Horacio Quiroga
Aquí se cuenta la historia
de un tigre que se crio y educó entre los hombres, y que se llamaba Juan
Darién. Asistió cuatro años a la escuela vestido de pantalón y camisa, y dio
sus lecciones correctamente, aunque era un tigre de las selvas; pero esto se
debe a que su figura era de hombre, conforme se narra en las siguientes líneas.
Una vez,
a principio de otoño, la viruela visitó un pueblo de un país lejano y mató a
muchas personas. Los hermanos perdieron a sus hermanitas, y las criaturas que
comenzaban a caminar quedaron sin padre ni madre. Las madres perdieron a su vez
a sus hijos, y una pobre mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar a su
hijito, lo único que tenía en este mundo. Cuando volvió a su casa, se quedó
sentada pensando en su chiquillo. Y murmuraba:
–Dios
debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado a mi hijo. En el cielo
podrá haber ángeles, pero mi hijo no los conoce. Y a quien él conoce bien es a
mí, ¡pobre hijo mío!
Y miraba
a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de su casa, frente a un portoncito
donde se veía la selva.
Ahora
bien; en la selva había muchos animales feroces que rugían al caer la noche y
al amanecer. Y la pobre mujer, que continuaba sentada, alcanzó a ver en la
oscuridad una cosa chiquita y vacilante que entraba por la puerta, como un
gatito que apenas tuviera fuerzas para caminar. La mujer se agachó y levantó en
las manos un tigrecito de pocos días, pues aún tenía los ojos cerrados. Y
cuando el mísero cachorro sintió el contacto de las manos, runruneó de
contento, porque ya no estaba solo. La madre tuvo largo rato suspendido en el
aire aquel pequeño enemigo de los hombres, a aquella fiera indefensa que tan
fácil le hubiera sido exterminar. Pero quedó pensativa ante el desvalido cachorro
que venía quién sabe de dónde y cuya madre con seguridad había muerto. Sin
pensar bien en lo que hacía llevó al cachorrito a su seno y lo rodeó con sus
grandes manos. Y el tigrecito, al sentir el calor del pecho, buscó postura
cómoda, runruneó tranquilo y se durmió con la garganta adherida al seno
maternal.
La mujer,
pensativa siempre, entró en la casa. Y en el resto de la noche, al oír los
gemidos de hambre del cachorrito, y al ver cómo buscaba su seno con los ojos
cerrados, sintió en su corazón herido que, ante la suprema ley del Universo,
una vida equivale a otra vida.
Y dio de
mamar al tigrecito.
El
cachorro estaba salvado, y la madre había hallado un inmenso consuelo. Tan
grande su consuelo, que vio con terror el momento en que aquél le sería arrebatado,
porque si se llegaba a saber en el pueblo que ella amamantaba a un ser salvaje,
matarían con seguridad a la pequeña fiera. ¿Qué hacer? El cachorro, suave y
cariñoso –pues jugaba con ella sobre su pecho– era ahora su propio hijo.
En estas
circunstancias, un hombre que una noche de lluvia pasaba corriendo ante la casa
de la mujer, oyó un gemido áspero –el ronco gemido de las fieras que, aún
recién nacidas, sobresaltan al ser humano–. El hombre se detuvo bruscamente, y
mientras buscaba a tientas el revólver, golpeó la puerta. La madre, que había
oído los pasos, corrió loca de angustia a ocultar el tigrecito en el jardín.
Pero su buena suerte quiso que al abrir la puerta del fondo se hallara ante una
mansa, vieja y sabia serpiente que le cerraba el paso. La desgraciada mujer iba
a gritar de terror, cuando la serpiente habló así:
–Nada
temas, mujer –le dijo–. Tu corazón de madre te ha permitido salvar una vida del
Universo, donde todas las vidas tienen el mismo valor. Pero los hombres no te
comprenderán, y querrán matar a tu nuevo hijo. Nada temas, ve tranquila. Desde
este momento tu hijo tiene forma humana; nunca lo reconocerán. Forma su
corazón, enséñale a ser bueno como tú, y él no sabrá jamás que no es hombre. A
menos… a menos que una madre de entre los hombres lo acuse; a menos que una
madre no le exija que devuelva con su sangre lo que tú has dado por él, tu hijo
será siempre digno de ti. Ve tranquila, madre, y apresúrate, que el hombre va a
echar la puerta abajo.
Y la
madre creyó a la serpiente, porque en todas las religiones de los hombres la
serpiente conoce el misterio de las vidas que pueblan los mundos. Fue, pues,
corriendo a abrir la puerta, y el hombre, furioso, entró con el revólver en la
mano y buscó por todas partes sin hallar nada. Cuando salió, la mujer abrió,
temblando, el rebozo bajo el cual ocultaba al tigrecito sobre su seno, y en su
lugar vio a un niño que dormía tranquilo. Traspasada de dicha, lloró largo rato
en silencio sobre su salvaje hijo hecho hombre; lágrimas de gratitud que doce
años más tarde ese mismo hijo debía pagar con sangre sobre su tumba.
Pasó el
tiempo. El nuevo niño necesitaba un nombre: se le puso Juan Darién. Necesitaba
alimentos, ropa, calzado: se le dotó de todo, para lo cual la madre trabajaba
día y noche. Ella era aún muy joven, y podría haberse vuelto a casar, si
hubiera querido; pero le bastaba el amor entrañable de su hijo, amor que ella
devolvía con todo su corazón.
Juan
Darién era, efectivamente, digno de ser querido: noble, bueno y generoso como
nadie. Por su madre, en particular, tenía una veneración profunda. No mentía
jamás. ¿Acaso por ser un ser salvaje en el fondo de su naturaleza? Es posible;
pues no se sabe aún qué influencia puede tener en un animal recién nacido la
pureza de un alma bebida con la leche en el seno de una santa mujer.
Tal era
Juan Darién. E iba a la escuela con los chicos de su edad, los que se burlaban
a menudo de él, a causa de su pelo áspero y su timidez. Juan Darién no era muy
inteligente; pero compensaba esto con su gran amor al estudio.
Así las
cosas, cuando la criatura iba a cumplir diez años, su madre murió. Juan Darién
sufrió lo que no es decible, hasta que el tiempo apaciguó su pena. Pero fue en
adelante un muchacho triste, que sólo deseaba instruirse.
Algo
debemos confesar ahora: a Juan Darién no se le amaba en el pueblo. La gente de
los pueblos encerrados en la selva no gustan de los muchachos demasiado
generosos y que estudian con toda el alma. Era, además, el primer alumno de la
escuela. Y este conjunto precipitó el desenlace con un acontecimiento que dio
razón a la profecía de la serpiente.
Aprontábase
el pueblo a celebrar una gran fiesta, y de la ciudad distante habían mandado
fuegos artificiales. En la escuela se dio un repaso general a los chicos, pues
un inspector debía venir a observar las clases. Cuando el inspector llegó, el
maestro hizo dar la lección al primero de todos: a Juan Darién. Juan Darién era
el alumno más aventajado; pero con la emoción del caso, tartamudeó y la lengua
se le trabó con un sonido extraño. El inspector observó al alumno un largo
rato, y habló en seguida en voz baja con el maestro.
–¿Quién
es ese muchacho? –le preguntó–. ¿De dónde ha salido?
–Se llama
Juan Darién –respondió el maestro– y lo crio una mujer que ya ha muerto; pero
nadie sabe de dónde ha venido.
–Es
extraño, muy extraño… –murmuró el inspector, observando el pelo áspero y el
reflejo verdoso que tenían los ojos de Juan Darién cuando estaba en la sombra.
El
inspector sabía que en el mundo hay cosas mucho más extrañas que las que nadie
puede inventar, y sabía al mismo tiempo que con preguntas a Juan Darién nunca
podría averiguar si el alumno había sido antes lo que él temía: esto es, un
animal salvaje. Pero así como hay hombres que en estados especiales recuerdan
cosas que les han pasado a sus abuelos, así era también posible que, bajo una
sugestión hipnótica, Juan Darién recordara su vida de bestia salvaje. Y los
chicos que lean esto y no sepan de qué se habla, pueden preguntarlo a las
personas grandes.
Por lo
cual el inspector subió a la tarima y habló así:
–Bien,
niño. Deseo ahora que uno de ustedes nos describa la selva. Ustedes se han
criado casi en ella y la conocen bien. ¿Cómo es la selva? ¿Qué pasa en ella?
Esto es lo que quiero saber. Vamos a ver, tú –añadió dirigiéndose a un alumno
cualquiera–. Sube a la tarima y cuéntanos lo que hayas visto.
El chico
subió, y aunque estaba asustado, habló un rato. Dijo que en el bosque hay
árboles gigantes, enredaderas y florecillas. Cuando concluyó, pasó otro chico a
la tarima, después otro. Y aunque todos conocían bien la selva, respondieron lo
mismo, porque los chicos y muchos hombres no cuentan lo que ven, sino lo que
han leído sobre lo mismo que acaban de ver. Y al fin el inspector dijo:
–Ahora le
toca al alumno Juan Darién.
Juan
Darién subió a la tarima, se sentó y dijo más o menos lo que los otros. Pero el
inspector, poniéndole la mano sobre el hombro, exclamó:
–No, no.
Quiero que tú recuerdes bien lo que has visto. Cierra los ojos.
Juan
Darién cerró los ojos.
–Bien
–prosiguió el inspector–. Dime lo que ves en la selva.
Juan
Darién, siempre con los ojos cerrados, demoró un instante en contestar.
–No veo
nada –dijo al fin.
–Pronto
vas a ver. Figurémonos que son las tres de la mañana, poco antes del amanecer.
Hemos concluido de comer, por ejemplo… estamos en la selva, en la oscuridad…
Delante de nosotros hay un arroyo… ¿Qué ves?
Juan
Darién pasó otro momento en silencio. Y en la clase y en el bosque próximo
había también un gran silencio. De pronto Juan Darién se estremeció, y con voz
lenta, como si soñara, dijo:
–Veo las
piedras que pasan y las ramas que se doblan… Y el suelo… Y veo las hojas secas
que se quedan aplastadas sobre las piedras…
–¡Un
momento! –le interrumpió el inspector–. Las piedras y las hojas que pasan: ¿a
qué altura las ves?
El
inspector preguntaba esto porque si Juan Darién estaba “viendo” efectivamente
lo que él hacía en la selva cuando era animal salvaje e iba a beber después de
haber comido, vería también que las piedras que encuentra un tigre o una
pantera que se acercan muy agachados al río pasan a la altura de los ojos. Y
repitió:
–¿A qué
altura ves las piedras?
Y Juan
Darién, siempre con los ojos cerrados, respondió:
–Pasan
sobre el suelo… Rozan las orejas… Y las hojas sueltas se mueven con el aliento…
Y siento la humedad del barro en…
La voz de
Juan Darién se cortó.
–¿En
dónde? –preguntó con voz firme el inspector– ¿Dónde sientes la humedad del
agua?
–¡En los
bigotes!–dijo con voz ronca Juan Darién, abriendo los ojos espantado.
Comenzaba
el crepúsculo, y por la ventana se veía cerca la selva ya lóbrega. Los alumnos
no comprendieron lo terrible de aquella evocación; pero tampoco se rieron de
esos extraordinarios bigotes de Juan Darién, que no tenía bigote alguno. Y no
se rieron, porque el rostro de la criatura estaba pálido y ansioso.
La clase
había concluido. El inspector no era un mal hombre; pero, como todos los
hombres que viven muy cerca de la selva, odiaba ciegamente a los tigres; por lo
cual dijo en voz baja al maestro:
–Es
preciso matar a Juan Darién. Es una fiera del bosque, posiblemente un tigre.
Debemos matarlo, porque si no, él, tarde o temprano, nos matará a todos. Hasta
ahora su maldad de fiera no ha despertado; pero explotará un día u otro, y
entonces nos devorará a todos, puesto que le permitimos vivir con nosotros.
Debemos, pues, matarlo. La dificultad está en que no podemos hacerlo mientras
tenga forma humana, porque no podremos probar ante todos que es un tigre.
Parece un hombre, y con los hombres hay que proceder con cuidado. Yo sé que en
la ciudad hay un domador de fieras. Llamémoslo, y él hallará modo de que Juan
Darién vuelva a su cuerpo de tigre. Y aunque no pueda convertirlo en tigre, las
gentes nos creerán y podremos echarlo a la selva. Llamemos en seguida al
domador, antes que Juan Darién se escape.
Pero Juan
Darién pensaba en todo, menos en escaparse, porque no se daba cuenta de nada.
¿Cómo podía creer que él no era hombre, cuando jamás había sentido otra cosa
que amor a todos, y ni siquiera tenía odio a los animales dañinos?
Mas las
voces fueron corriendo de boca en boca, y Juan Darién comenzó a sufrir sus
efectos. No le respondían una palabra, se apartaban vivamente a su paso, y lo
seguían desde lejos de noche.
–¿Qué
tendré? ¿Por qué son así conmigo? –se preguntaba Juan Darién.
Y ya no
solamente huían de él, sino que los muchachos le gritaban:
–¡Fuera
de aquí! ¡Vuélvete donde has venido! ¡Fuera!
Los
grandes también, las personas mayores, no estaban menos enfurecidas que los
muchachos. Quién sabe qué llega a pasar si la misma tarde de la fiesta no hubiera
llegado por fin el ansiado domador de fieras. Juan Darién estaba en su casa
preparándose la pobre sopa que tomaba, cuando oyó la gritería de las gentes que
avanzaban precipitadas hacia su casa. Apenas tuvo tiempo de salir a ver qué
era: Se apoderaron de él, arrastrándolo hasta la casa del domador.
–¡Aquí
está! –gritaban, sacudiéndolo– ¡Es éste! ¡Es un tigre! ¡No queremos saber nada
con tigres! ¡Quítele su figura de hombre y lo mataremos!
Y los
muchachos, sus condiscípulos a quienes más quería, y las mismas personas
viejas, gritaban:
–¡Es un
tigre! ¡Juan Darién nos va a devorar! ¡Muera Juan Darién!
Juan
Darién protestaba y lloraba porque los golpes llovían sobre él, y era una
criatura de doce años. Pero en ese momento la gente se apartó, y el domador, con
grandes botas de charol, levita roja y un látigo en la mano, surgió ante Juan
Darién. El domador lo miró fijamente, y apretó con fuerza el puño del látigo.
–¡Ah!
–exclamó–. ¡Te reconozco bien! ¡A todos puedes engañar, menos a mí! ¡Te estoy
viendo, hijo de tigres! ¡Bajo tu camisa estoy viendo las rayas del tigre!
¡Fuera la camisa, y traigan los perros cazadores! ¡Veremos ahora si los perros
te reconocen como hombre o como tigre!
En un
segundo arrancaron toda la ropa a Juan Darién y lo arrojaron dentro de la jaula
para fieras.
–¡Suelten
los perros, pronto! –gritó el domador–. ¡Y encomiéndate a los dioses de tu
selva, Juan Darién!
Y cuatro
feroces perros cazadores de tigres fueron lanzados dentro de la jaula.
El
domador hizo esto porque los perros reconocen siempre el olor del tigre; y en
cuanto olfatearan a Juan Darién sin ropa, lo harían pedazos, pues podrían ver
con sus ojos de perros cazadores las rayas de tigre ocultas bajo la piel de
hombre.
Pero los
perros no vieron otra cosa en Juan Darién que el muchacho bueno que quería
hasta a los mismos animales dañinos. Y movían apacibles la cola al olerlo.
–¡Devóralo!
¡Es un tigre! ¡Toca! ¡Toca! –gritaban a los perros. Y los perros ladraban y
saltaban enloquecidos por la jaula, sin saber a qué atacar.
La prueba
no había dado resultado.
–¡Muy
bien! –exclamó entonces el domador–. Estos son perros bastardos, de casta de
tigre. No le reconocen. Pero yo te reconozco, Juan Darién, y ahora nos vamos a
ver nosotros.
Y así
diciendo entró él en la jaula y levantó el látigo.
–¡Tigre!
–gritó–. ¡Estás ante un hombre, y tú eres un tigre! ¡Allí estoy viendo, bajo tu
piel robada de hombre, las rayas de tigre! ¡Muestra las rayas!
Y cruzó
el cuerpo de Juan Darién de un feroz latigazo. La pobre criatura desnuda lanzó
un alarido de dolor, mientras las gentes, enfurecidas, repetían.
–¡Muestra
las rayas de tigre!
Durante
un rato prosiguió el atroz suplicio; y no deseo que los niños que me oyen vean
martirizar de este modo a ser alguno.
–¡Por
favor! ¡Me muero! –clamaba Juan Darién.
–¡Muestra
las rayas! –le respondían.
Por fin
el suplicio concluyó. En el fondo de la jaula, arrinconado, aniquilado en un
rincón, sólo quedaba su cuerpecito sangriento de niño, que había sido Juan
Darién. Vivía aún, y aún podía caminar cuando se le sacó de allí; pero lleno de
tales sufrimientos como nadie los sentirá nunca.
Lo
sacaron de la jaula, y empujándolo por el medio de la calle, lo echaban del
pueblo. Iba cayéndose a cada momento, y detrás de él iban los muchachos, las
mujeres y los hombres maduros, empujándolo.
–¡Fuera
de aquí, Juan Darién! ¡Vuélvete a la selva, hijo de tigre y corazón de tigre!
¡Fuera, Juan Darién!
Y los que
estaban lejos y no podían pegarle, le tiraban piedras.
Juan
Darién cayó del todo, por fin, tendiendo en busca de apoyo sus pobres manos de
niño. Y su cruel destino quiso que una mujer, que estaba parada a la puerta de
su casa sosteniendo en los brazos a una inocente criatura, interpretara mal ese
ademán de súplica.
–¡Me ha
querido robar a mi hijo! –gritó la mujer–. ¡Ha tendido las manos para matarlo!
¡Es un tigre! ¡Matémosle en seguida, antes que él mate a nuestros hijos!
Así dijo
la mujer. Y de este modo se cumplía la profecía de la serpiente: Juan Darién
moriría cuando una madre de los hombres le exigiera la vida y el corazón de
hombre que otra madre le había dado con su pecho.
No era
necesaria otra acusación para decidir a las gentes enfurecidas. Y veinte brazos
con piedras en la mano se levantaban ya para aplastar a Juan Darién cuando el
domador ordenó desde atrás con voz ronca:
–¡Marquémoslo
con rayas de fuego! ¡Quemémoslo en los fuegos artificiales!
Ya
comenzaba a oscurecer, y cuando llegaron a la plaza era noche cerrada. En la
plaza habían levantado un castillo de fuegos de artificio, con ruedas, coronas
y luces de bengala. Ataron en lo alto del centro a Juan Darién, y prendieron la
mecha desde un extremo. El hilo de fuego corrió velozmente subiendo y bajando,
y encendió el castillo entero. Y entre las estrellas fijas y las ruedas
gigantes de todos colores, se vio allá arriba a Juan Darién sacrificado.
–¡Es tu
último día de hombre, Juan Darién! –clamaban todos–. ¡Muestra las rayas!
–¡Perdón,
perdón! –gritaba la criatura, retorciéndose entre las chispas y las nubes de
humo. Las ruedas amarillas, rojas y verdes giraban vertiginosamente, unas a la
derecha y otras a la izquierda. Los chorros de fuego tangente trazaban grandes
circunferencias; y en el medio, quemado por los regueros de chispas que le
cruzaban el cuerpo, se retorcía Juan Darién.
–¡Muestra
las rayas! –rugían aún de abajo.
–¡No,
perdón! ¡Yo soy hombre! –tuvo aún tiempo de clamar la infeliz criatura. Y tras
un nuevo surco de fuego, se pudo ver que su cuerpo se sacudía convulsivamente;
que sus gemidos adquirían un timbre profundo y ronco; y que su cuerpo cambiaba
poco a poco de forma. Y la muchedumbre, con un grito salvaje de triunfo, pudo
ver surgir por fin, bajo la piel del hombre, las rayas negras, paralelas y
fatales del tigre.
La atroz
obra de crueldad se había cumplido; habían conseguido lo que querían. En vez de
la criatura inocente de toda culpa, allá arriba no había sino un cuerpo de
tigre que agonizaba rugiendo.
Las luces
de bengala se iban también apagando. Un último chorro de chispas con que moría
una rueda alcanzó la soga atada a las muñecas (no: a las patas del tigre, pues
Juan Darién había concluido), y el cuerpo cayó pesadamente al suelo. Las gentes
lo arrastraron hasta la linde del bosque, abandonándolo allí para que los
chacales devoraran su cadáver y su corazón de fiera.
Pero el
tigre no había muerto. Con la frescura nocturna volvió en sí, y arrastrándose
presa de horribles tormentos se internó en la selva. Durante un mes entero no
abandonó su guarida en lo más tupido del bosque, esperando con sombría
paciencia de fiera que sus heridas curaran. Todas cicatrizaron por fin, menos
una, una profunda quemadura en el costado, que no cerraba, y que el tigre vendó
con grandes hojas.
Porque
había conservado de su forma recién perdida tres cosas: el recuerdo vivo del
pasado, la habilidad de sus manos, que manejaba como un hombre, y el lenguaje.
Pero en el resto, absolutamente en todo, era una fiera, que no se distinguía en
lo más mínimo de los otros tigres.
Cuando se
sintió por fin curado, pasó la voz a los demás tigres de la selva para que esa
misma noche se reunieran delante del gran cañaveral que lindaba con los
cultivos. Y al entrar la noche se encaminó silenciosamente al pueblo. Trepó a
un árbol de los alrededores y esperó largo tiempo inmóvil. Vio pasar bajo él
sin inquietarse a mirar siquiera, pobres mujeres y labradores fatigados, de
aspecto miserable; hasta que al fin vio avanzar por el camino a un hombre de
grandes botas y levita roja.
El tigre
no movió una sola ramita al recogerse para saltar. Saltó sobre el domador; de
una manotada lo derribó desmayado, y cogiéndolo entre los dientes por la
cintura, lo llevó sin hacerle daño hasta el juncal.
Allí, al
pie de las inmensas cañas que se alzaban invisibles, estaban los tigres de la
selva moviéndose en la oscuridad, y sus ojos brillaban como luces que van de un
lado para otro. El hombre proseguía desmayado. El tigre dijo entonces:
–Hermanos:
Yo viví doce años entre los hombres, como un hombre mismo. Y yo soy un tigre.
Tal vez pueda con mi proceder borrar más tarde esta mancha. Hermanos: esta
noche rompo el último lazo que me liga al pasado.
Y después
de hablar así, recogió en la boca al hombre, que proseguía desmayado, y trepó
con él a lo más alto del cañaveral, donde lo dejó atado entre dos bambúes.
Luego prendió fuego a las hojas secas del suelo, y pronto una llamarada crujiente
ascendió. Los tigres retrocedían espantados ante el fuego. Pero el tigre les
dijo: “¡Paz, hermanos!”, y aquéllos se apaciguaron, sentándose de vientre con
las patas cruzadas a mirar.
El juncal
ardía como un inmenso castillo de artificio. Las cañas estallaban como bombas,
y sus gases se cruzaban en agudas flechas de color. Las llamaradas ascendían en
bruscas y sordas bocanadas, dejando bajo ella lívidos huecos; y en la cúspide,
donde aún no llegaba el fuego, las cañas se balanceaban crispadas por el calor.
Pero el
hombre, tocado por las llamas, había vuelto en sí. Vio allá abajo a los tigres
con los ojos cárdenos alzados a él, y lo comprendió todo.
–¡Perdón,
perdóname! –aulló retorciéndose–. ¡Pido perdón por todo!
Nadie
contestó. El hombre se sintió entonces abandonado de Dios, y gritó con toda su
alma:
–¡Perdón,
Juan Darién!
Al oír
esto, Juan Darién alzó la cabeza y dijo fríamente:
–Aquí no
hay nadie que se llame Juan Darién. No conozco a Juan Darién. Éste es un nombre
de hombre, y aquí somos todos tigres.
Y
volviéndose a sus compañeros, como si no comprendiera, preguntó:
–¿Alguno
de ustedes se llama Juan Darién?
Pero ya
las llamas habían abrasado el castillo hasta el cielo. Y entre las agudas luces
de bengala que entrecruzaban la pared ardiente, se pudo ver allá arriba un
cuerpo negro que se quemaba humeando.
–Ya estoy
pronto, hermanos–dijo el tigre–. Pero aún me queda algo por hacer.
Y se
encaminó de nuevo al pueblo, seguido por los tigres sin que él lo notara. Se
detuvo ante un pobre y triste jardín, saltó la pared, y pasando al costado de
muchas cruces y lápidas, fue a detenerse ante un pedazo de tierra sin ningún
adorno, donde estaba enterrada la mujer a quien había llamado madre ocho años.
Se arrodilló –se arrodilló como un hombre–, y durante un rato no se oyó nada.
–¡Madre!
–murmuró por fin el tigre con profunda ternura–. Tú sola supiste, entre todos
los hombres, los sagrados derechos a la vida de todos los seres del Universo.
Tú sola comprendiste que el hombre y el tigre se diferencian únicamente por el
corazón. Y tú me enseñaste a amar, a comprender, a perdonar. ¡Madre!, estoy
seguro de que me oyes. Soy tu hijo siempre, a pesar de lo que pase en adelante
pero de ti sólo. ¡Adiós, madre mía!
Y viendo
al incorporarse los ojos cárdenos de sus hermanos que lo observaban tras la
tapia, se unió otra vez a ellos.
El viento
cálido les trajo en ese momento, desde el fondo de la noche, el estampido de un
tiro.
–Es en la
selva –dijo el tigre–. Son los hombres. Están cazando, matando, degollando.
Volviéndose
entonces hacia el pueblo que iluminaba el reflejo de la selva encendida,
exclamó:
–¡Raza
sin redención! ¡Ahora me toca a mí!
Y
retornando a la tumba en que acaba de orar, arrancóse de un manotón la venda de
la herida y escribió en la cruz con su propia sangre, en grandes caracteres,
debajo del nombre de su madre:
Y
JUAN DARIÉN
–Ya
estamos en paz –dijo. Y enviando con sus hermanos un rugido de desafío al
pueblo aterrado, concluyó:
–Ahora, a
la selva. ¡Y tigre para siempre!
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