuadra el coche, y llegó a pie a la casa. Se arrodilló, le dio la carne envenenada al gato y, con lágrimas en los ojos y un martillo, antes de marcharse, violentamente le golpeó la cabeza. Luego, después de comprobar que el gato estaba muerto, con los guantes puestos escribió en un papelito que sacó del bolsillo: “Señor Torcuato: el gato Maestro está a punto para comer. Lo engordé para usted. Que le aproveche. Amelia Cicuta”. Acomodó el gato junto a la puerta con el mensaje.

En los diarios, entre las noticias policiales del día siguiente, no salió la noticia del envenenamiento de Torcuato Angora. Edimia Urbino compró durante varios días los diarios de la tarde, para ver si aparecía. Pensó que Torcuato Angora le había dado un falso nombre como ella. No se atrevió a volver a Almagro. Pero sabía que en el infierno Torcuato Angora y el gato Maestro estarían esperándola y que de nada le valdría llamarse Edimia Urbino, haber nacido en una casa con un patio que tenía una estatua de Baco sosteniendo racimos. Como si su vida entera hubiera transcurrido sólo en Almagro, en ese terreno baldío, su nombre valedero era Amelia Cicuta.

 

Hermanos

Sherwood Anderson

 

Estoy en mi casa de campo, estamos a finales de octubre. Está lloviendo. Detrás de mi casa hay un bosque, delante hay un camino y, más allá, campo abierto. El paisaje está cubierto por pequeñas colinas que surgen bruscamente en medio de la llanura. A unas veinte millas, a través del llano, se extiende la gigantesca ciudad de Chicago.

En este día lluvioso el camino que veo desde mi ventana está cubierto por un manto de hojas rojas, amarillas y doradas. Las hojas de los árboles caen fulminadas al suelo. La lluvia las derriba con brutalidad y les niega un último resplandor contra el cielo. En octubre el viento debería llevarse las hojas, arrastrarlas a través de las llanuras y de los montes. Las hojas deberían salir volando para perderse en la inmensidad.

Ayer por la mañana me levanté al alba y salí a dar un paseo, pero me acabé perdiendo en la espesa niebla que cubría el paisaje. Bajé por las llanuras, subí por las colinas, y en todas partes la niebla, como un muro, se levantaba ante mí. Los árboles surgían repentina, grotescamente igual que en las calles de una ciudad, de madrugada, la gente emerge de la oscuridad bajo el círculo iluminado de una farola. Por encima de mí, la luz del día intentaba a duras penas abrirse paso entre la niebla. La niebla se movía con lentitud. Las copas de los árboles se movían con lentitud. Bajo los árboles, la niebla era densa, púrpura, parecida al humo que contamina las calles de cualquier ciudad industrial.

En la niebla me tropecé con un anciano que conozco bien. Los del pueblo creen que está loco. –Está un poco chalado–, van diciendo por ahí. Es una persona solitaria que vive en una pequeña casa sepultada en lo más profundo del bosque. Tiene un perrito que lleva siempre en sus brazos. Cuántas veces me lo he encontrado errando por los caminos y cuántas otras me ha contado curiosas historias sobre hombres y mujeres que jura son sus hermanos, hermanas, primos, tías, tíos, cuñados. Su árbol genealógico es realmente desconcertante. Está tan aislado que apenas se relaciona con el exterior. Para entretenerse, memoriza nombres sacados de algún periódico y con ellos se inventa historias inverosímiles. Hace poco me contó que era primo de un tal Cox, que, en el momento en que escribo estas líneas, es candidato a la presidencia de los Estados Unidos. En otra ocasión me aseguró que el mismísimo Caruso se había casado con una mujer que era cuñada suya. –Exacto, con la hermana de mi esposa–, afirmó estrujando al perrito. Sus llorosos ojos grises me miraban con atención. Quería que le creyera. –Mi esposa era una mujer dulce, elegante –afirmó–. Vivíamos en una casa bastante grande y por las mañanas paseábamos cogidos del brazo. Su hermana se acaba de casar con el gran Caruso. Ahora es un miembro más de la familia.

Todo el mundo sabe que el anciano no está casado, así que me marché algo intrigado. Una mañana, a principios de septiembre, me lo encontré sentado bajo un árbol junto a un sendero, muy cerca de su casa. Su perro me ladró, salió corriendo y se refugió en los brazos de su amo. En aquella época, un escándalo conyugal protagonizado por un millonario que mantenía relaciones con una famosa actriz inundaba las páginas de los principales periódicos de Chicago. El anciano me contó que esa actriz era su hermana. Si mis cuentas son exactas, el hombre debe de rondar los sesenta y la actriz en cuestión, los veinte; aun así, recordó la infancia que pasaron juntos. –Aunque viéndonos ahora quizás sea difícil de creer, en aquella época éramos muy pobres –dijo–. Se lo aseguro. Vivíamos en la falda de una colina, en una casa muy pequeña. Recuerdo el día en que una terrible tormenta casi se lleva nuestra casa por los aires. ¡Cómo soplaba el viento! Nuestro padre era carpintero y para los demás construía casas muy sólidas y resistentes, ¡no puede decirse que hiciera lo mismo con la nuestra! –apesadumbrado, negó con la cabeza–. Mi hermana, la actriz, se ha metido en un buen lío. Nuestra casita no es muy resistente –me decía al irme alejando por el sendero.

 

***

Desde hace ya un par de meses, la crónica de un asesinato inunda las páginas de los periódicos de Chicago que llegan cada mañana a nuestro pueblo. Un hombre ha asesinado a su mujer sin móvil aparente. Esta es, más o menos, la historia.

El asesino, que está siendo juzgado y que probablemente será condenado a la horca, es un hombre que trabajaba de capataz en una fábrica de bicicletas y que vivía con su mujer y su suegra en un apartamento de la calle 32. Al parecer se había enamorado de una chica de Iowa que trabajaba en las oficinas de la fábrica. A su llegada a la ciudad la chica se había instalado en la casa de una tía suya, ya fallecida. En cuanto la vio, al capataz, un corpulento hombre de ojos grises y de aspecto impasible, le pareció la mujer más bella del mundo. El despacho de la joven quedaba en una esquina de la fábrica, junto a una ventana; el del capataz estaba un piso más abajo, en el taller, junto a otra ventana. El hombre se pasaba el día sentado en su escritorio, redactando informes laborales de cada uno de los empleados de su departamento. Cada vez que levantaba la cabeza podía ver a la chica sentada en su escritorio. No podía dejar de pensar en ella, aunque en ningún momento intentó acercarse o llamar su atención. La miraba como se mira una estrella o un paisaje de colinas cubiertas por un manto de hojas rojas, amarillas y doradas. –Es una mujer pura, virginal–, pensaba ensimismado. –¿En qué pensará mientras está ahí sentada, trabajando pegada a la ventana?

En su imaginación, el capataz invitaba a la chica de Iowa a su apartamento de la calle 32 y se la presentaba a su mujer y a su suegra. Durante el día en el trabajo y por la noche en su casa, no había manera de quitársela de la cabeza. Desde la ventana de su habitación divisaba las vías de la Estación Central de Illinois y se imaginaba que allá a lo lejos, hacia el lago, estaba la chica a su lado. Abajo, en la calle, veía caminar a las mujeres y le parecía que cada una de ellas tenía algo de la chica de Iowa. Una tenía su misma forma de andar, otra hacía los mismos gestos con la mano. Todas las mujeres que se cruzaban en su camino, excepto su mujer y su suegra, le recordaban a la muchacha que se había apoderado de su alma.

Las mujeres con las que convivía le tenían totalmente desconcertado. De la noche a la mañana su atractivo se había esfumado, ahora eran feas, completamente banales; sobre todo su esposa, ese extraño y desagradable bulto que parecía imposible de extirpar.

Por la noche, después de pasar todo el día en la fábrica, volvía a casa y cenaba. Siempre había sido hombre de pocas palabras y esa falta de comunicación no parecía importarle a nadie. Después de cenar salía con su mujer a ver una película. Tenían dos hijos y estaban esperando un tercero. Después del cine, volvían al apartamento y se sentaban. Subir las escaleras era todo un suplicio para su mujer. En cuanto entraba al piso, cogía una silla y se sentaba, totalmente extenuada, al lado de su madre.

La suegra era la viva imagen de la bondad. Había asumido su papel de criada de la casa sin esperar nada a cambio. Cuando su hija tenía ganas de ir a ver una película se despedía y sonriendo le decía: –Vete tú. A mí no me apetece. Prefiero quedarme aquí sentada–. Entonces cogía un libro y se sentaba a leer. El niño de nueve años se despertaba a menudo llorando con ganas de ir al orinal. La suegra no tenía ningún problema en hacerse cargo de esas cosas.

Cuando el capataz y su mujer volvían a casa, los tres se quedaban ahí sentados al menos durante un par de horas, sin pronunciar palabra, antes de irse a dormir. El hombre fingía leer el periódico. Miraba sus manos. Aunque se las lavaba con esmero al salir del trabajo, en sus uñas siempre quedaban restos de grasa de las bicicletas. Pensaba en la chica de Iowa, en sus blancas manos tecleando la máquina de escribir con habilidad. Se sentía sucio e incómodo.

La chica de la fábrica sabía que el capataz se había enamorado de ella y esa idea no le desagradaba. Desde el fallecimiento de su tía se alojaba en una casa de huéspedes y por las noches no hacía demasiados planes. No se sentía en absoluto atraída por aquel hombre, pero, en cierto modo, podía serle útil. Se convirtió en un símbolo. A veces el capataz entraba en su oficina y se quedaba un rato en la puerta. Sus enormes manos estaban cubiertas de grasa. Ella lo miraba sin verle. En su imaginación, su lugar lo ocupaba un hombre más alto y esbelto, del capataz sólo se fijaba en sus ojos grises, en esa mirada ardiente. Aquellos ojos expresaban deseo, un humilde e incondicional deseo. En presencia de aquel hombre, de esa penetrante mirada, se sentía segura, totalmente a salvo.

Soñaba con un amante que se le acercara y la mirara con esa misma intensidad. De vez en cuando, un par de veces al mes, con la excusa de que tenía trabajo por terminar, se quedaba un poco más en la oficina. Por la ventana podía ver al capataz, esperando. Cuando la oficina se quedaba vacía, cerraba su escritorio y salía a la calle. En ese preciso momento, el capataz aparecía por la puerta de la fábrica.

Caminaban juntos varias calles, hasta la parada del tranvía. La fábrica estaba situada en un lugar llamado South Chicago, y mientras caminaban, la noche iba cayendo. En las calles, bordeadas por pequeñas casas de madera sin pintar, los niños con la cara sucia corrían dando gritos por las carreteras de tierra. Cruzaban el puente, dos barcazas carboneras se pudrían abandonadas en la corriente.

El capataz no se separaba de ella, caminaba a su lado con paso lento, procurando esconder sus manos. Se las lavaba cuidadosamente antes de salir de la fábrica, pero aun así le seguían pareciendo dos pesadas y sucias masas amorfas colgando de su cuerpo. Esos paseos no fueron demasiado habituales y únicamente duraron un verano. –Hace calor–, decía. Cuando estaba con ella solo se le ocurría hablar del tiempo. –Hace calor. Parece que va a llover.

Ella soñaba con encontrar al hombre de sus sueños; un hombre alto, atractivo, rico propietario de casas y terrenos. Su concepción del amor no tenía nada que ver con aquel empleado que caminaba a su lado. Si caminaban juntos, si permanecía en la oficina hasta que no quedara nadie, si le permitía caminar junto a ella sin que nadie los viera, era únicamente por su mirada, por la pasión que desprendían sus ojos, humildes pese a todo, inclinados, sumisos, ante ella. A su lado no corría ningún peligro, no podía correr ningún peligro. Sabía que nunca se atrevería a acercarse demasiado, a tocarla con sus manos. A su lado se sentía segura.

Una noche, en su apartamento, el hombre se sentó con su mujer y su suegra bajo la luz de una lámpara. Mientras, en la habitación de al lado, sus dos hijos dormían. Su mujer estaba esperando el tercero. Había ido con ella al cine y no tardarían en irse a dormir.

En la cama, desvelado, se quedaría pensando, escuchando crujir los muelles del colchón de la cama en la que, en la otra habitación, su suegra se estaría retorciendo entre las sábanas. Demasiada intimidad. Sin poder dormir, seguiría pensando, impaciente, expectante –¿esperando qué?

Absolutamente nada. En cualquier momento alguno de los niños se pondría a llorar. Le entrarían ganas de salir de la cama y sentarse en el orinal. Nada extraño, imprevisible o placentero debía o podía ocurrir. En su vida había demasiada intimidad. Nada de lo que pudiera suceder en aquel apartamento podía ya afectarle, lo que pudiera decir su mujer, con sus contados e inexpresivos arrebatos de pasión, la bondad de su suegra, que trabajaba de criada sin pedir nada a cambio…

Esa noche se sentó en su apartamento bajo la luz de la lámpara, haciendo que leía el periódico; siguió pensando. Volvió a mirar sus manos. Eran grandes, amorfas, las típicas manos de trabajador.

En esos momentos, la imagen de la mujer de Iowa empezó a dar vueltas por la habitación. Juntos salieron del apartamento y caminaron en silencio por las calles. No hacía falta hablar. Juntos pasearon por la orilla del mar o por la cima de una montaña. En aquella silenciosa noche estrellada, ella era una estrella más en el firmamento. No hacía falta hablar.

Sus ojos eran como estrellas y sus labios como pequeñas colinas surgiendo de tenues llanuras. –Es inalcanzable. Está lejos como las estrellas –pensaba para sus adentros–. Es inalcanzable como las estrellas, pero tampoco es una estrella, porque respira, vive, tiene alma, como yo.

Una noche, hace unas seis semanas, el hombre que trabaja como capataz en una fábrica de bicicletas mató a su mujer, y estos días está siendo juzgado por asesinato. Las portadas de los periódicos no hablan de otra cosa. La noche del crimen, el hombre había llevado a su mujer al cine, como de costumbre. Al volver a casa, alrededor de las nueve, en la calle 32, en una esquina cercana a su edificio, la figura de un hombre surgió súbitamente de un callejón; instantes después, desapareció en la oscuridad. Es posible que este incidente le diera al hombre la idea de matar a su mujer.

Al llegar a la entrada de su edificio la pareja entró en el oscuro vestíbulo. En ese momento, en un arrebato de locura, el capataz sacó una navaja de su bolsillo. –Supongamos que el tipo del callejón hubiese querido matarnos–, pensó. Sin mediar palabra, abrió la navaja, la hizo girar y apuñaló a su mujer, varias veces, ensañándose. Se oyó un grito, el cuerpo de su mujer cayó al suelo desplomado.

Al conserje se le había olvidado encender la luz de gas del vestíbulo. El capataz decidió entonces que esa era la razón por la que había cometido el crimen, esa y la oscura figura que había surgido y desaparecido súbitamente del callejón. –Jamás –se dijo– se me habría ocurrido hacer algo así si no hubiésemos estado a oscuras.

El hombre permaneció en el vestíbulo, pensando. Su mujer y el bebé que llevaba en su vientre estaban muertos. En algún piso superior alguien abrió una puerta. Durante varios minutos no ocurrió nada. Acababa de matar a su mujer y a su hijo, nada más.

Subió corriendo las escaleras pensando aceleradamente. Aprovechó la oscuridad de los pisos inferiores para guardarse la navaja en el bolsillo. Como se supo después, no había rastro de sangre ni en sus manos ni en su ropa. Algo más calmado, lavó la navaja en el baño. Le contó la misma historia a todo el mundo. –Fuimos víctimas de un atraco –explicó–; un hombre salió sigilosamente de un callejón y nos empezó a seguir a mí y a mi esposa. Nos siguió hasta nuestra casa, hasta el vestíbulo del edificio. Estábamos a oscuras. Al conserje se le había olvidado encender la luz. –Según su declaración, se produjo un forcejeo y su mujer se había llevado la peor parte. No podía explicar lo que había ocurrido. –Estábamos a oscuras. Al conserje se le había olvidado encender la luz–, repetía una y otra vez.

Durante uno o dos días la policía no le hizo demasiadas preguntas y tuvo tiempo de deshacerse de la navaja. Salió a dar un largo paseo y la tiró al río, por la zona de South Chicago, allí donde las barcazas carboneras se pudrían abandonadas bajo el puente, el mismo que cruzaba aquellas noches de verano en las que caminaba hasta el tranvía junto a la chica de Iowa, la virginal y pura, la inalcanzable.

Cuando finalmente fue interrogado, lo confesó todo. En su declaración reconoció que no sabía por qué había matado a su esposa, y tuvo cuidado en no mencionar a la chica de la oficina. Los periódicos intentaron descubrir el móvil del crimen. Aún lo siguen intentando. Al parecer, alguien lo había visto pasear con la chica en aquellas tardes y aquello la involucró en el asunto. Su foto salió en todos los periódicos. Todo esto le resultó muy molesto, ya que, por supuesto, podía demostrar que no tenía nada que ver con ese hombre.

 

***

Ayer por la mañana, sobre nuestro pueblo se levantó una espesa niebla, y salí a dar mi paseo matutino. Al tomar el camino de regreso, tras cruzar los valles hasta llegar a las colinas, me tropecé con un hombre, aquel cuya familia tiene tantas y tan extrañas ramificaciones. Me acompañó un rato, sin desprenderse del perrito. Hacía bastante frío, el animal gemía y temblaba. Bajo esa densa niebla casi no pude distinguir el rostro que se desplazaba lentamente con los bancos de niebla y las copas de los árboles. Me habló del hombre que ha asesinado a su mujer y que estos días sale en las páginas de todos los periódicos que llegan cada mañana a nuestro pueblo. Me contó una larga historia sobre la infancia que una vez él y su hermano, el hombre que está siendo actualmente juzgado por asesinato, vivieron juntos. –Es mi hermano–, decía una y otra vez, agitando la cabeza. Parecía preocupado por aclarar ciertos datos, no quería que le tomara por un mentiroso. –Ese hombre y yo crecimos juntos –repitió con insistencia– y, aunque parezca increíble, jugábamos juntos en el granero que había detrás de la casa de mi padre. Un día nuestro padre se hizo a la mar. Por eso se han confundido nuestros apellidos. Usted ya me entiende. No tenemos el mismo apellido, pero le aseguro que somos hermanos. Somos hijos del mismo padre. Jugábamos juntos en el granero que había detrás de la casa de mi padre. Nos tumbábamos en la paja durante horas, hay que ver lo bien que nos lo pasábamos.

En la niebla, la esbelta figura del anciano parecía un pequeño árbol nudoso. Luego se difuminó y pasó a ser un objeto suspendido en el aire. Se balanceaba como un cuerpo colgado en la horca. Su rostro me suplicaba que creyera la historia que sus labios estaban intentando contar. En mi mente, todo lo relativo a las relaciones entre hombres y mujeres se volvió confuso. Allí mismo, al borde de la carretera, el espíritu del hombre que había matado a su mujer se apoderó del cuerpo de aquel anciano. Ese espíritu hizo lo posible por contarme la historia que jamás se atrevería a contar delante de un juez. En el borde de una carretera en una mañana de niebla, la historia de la soledad humana, del esfuerzo por atrapar la belleza inalcanzable, trató desesperadamente de salir de los labios de aquel hombre enloquecido por la soledad, de aquel balbuceante anciano con su perrillo a cuestas.

El anciano empezó a estrujar al perro con tal fuerza que el animal gimió de dolor. Una especie de convulsión sacudió su cuerpo. Su alma parecía luchar por abandonar el cuerpo, por alejarse volando más allá de la niebla, por cruzar las llanuras hasta llegar a la ciudad, al cantante, al político, al millonario, al asesino, hasta sus hermanos, sus primos, sus hermanas. La terrible intensidad de su deseo hizo temblar mi cuerpo. El hombre volvió a apretar con tanta fuerza al perrillo que el animal chilló de dolor. Me dirigí hacia él y le separé los brazos; el perro cayó al suelo, gimiendo. Estaba herido, no cabía duda, puede que tuviera alguna costilla rota. El anciano se quedó mirando al perro que yacía a sus pies como el empleado de la fábrica de bicicletas se había quedado mirando al cuerpo sin vida de su mujer en el vestíbulo de su edificio. –Somos hermanos –repitió–. No tenemos el mismo apellido, pero somos hermanos. Nuestro padre se hizo a la mar.

 

***

Estoy sentado en mi casa de campo. Está lloviendo. Ante mis ojos, las colinas se desploman, se extienden las llanuras y allá, a lo lejos, nace la ciudad. Hace una hora el anciano que vive enclaustrado en su casa del bosque pasó por delante de mi puerta, pero esta vez el perrito no lo acompañaba. Puede que mientras hablábamos en la niebla acabara con la vida de su fiel compañero. Es posible que el perro, como la mujer del empleado y el bebé que llevaba en su vientre, esté muerto. El camino que veo desde mi ventana está cubierto por un manto de hojas rojas, amarillas y doradas. Las hojas de los árboles caen fulminadas al suelo. La lluvia las derriba con brutalidad y les niega un último resplandor contra el cielo. En octubre el viento debería llevarse las hojas, arrastrarlas a través de las llanuras y de los montes. Las hojas deberían salir volando para perderse en la inmensidad.

 

La casa de Asterión

Jorge Luis Borges

 

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

–¿Lo creerás, Ariadna? –dijo Teseo–. El minotauro apenas se defendió.

 

¡Abrió los ojos!

Juan Ramón Jiménez

 

Abrió los ojos. (Había estado tirado en su butaca toda la mañana fea, durmiendo su largo, desesperado hastío.)

Las cuatro paredes de su cuarto estaban oscuras de tanto deslumbre. Una ventanita cuadrada cortaba el cuadro resplandeciente. Un cielo azul limpio, casas radiantes de sol y sombra, una plaza llena de gentes gritando y corriendo.

“Esa es la vida, sal”, le dijeron seres oscuros por dentro de su sangre.

Y se tiró por la ventana.

 

La carne

Virgilio Piñera

 

Sucedió con gran sencillez, sin afectación. Por motivos que no son del caso exponer, la población sufría de falta de carne. Todo el mundo se alarmó y se hicieron comentarios más o menos amargos y hasta se esbozaron ciertos propósitos de venganza. Pero, como siempre sucede, las protestas no pasaron de meras amenazas y pronto se vio a aquel afligido pueblo engullendo los más variados vegetales. Sólo que el señor Ansaldo no siguió la orden general. Con gran tranquilidad se puso a afilar un enorme cuchillo de cocina, y, acto seguido, bajándose los pantalones hasta las rodillas, cortó de su nalga izquierda un hermoso filete. Tras haberlo limpiado lo adobó con sal y vinagre, lo pasó –como se dice– por la parrilla, para finalmente freírlo en la gran sartén de las tortillas del domingo.

Sentóse a la mesa y comenzó a saborear su hermoso filete. Entonces llamaron a la puerta; era el vecino que venía a desahogarse… Pero Ansaldo, con elegante ademán, le hizo ver el hermoso filete. El vecino preguntó y Ansaldo se limitó a mostrar su nalga izquierda. Todo quedaba explicado. A su vez, el vecino deslumbrado y conmovido, salió sin decir palabra para volver al poco rato con el alcalde del pueblo. Éste expresó a Ansaldo su vivo deseo de que su amado pueblo se alimentara, como lo hacía Ansaldo, de sus propias reservas, es decir, de su propia carne, de la respectiva carne de cada uno. Pronto quedó acordada la cosa y después de las efusiones propias de gente bien educada, Ansaldo se trasladó a la plaza principal del pueblo para ofrecer, según su frase característica, “una demostración práctica a las masas”. Una vez allí hizo saber que cada persona cortaría de su nalga izquierda dos filetes, en todo iguales a una muestra en yeso encarnado que colgaba de un reluciente alambre. Y declaraba que dos filetes y no uno, pues si él había cortado de su propia nalga izquierda un hermoso filete, justo era que la cosa marchase a compás, esto es, que nadie engullera un filete menos. Una vez fijados estos puntos diose cada uno a rebanar dos filetes de su respectiva nalga izquierda. Era un glorioso espectáculo, pero se ruega no enviar descripciones. Por lo demás, se hicieron cálculos acerca de cuánto tiempo gozaría el pueblo de los beneficios de la carne. Un distinguido anatómico predijo que sobre un peso de cien libras, y descontando vísceras y demás órganos no ingestibles, un individuo podía comer carne durante ciento cuarenta días a razón de media libra por día. Por lo demás, era un cálculo ilusorio. Y lo que importaba era que cada uno pudiese ingerir su hermoso filete.

Pronto se vio a señoras que hablaban de las ventajas que reportaba la idea del señor Ansaldo. Por ejemplo, las que ya habían devorado sus senos no se veían obligadas a cubrir de telas su caja torácica, y sus vestidos concluían poco más arriba del ombligo. Y algunas, no todas, no hablaban ya, pues habían engullido su lengua, que dicho sea de paso, es un manjar de monarcas. En la calle tenían lugar las más deliciosas escenas: así, dos señoras que hacía muchísimo tiempo no se veían no pudieron besarse; habían usado sus labios en la confección de unas frituras de gran éxito. Y el alcaide del penal no pudo firmar la sentencia de muerte de un condenado porque se había comido las yemas de los dedos, que, según los buenos gourmets (y el alcaide lo era) ha dado origen a esa frase tan llevada y traída de “chuparse la yema de los dedos”.

Hubo hasta pequeñas sublevaciones. El sindicato de obreros de ajustadores femeninos elevó su más formal protesta ante la autoridad correspondiente, y ésta contestó que no era posible slogan alguno para animar a las señoras a usarlos de nuevo. Pero eran sublevaciones inocentes que no interrumpían de ningún modo la consumación, por parte del pueblo, de su propia carne.

Uno de los sucesos más pintorescos de aquella agradable jornada fue la disección del último pedazo de carne del bailarín del pueblo. Éste, por respeto a su arte, había dejado para lo último los bellos dedos de sus pies. Sus convecinos advirtieron que desde hacía varios días se mostraba vivamente inquieto. Ya sólo le quedaba la parte carnosa del dedo gordo. Entonces invitó a sus amigos a presenciar la operación. En medio de un sanguinolento silencio cortó su porción postrera, y sin pasarla por el fuego la dejó caer en el hueco de lo que había sido en otro tiempo su hermosa boca. Entonces todos los presentes se pusieron repentinamente serios.

Pero se iba viviendo, y era lo importante, ¿Y si acaso…? ¿Sería por eso que las zapatillas del bailarín se encontraban ahora en una de las salas del Museo de los Recuerdos Ilustres? Sólo se sabe que uno de los hombres más obesos del pueblo (pesaba doscientos kilos) gastó toda su reserva de carne disponible en el breve espacio de 15 días (era extremadamente goloso, y por otra parte, su organismo exigía grandes cantidades). Después ya nadie pudo verlo jamás. Evidentemente se ocultaba… Pero no sólo se ocultaba él, sino que otros muchos comenzaban a adoptar idéntico comportamiento. De esta suerte, una mañana, la señora Orfila, al preguntar a su hijo –que se devoraba el lóbulo izquierdo de la oreja– dónde había guardado no sé qué cosa, no obtuvo respuesta alguna. Y no valieron súplicas ni amenazas. Llamado el perito en desaparecidos sólo pudo dar con un breve montón de excrementos en el sitio donde la señora Orfila juraba y perjuraba que su amado hijo se encontraba en el momento de ser interrogado por ella. Pero estas ligeras alteraciones no minaban en absoluto la alegría de aquellos habitantes. ¿De qué podría quejarse un pueblo que tenía asegurada su subsistencia? El grave problema del orden público creado por la falta de carne, ¿no había quedado definitivamente zanjado? Que la población fuera ocultándose progresivamente nada tenía que ver con el aspecto central de la cosa, y sólo era un colofón que no alteraba en modo alguno la firme voluntad de aquella gente de procurarse el precioso alimento. ¿Era, por ventura, dicho colofón el precio que exigía la carne de cada uno? Pero sería miserable hacer más preguntas inoportunas, y aquel prudente pueblo estaba muy bien alimentado.

 

Grupo

Luis Britto García

 

A Pipo lo agarraron en la fábrica de armas. Él había ido a entregar materiales y se demoró ayudando al encargado a reparar un taladro. La bala le entró por el oído y en las fotografías de los periódicos no se veía bien quién era pero por el reloj –que nosotros conocíamos– no cabía duda, los policías lo identificaron como Carlos María Lairén Isturiz y primera vez que supimos que Pipo tenía tantos nombres y qué lástima porque era la cátedra para montar y desmontar fusibles bombas y motores y en las chiveras conseguíamos piezas para metralla y teníamos dos o tres proyectos pepiados.

A Raúl lo expulsaron para Europa y según me dijeron de carta que envió con alguien para Hernán, allá no hay más que maricos en los cafés discutiendo a Garaudy y como él perdió su tiempo aquí leyendo a Garaudy ahora tiene miedo no se vaya a meter a marico y guarda una libreta en donde dice: 20 kilos de azúcar y 100 litros de té; dentro de poco iré a Lunión Soviética veré el Kremlin, me moriré de la arrechera y la familia no me mandará más plata, y entonces.

Lara está desaparecido. Hay el rumor de que murió en el campo de La Pica, pero a la familia le dicen no, no tenemos ningún preso de ese nombre.

Chocolate es el que anda en la polémica de la izquierda, a Chocolate lo expulsaron por su artículo: ¿Directrices nuevas para una línea nueva?, que apareció en el semanario Conceptos en contestación al artículo Formas de Lucha y Lucha de Formas, de Concepción Serrano (o sea, Feliberto Mendoza). La última vez que vi a Chocolate estaba disfrazado de portugués; como lo allanaron perdió el fichero de su gran libro Capital y Monopolios en la Venezuela de hoy; tenía cuatro millones de fichas y lo único que repetía cada vez que se acordaba de que había perdido los índices de acumulación de capitales era: el coño de la madre.

Morandi volvió de la montaña cuando aniquilaron el resto de su comando, y se encontró haciendo las cosas más raras, se colaba en las fiestas para comerse los aguacates y el caviar en la cocina, asistía a las subastas de antigüedades para comerse los pasapalos, su desgracia fue cuando se le arruinó el paltó muy presentable que todavía tenía y entonces vendió condones en la Avenida Urdaneta hasta que un policía lo mató y no se sabe por qué.

Cisneros se ahogó con el aparato de inmersión de circuito cerrado que no lo graduaron bien o a lo mejor el profundímetro le falló de todas maneras pusimos la bomba y a Cisneros le quitamos el aparato el cinturón de pesas la máscara y lo dejamos y el periódico dijo víctima de la explosión (inidentificable).

A Enid la tiraron desde un helicóptero en región no bien precisada, de Enid quedan madre padre hermano menor unos textos de química inorgánica el retrato en una excursión al teleférico una hebra de la peluca rubia que usó en el asalto al automercado una cédula de identidad falsa una cierta temperatura de las manos el resonar de una voz en las paredes de un detestable cuarto de hotel.

Montes la cogió con la vaina de la investigación motivacional y Marshall MacLuhan, desde que trabaja en Procter & Gamble no tenemos finanzas nada tenemos. Igual que a Gonzales que se lo llevó el tío para Barquisimeto donde tienen una cría de gallinas y se les mueren de moquillo y es lástima porque Gonzales tenía unos contactos increíbles en los barrios. Hernán cayó en lo que llaman el anarco aventurerismo y la policía le metió 6 tiros en el pulmón cuando ya estaba a punto de convencernos de la importancia de la máquina infernal para volar la embajada.

Perico fue el que nos vendió a todos. Perico era muy buena persona y cuando le hicieron el simulacro de enterramiento vivo se rajó, a pesar de eso le hicieron todo tipo de cosas y al final lo soltaron, unos dicen que con carnet del Sifa para ver si sapeaba a alguien más, otros dicen que para seguirlo y ver si alguien se ponía en contacto con él para rasparlo, yo lo vi después de buhonero vendiendo forros para volante, él bajó los ojos y miró a otro lado, yo me toqué la culata de la pistola y después pensé total para qué.

Yo que ni fui agarrado en la fábrica de armas ni me expulsaron para Europa ni desaparecí ni estuve en la polémica de la izquierda ni bajé de la montaña ni me ahogué ni me tiraron desde un helicóptero ni la cogí con Marshall MacLuhan ni fui a criar gallinas ni me metieron 6 balas ni vendí a todo el mundo, o a lo mejor sí, hice todas esas cosas y desaparecí y me ahogaron y me rajé con todos, hasta tal punto era todos ellos, yo que tuve las etapas consabidas la de decir para qué carajo cuando me decían estamos preparando algo, la de decir mííí cuando me hablaban de tal o cual intelectual de izquierda, la de pensar cónfiro, y mi padrino que conoce gente en la gran Empresa de Seguros La Prosperidad, la de decirme un hombre de mi sensibilidad debería estar arrasando en el salón de invierno en París, ahora descubro que para algo fui ahorrado: estar parado en esta esquina mientras cae la noche esperando el contacto con alguien, claro no será Enid pero será Marcela o alguien a quien Marcela enviará, luego podremos ganarnos a otros que no serán Pipo Raúl Lara Chocolate Morandi Cisneros Enid Montes Hernán Gonzales Perico, que no serán a lo mejor ni siquiera yo porque lo fundamental no soy yo sino mi destino, esperar, mirar tanto carro que pasa y encandila con los faros, y repetir: del próximo se baja Marcela. Del próximo se baja un policía a quien nos han delatado y me mata. Del próximo se baja Marcela. Del próximo se baja un policía y me mata. Del próximo se baja Marcela. Del próximo se baja un policía y me mata. Del próximo se baja Marcela. Del próximo se baja un policía y me mata. Un carro se acerca, frena, abre la puerta. Esfuerzo la vista para distinguir la silueta negra que sale. El grupo mira a través de mis ojos. Todo va a decidirse dentro de un instante, pero no, me doy cuenta, estoy aquí, he permanecido aquí o me han retenido, doy la cara a la noche, todo está ya decidido.