Juan Villoro
Felipe
se sentó junto a Roxana todo tercero de secundaria y pasó biología gracias a
que ella sí estudió lo de las plantas fanerógamas.
Roxana quería ser diseñadora y casarse con
un actor que por aquella época se dedicaba fundamentalmente a luchar con cocodrilos
y a desnucar jaguares. El primer proyecto parecía tan irrealizable como el segundo.
La ropa de Roxana era horrorosa. Usaba unos aretes en forma de diminutos aviones,
siempre apuntados hacia abajo, como si para colmo estuvieran a punto de causar un
accidente. El hecho de que los aretes fueran cortesía de la aerolínea que tenía
volando a su papá tres semanas sí y una no, sólo disculpaba en parte su mal
gusto. Y es que a Roxana no le bastaban las fotos del musculoso actor
selvático: había decidido hacerse de la versión local a su alcance: Adolfo,
cuya única virtud ostensible era romper ladrillos de un karatazo (algo bastante
módico en comparación con el actor que jugaba a las vencidas con los pumas). En
fin, Felipe estuvo un año al lado de Roxana, admirando todo lo que tuviera que ver
con ella. Menos su mal gusto.
Había quienes decían que en realidad Roxana
no estaba enamorada de él, pero no se decidía a ser su novia porque aún no le cambiaba
la voz. En tercero de secundaria Felipe tenía la voz meliflua de una azafata que
anuncia lo que uno tiene que hacer en el improbable caso de una descompresión
en la cabina. Intentó agravársela usando aerosoles contra la laringitis. En realidad,
un catarro le caía como una bendición. Durante una semana hablaba como Adolfo.
Después volvía a ser el único en Tercero C al que no le llegaban las dichosas
octavas en la garganta que habían hecho que sus compañeros se alejaran de él,
volando a mejores tierras, lejos de la costa donde él tendría que invernar a solas,
revisando una y otra vez las axilas sin pelos que le impedían ahuecar el ala.
A veces como que pensaba que Roxana no podía
estar enamorada de Adolfo. Nunca platicaban (pero alguien los había visto besarse
en una fiesta). Adolfo se pasaba el recreo encestando anaranjadas pelotas de basquetbol
y ella se reunía a chismear con sus amigas, risa y risa, hasta que descubría que
Felipe la estaba espiando para oírla decir “qué poca, ¿no?, la pinche
putosísima” y otras frases tan superlativas como mal empleadas que eran a los oídos
de Felipe lo mismo que los caramelos de ron con mantequilla a su boca.
En cada salón de clase siempre parecía haber
alguien rico en desmesura. Toño Bustillos Clark era el repugnante y envidiable nombre
del millonario de Tercero C. Cuando invitó a nadar a toda la clase, Felipe se
quedó impactado al ver el bulto que Adolfo guardaba en su traje de baño. Pensó
que era una de las típicas bromas de Adolfo, igual que ponerse orejas de plástico
y manos que parecían recién achicharradas en el bóiler. Sin embargo, en los vestidores
se pudo dar cuenta de que aquello no era utilería y debió poner una mirada que sólo
iba a recuperar muchos años después al probar la cocaína.
Felipe nadó de perrito hasta el rincón de
la alberca donde Roxana arrugaba la nariz porque le había entrado agua.
–Siempre tienes que andar de encimoso –le
dijo ella, escupiéndole un chorro de agua en la cara.
–No, es que te tengo un chisme –y tuvo que
improvisar una historia, sabiendo que ella casi se ahogaría de la risa, feliz de
oírlo hablar mal de los demás.
A los quince años, Roxana tenía un cuerpo
menos poderoso que el resto de las compañeras. No parecía capaz de nadar la prueba
de los mil metros. Paz, en cambio, tenía unos senos que siempre la sacarían a flote
y que concentraban casi todas las miradas en la alberca. Roxana era delgada.
Felipe no se atrevía a decir que era flaca. Pero era flaca. Tenía pelo castaño hasta
la cintura y una constelación de lunares en el cuello que él consultaba como un
fanático de la astronomía. Sus dientes estaban un poco separados y en la alberca
se entretenía escupiendo agua por la pequeña hendidura. Su traje de baño era tan
feo como el resto de su ropa: anclas guindas y blancas fondeadas en su cintura quebradiza,
en sus senos respingados, en la curva que iba a dar al lugar donde las miradas de
Felipe se hubieran quedado a vivir. Estaba dispuesto a que le barrenaran los dientes
sin anestesia a cambio de acariciar el dividido resumen de la belleza de
Roxana. Mentira: le gustaban más sus ojos, su nariz y sus labios, tan delicados
que una caricia parecía un asalto. Imposible pensar que Adolfo la tocara sin estrujarla.
Felipe lo había visto arrugar latas de refrescos como si fueran klínex y
sostener una pelota de basquetbol con una mano (hacia abajo, se entiende, si no
cualquiera).
Una tarde de mala televisión, Felipe decidió
incrementar sus músculos. Ejecutó tantas lagartijas que al llegar a la última los
brazos se le hicieron líquidos y cayó de boca, mordiéndose la lengua. Se pasó quince
días hablando como un bebé de tres años.
Apenas se recuperó del castigo del ejercicio
cuando una señora impertinente se le acercó en el camión para preguntarle si era
niño o niña. Esto ocurría a principios de los setenta, una época en que hasta los
futbolistas usaban pelo largo (y serían los últimos en dejar de usarlo) y Felipe
tenía modestos bucles sobre las orejas.
Al regresar a su casa estuvo tres horas haciendo
gestos frente al espejo, tratando de extraer muestras de virilidad de sus facciones.
Por entonces se estrenó Muerte en Venecia. Felipe no la habría visto
de no ser por los comentarios sobre la “criatura angelical” (así la había llamado
su mamá, mientras la estúpida de su hermana decía “mmmmm”) que ahí aparecía. Salió
del cine convencido de que a su lado él era Pedro Armendáriz. Pero el gusto le duró
hasta el día siguiente. Le habló a Roxana de la película.
–Sí, el niño está chulísimo –las
palabras se le clavaron como dosis de novocaína. Su rostro se fue anestesiando
como si estuviera en el dentista. No podía entender que todos (la opinión pública
de su tiempo era del más espeluznante centralismo: uno siempre equivalía a todos)
la hubieran visto besándose con Adolfo, que tenía la gracia de un pelotari vasco,
y que al mismo tiempo le gustara ese niño que, la verdad sea dicha, parecía una
versión nórdica de Roxana.
Llegó un momento en que Felipe se resignó
a que nunca le cambiara la voz ni le crecieran los genitales. Dos médicos le aseguraron
que no se preocupara, que en última instancia le podían inyectar hormonas. No fue
necesario; la voz le cambió. ¡Dos meses después de separarse de Roxana!
La escuela no tenía preparatoria. Su papá
le pidió que colaborara con la familia, habló de las preparatorias privadas como
si fueran inaccesibles chaléts en Suiza y le agradeció su decisión de entrar a un
barato CCH. Roxana, en cambio, orientó sus aeroplanos hacia una prepa privada que
eventualmente la llevaría a su futuro de diseñadora.
Felipe sabía que la iba a ver por última
vez en la fiesta de graduación. Ella lo escogió de chambelán para el vals. Después
se reprochó no haberse conformado con esta preferencia. Estuvo en el pupitre vecino
al de Roxana durante un año, pasó biología gracias a su ayuda, bailó con ella el
vals vienés de tercero de secundaria, ¿qué más quería? Adolfo bailó con Paz y formaron
la pareja más robusta y fotografiada. Felipe giró sobre el parquet del salón de
fiestas y por un momento sintió una gloria aristocrática. Luego pensó que tal vez
ella lo escogió porque eran de la misma estatura.
Terminada la celebración, se fueron a casa
de Toño Bustillos Clark, con la certeza de que ahora sí los papás los dejarían quedarse
hasta el amanecer.
Las mujeres se emborracharon por primera
vez en público, hubo guerras de almohadazos y otros estropicios. Adolfo quebró un
tibor chino y Felipe gozó como nunca la regañiza que le pegaron.
Al filo de las tres de la mañana, Felipe
deambulaba por los pasillos, la corbata en la frente y un vaso de agua mineral en
la mano. Entró, nomás por hacer algo, a un cuarto que estaba totalmente a oscuras.
Apenas se empezaba a acostumbrar a la oscuridad cuando escuchó la voz de Roxana.
–Aquí estoy, sonso.
Se acercó, sin saber si lo hacía en la dirección
correcta, hasta que sintió los brazos de Roxana en su cuello. Ella lo besó, la lengua
impetuosa sobre la suya sorprendida. El vaso de agua mineral cayó al suelo, las
burbujas crepitaron sobre la alfombra. Roxana bajó la mano por el pecho de Felipe
y siguió hasta detenerse en el mismo sitio donde él solía detener sus preocupaciones.
Se separó de pronto y encendió la luz del buró. Sin embargo, siguió actuando como
si fuera a él a quien aguardaba en la recámara:
–Aquí no. Te espero en el jardín en media
hora.
No podía haber otra figura más previsible
en el pasillo: Adolfo caminaba con las manos en las bolsas del pantalón, la camisa
entreabierta y desfajada, como si el mundo le importara un carajo. A unos metros
lo esperaba el sueño de sueños, la esquiva imagen que Felipe había tratado de atrapar
en sus noches solitarias, y él avanzaba con toda la calma, incluso se detuvo para
contarle un chiste malísimo sobre un ruso, un americano y un indito.
A las tres y media Felipe estaba en el jardín,
seguro de que ella no aparecería. Para no perder su costumbre, Roxana llevó a la
graduación un vestido horrible, color fresa subido, entalladísimo, como si la hubieran
enrollado a la fuerza en la tela. Se había visto como una llamarada entre los vestidos
color champaña y helado de nuez de las otras compañeras. En caso de que en verdad
llegara al jardín, lo haría en la forma de una detonación cromática. Felipe esperaba
el destello colorado con la urgencia de un herido que aguarda una ambulancia.
La sorpresa de verla en la terraza que daba
al jardín fue cancelada por otra mayor: el vestido entallado obligaba a Roxana a
caminar con los menudos pasos de una japonesa, así es que decidió rasgarlo en una
pierna para correr hacia Felipe. Él se quedó como un portero a punto de recibir
un pénalty. Unos tres metros antes de llegar al sitio donde él tenía las piernas
y los brazos enarcados por la indecisión, como si en realidad esperara un balonazo,
Roxana dio media vuelta y corrió en dirección contraria. Felipe fue tras ella. La
casa de Bustillos Clark estaba en el Pedregal, de modo que la persecución consistió
en saltar entre trozos de lava volcánica, yucas y magueyes. Ella iba descalza y
era inconcebible que corrieran sobre los guijarros sin gritar del dolor.
Después de tres vueltas Roxana enfiló rumbo
a la casa. Felipe la vio correr directo hacia un muro de cristal. Le gritó, pero
ella siguió adelante, sin oír otra cosa que su risa, segura de que lo que tenía
enfrente era la entrada a la terraza.
La vio desplomarse entre una granizada de
cristales. Corrió a buscar a alguien. La sirvienta y el jardinero lo acompañaron
al lugar donde Roxana lloraba sobre un charco de sangre.
La ambulancia llegó con el amanecer. Felipe
se quedó llorando en la banqueta. Adolfo también tenía los ojos llorosos. Puso su
mano grande sobre el hombro de Felipe y le confesó que se la había cogido. Él no
le pudo confesar que por su culpa se estrelló contra el cristal. Ahí estuvieron
un par de horas, afiliados al mismo sufrimiento, hasta que Felipe decidió alejarse
de lo que quedaba de la secundaria.
Al menos creyó alejarse. Durante meses no
hizo sino pensar en las facciones de Roxana desfiguradas por el accidente: un
rostro más rojo que el salvaje vestido de graduación, los dientes cubiertos de sangre.
A los dos años encontró a la primera novia
que aceptó ser su amante. En un momento de intimidad automotriz (los cristales empañados,
los cuerpos en el asiento trasero) le contó la historia de Roxana. Ella le dijo
que su amor de la secundaria era una provocadora. Felipe defendió a Roxana con tal
pasión que su novia decidió dejarlo.
Creyó encontrársela en cines, cafeterías,
aviones. Siempre se trataba de otra criatura accidentada.
Las facciones de Felipe cambiaron en tal
forma que llegó un momento en que tuvo miedo de que su rostro se volcara al extremo
opuesto de lo que fue en la adolescencia. Algún misterioso designio de la genética
detuvo a tiempo la ruda transformación de su cara.
Al salir de la universidad no se había casado.
El éxito tardío con las mujeres lo hacía aplazar cualquier compromiso. Al menos
ésta era su interpretación. Pero había algo más. Ese algo llevaba tobilleras. Rubén
Saavedra, su mejor amigo en los últimos tiempos, le hizo notar que a los veinticinco
tuvo una novia de veintidós, a los veintiocho una de diecinueve y ahora una de diecisiete.
–Olvídate de Roxana, ya nunca la vas a encontrar,
mano.
–Es que me gustan chavalitas.
–Hmmmm, Humbert Humbert.
Felipe no entendió la alusión de Rubén, pero
sí el gesto admonitorio, el índice rebanando el aire en señal de que era un sátiro,
un nostálgico tratando de copular con el pasado, un sinfín de perversiones.
Rubén le aconsejó que la buscara a como diera
lugar. Sin embargo, no había caminos que los unieran. Felipe nunca supo su dirección
ni su teléfono. Ya no tenían amigos comunes. En Aeroméxico le informaron que el
capitán Meléndez y su tripulación murieron en un avionazo. No encontró ninguna Roxana
Meléndez en el directorio telefónico.
Cuando cumplió los treintaicinco, sus amigos
le dejaban de presentar amigas y le empezaban a recomendar bares gay.
Rubén hacía cenas los viernes; conseguía
recetas de la India para incendiar las bocas de sus invitados con un curry picosísimo,
preparaba pastelillos árabes que sólo se hubieran digerido montando dos horas en
camello y muchos otros platos incisivos. Los comensales variaban tanto como los
guisos; había muy pocos dispuestos a dejar que les cayera un ovni semanal en el
estómago. Si alguien dudaba de la amistad de Felipe, ése no podía ser Rubén: cada
viernes arruinaba su dieta blanda y su terapia de Mélox con los bizarros guisos
de su amigo.
La cena de ese viernes era vegetariana. El
aire olía a jengibre. Rubén lo presentó con un matrimonio y le dijo que de un momento
a otro llegarían los demás invitados.
–Quédate en esta silla. No quiero que te
caigas al piso cuando veas la sorpresa que te invité.
El matrimonio se rio con liberalidad. Ambos
eran “muy modernos”, según Rubén.
El siguiente invitado fue un hércules fofo
que trabajaba en cine haciendo efectos especiales. Y el primer efecto era su cara:
tenía un tic que casi hipnotizó a Felipe. En media hora se tomó tres cubas, su musculatura
pareció ablandarse aún más y el tic se aceleró. Era un guiño de ojo, el mismo que
uno usaría en una farmacia al pedir una aspirina dando a entender que en verdad
se quería un preservativo. Felipe pensó que las bolsas de su chamarra debían estar
llenas de los condones que le daban farmacéuticos demasiado perceptivos. Si ésta
era la sorpresa de Rubén más valía comer cuanto antes su sándwich de frijol de soya.
El matrimonio se seguía riendo de todo, poniendo
en duda el concepto de modernidad de Rubén.
En eso sonó el timbre. Rubén estaba atareado
quitándole los mosquitos a una coliflor. Felipe abrió la puerta. De estar borracho,
lo que vio en el quicio le habría devuelto la sobriedad.
Le pareció increíble que ella lo reconociera
de inmediato, a pesar de sus entradas en el pelo y sus patillas extralargas, casi
en forma de chuleta. Rubén debía haberla instruido.
–¡Estás igualita!
–Mentiroso.
De los dos, ella dijo la verdad. No es que
Roxana estuviera avejentada, pero los rasgos simples que hicieron tan bien en una
niña casi escuálida ahora parecían faltos de carácter. Había engordado un poco,
perdiendo las mejillas apenas hundidas que la convirtieron en la niña más fotogénica
de los álbumes de secundaria y ganando en cambio una definitiva sensualidad en las
piernas que ahora cruzaba frente a Felipe.
Roxana había conocido a Rubén de la manera
más casual. Rubén se acercó a hacerle plática en una panadería.
–De pronto me empezó a hablar como si yo
fuera una hermana perdida –Roxana se rio y Felipe se dio cuenta de algo que se borró
de su mente con la sorpresa del encuentro. La Roxana que hablaba frente a él no
tenía que ver con los espectros emergidos de criptas y hospitales que poblaron sus
pesadillas. Cuando recordaron el accidente, Felipe le dijo que no se le notaba nada
de nada.
–No te creas, mira, me falta un cachito de
labio –Roxana se alzó el labio superior y él pudo ver una blancuzca cicatriz, no
mayor que un lunar.
Después el monstruo de los efectos especiales
se apoderó de Roxana. A la séptima cuba sus palabras eran erupciones y su cara lava
volcánica. Felipe aprovechó para levantar un inventario de los cambios de Roxana:
la forma circular en que el tiempo había pasado por sus senos, las manos, más gruesas
y hábiles, un moretón en el tobillo, casi negro a través de la media. Era del tipo
de mujeres a las que se llama “atractivas” para distinguirlas de las que de veras
son guapas. Aunque ya no tenía de qué sentirse culpable, recordó con malestar la
fiesta de graduación en la que Roxana le produjo una doble decepción: ni era virgen
ni quería con él.
Al cabo de un rato volvieron a platicar.
Roxana lo puso al tanto de los años que los separaron. A Felipe le pareció una circunstancia
providencial que ella ya se hubiera divorciado. Roxana tenía dos hijos a los que,
según dijo, no quería despertar: le pidió que mejor fueran a su departamento.
Le ayudó a ponerse un impermeable en el que
no reparó horas atrás. Era un horrible modelo de plástico rojo y arrugado. Sus gustos
no habían cambiado del todo.
Afuera lloviznaba. Felipe dejó su coche a
varias cuadras y tuvieron que caminar entre los charcos que temblaban con las gotas
y la luz mercurial.
–Mira la luna –Roxana se detuvo; la lluvia
le dio en la cara. En el cielo había una mancha tenue, algo que detrás de muchas
capas debía ser luna llena.
Se besaron. El viento empujó un periódico
que se enrolló en sus pies.
Abrió un botón del impermeable. Ella lo detuvo.
–Aquí no, vámonos a tu casa.
Al llegar a la esquina, Roxana se separó
de él. Lo miró con rapidez, luego echó a correr. Felipe se resbaló al arrancar tras
ella. El impermeable rojo osciló frente a su vista. Después vio el coche que tomaba
la calle con alevosía. Roxana cruzó frente a la aniquiladora velocidad del automóvil.
Felipe escuchó el claxon y cerró los ojos. La noche reventó con el estruendo. Hubo
un rechinido muy leve, amortiguado por el agua.
Cuando Felipe abrió los ojos, el coche desaparecía
haciendo eses. Del otro lado de la calle estaba Roxana. Sonriendo. Esperándolo.
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