Silvina Ocampo
Estoy
pasando unos días en Aldington, en casa de unos amigos. Aldington está situado
en un lugar del sur de Inglaterra, bello, anegado y solitario, donde crían
ovejas. Desde aquí se ve, en una lejana franja, el mar, que podría ser un río.
El paisaje me recuerda un poco el nuestro, salvo la ondulación natural del
suelo, la moderación del canto de los pájaros, el absoluto silencio y la
oscuridad perfecta de las noches. Es probable que en otras noches se oiga el
croar de las ranas y que brille una luz extraordinaria ¿pero qué espera el
tiempo para volver exuberante a la naturaleza? Estamos en pleno verano.
Hay en mí
una mezcla de nostalgia y de goce que no sabría explicar. La similitud y
disimilitud del lugar, comparado con mi tierra, provoca alborozo en mi ánimo
cuando vago al atardecer por los caminos sinuosos que llevan al pueblo. No muy
lejos de aquí, un campamento de gitanos, rubios, altos y feroces, con carros
pintados de colores violentos, con manijas, bisagras y guardabarros de bronce,
llamó mi atención. La primera vez que lo vi fue el día del año en que los
gitanos lavan la ropa: la habían tendido alrededor de las carpas ocupando casi
una manzana.
Hay un
bosque, de abundante vegetación, con muchas flores rosadas; creo que te
gustaría como a mí. Dos veces logré perderme en él, en su oscuridad, que me
fascina. Observamos con mis amigos que de trecho en trecho (sin quitarle
belleza, pero dándole quizá un aspecto lúgubre), se abren hoyos en el suelo,
con visibles restos de raíces rotas, diríase que alguien, un jardinero, de
prisa, hubiera sacado plantas con el terrón de tierra, para trasplantarlas.
Junto a algún hoyo queda una arpillera raída y húmeda, una colilla o una lata
vacía. Me atrae ese bosque y secretamente deseo que la noche me sorprenda
alguna vez perdida en él para que yo me vea obligada a quedarme entre las
flores rosas y los helechos sobre el musgo, acostada, con ese miedo que me
agrada, como suele agradarles a los niños.
Me
dijiste que el miedo fue siempre una de mis favoritas distracciones. Esas
locuras mías son las que te gustan más, porque demuestran que aún queda en mí
un resto de infancia. No soy valiente, pero en mi inconsciencia jamás rehúyo el
peligro, lo busco para jugar con él. No lo olvides: he quedado sola en este
desamparado lugar de Inglaterra, en una casa sin persianas, con ventanales de
vidrio, alejada de otras viviendas, sin ni siquiera un perro para cuidarme. Mis
amigos se fueron a Londres. Es claro que el sitio es tranquilo y la gente tan
buena, que al salir ponemos la llave sobre el soporte del farol de entrada, de
modo que el almacenero, el lechero o el cartero puedan dejar paquetes o cartas
adentro de la casa. Todo el pueblo sabe dónde está la llave de la puerta de
entrada.
Debo
confesarte que en el primer momento vacilé ante la idea de quedar sola aquí. Me
gusta compartir el miedo aunque sea con un perro o un gato, pero sola ¿qué
placer podría sentir? La picadura de una avispa en la pierna izquierda, que me
dio fiebre (me duele todavía), los discos maravillosos que no he oído bastante
en el fonógrafo, la lectura de Rómulo Magno de Dürrenmatt y cierta inercia me
indujeron a quedarme. Luego, cuando quedé sola, y empezó a caer la tarde, una
angustia intolerable me sobrecogió. Tuve que tomar unas pastillas de Ampliactil
como esas mujeres de las cuales te burlas. Todo eso sucedió ayer. El cielo,
donde buscaba los Siete Cabritos, las Tres Marías, la Cruz del Sur, porque no
conozco otro cielo y porque me parece que todos los cielos tendrán que ser como
el nuestro, se cubrió de nubes. Una tormenta, que podía competir con las de mi
provincia, se desencadenó. El mar, a lo lejos, parecía colérico. La noche
sobrevino más temprano, por suerte; digo por suerte, porque la oscuridad me
daba menos miedo tal vez que las imágenes que estaba viendo, pues aunque busqué
el miedo éste excedía mi deseo. Acurrucada en un sillón, el más alejado de la
ventana, me puse a leer, mientras el cielo organizaba truenos y relámpagos, y
la lluvia, con su cortina espesa y fría, sin protegerme, me separaba del mundo.
Esta
mañana me desperté feliz de haber vencido esa parte tan vulnerable de mi ser.
Caminando fui de nuevo al bosque; me perdí entre las flores rosadas y los
crujientes árboles; “Sola, sola, sola”, repetía, regocijándome con mi soledad.
“Estoy sola”.
¿Qué es
el miedo? Ciertamente cada ser tiene su propio miedo, un miedo que nace con él.
En mi caso no guarda proporción con el peligro que me acecha. Hoy por ejemplo,
¿por qué no tengo el miedo de ayer? La misma soledad absoluta me circunda. Las
ovejas grises que pastan a lo lejos son como piedras grises que se mueven. ¿Por
qué no me dan miedo?
Temprano,
tres veces por semana, viene una mujer reumática a hacer la limpieza de la
casa; todavía estoy durmiendo cuando oigo sus cantos desafinados como un
zumbido. El jardín se cuida él mismo. Nada cuida mejor un jardín que la
humedad. Los dueños de la casa dicen que se encargan de regarlo, cuando vienen
a vivir aquí, pero hay tanta humedad natural que no han de regarlo nunca, por
más que se jacten de ello.
Interrumpí
esta carta para preparar una taza de té.
Esta
cocinita de gas es muy práctica: en dos minutos todo está listo. Mientras te
escribo, bebo el té. Escribirte con la pluma en la mano derecha y sostener con
la izquierda la taza en que bebo un manjar que preparo tan bien, es una
felicidad que no cambio por ninguna otra. No, aunque no lo creas: no cambio
esta felicidad por ninguna otra, ni por estar a tu lado. ¡El amor es tan
complicado con todos sus ritos! No me vengo de ti. El poniente ha iluminado los
vidrios de rojo. Ahora estoy sentada frente al ancho ventanal del dormitorio,
desde donde diviso el campo y una franja lejana, como otro campo, de mar. No
comprendo mi temor de ayer. La soledad se intensifica a esta hora. El zumbido
de un moscardón golpea los vidrios: abro la ventana para que se vaya.
Nunca oí
tantos silencios juntos: el de la casa, el del campo, el del cielo. Con
cuidado, pongo la taza sobre el plato de porcelana. Cualquier ruido sería
estruendoso. Recuerdo un poema de Verlaine, titulado Circunspección: “No
interrumpamos el silencio de la naturaleza, esa diosa taciturna y feroz” decía
un verso.
Desde
hace unos instantes oigo un ruido, un ruido que me trae algún recuerdo de
infancia, el ruido que hace una rala (hermana del rastrillo) en la tierra
húmeda. ¿Pero quién puede trabajar a estas horas? ¿Una pala invisible? Si
pienso un poco puedo asustarme. ¿Prefiero que esa pala que golpea rítmicamente
la tierra sea invisible? Involuntariamente, de un misterio elijo la versión que
más me asusta. Me vuelvo hacia el este donde está el otro ventanal, que no
tiene mayor atractivo. Hay una bolsa en el suelo. La bolsa se mueve: es un
hombre arrodillado. Está cavando la tierra. ¿Por qué está arrodillado? Hace un esfuerzo
inaudito con los brazos. Para cavar la tierra, habitualmente los jardineros
hincan la pala con la ayuda del pie. La postura del hombre es extraña. ¿Será un
vecino que viene a robar plantas? ¿Qué plantas? Hay alverjillas, rosas,
salvias, dalias, nardos, caléndulas, brincos, ¡qué se yo! Pero no hay plantas
grandes. ¿Para qué está cavando ese hoyo? ¿Para qué? Habrán mandado una planta
de algún vivero. ¿Por qué no me avisaron? Pero a esta hora nadie trabaja.
Dentro de un rato, ese hombre tendrá que irse y podré acurrucarme en un sillón
tranquilamente para oír los discos. Ahora no puedo interrumpir con otro sonido
el ruido de esa pala. Cerrando los ojos sueño que vivimos en esta casa, que es
nuestra y que tenemos un jardinero, que está trabajando afuera. Se acerca la
hora de la cena, hora en que volverás. Soy feliz.
Sospecho
que el comienzo de esta carta no fue del todo sincero.
Te
extraño. No tengo motivo para ocultártelo, salvo este orgullo que me oprime el
cuello, como si tuviera manos para estrangularme.
A través
del vidrio del ventanal, el hombre ¿será un hombre? Se mueve pesadamente. Miro
mis brazos y compruebo que tengo frío, por consiguiente miedo. Al alcance de mi
mano está el televisor. Muevo los diales. Con avisos, imágenes (aunque sean
para niños), música, noticias, cualquier noticia, llegaré a no oír el silencio,
que encuadra mi susto. El hombre me mira mientras hinca la pala: ahora lo
advierto. No sé si la sombra es negra o su cara, debajo del sombrero raído. Su
figura corpulenta se pierde en la oscuridad de la noche, que va cayendo del
cielo. Diríase que sólo la tierra está iluminada, con los últimos reflejos del
poniente.
Si en
esta casa hubiera una jaula con un pájaro, o un animalito cualquiera, sentiría
menos miedo. El televisor tarda en funcionar. ¿Le faltará la antena? Oigo el
ruido de la pala. Muevo los diales: la pantalla se ilumina intensamente. ¿Antes
de llegar a enfocar las imágenes tendré que morir? El esfuerzo me calma un
poco. Como verás, manejo los diales con la mano izquierda. Podrías creer que no
estoy escribiendo con la mano derecha ¡tan temblorosa es ahora mi letra! Las
imágenes aparecen nítidas. En sus casas miles de señoras estarán tejiendo,
dando de comer a sus hijos o comiendo ellas mismas; más bien, habrán terminado
de comer, los hijos estarán durmiendo (pues aquí se come muy temprano), viendo
tranquilamente lo que estoy viendo: propagandas de trajes de baño, de aceite
bronceador, de cepillos Kent con su peine elástico, de jabones para el cutis,
de supositorios para infantes que ríen en vez de llorar. Luego las noticias
policiales. Oigo la voz que da los informes: un hombre peligroso, portugués, de
cuarenta años, corpulento, asesino, llamado Fausto Sendeiro, alias Laranja, que
trabaja de jardinero, asesina y mutila a mujeres, para abonar las plantas que
distribuye caprichosamente. ¿Cómo no se descubrió antes?, dice el locutor.
Parece que dos mujeres lo secundan, vestidas con trajes anticuados vendiendo
baratijas. Fausto Sendeiro, durante el atardecer, cava los hoyos donde arroja a
sus víctimas para plantar encima arbolitos que saca de los bosques. Jamás
existió asesino tan trabajador. ¿Cuántas mujeres habrá matado? ¿Cómo? El primer
jardín donde hizo las excavaciones, por pura casualidad aparece en la pantalla.
Una bolsa quedó olvidada con las impresiones digitales. Veo el jardín macabro,
con las excavaciones, y unas pobres plantas en el suelo.
Desconecto
el televisor. El ruido de la pala continúa. No puedo casi moverme. Estoy
paralizada. El hoyo se agranda; es un agujero negro. Junto al agujero vislumbro
una planta tirada en el suelo. ¿Dónde podré esconderme? Estoy en una casa de
vidrio, y el hombre me mira continuamente. No hay teléfono. Arrastrándome como
un gusano podría tal vez llegar hasta la puerta de entrada o hasta el dormitorio,
donde está mi cama, sin ser vista. ¿Pero si al verme hacer esos movimientos
deja su trabajo y viene corriendo hacia mí, para clavarme el cuchillo que
llevará en el cinto, o para estrangularme, con sus manos enormes? ¿En cuántos
pedazos me cortará, suponiendo que lleva un cuchillo en el cinto, y en cuantos
minutos me estrangulará, suponiendo que oprima mi cuello con sus manos enormes?
No puedo alzar la vista hacia la puerta: las dos mujeres están allí. Ya
entraron: sin golpear. Una de ellas tiene un sombrero con lentejuelas, plumas y
gasa, la otra un gorro de paja con cerezas, visten faldas almidonadas, negras,
y llevan cada una de ellas una valija de cuero. Musitan a un tiempo: “Venimos,
señora, a venderle unas cositas interesantes” (es la única frase que saben
decir). De las valijas sacan blusas de nylon, medias, prendedores, fotografías
de árboles y de buques, y frascos de bombones que me ofrecen.
–Acabo en
seguida con estas cuentas –les digo–. Mis gastos…
Se
sientan, para esperarme, ofreciéndome un bombón, entre sus dedos largos. ¿Ese
bombón contendrá un soporífero? Son mujeres piadosas. Se miran y ríen.
–¿Pronto
serviré de abono a una planta? –les pregunto.
No saben
lo que quiere decir abono ni planta, ni pronto. Tomo el bombón y lo llevo a la
boca: tiene gusto a chocolate, al último bombón, a la última etapa del miedo,
que me comunica con Dios. Siento un agradable sopor que me vuelve atrevida.
–¿No
quieren tomar té? –les pregunto, sin dejar de escribir. Con el índice de la
mano izquierda señalo la taza que está sobre la mesa, y la tetera.
–Sí
–responden al mismo tiempo, mirándose de soslayo–. ¿Cha cha?
Mientras
tomen el té pondré a salvo mi carta. La dirección ya está en el sobre y…
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