Leopoldo Lugones
Cada vez más hundido en su
misantropía, Emilio no conservaba ya más que una amistad: la de su tía la
señora Olivia, vieja solterona como él, aunque veinte años mayor. Emilio tenía
ya cincuenta años, lo cual quiere decir que la señora Olivia frisaba en los
setenta. Ricos ambos, y un poco tímidos, no eran éstas las dos únicas
condiciones que los asemejaban. Parecíanse también por sus gustos
aristocráticos, por su amor a los libros de buena literatura y de viajes, por
su concepto despreciativo del mundo, que era casi egoísta, por su melancolía,
mutuamente oculta, sin que se supiese bien la razón, en la trivialidad
chispeante de las conversaciones. Los martes y los jueves eran días de ajedrez
en casa de la señora Olivia, y Emilio concurría asiduamente, desde hacía diez
años, a esa tertulia familiar que nunca tuvo partícipes ni variantes. No era
extraño que el sobrino comiese con la tía los domingos; y por esta y las
anteriores causas desarrollose entre ellos una dulce amistad, ligeramente
velada de irónica tristeza, que no excluía el respeto un tanto ceremonioso en
él, ni la afabilidad un poco regañona en ella. Ambos hacían sin esfuerzo su
papel de parientes en el grado y con los modos que a cada cual correspondían.
Aunque habíanse referido todo cuanto les era de mutuo interés, conservaban,
como gentes bien educadas, el secreto de su tristeza. Por lo demás, ya se sabe
que todos los solterones son un poco tristes; y esto era lo que se decían
también para sus adentros Emilio y la señora Olivia, cuando pensaban con el
interés que se presume, ella en la misantropía de él, él en la melancolía de
ella. Los matrimonios de almas, mucho más frecuentes de lo que se cree, no
están consumados mientras el secreto de amargura que hay en cada uno de los
consortes espirituales, y que es como quien dice el pudor de la tristeza, no se
rinde al encanto confidencial de las intimidades. La señora Olivia y su sobrino
encontrábanse en un caso análogo. Si aquella tristeza que se conocían, pero
cuyo verdadero fundamento ignoraban, hubiéraseles revelado, habrían comprobado
con asombro que ya no tenían nada que decirse. Reservábanla, sin embargo, por
ese egoísmo de la amargura que es el rasgo característico de los superiores, y
también porque les proporcionaba cierta inquietud, preciosa ante la perfecta
amenaza de hastío que estaba en el fondo de sus días solitarios. Un poco de
misterio impide la confianza, escollo brutal de las relaciones en que no hay
amor. Así, por más que se tratara de dos viejos, la señora Olivia era siempre
tía, y Emilio se conservaba perpetuamente sobrino.
Cuarenta
años atrás –recordaba la señora Olivia– aquel muchacho sombríamente precoz,
cuyo desbocado talento, unido a sordas melancolías, hizo temer más de una vez
por su existencia; aquel hombrecito, huraño ya como ahora, era su amigo. No
tenía esos risueños abandonos de los niños en las rodillas del ser predilecto;
pero miraba con unos ojos tan tristes, su frente era tan alta y despejada, que
lo quería y estimaba al mismo tiempo. No se dio cuenta de los veinte años que
le llevaba; considerolo su amigo, empezando a comprender aquella diferencia
sólo cuando lo vio regresar de Alemania, terminada ya su carrera, hecho todo un
señor ingeniero, que vino a saludarla, muy respetuoso, muy amable, pero
demasiado sobrino para que ella no asumiera inmediatamente sus deberes de tía.
Las relaciones estrecháronse después, pero ya de otro modo. Ella, en su
independencia orgullosa de solterona rica, acogió amablemente al joven cuya
misantropía le pareció interesante; y cuando tres años después, éste se quedó
huérfano, encontró en la casa de la vieja dama, a pesar de las etiquetas y los
cumplimientos, el calor de hogar, no muy vivo, que le faltaba.
Por un
acuerdo inconfeso aunque no menos evidente, fueron cambiando con los años sus
pasatiempos. Después de las conversaciones, la música; después de la música, el
ajedrez. Y de tal modo estaban compenetrados sus pensamientos y sus gustos, que
cuando una noche de sus cuarenta años, Emilio encontró en el saloncito íntimo
el tablero del juego junto al cerrado piano, sin notar al parecer aquella
clausura del instrumento que indicaba el fin de toda una época, hizo sus
reverencias de costumbre y jugó durante dos horas como si no hubiera hecho otra
cosa toda la vida. Ni siquiera preguntó a la señora Olivia cómo sabía que a él
le gustaba el ajedrez. Verdad es que ella habríase encontrado llena de
perplejidad ante esa pregunta.
La
diferencia de edades había concluido por desaparecer para aquellos dos seres.
Ambos tenían blancas las cabezas, y esto les bastaba. Tal vez la misma
diferencia de lo sexos ya no existía en ellos; sino como una razón de cortesía.
La señora Olivia conservábase fresca, pues estaba cubierta por una doble nieve:
la virginidad y la vejez. Aun sonreía muy bien; y para colmo de gracia
apostataba de los anteojos. Su palabra era fluida y su cuerpo delgado. La vida
no la aplastaba con su peso de años redondamente vividos; al contrario, la
abandonaba, esto volvíala translúcida y ligera. No podía decirse, en realidad,
que fuese vieja; apenas advertíanse sus canas.
Emilio,
sí, estaba viejo; mas no parecía un abuelo. Carecía de esa plácida majestad de
los ancianos satisfactoriamente reproducidos. Era un viejo caballero que podía
ser novio aún. Sus cabellos blancos, su barba blanca, su talante un poco
estirado, mas lleno de varonil elegancia, sus trajes irreprochables, sus
guantes, constituían un ideal de corrección. Llevando un niño de mano,
hubiéranlo tomado por un fresco viudo; pretendiendo una señorita de veinticinco
años, habrían tenido que alabar su amable cordura.
Su tía y
él eran dos mármoles perfectamente aseados. Por dentro, eran dos ingenuidades
que disimulaban con bien llevada altivez candores tardíos. La delicadeza de la
anciana encubría un estupor infantil; la frialdad del sobrino velaba una
desconfianza de adolescente.
Además,
hablaban en términos literarios, hacían frases como las personas ilustradas y
cortas de genio que no han gozado las intimidades del amor, ese gran
valorizador de simplicidades. También eran románticos.
Precisamente,
hacía tres meses que Emilio regaló a su tía un ruiseñor importado a mucho costo
de Praga, por los cuidados del famoso pajarero Gotlieb Waneck, y en una
legítima jaula de Guido Findeis, de Viena. Dos noches antes, el pájaro cantó, y
ésta fue la noticia con que la señora Olivia había sorprendido a su sobrino un
martes por la noche, mientras ocupaban sus casillas las piezas del ajedrez.
Emilio, galante como siempre, traía para el pájaro un alimento especial: la
composición de M. Duquesne de l’Eure; pues, en punto a crianza, prefería los
métodos franceses.
Aquel
ruiseñor fue un tema de que se asieron ansiosamente, cansados ya por un año de
plática sin asunto. Y del ruiseñor… ¡a Shakespeare!
–En
Verona –decía la señora Olivia– aprendí, precisamente, a preferir la alondra;
como que, al fin mujer, había de quedarme con la centinela de Romeo. Profésanle
allí una predilección singular, llamándola, familiarmente, la Cappellata.
–Pero
este ruiseñor –afirmó Emilio– no es de los veroneses. Es la clásica Filomela,
ruiseñor alemán, el único pájaro que compone, variando incesantemente su canto;
mientras aquellos recitan estrofas hechas. Un verdadero compatriota de
Beethoven.
¿Cuánto
tiempo hablaron?… La luna primaveral que había estado mirándolos desde el
patio, veíalos ahora desde la calle. Y Emilio contaba una cosa triste y suave
como las flores secas de un pasado galardón. ¿Recordaba ella cuando la tifoidea
lo postró en cama, siendo muy niño aún, de doce años creía? Ella fue su
enfermera –se desveló tanto por él–… Miraba todavía sus ojeras, sus cabellos
desgarbados por el insomnio en ondas flavas de fragante opulencia. Él sabía por
los dichos de los otros, de los grandes, que era bella, aunque no se daba bien
cuenta de lo que venía a ser una mujer hermosa. Pero la quería mucho, eso sí,
como una hermana que fuese al mismo tiempo una princesa. Su andar armonioso, su
cintura, llenábanlo ante ella de turbado respeto. Poníase orgulloso de
acompañarla; y por esto, siempre que iba a su lado, estaba tan serio. Durante
sus delirios febriles, fue la única persona que no viera deformada en
contorsiones espeluznantes; y cuando vino la convalecencia, una siesta –llevaba
ella un vestido a cuadritos blancos y negros– el niño, repentinamente
virilizado por la enfermedad, comprendió que el amor de su tía le ocupaba el
corazón con la obscura angustia de un miedo. Fue una religión lo que sintió
entonces por ella durante dos años de silencio, siempre contenidos por su
pantalón corto y su boina de alumno, ridículos para el amor…
Después,
el colegio, los viajes, el regreso –¡y siempre esa extraña pasión poseyéndole
el alma! Se hizo misántropo… ¡y cómo no! Esterilizó su vida, gastó el perfume
de ese amor de niño concentrado por la edad, inútilmente, como un grano de incienso
quemado al azar en el brasero de una chalequera dormida… Mas ¿para qué le
estaba él diciendo todo eso?…
El
silencio del saloncito se volvió angustioso. Con la mano apoyada en la mejilla,
la tía y el sobrino, separados apenas por el tablero donde las piezas inmóviles
eternizaban abortados problemas, parecían dormir. Allá en el alma del hombre,
en una obscuridad espantosamente uniforme, derrumbábanse grandes montañas de
hielo. Y la señora Olivia meditaba también. Sí, fue tal como él lo decía. Ella estaba
en la trágica crisis mental de los veintinueve años. Aquel chiquillo la
interesaba; pero ella descubrió primero que ese interés era un amor
descabellado, imposible, una tentación quizá. Una noche deliraba mucho el
pobrecito; los médicos presagiaban cosas siniestras con sus caras graves.
Llorábase en la casa, sin ocultarlo ya. Entonces sus desvelos de tía, sus
sobresaltos de vulgar ternura, reventaron en pedazos su desabrida corteza. Loca
sin saber lo que hacía, corrió a la pieza contigua, y allá, desarraigándosele
el corazón en sollozos, se comió a besos, locamente, el retrato del enfermo.
Fue un relámpago, pero de aquel deslumbramiento no volvió jamás. ¡Y hacía
cuarenta años de eso, Dios mío! Cuarenta años de amarlo en secreto
consagrándole su virginidad, como él le había consagrado también su alma. ¡Qué
delicada altivez surgía de ese doble sacrificio, qué dicha no haberse muerto
desconociéndolo!
Poco a
poco, un nebuloso desvarío ganó la conciencia de la anciana. Los años, las
canas, el influjo de las conveniencias, fueron desvaneciéndose. Ya no había
sino dos almas, resumiendo en una sola actualidad de amor, el ayer y el mañana.
Y la niña, intacta bajo la dulce nieve de su vejez incompleta, se desahogó en
un balbuceo:
–Emilio…
yo también…
Él tuvo
un estremecimiento casi imperceptible, que hizo palpitar, sin abrirlos, sus
párpados entornados. Allá dentro, en la negrura remota, las montañas de hielo
continuaban derrumbándose. Y pasó otra hora de silencio. Emilio… Olivia…
suspiraban los rumores indecisos de la noche. La luna iluminaba aquella migaja
de tragedia en la impasibilidad de los astros eternos.
Inmediato
a ellos, sobre el piano, un viejo Shakespeare perpetuaba en menudas letras las
palabras celestes del drama inmortal. En la blancura luminosa de la noche, muy
lejos, muy lejos, diseñábanse inalcanzables Veronas. Y como para completar la
ilusión dolorosa que envolvía las dos viejas almas en un recuerdo de amores
irremediablemente perdidos, el ruiseñor, de pronto, se puso a cantar.
Espectral
como un resucitado, Emilio abandonó bruscamente su silla. Y ya de pie,
estremecidos por algo que era una especie de inefable horror, la señora Olivia
y él se contemplaron. Debía de ser muy tarde, y tal vez no fuese correcto
permanecer más tiempo juntos…
Era la
primera vez que se les antojaba aquello. No advertían, siquiera, que fuese
ridículo, pues dominábalos la emoción de su paraíso comprendido. Mas la luna,
propicia por lo común a los hechizos, rompió esta vez el encanto. Uno de sus
rayos dio sobre la cabeza de la anciana, y en los labios del hombre sonrió,
entonces, la muerte. ¡Blancos! ¡Sí, estaban blancos, como los suyos, esos
cabellos cuya opulencia fragante recordaba aún a través de tanto tiempo! Era
Shakespeare el que tenía la culpa. ¡Quién lo creyera! ¡Tomar a lo serio un amor
que representaba el formidable total de ciento veinte años!
El
ruiseñor cantaba… Cantaba, sin duda, los lloros cristalinos de su ausencia, las
endechas armoniosas de su viudez.
Una viva
trisadura de cristal mordía lentamente los dos viejos corazones. De pie, frente
a frente, no sabían qué decirse ni cómo escapar al prestigio que los embargaba.
Y fue ella la que tuvo valor por fin, la que asumió heroicamente esa situación
de tragedia absurda (porque, después de todo, no sabía que la luna le estaba
dando en la cabeza). Como Emilio hiciera un movimiento para retirarse:
–Quédate;
ya tienen bastante con los cuarenta años de vida que les hemos dado.
Es
probable que el destino estuviera incluido en ese plural.
Bajo el
bigote de Emilio se estiró una sonrisa escuálida como un cadáver. El lenguaje
literario se le vino a la boca, y con una melancólica ironía que aceptaba todos
los fracasos del destino, hizo una paráfrasis de Shakespeare:
–No, mi
pobre tía, el rocío nocturno hace daño a los viejos. El ruiseñor ha cantado ya,
y el ruiseñor es la alondra de la media noche…
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