Sherwood Anderson
Estoy en mi casa de campo, estamos a finales
de octubre. Está lloviendo. Detrás de mi casa hay un bosque, delante hay un camino
y, más allá, campo abierto. El paisaje está cubierto por pequeñas colinas que surgen
bruscamente en medio de la llanura. A unas veinte millas, a través del llano, se
extiende la gigantesca ciudad de Chicago.
En este día lluvioso
el camino que veo desde mi ventana está cubierto por un manto de hojas rojas, amarillas
y doradas. Las hojas de los árboles caen fulminadas al suelo. La lluvia las derriba
con brutalidad y les niega un último resplandor contra el cielo. En octubre el viento
debería llevarse las hojas, arrastrarlas a través de las llanuras y de los montes.
Las hojas deberían salir volando para perderse en la inmensidad.
Ayer por la mañana me
levanté al alba y salí a dar un paseo, pero me acabé perdiendo en la espesa niebla
que cubría el paisaje. Bajé por las llanuras, subí por las colinas, y en todas partes
la niebla, como un muro, se levantaba ante mí. Los árboles surgían repentina, grotescamente
igual que en las calles de una ciudad, de madrugada, la gente emerge de la oscuridad
bajo el círculo iluminado de una farola. Por encima de mí, la luz del día intentaba
a duras penas abrirse paso entre la niebla. La niebla se movía con lentitud. Las
copas de los árboles se movían con lentitud. Bajo los árboles, la niebla era densa,
púrpura, parecida al humo que contamina las calles de cualquier ciudad industrial.
En la niebla me tropecé
con un anciano que conozco bien. Los del pueblo creen que está loco. –Está un poco
chalado–, van diciendo por ahí. Es una persona solitaria que vive en una pequeña
casa sepultada en lo más profundo del bosque. Tiene un perrito que lleva siempre
en sus brazos. Cuántas veces me lo he encontrado errando por los caminos y cuántas
otras me ha contado curiosas historias sobre hombres y mujeres que jura son sus
hermanos, hermanas, primos, tías, tíos, cuñados. Su árbol genealógico es realmente
desconcertante. Está tan aislado que apenas se relaciona con el exterior. Para entretenerse,
memoriza nombres sacados de algún periódico y con ellos se inventa historias inverosímiles.
Hace poco me contó que era primo de un tal Cox, que, en el momento en que escribo
estas líneas, es candidato a la presidencia de los Estados Unidos. En otra ocasión
me aseguró que el mismísimo Caruso se había casado con una mujer que era cuñada
suya. –Exacto, con la hermana de mi esposa–, afirmó estrujando al perrito. Sus llorosos
ojos grises me miraban con atención. Quería que le creyera. –Mi esposa era una mujer
dulce, elegante –afirmó–. Vivíamos en una casa bastante grande y por las mañanas
paseábamos cogidos del brazo. Su hermana se acaba de casar con el gran Caruso. Ahora
es un miembro más de la familia.
Todo el mundo sabe que
el anciano no está casado, así que me marché algo intrigado. Una mañana, a principios
de septiembre, me lo encontré sentado bajo un árbol junto a un sendero, muy cerca
de su casa. Su perro me ladró, salió corriendo y se refugió en los brazos de su
amo. En aquella época, un escándalo conyugal protagonizado por un millonario que
mantenía relaciones con una famosa actriz inundaba las páginas de los principales
periódicos de Chicago. El anciano me contó que esa actriz era su hermana. Si mis
cuentas son exactas, el hombre debe de rondar los sesenta y la actriz en cuestión,
los veinte; aun así, recordó la infancia que pasaron juntos. –Aunque viéndonos ahora
quizás sea difícil de creer, en aquella época éramos muy pobres –dijo–. Se lo aseguro.
Vivíamos en la falda de una colina, en una casa muy pequeña. Recuerdo el día en
que una terrible tormenta casi se lleva nuestra casa por los aires. ¡Cómo soplaba
el viento! Nuestro padre era carpintero y para los demás construía casas muy sólidas
y resistentes, ¡no puede decirse que hiciera lo mismo con la nuestra! –apesadumbrado,
negó con la cabeza–. Mi hermana, la actriz, se ha metido en un buen lío. Nuestra
casita no es muy resistente –me decía al irme alejando por el sendero.
***
Desde hace ya un par de meses, la crónica
de un asesinato inunda las páginas de los periódicos de Chicago que llegan cada
mañana a nuestro pueblo. Un hombre ha asesinado a su mujer sin móvil aparente. Esta
es, más o menos, la historia.
El asesino, que está
siendo juzgado y que probablemente será condenado a la horca, es un hombre que trabajaba
de capataz en una fábrica de bicicletas y que vivía con su mujer y su suegra en
un apartamento de la calle 32. Al parecer se había enamorado de una chica de Iowa
que trabajaba en las oficinas de la fábrica. A su llegada a la ciudad la chica se
había instalado en la casa de una tía suya, ya fallecida. En cuanto la vio, al capataz,
un corpulento hombre de ojos grises y de aspecto impasible, le pareció la mujer
más bella del mundo. El despacho de la joven quedaba en una esquina de la fábrica,
junto a una ventana; el del capataz estaba un piso más abajo, en el taller, junto
a otra ventana. El hombre se pasaba el día sentado en su escritorio, redactando
informes laborales de cada uno de los empleados de su departamento. Cada vez que
levantaba la cabeza podía ver a la chica sentada en su escritorio. No podía dejar
de pensar en ella, aunque en ningún momento intentó acercarse o llamar su atención.
La miraba como se mira una estrella o un paisaje de colinas cubiertas por un manto
de hojas rojas, amarillas y doradas. –Es una mujer pura, virginal–, pensaba ensimismado.
–¿En qué pensará mientras está ahí sentada, trabajando pegada a la ventana?
En su imaginación, el
capataz invitaba a la chica de Iowa a su apartamento de la calle 32 y se la presentaba
a su mujer y a su suegra. Durante el día en el trabajo y por la noche en su casa,
no había manera de quitársela de la cabeza. Desde la ventana de su habitación divisaba
las vías de la Estación Central de Illinois y se imaginaba que allá a lo lejos,
hacia el lago, estaba la chica a su lado. Abajo, en la calle, veía caminar a las
mujeres y le parecía que cada una de ellas tenía algo de la chica de Iowa. Una tenía
su misma forma de andar, otra hacía los mismos gestos con la mano. Todas las mujeres
que se cruzaban en su camino, excepto su mujer y su suegra, le recordaban a la muchacha
que se había apoderado de su alma.
Las mujeres con las
que convivía le tenían totalmente desconcertado. De la noche a la mañana su atractivo
se había esfumado, ahora eran feas, completamente banales; sobre todo su esposa,
ese extraño y desagradable bulto que parecía imposible de extirpar.
Por la noche, después
de pasar todo el día en la fábrica, volvía a casa y cenaba. Siempre había sido hombre
de pocas palabras y esa falta de comunicación no parecía importarle a nadie. Después
de cenar salía con su mujer a ver una película. Tenían dos hijos y estaban esperando
un tercero. Después del cine, volvían al apartamento y se sentaban. Subir las escaleras
era todo un suplicio para su mujer. En cuanto entraba al piso, cogía una silla y
se sentaba, totalmente extenuada, al lado de su madre.
La suegra era la viva
imagen de la bondad. Había asumido su papel de criada de la casa sin esperar nada
a cambio. Cuando su hija tenía ganas de ir a ver una película se despedía y sonriendo
le decía: –Vete tú. A mí no me apetece. Prefiero quedarme aquí sentada–. Entonces
cogía un libro y se sentaba a leer. El niño de nueve años se despertaba a menudo
llorando con ganas de ir al orinal. La suegra no tenía ningún problema en hacerse
cargo de esas cosas.
Cuando el capataz y
su mujer volvían a casa, los tres se quedaban ahí sentados al menos durante un par
de horas, sin pronunciar palabra, antes de irse a dormir. El hombre fingía leer
el periódico. Miraba sus manos. Aunque se las lavaba con esmero al salir del trabajo,
en sus uñas siempre quedaban restos de grasa de las bicicletas. Pensaba en la chica
de Iowa, en sus blancas manos tecleando la máquina de escribir con habilidad. Se
sentía sucio e incómodo.
La chica de la fábrica
sabía que el capataz se había enamorado de ella y esa idea no le desagradaba. Desde
el fallecimiento de su tía se alojaba en una casa de huéspedes y por las noches
no hacía demasiados planes. No se sentía en absoluto atraída por aquel hombre, pero,
en cierto modo, podía serle útil. Se convirtió en un símbolo. A veces el capataz
entraba en su oficina y se quedaba un rato en la puerta. Sus enormes manos estaban
cubiertas de grasa. Ella lo miraba sin verle. En su imaginación, su lugar lo ocupaba
un hombre más alto y esbelto, del capataz sólo se fijaba en sus ojos grises, en
esa mirada ardiente. Aquellos ojos expresaban deseo, un humilde e incondicional
deseo. En presencia de aquel hombre, de esa penetrante mirada, se sentía segura,
totalmente a salvo.
Soñaba con un amante
que se le acercara y la mirara con esa misma intensidad. De vez en cuando, un par
de veces al mes, con la excusa de que tenía trabajo por terminar, se quedaba un
poco más en la oficina. Por la ventana podía ver al capataz, esperando. Cuando la
oficina se quedaba vacía, cerraba su escritorio y salía a la calle. En ese preciso
momento, el capataz aparecía por la puerta de la fábrica.
Caminaban juntos varias
calles, hasta la parada del tranvía. La fábrica estaba situada en un lugar llamado
South Chicago, y mientras caminaban, la noche iba cayendo. En las calles, bordeadas
por pequeñas casas de madera sin pintar, los niños con la cara sucia corrían dando
gritos por las carreteras de tierra. Cruzaban el puente, dos barcazas carboneras
se pudrían abandonadas en la corriente.
El capataz no se separaba
de ella, caminaba a su lado con paso lento, procurando esconder sus manos. Se las
lavaba cuidadosamente antes de salir de la fábrica, pero aun así le seguían pareciendo
dos pesadas y sucias masas amorfas colgando de su cuerpo. Esos paseos no fueron
demasiado habituales y únicamente duraron un verano. –Hace calor–, decía. Cuando
estaba con ella solo se le ocurría hablar del tiempo. –Hace calor. Parece que va
a llover.
Ella soñaba con encontrar
al hombre de sus sueños; un hombre alto, atractivo, rico propietario de casas y
terrenos. Su concepción del amor no tenía nada que ver con aquel empleado que caminaba
a su lado. Si caminaban juntos, si permanecía en la oficina hasta que no quedara
nadie, si le permitía caminar junto a ella sin que nadie los viera, era únicamente
por su mirada, por la pasión que desprendían sus ojos, humildes pese a todo, inclinados,
sumisos, ante ella. A su lado no corría ningún peligro, no podía correr ningún peligro.
Sabía que nunca se atrevería a acercarse demasiado, a tocarla con sus manos. A su
lado se sentía segura.
Una noche, en su apartamento,
el hombre se sentó con su mujer y su suegra bajo la luz de una lámpara. Mientras,
en la habitación de al lado, sus dos hijos dormían. Su mujer estaba esperando el
tercero. Había ido con ella al cine y no tardarían en irse a dormir.
En la cama, desvelado,
se quedaría pensando, escuchando crujir los muelles del colchón de la cama en la
que, en la otra habitación, su suegra se estaría retorciendo entre las sábanas.
Demasiada intimidad. Sin poder dormir, seguiría pensando, impaciente, expectante
–¿esperando qué?
Absolutamente nada.
En cualquier momento alguno de los niños se pondría a llorar. Le entrarían ganas
de salir de la cama y sentarse en el orinal. Nada extraño, imprevisible o placentero
debía o podía ocurrir. En su vida había demasiada intimidad. Nada de lo que pudiera
suceder en aquel apartamento podía ya afectarle, lo que pudiera decir su mujer,
con sus contados e inexpresivos arrebatos de pasión, la bondad de su suegra, que
trabajaba de criada sin pedir nada a cambio…
Esa noche se sentó en
su apartamento bajo la luz de la lámpara, haciendo que leía el periódico; siguió
pensando. Volvió a mirar sus manos. Eran grandes, amorfas, las típicas manos de
trabajador.
En esos momentos, la
imagen de la mujer de Iowa empezó a dar vueltas por la habitación. Juntos salieron
del apartamento y caminaron en silencio por las calles. No hacía falta hablar. Juntos
pasearon por la orilla del mar o por la cima de una montaña. En aquella silenciosa
noche estrellada, ella era una estrella más en el firmamento. No hacía falta hablar.
Sus ojos eran como estrellas
y sus labios como pequeñas colinas surgiendo de tenues llanuras. –Es inalcanzable.
Está lejos como las estrellas –pensaba para sus adentros–. Es inalcanzable como
las estrellas, pero tampoco es una estrella, porque respira, vive, tiene alma, como
yo.
Una noche, hace unas
seis semanas, el hombre que trabaja como capataz en una fábrica de bicicletas mató
a su mujer, y estos días está siendo juzgado por asesinato. Las portadas de los
periódicos no hablan de otra cosa. La noche del crimen, el hombre había llevado
a su mujer al cine, como de costumbre. Al volver a casa, alrededor de las nueve,
en la calle 32, en una esquina cercana a su edificio, la figura de un hombre surgió
súbitamente de un callejón; instantes después, desapareció en la oscuridad. Es posible
que este incidente le diera al hombre la idea de matar a su mujer.
Al llegar a la entrada
de su edificio la pareja entró en el oscuro vestíbulo. En ese momento, en un arrebato
de locura, el capataz sacó una navaja de su bolsillo. –Supongamos que el tipo del
callejón hubiese querido matarnos–, pensó. Sin mediar palabra, abrió la navaja,
la hizo girar y apuñaló a su mujer, varias veces, ensañándose. Se oyó un grito,
el cuerpo de su mujer cayó al suelo desplomado.
Al conserje se le había
olvidado encender la luz de gas del vestíbulo. El capataz decidió entonces que esa
era la razón por la que había cometido el crimen, esa y la oscura figura que había
surgido y desaparecido súbitamente del callejón. –Jamás –se dijo– se me habría ocurrido
hacer algo así si no hubiésemos estado a oscuras.
El hombre permaneció
en el vestíbulo, pensando. Su mujer y el bebé que llevaba en su vientre estaban
muertos. En algún piso superior alguien abrió una puerta. Durante varios minutos
no ocurrió nada. Acababa de matar a su mujer y a su hijo, nada más.
Subió corriendo las
escaleras pensando aceleradamente. Aprovechó la oscuridad de los pisos inferiores
para guardarse la navaja en el bolsillo. Como se supo después, no había rastro de
sangre ni en sus manos ni en su ropa. Algo más calmado, lavó la navaja en el baño.
Le contó la misma historia a todo el mundo. –Fuimos víctimas de un atraco –explicó–;
un hombre salió sigilosamente de un callejón y nos empezó a seguir a mí y a mi esposa.
Nos siguió hasta nuestra casa, hasta el vestíbulo del edificio. Estábamos a oscuras.
Al conserje se le había olvidado encender la luz. –Según su declaración, se produjo
un forcejeo y su mujer se había llevado la peor parte. No podía explicar lo que
había ocurrido. –Estábamos a oscuras. Al conserje se le había olvidado encender
la luz–, repetía una y otra vez.
Durante uno o dos días
la policía no le hizo demasiadas preguntas y tuvo tiempo de deshacerse de la navaja.
Salió a dar un largo paseo y la tiró al río, por la zona de South Chicago, allí
donde las barcazas carboneras se pudrían abandonadas bajo el puente, el mismo que
cruzaba aquellas noches de verano en las que caminaba hasta el tranvía junto a la
chica de Iowa, la virginal y pura, la inalcanzable.
Cuando finalmente fue
interrogado, lo confesó todo. En su declaración reconoció que no sabía por qué había
matado a su esposa, y tuvo cuidado en no mencionar a la chica de la oficina. Los
periódicos intentaron descubrir el móvil del crimen. Aún lo siguen intentando. Al
parecer, alguien lo había visto pasear con la chica en aquellas tardes y aquello
la involucró en el asunto. Su foto salió en todos los periódicos. Todo esto le resultó
muy molesto, ya que, por supuesto, podía demostrar que no tenía nada que ver con
ese hombre.
***
Ayer por la mañana, sobre nuestro pueblo
se levantó una espesa niebla, y salí a dar mi paseo matutino. Al tomar el camino
de regreso, tras cruzar los valles hasta llegar a las colinas, me tropecé con un
hombre, aquel cuya familia tiene tantas y tan extrañas ramificaciones. Me acompañó
un rato, sin desprenderse del perrito. Hacía bastante frío, el animal gemía y temblaba.
Bajo esa densa niebla casi no pude distinguir el rostro que se desplazaba lentamente
con los bancos de niebla y las copas de los árboles. Me habló del hombre que ha
asesinado a su mujer y que estos días sale en las páginas de todos los periódicos
que llegan cada mañana a nuestro pueblo. Me contó una larga historia sobre la infancia
que una vez él y su hermano, el hombre que está siendo actualmente juzgado por asesinato,
vivieron juntos. –Es mi hermano–, decía una y otra vez, agitando la cabeza. Parecía
preocupado por aclarar ciertos datos, no quería que le tomara por un mentiroso.
–Ese hombre y yo crecimos juntos –repitió con insistencia– y, aunque parezca increíble,
jugábamos juntos en el granero que había detrás de la casa de mi padre. Un día nuestro
padre se hizo a la mar. Por eso se han confundido nuestros apellidos. Usted ya me
entiende. No tenemos el mismo apellido, pero le aseguro que somos hermanos. Somos
hijos del mismo padre. Jugábamos juntos en el granero que había detrás de la casa
de mi padre. Nos tumbábamos en la paja durante horas, hay que ver lo bien que nos
lo pasábamos.
En la niebla, la esbelta
figura del anciano parecía un pequeño árbol nudoso. Luego se difuminó y pasó a ser
un objeto suspendido en el aire. Se balanceaba como un cuerpo colgado en la horca.
Su rostro me suplicaba que creyera la historia que sus labios estaban intentando
contar. En mi mente, todo lo relativo a las relaciones entre hombres y mujeres se
volvió confuso. Allí mismo, al borde de la carretera, el espíritu del hombre que
había matado a su mujer se apoderó del cuerpo de aquel anciano. Ese espíritu hizo
lo posible por contarme la historia que jamás se atrevería a contar delante de un
juez. En el borde de una carretera en una mañana de niebla, la historia de la soledad
humana, del esfuerzo por atrapar la belleza inalcanzable, trató desesperadamente
de salir de los labios de aquel hombre enloquecido por la soledad, de aquel balbuceante
anciano con su perrillo a cuestas.
El anciano empezó a
estrujar al perro con tal fuerza que el animal gimió de dolor. Una especie de convulsión
sacudió su cuerpo. Su alma parecía luchar por abandonar el cuerpo, por alejarse
volando más allá de la niebla, por cruzar las llanuras hasta llegar a la ciudad,
al cantante, al político, al millonario, al asesino, hasta sus hermanos, sus primos,
sus hermanas. La terrible intensidad de su deseo hizo temblar mi cuerpo. El hombre
volvió a apretar con tanta fuerza al perrillo que el animal chilló de dolor. Me
dirigí hacia él y le separé los brazos; el perro cayó al suelo, gimiendo. Estaba
herido, no cabía duda, puede que tuviera alguna costilla rota. El anciano se quedó
mirando al perro que yacía a sus pies como el empleado de la fábrica de bicicletas
se había quedado mirando al cuerpo sin vida de su mujer en el vestíbulo de su edificio.
–Somos hermanos –repitió–. No tenemos el mismo apellido, pero somos hermanos. Nuestro
padre se hizo a la mar.
***
Estoy sentado en mi casa de campo. Está
lloviendo. Ante mis ojos, las colinas se desploman, se extienden las llanuras y
allá, a lo lejos, nace la ciudad. Hace una hora el anciano que vive enclaustrado
en su casa del bosque pasó por delante de mi puerta, pero esta vez el perrito no
lo acompañaba. Puede que mientras hablábamos en la niebla acabara con la vida de
su fiel compañero. Es posible que el perro, como la mujer del empleado y el bebé
que llevaba en su vientre, esté muerto. El camino que veo desde mi ventana está
cubierto por un manto de hojas rojas, amarillas y doradas. Las hojas de los árboles
caen fulminadas al suelo. La lluvia las derriba con brutalidad y les niega un último
resplandor contra el cielo. En octubre el viento debería llevarse las hojas, arrastrarlas
a través de las llanuras y de los montes. Las hojas deberían salir volando para
perderse en la inmensidad.
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