miércoles, 13 de septiembre de 2023

Espejo retrovisor

Juan Villoro

 

Felipe se sentó junto a Roxana todo tercero de secundaria y pasó biología gracias a que ella sí estudió lo de las plantas fanerógamas.

Roxana quería ser diseñadora y casarse con un actor que por aquella época se dedicaba fundamentalmente a luchar con cocodrilos y a desnucar jaguares. El primer proyecto parecía tan irrealizable como el segundo. La ropa de Roxana era horrorosa. Usaba unos aretes en forma de diminutos aviones, siempre apuntados hacia abajo, como si para colmo estuvieran a punto de causar un accidente. El hecho de que los aretes fueran cortesía de la aerolínea que tenía volando a su papá tres semanas sí y una no, sólo disculpaba en parte su mal gusto. Y es que a Roxana no le bastaban las fotos del musculoso actor selvático: había decidido hacerse de la versión local a su alcance: Adolfo, cuya única virtud ostensible era romper ladrillos de un karatazo (algo bastante módico en comparación con el actor que jugaba a las vencidas con los pumas). En fin, Felipe estuvo un año al lado de Roxana, admirando todo lo que tuviera que ver con ella. Menos su mal gusto.

Había quienes decían que en realidad Roxana no estaba enamorada de él, pero no se decidía a ser su novia porque aún no le cambiaba la voz. En tercero de secundaria Felipe tenía la voz meliflua de una azafata que anuncia lo que uno tiene que hacer en el improbable caso de una descompresión en la cabina. Intentó agravársela usando aerosoles contra la laringitis. En realidad, un catarro le caía como una bendición. Durante una semana hablaba como Adolfo. Después volvía a ser el único en Tercero C al que no le llegaban las dichosas octavas en la garganta que habían hecho que sus compañeros se alejaran de él, volando a mejores tierras, lejos de la costa donde él tendría que invernar a solas, revisando una y otra vez las axilas sin pelos que le impedían ahuecar el ala.

A veces como que pensaba que Roxana no podía estar enamorada de Adolfo. Nunca platicaban (pero alguien los había visto besarse en una fiesta). Adolfo se pasaba el recreo encestando anaranjadas pelotas de basquetbol y ella se reunía a chismear con sus amigas, risa y risa, hasta que descubría que Felipe la estaba espiando para oírla decir “qué poca, ¿no?, la pinche putosísima” y otras frases tan superlativas como mal empleadas que eran a los oídos de Felipe lo mismo que los caramelos de ron con mantequilla a su boca.

En cada salón de clase siempre parecía haber alguien rico en desmesura. Toño Bustillos Clark era el repugnante y envidiable nombre del millonario de Tercero C. Cuando invitó a nadar a toda la clase, Felipe se quedó impactado al ver el bulto que Adolfo guardaba en su traje de baño. Pensó que era una de las típicas bromas de Adolfo, igual que ponerse orejas de plástico y manos que parecían recién achicharradas en el bóiler. Sin embargo, en los vestidores se pudo dar cuenta de que aquello no era utilería y debió poner una mirada que sólo iba a recuperar muchos años después al probar la cocaína.

Felipe nadó de perrito hasta el rincón de la alberca donde Roxana arrugaba la nariz porque le había entrado agua.

–Siempre tienes que andar de encimoso –le dijo ella, escupiéndole un chorro de agua en la cara.

–No, es que te tengo un chisme –y tuvo que improvisar una historia, sabiendo que ella casi se ahogaría de la risa, feliz de oírlo hablar mal de los demás.

A los quince años, Roxana tenía un cuerpo menos poderoso que el resto de las compañeras. No parecía capaz de nadar la prueba de los mil metros. Paz, en cambio, tenía unos senos que siempre la sacarían a flote y que concentraban casi todas las miradas en la alberca. Roxana era delgada. Felipe no se atrevía a decir que era flaca. Pero era flaca. Tenía pelo castaño hasta la cintura y una constelación de lunares en el cuello que él consultaba como un fanático de la astronomía. Sus dientes estaban un poco separados y en la alberca se entretenía escupiendo agua por la pequeña hendidura. Su traje de baño era tan feo como el resto de su ropa: anclas guindas y blancas fondeadas en su cintura quebradiza, en sus senos respingados, en la curva que iba a dar al lugar donde las miradas de Felipe se hubieran quedado a vivir. Estaba dispuesto a que le barrenaran los dientes sin anestesia a cambio de acariciar el dividido resumen de la belleza de Roxana. Mentira: le gustaban más sus ojos, su nariz y sus labios, tan delicados que una caricia parecía un asalto. Imposible pensar que Adolfo la tocara sin estrujarla. Felipe lo había visto arrugar latas de refrescos como si fueran klínex y sostener una pelota de basquetbol con una mano (hacia abajo, se entiende, si no cualquiera).

Una tarde de mala televisión, Felipe decidió incrementar sus músculos. Ejecutó tantas lagartijas que al llegar a la última los brazos se le hicieron líquidos y cayó de boca, mordiéndose la lengua. Se pasó quince días hablando como un bebé de tres años.

Apenas se recuperó del castigo del ejercicio cuando una señora impertinente se le acercó en el camión para preguntarle si era niño o niña. Esto ocurría a principios de los setenta, una época en que hasta los futbolistas usaban pelo largo (y serían los últimos en dejar de usarlo) y Felipe tenía modestos bucles sobre las orejas.

Al regresar a su casa estuvo tres horas haciendo gestos frente al espejo, tratando de extraer muestras de virilidad de sus facciones.

Por entonces se estrenó Muerte en Venecia. Felipe no la habría visto de no ser por los comentarios sobre la “criatura angelical” (así la había llamado su mamá, mientras la estúpida de su hermana decía “mmmmm”) que ahí aparecía. Salió del cine convencido de que a su lado él era Pedro Armendáriz. Pero el gusto le duró hasta el día siguiente. Le habló a Roxana de la película.

–Sí, el niño está chulísimo –las palabras se le clavaron como dosis de novocaína. Su rostro se fue anestesiando como si estuviera en el dentista. No podía entender que todos (la opinión pública de su tiempo era del más espeluznante centralismo: uno siempre equivalía a todos) la hubieran visto besándose con Adolfo, que tenía la gracia de un pelotari vasco, y que al mismo tiempo le gustara ese niño que, la verdad sea dicha, parecía una versión nórdica de Roxana.

Llegó un momento en que Felipe se resignó a que nunca le cambiara la voz ni le crecieran los genitales. Dos médicos le aseguraron que no se preocupara, que en última instancia le podían inyectar hormonas. No fue necesario; la voz le cambió. ¡Dos meses después de separarse de Roxana!

La escuela no tenía preparatoria. Su papá le pidió que colaborara con la familia, habló de las preparatorias privadas como si fueran inaccesibles chaléts en Suiza y le agradeció su decisión de entrar a un barato CCH. Roxana, en cambio, orientó sus aeroplanos hacia una prepa privada que eventualmente la llevaría a su futuro de diseñadora.

Felipe sabía que la iba a ver por última vez en la fiesta de graduación. Ella lo escogió de chambelán para el vals. Después se reprochó no haberse conformado con esta preferencia. Estuvo en el pupitre vecino al de Roxana durante un año, pasó biología gracias a su ayuda, bailó con ella el vals vienés de tercero de secundaria, ¿qué más quería? Adolfo bailó con Paz y formaron la pareja más robusta y fotografiada. Felipe giró sobre el parquet del salón de fiestas y por un momento sintió una gloria aristocrática. Luego pensó que tal vez ella lo escogió porque eran de la misma estatura.

Terminada la celebración, se fueron a casa de Toño Bustillos Clark, con la certeza de que ahora sí los papás los dejarían quedarse hasta el amanecer.

Las mujeres se emborracharon por primera vez en público, hubo guerras de almohadazos y otros estropicios. Adolfo quebró un tibor chino y Felipe gozó como nunca la regañiza que le pegaron.

Al filo de las tres de la mañana, Felipe deambulaba por los pasillos, la corbata en la frente y un vaso de agua mineral en la mano. Entró, nomás por hacer algo, a un cuarto que estaba totalmente a oscuras. Apenas se empezaba a acostumbrar a la oscuridad cuando escuchó la voz de Roxana.

–Aquí estoy, sonso.

Se acercó, sin saber si lo hacía en la dirección correcta, hasta que sintió los brazos de Roxana en su cuello. Ella lo besó, la lengua impetuosa sobre la suya sorprendida. El vaso de agua mineral cayó al suelo, las burbujas crepitaron sobre la alfombra. Roxana bajó la mano por el pecho de Felipe y siguió hasta detenerse en el mismo sitio donde él solía detener sus preocupaciones. Se separó de pronto y encendió la luz del buró. Sin embargo, siguió actuando como si fuera a él a quien aguardaba en la recámara:

–Aquí no. Te espero en el jardín en media hora.

No podía haber otra figura más previsible en el pasillo: Adolfo caminaba con las manos en las bolsas del pantalón, la camisa entreabierta y desfajada, como si el mundo le importara un carajo. A unos metros lo esperaba el sueño de sueños, la esquiva imagen que Felipe había tratado de atrapar en sus noches solitarias, y él avanzaba con toda la calma, incluso se detuvo para contarle un chiste malísimo sobre un ruso, un americano y un indito.

A las tres y media Felipe estaba en el jardín, seguro de que ella no aparecería. Para no perder su costumbre, Roxana llevó a la graduación un vestido horrible, color fresa subido, entalladísimo, como si la hubieran enrollado a la fuerza en la tela. Se había visto como una llamarada entre los vestidos color champaña y helado de nuez de las otras compañeras. En caso de que en verdad llegara al jardín, lo haría en la forma de una detonación cromática. Felipe esperaba el destello colorado con la urgencia de un herido que aguarda una ambulancia.

La sorpresa de verla en la terraza que daba al jardín fue cancelada por otra mayor: el vestido entallado obligaba a Roxana a caminar con los menudos pasos de una japonesa, así es que decidió rasgarlo en una pierna para correr hacia Felipe. Él se quedó como un portero a punto de recibir un pénalty. Unos tres metros antes de llegar al sitio donde él tenía las piernas y los brazos enarcados por la indecisión, como si en realidad esperara un balonazo, Roxana dio media vuelta y corrió en dirección contraria. Felipe fue tras ella. La casa de Bustillos Clark estaba en el Pedregal, de modo que la persecución consistió en saltar entre trozos de lava volcánica, yucas y magueyes. Ella iba descalza y era inconcebible que corrieran sobre los guijarros sin gritar del dolor.

Después de tres vueltas Roxana enfiló rumbo a la casa. Felipe la vio correr directo hacia un muro de cristal. Le gritó, pero ella siguió adelante, sin oír otra cosa que su risa, segura de que lo que tenía enfrente era la entrada a la terraza.

La vio desplomarse entre una granizada de cristales. Corrió a buscar a alguien. La sirvienta y el jardinero lo acompañaron al lugar donde Roxana lloraba sobre un charco de sangre.

La ambulancia llegó con el amanecer. Felipe se quedó llorando en la banqueta. Adolfo también tenía los ojos llorosos. Puso su mano grande sobre el hombro de Felipe y le confesó que se la había cogido. Él no le pudo confesar que por su culpa se estrelló contra el cristal. Ahí estuvieron un par de horas, afiliados al mismo sufrimiento, hasta que Felipe decidió alejarse de lo que quedaba de la secundaria.

Al menos creyó alejarse. Durante meses no hizo sino pensar en las facciones de Roxana desfiguradas por el accidente: un rostro más rojo que el salvaje vestido de graduación, los dientes cubiertos de sangre.

A los dos años encontró a la primera novia que aceptó ser su amante. En un momento de intimidad automotriz (los cristales empañados, los cuerpos en el asiento trasero) le contó la historia de Roxana. Ella le dijo que su amor de la secundaria era una provocadora. Felipe defendió a Roxana con tal pasión que su novia decidió dejarlo.

Creyó encontrársela en cines, cafeterías, aviones. Siempre se trataba de otra criatura accidentada.

Las facciones de Felipe cambiaron en tal forma que llegó un momento en que tuvo miedo de que su rostro se volcara al extremo opuesto de lo que fue en la adolescencia. Algún misterioso designio de la genética detuvo a tiempo la ruda transformación de su cara.

Al salir de la universidad no se había casado. El éxito tardío con las mujeres lo hacía aplazar cualquier compromiso. Al menos ésta era su interpretación. Pero había algo más. Ese algo llevaba tobilleras. Rubén Saavedra, su mejor amigo en los últimos tiempos, le hizo notar que a los veinticinco tuvo una novia de veintidós, a los veintiocho una de diecinueve y ahora una de diecisiete.

–Olvídate de Roxana, ya nunca la vas a encontrar, mano.

–Es que me gustan chavalitas.

–Hmmmm, Humbert Humbert.

Felipe no entendió la alusión de Rubén, pero sí el gesto admonitorio, el índice rebanando el aire en señal de que era un sátiro, un nostálgico tratando de copular con el pasado, un sinfín de perversiones.

Rubén le aconsejó que la buscara a como diera lugar. Sin embargo, no había caminos que los unieran. Felipe nunca supo su dirección ni su teléfono. Ya no tenían amigos comunes. En Aeroméxico le informaron que el capitán Meléndez y su tripulación murieron en un avionazo. No encontró ninguna Roxana Meléndez en el directorio telefónico.

Cuando cumplió los treintaicinco, sus amigos le dejaban de presentar amigas y le empezaban a recomendar bares gay.

Rubén hacía cenas los viernes; conseguía recetas de la India para incendiar las bocas de sus invitados con un curry picosísimo, preparaba pastelillos árabes que sólo se hubieran digerido montando dos horas en camello y muchos otros platos incisivos. Los comensales variaban tanto como los guisos; había muy pocos dispuestos a dejar que les cayera un ovni semanal en el estómago. Si alguien dudaba de la amistad de Felipe, ése no podía ser Rubén: cada viernes arruinaba su dieta blanda y su terapia de Mélox con los bizarros guisos de su amigo.

La cena de ese viernes era vegetariana. El aire olía a jengibre. Rubén lo presentó con un matrimonio y le dijo que de un momento a otro llegarían los demás invitados.

–Quédate en esta silla. No quiero que te caigas al piso cuando veas la sorpresa que te invité.

El matrimonio se rio con liberalidad. Ambos eran “muy modernos”, según Rubén.

El siguiente invitado fue un hércules fofo que trabajaba en cine haciendo efectos especiales. Y el primer efecto era su cara: tenía un tic que casi hipnotizó a Felipe. En media hora se tomó tres cubas, su musculatura pareció ablandarse aún más y el tic se aceleró. Era un guiño de ojo, el mismo que uno usaría en una farmacia al pedir una aspirina dando a entender que en verdad se quería un preservativo. Felipe pensó que las bolsas de su chamarra debían estar llenas de los condones que le daban farmacéuticos demasiado perceptivos. Si ésta era la sorpresa de Rubén más valía comer cuanto antes su sándwich de frijol de soya.

El matrimonio se seguía riendo de todo, poniendo en duda el concepto de modernidad de Rubén.

En eso sonó el timbre. Rubén estaba atareado quitándole los mosquitos a una coliflor. Felipe abrió la puerta. De estar borracho, lo que vio en el quicio le habría devuelto la sobriedad.

Le pareció increíble que ella lo reconociera de inmediato, a pesar de sus entradas en el pelo y sus patillas extralargas, casi en forma de chuleta. Rubén debía haberla instruido.

–¡Estás igualita!

–Mentiroso.

De los dos, ella dijo la verdad. No es que Roxana estuviera avejentada, pero los rasgos simples que hicieron tan bien en una niña casi escuálida ahora parecían faltos de carácter. Había engordado un poco, perdiendo las mejillas apenas hundidas que la convirtieron en la niña más fotogénica de los álbumes de secundaria y ganando en cambio una definitiva sensualidad en las piernas que ahora cruzaba frente a Felipe.

Roxana había conocido a Rubén de la manera más casual. Rubén se acercó a hacerle plática en una panadería.

–De pronto me empezó a hablar como si yo fuera una hermana perdida –Roxana se rio y Felipe se dio cuenta de algo que se borró de su mente con la sorpresa del encuentro. La Roxana que hablaba frente a él no tenía que ver con los espectros emergidos de criptas y hospitales que poblaron sus pesadillas. Cuando recordaron el accidente, Felipe le dijo que no se le notaba nada de nada.

–No te creas, mira, me falta un cachito de labio –Roxana se alzó el labio superior y él pudo ver una blancuzca cicatriz, no mayor que un lunar.

Después el monstruo de los efectos especiales se apoderó de Roxana. A la séptima cuba sus palabras eran erupciones y su cara lava volcánica. Felipe aprovechó para levantar un inventario de los cambios de Roxana: la forma circular en que el tiempo había pasado por sus senos, las manos, más gruesas y hábiles, un moretón en el tobillo, casi negro a través de la media. Era del tipo de mujeres a las que se llama “atractivas” para distinguirlas de las que de veras son guapas. Aunque ya no tenía de qué sentirse culpable, recordó con malestar la fiesta de graduación en la que Roxana le produjo una doble decepción: ni era virgen ni quería con él.

Al cabo de un rato volvieron a platicar. Roxana lo puso al tanto de los años que los separaron. A Felipe le pareció una circunstancia providencial que ella ya se hubiera divorciado. Roxana tenía dos hijos a los que, según dijo, no quería despertar: le pidió que mejor fueran a su departamento.

Le ayudó a ponerse un impermeable en el que no reparó horas atrás. Era un horrible modelo de plástico rojo y arrugado. Sus gustos no habían cambiado del todo.

Afuera lloviznaba. Felipe dejó su coche a varias cuadras y tuvieron que caminar entre los charcos que temblaban con las gotas y la luz mercurial.

–Mira la luna –Roxana se detuvo; la lluvia le dio en la cara. En el cielo había una mancha tenue, algo que detrás de muchas capas debía ser luna llena.

Se besaron. El viento empujó un periódico que se enrolló en sus pies.

Abrió un botón del impermeable. Ella lo detuvo.

–Aquí no, vámonos a tu casa.

Al llegar a la esquina, Roxana se separó de él. Lo miró con rapidez, luego echó a correr. Felipe se resbaló al arrancar tras ella. El impermeable rojo osciló frente a su vista. Después vio el coche que tomaba la calle con alevosía. Roxana cruzó frente a la aniquiladora velocidad del automóvil. Felipe escuchó el claxon y cerró los ojos. La noche reventó con el estruendo. Hubo un rechinido muy leve, amortiguado por el agua.

Cuando Felipe abrió los ojos, el coche desaparecía haciendo eses. Del otro lado de la calle estaba Roxana. Sonriendo. Esperándolo.

 

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