Ciro Alegría
La
selva rodeaba una barraca hecha de esbeltos tallos de palmera y levantada en un
claro logrado a golpe de hacha, donde los tocones rojos parecían heridas. El vasto
cuerpo del bosque había sido mutilado para que el sol se tendiera sobre la casa
y los hombres. Ellos, de no estar entregados a sus faenas, jugaban a los dados sobre
una tosca mesa o dormitaban en las hamacas colgadas en el corredor, al lado del
fusil y la esperanza. También solían salir al espacio talado y estiraban los brazos
ante la luz, con un aire de aves fatigadas. Habían ido en pos del caucho y la riqueza.
Hundidos en la inmensidad vegetal, inhóspita y a la vez aprisionante, sus sueños
eran inasibles como el humazo del áspero tabaco que chupaban con gesto lento. Cada
mañana, la selva les lanzaba su reto. Aun los veteranos temían el laberinto formado
por el apretado abrazo de sus ramas y la sombra de sus tupidas copas.
Cerca de la barraca corría un pequeño río, encauzado entre árboles,
lamiendo tallos y viejas raíces retorcidas. Podía llamarse Yavarí o Ingaraparaná
o Porá o Yarobé. Podía tener cualquier nombre extraído de los rumores de la floresta,
de las extrañas voces con que se entienden el vegetal, la fiera y el salvaje. Ese
río va a engrosar otros, formando parte del sistema circulatorio de la selva, sanguíneo
ramaje que riega puertos soñados en la manigua y cuyos nombres son agrandados por
el deseo de encontrarlos: Contamana, Nauta, Iquitos, Manaos. y más allá, lejos,
cuando todos los líquidos caminos son uno solo, cuando el gran río, el Amazonas,
el más colmado y ancho de los ríos, se hunde en el Atlántico, y aún más allá, donde
apunta la aguja de la brújula, fulge el nombre rutilante: Nueva York. Columbrando
en sueños su resplandor encendido con una alegría de alto puntaje en la bolsa de
valores, estaban los hombres en la noche de la manigua, extrayendo el caucho, en
una voluntariosa lucha con el riesgo, esperando vivir.
De surcada por aquel pequeño río llegaron Cárpena y Jiménez,
servidos por dos bogas, en un atardecer que amontonaba sobre los árboles pesadas
nubes, sombras trémulas e inquietos vuelos de pájaros. Habían navegado en canoa
desde el amanecer. Todo el día escucharon el monótono chapoteo de los remos accionados
por los bogas, cetrinos indios de rictus bárbaro. Cárpena era un novato y Jiménez,
con quien se reunió para cumplir la última etapa de su viaje, gozaba relatándole
hazañas y acontecimientos. Empleaba un tono de bromista jactancia. De repente, se
puso a hablar de las anacondas. ¡Cuidado! De un solo coletazo podían volcar la canoa.
En el agua había caimanes. “Y por ahí ¿lo ve?, en esa zona viven los indios cashivos.
Son indomables. Matan a la gente, la queman y beben las cenizas disueltas en masato.”
Cárpena trataba de no mostrarse impresionado. Por último, Jiménez recomendó:
–Sobre todo, amigo, aquí hay que olvidarse de que uno tiene
sentimientos. ¿Nobles, se dice? Ahí está don Floro; lo va a conocer: ése ya no tiene
corazón.
Cuando la canoa, con el alegre impulso del arribo, hirió la
arena de la orilla. Cárpena descansó, más que de estar encogido, de la charla de
su compañero. Los caucheros de la barraca los recibieron entre voces y abrazos alborozados.
“¿Y qué hay por Iquitos?” “¿Traen balas?” “¡Ah, qué bien!” “¿Y conservas?” “¿No?”
“¡Diantre, ya estamos hartos de mono!” “Echar atrás a los japoneses tomará tiempo.”
“Habrá mercado para nuestro caucho.” “¡Duraznos al jugo!” “¡Al menos una lata!”
“¿Usted es nuevo?” “Se le ve en la cara”. “Pasen, pasen a descansar…”.
Cayó la noche y Cárpena y Jiménez continuaban metidos en las
hamacas de fibra, contestando preguntas que la curiosidad y la nostalgia ponían
en los labios de sus amigos. Después encendieron una linterna y rodearon la mesa
de rijosos maderos. La comida fue sobria. El pescado llamado paiche con un plátano
verde llamado inguire, la pasta de yuca conocida por fariña y, para celebrar la
llegada, un buen trago de aguardiente de caña. Blancas mariposas nocturnas revoloteaban
en torno a la luz. Afuera hablaban los bogas y otros indios salvajes de lengua tronante.
Los caucheros hacían salir su voz desde una cara invadida por barbas revueltas.
–No se afeite, amigo Cárpena. La barba impide que le piquen
los mosquitos.
Cárpena, por su parte, trató de preguntar todo lo que pudo.
Su ignorancia producía risa a menudo. Pero supo al menos lo necesario acerca de
sus compañeros y se le reafirmó la idea de que en la selva había que ser duro.
Cuando apagaron la luz y se tendieron a dormir, comenzó a soplar
un viento de tenaz mugido. Un cauchero dijo a don Floro:
–Está bien eso; se llevará a los mosquitos. Y usted lleve mañana
a Cárpena al monte. Ya tendrá tiempo de ahumar.
Cárpena había visto en Iquitos las bolas de caucho y el atosigante
trabajo de ahumarlas. Menos mal que ahora lo destinaban a otra cosa. Podía considerar,
inclusive, que estaba con suerte. Le gustaba tener que acompañar a don Floro. Según
se había enterado, éste era un rumbero, o sea el hombre que en medio del laberinto
vegetal de la selva, encuentra siempre el rumbo. Había leído una novela en la cual
se contaba cómo un rumbero a quien le falló el sentido de dirección, mientras guiaba
a un grupo de caucheros, perdió a su angustiada tropa en la incertidumbre del bosque
sin caminos y de la mente enloquecida. Pero don Floro parecía incapaz de extraviarse.
Era un sesentón membrudo de ojos de jaguar y la consabida barba enmarañada y sucia.
La piel blanca había adquirido tonos ocres y verdosos tal si se le hubieran pegado
del bosque, y las barbas grises parecían un manojo de esos bejucos parásitos que
cuelgan de los troncos.
Don Floro, al calmarse un poco el viento, barbotó con su vozarrón
despacioso:
–Se me hace que, por allá, al sur, hay una partida de monos.
Están chillando con el ventarrón. Diría que hay un monito chico entre ellos. ¿No
lo oyen? Lo voy a atrapar mañana. Con darle un tiro a la madre…
–¿Y cómo los vamos a encontrar? –preguntó Cárpena con una respetabilísima
ingenuidad.
Los comentarios y las risas rebotaron de hamaca en hamaca. Don
Floro apagó su carcajada de trueno y dijo:
–Muchacho: yo les sé las costumbres. Esos monos seguirán caminando
desde antes del amanecer. Y que me corten el cogote si no se paran en una mancha
de palmeras que he visto. Hay mucho coco ahí. Ya verás, ya verás…
–¿Y usted los oye realmente? –preguntó de nuevo Cárpena.
–Claro que los oigo –aseguró don Floro–, cuando el viento calma,
se los oye. Chillan como unos condenaos… Deben estar a unas veinte cuadras de aquí…
Con el sueño, en la barraca se adensó el silencio. Cárpena buscó
nuevas palabras entre la sombra. Sólo hablaba el viento, de rato en rato, con una
voz cargada de espacios selváticos, misteriosa y profunda.
El bisoño tenía veinte años y un puñado de familiares recuerdos.
Su experiencia de la selva se reducía al viaje que había hecho para llegar a la
barraca. Provenía de tierra sin muchos árboles, de la costa peruana, donde cada
valle está flanqueado por desiertos de arena y piedra. Él se había nutrido del cuidado
materno, de lecturas de Salgari y grandes proyectos personales. Ahora la aventura
cobraba un sesgo real, al enfrentar la realidad sentíase desarmado, y los grandes
proyectos parecían perdidos como las estrellas.
La noche le vendaba los ojos. Cárpena terminó por sentirse solo
y la nostalgia de la madre le creció pecho adentro. En la hamaca se acurrucó tal
si estuviera en el regazo materno y un sentimiento de ternura, próximo y distante,
lo envolvió dándole una sensación de timidez a la que se mezclaba una creciente
tristeza. Aulló un jaguar a lo lejos y una luciérnaga trazó un fugaz hilo de luz.
El muchacho fue llamado a la realidad. Trató de rehacerse y de insistir en su determinación
de ser duro. Él –pensaba– sabría luchar también. Después tendría dinero y la firmeza
de los que triunfan en la vida. Pero debía ser fuerte. Reacio a toda mella como
las rocas y los palos de chonta. Él también se curtiría… Tenía que ser un cauchero
de veras, un hombre de la selva… él también…
Al fin se durmió.
A la mañana siguiente, Cárpena, que pese a sus esfuerzos tenía
el aire inseguro del recién llegado, salió con don Floro, el rumbero, a cazar monos.
Cárpena marchaba mirando a todos lados, tal si un peligro inmediato le estuviera
azotando los flancos. ¡No fuera que una boa, que un jaguar, que un caimán, que un
indio salvaje! Don Floro iba delante, empeñado en escrutar lo alto con sus vivaces
ojos de fiera.
Ambos llevaban fusiles a la espalda y caminaban por una angosta
trocha. Las hojas caídas, rojinegras y pardas, llenaban el suelo despidiendo, al
podrirse, un olor acre. El musgo y toda laya de plantas parásitas escoriaban los
tallos innumerables. Era ése un mundo intestinal que realizaba laboriosamente su
digestión de árboles.
Cárpena avanzaba muy pegado al rumbero, como si de la proximidad
a aquel hombre dependiera su vida. Aprendería de él. Don Floro le enseñaría los
secretos del bosque. El baqueano ya había desempeñado igual tarea muchas veces y
la tomaba con gusto. Hablaba, comenzando a enseñar la pulseada del bosque, mientras
apartaba a manotadas las ramas que ya querían cerrar la trocha y se interponían
a su paso.
–¡Ah, muchacho! Soy antiguazo aquí. Vine mocoso como tú, cuando
la primera busca del caucho.
No sé si quedará retazo de bosque que no haya andao. Bueno,
esto es mucho; pero te digo que conozco la cosa. ¿Sabes las rayas de tu mano? ¿No?
Pues yo sé las del bosque. Una media bruja de la ciudad veía las rayas de la palma
de la mano y decía que ahí estaba el destino. Esta es una mano que hay que saberla
ver lo mismo. Aquí hay también destino…
Tropezaron con un árbol cubierto de cortaduras y lacras, un
pobre ser de los bosques al que habían hecho padecer un raro suplicio. Las incisiones
y los tajos llenaban su hermoso tallo. Aún había rastros de la sangre blanca que
vertiera.
–Caucho explotao –explicó don Floro. Y prosiguió–: Ahora pa
encontrarlo, hay que caminar lejos. Han macheteao duro los muchachos. Antes dabas
un machetazo al aire y salía jebe. Ahora hay que caminar hasta donde el duende tiene
su guarida, que es lejos, y no encuentras.
De la cintura de don Floro colgaba un largo machete metido en
vaina de cuero.
–Bueno, todo está lejos. Nos tomará tiempo encontrar a los monos.
No se ve ni uno por lo alto. Por eso estoy hablando sin consideración. ¿Has comido
mono? ¿No? Ya comerás. Al principio, viéndolos listos, parecen niños asaos y no
dan ganas de comerlos. Pero, la necesidá… Esa lo hace todo. Con el tiempo, te los
comes como si tal cosa… Hay que comer mono. No siempre tienes suerte y encuentras
pavas y tapires…
La trocha se fue borrando. Cárpena sintió como que el bosque
se adueñaba de ellos. Un rumor confuso y perenne flotaba sobre sus cabezas y no
se veía otra cosa que tallos, ramas y lianas. El rumbero se volvió hacia el mozo
cogiendo su fusil con las dos manos, Cárpena lo imitó maquinalmente.
–Ssschcht –musitó el conocedor, continuando muy bajito–: Silencio…,
que no se asusten los monos. Ponen a uno de guardián y si nos hacemos notar, ése
da el grito y escapan…
Y siguió adelante, eludiendo las lianas blandamente y pisando
con suavidad. El fusil, dirigido a lo alto, parecía tan alerta como sus ojos. Si
Cárpena, con un movimiento inhábil producía algún rumor, don Floro volteaba hacia
él, en un mudo reproche. Para peor, aumentaban las lianas, las ramas, los altos
tallos. Crecía el bosque, se agrandaba ante los ojos del recién llegado. No lograba
ver nada preciso en las copas. ¿Distinguiría don Floro la caza? De cuando en vez,
sonaban los aletazos de un pájaro que huía entre el follaje. Y los hombres ligeramente
agazapados, en acecho, avanzaban sin tregua hacia su insegura presa. Era fatigosa
la marcha y más teniendo que cuidar el silencio. En las hojas caídas dejaban un
pequeño rastro, pero otras se amontonaban pronto sobre ellas, borrándolo. Al cruzar
por un terreno pantanoso, la huella de un tacón se mostró a los ojos del novato,
desde la blanda gleba de un charco. Otro hombre había estado por allí, como lo atestiguaba
su seña y sin embargo la naturaleza, hostil y recogida en sí misma, parecía haber
ignorado siempre su presencia. Los pantanos se precisaron más y tuvieron que bordeados.
Oscuras y quietas aguas, se embalsaban al pie de grandes árboles tranquilos. Y traspuesta
esa zona, otra vez el lecho de hojas, y las ramas y lianas obstaculizantes, y la
penumbra bajo las altas copas estremecidas. El sol se filtraba a ratos en haces
oblicuos, haciendo ver grietas de troncos añosos y tierno musgo. Sobre la tersura
de un tallo plomizo, destacó una inscripción:
UN RECUERDO
DE
PEDRO J. RAMIREZ
Las letras hondas, grabadas a cuchillo, denotaban un pulso recio.
Cárpena tocó el brazo de don Floro y, al volverse éste, le mostró el nombre. En
verdad, nadie lo llevaba en la barraca. Allí estaban el “chino” Cortez, el español
Segovia, el “negro” Domingo y también Jiménez y Díaz. No había ninguno que se llamara
así. El rumbero se encogió de hombros como diciendo: “¿Para qué te ocupas de tonterías,
cuando estamos empeñados en encontrar importantes monos?” Pero, tratando de dar
una explicación, se señaló el cuello en un gesto de cortárselo y reanudó la marcha
silenciosamente. Había muerto Pedro J. Ramírez. Como Cárpena, sin duda, dejó su
lugar nativo para lanzarse a esos mundos con un equipo de cauchero y de sueños.
He allí que ya no quedaba de él, sino un nombre grabado en el tallo de un árbol
perdido en medio de la selva. Desde el fondo del bosque, hablaba un muerto en la
supervivencia de un vegetal impasible. Nada más. Cárpena se resistía a deplorarlo.
Ahí –ya lo veía– era innecesaria la compasión. Sería duro como don Floro. Igual
que el rumbero, sabría recorrer el bosque, por un lado y otro, sin perderse ni lamentar
lo irremediable.
Don Floro seguía avanzando con los ojos y el fusil vigilantes.
Se detuvo de súbito colocándose una mano tras la oreja, a modo de pantalla. Un débil
chillido venía de lejos. ¿De dónde? El rumbero volteó la cabeza a todos lados y
luego tomó la dirección. Cárpena lo seguía hecho ojos y oídos. Pero sin pensar precisamente
en que el fusil le iba a servir de algo. La anunciada “mancha” de palmeras hizo
blanquear sus tallos en medio de la inmensidad verde gris. Don Floro se detuvo de
nuevo y echóse a la cara el fusil. La tropilla de monos escandalizaba haciendo piruetas
y arrojando cocos. El que estaba próximo, que era sin duda el vigía, distinguió
a los cazadores y lanzó un grito estridente, pero ya era tarde. Don Floro disparó.
También disparó Cárpena hacia un pequeño ser gesticulante que se contorsionaba entre
las ramas. Los micos huyeron a grandes saltos por las copas, chillando y dando alaridos.
En pocos segundos se perdió el eco de sus voces en la tranquila inmensidad de la
selva.
Pero uno de ellos se había quedado. Trató de sostenerse enroscando
la cola en una rama, pero después cayó sobre la hojarasca con un ruido blando. Los
cazadores acudieron. Era una mona que tenía a su pequeño hijo en brazos. El balazo
le había roto el pecho. Miró a los hombres con ojos de pánico y odio, pero después
los fijó amorosamente en el pequeño. Con todas sus fuerzas abrazaba al hijo. Trataba
de que el aterrorizado monito se le pegara al magro seno y luego le acercaba la
boca a la teta. Sacudida por los estertores de la muerte, únicamente se preocupaba
de que el pequeño mamara, de que pudiera vivir. Ninguno de los hombres atinó a rematarla,
viendo esa grande y maternal defensa de la vida. La madre quería a toda costa salvar
al hijo. Sus ojos brillaban sobre él, llenos de ternura, y al estrecharlo brindábale
empecinadamente los exiguos pezones. Pero el monito chillaba viendo a los cazadores,
sin desprenderse del seno, invitando más bien a la fuga con su actitud medrosa.
¡Si ella hubiera podido huir! Miró por última vez a los hombres y de nuevo al hijo.
Persistió en su empeño de que mamara, ya muy débilmente, pues las fuerzas sin duda
la abandonaban. Y la muerte llegó al fin y rindióse a ella en medio de una estremecida
agonía. Se aquietó para siempre con el hijo en brazos, dada íntegramente a él, en
un gesto de suprema solicitud. En el vasto silencio que cayó sobre la selva, sólo
se escuchaban los gemidos del monito, cogido del inmóvil y sangrante cuerpo materno.
Aferrado a él, parecía pedirle que lo amparara.
Cárpena no pudo contenerse más y, apoyándose en un tronco, se
puso a sollozar como un niño. Don Floro trataba de consolarlo:
–Bah, muchacho, ya pasará. Se acostumbra uno. Después de todo,
no fue tuyo el tiro…
Mas el rumbero se felicitaba en su interior de la penumbra del
bosque y de la ancha falda de su sombrero de palma, que le apretaba sombra sobre
la cara. Una terca lágrima había rodado por su mejilla. Haciéndose a un lado, discretamente,
se la enjugó con la manga de la camisa.
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