Juan José Saer
Ángel Leto, un viejo amigo
de Barco y Tomatis del que éstos habían estado sin noticias durante años,
estaba solo en una casa esperando el momento señalado para matar a un hombre.
Era un amanecer de invierno, verde y lluvioso, y Leto, que acababa de
levantarse, venía desde la cocina, por el pasillo en penumbra, al cuarto de
estar iluminado, trayendo consigo una taza de café. Si el plan se cumplía, al
día siguiente a las ocho y media de la mañana el hombre ya estaría muerto y
Leto de regreso en la casa solitaria donde los libros de Tomatis,
cuidadosamente alineados en la biblioteca, iban cubriéndose de polvo mientras
su dueño se paseaba por el verano europeo.
Era, en
efecto, el departamentito de Tomatis, del que Barco le había dado las llaves
dos días antes. Barco lo había encontrado en la cocina de su casa, en otro
amanecer lluvioso, y sin indiscreción ni sorpresa, aunque habían pasado ocho
años desde la última vez que se habían visto, le dio las llaves. Y, como pensó
Leto esa misma noche, en la cama, mientras hojeaba con credulidad y placer los
originales de Tomatis, fumando un cigarrillo a la luz de la lámpara contra el
fondo monótono de la lluvia de junio que envolvía como un capullo la noche
entera, si bien Barco no sabía exactamente qué era lo que Leto estaba haciendo
en la ciudad, dos o tres días más tarde, al leer los diarios, lo comprendería
de un modo inmediato.
Y ahora
Leto, en su segundo amanecer en lo de Tomatis, venía hacia el cuarto de estar
desde la cocina, por el pasillo oscuro, con la taza blanca sobre el platito
blanco que sostenía en la palma de la mano. Se sentó dejando previamente la
taza sobre la mesa, y se puso a leer un original de Tomatis que estaba en una
carpeta verde sobre la que Tomatis había escrito, con tinta roja, en letras de
imprenta, una palabra cuyo significado Leto ignoraba: PARANATELLON. En la
primera hoja, en el interior de la carpeta, había tres palabras escritas a
máquina, con letras mayúsculas, una debajo de la otra, y separadas entre sí por
varios espacios, con la disposición siguiente:
PARANATELLON
PARANATELLERS
O
PARANASO
y más abajo una inscripción
en minúsculas:
antología
comentada del litoral
Un poco más
tarde, cuando el trago de café que quedaba en el fondo de la taza estaba ya
frío, Leto alzó la vista de las hojas mecanografiadas, y apoyando la nuca en el
respaldo del sillón y contemplando el cielorraso, se puso a pensar en el hombre
que tenía que matar. Esa atención al objeto que era el blanco de todos sus
actos desde hacía varios meses duró poco, porque sus asociaciones lo fueron
llevando, lentamente, a pensar en la muerte en general. El primer pensamiento
fue que, por más que acribillara a balazos a ese hombre, como pensaba hacerlo, nunca
lograría sacarlo por completo del mundo. El hombre merecía la muerte: era
un dirigente sindical que había traicionado a su clase y al que el grupo al que
Leto pertenecía hacía responsable de varios asesinatos. Pero, pensaba Leto como
si hubiese ido sacando sus ideas del vacío grisáceo que se extendía entre la
lámpara y el cielorraso, matarlo era sacarlo de la acción inmediata, no de la
realidad.
Y Leto
recordó que, cuando tenía dieciocho años, un amigo de su edad había muerto
después de una operación. Ahora que tenía treinta y tres, le parecía que
después de quince años el tiempo había perdido su carácter temible, y que su
amigo muerto seguía tan presente en el mundo como él mismo, independiente
respecto de sus recuerdos y de sus representaciones. Lo que entra al mundo,
pensó Leto, ya no vuelve a salir. La infinitud de estrellas seguirían,
quieras que no, errabundeando con nosotros adentro. Y a medida que se
desplegaba, como el pájaro que se come a sus huevos, el tiempo iba borrando los
acontecimientos, sin dejar de la vida humana otra cosa que su presencia indeterminada,
una especie de grumo solidario que iba reduciéndose y encostrándose en algún
punto impreciso del infinito y del que todos los individuos, como consecuencia
justamente de su condición mortal, formaban parte. Ese grumo, pensaba Leto,
tenía una sola cualidad: era imborrable. Su presencia había producido una
alteración irreversible, sacando al universo de su pura exterioridad; después
de su aparición, nada seguiría como antes, y la muerte –la muerte de su amigo,
la del hombre que iba a matar, su propia muerte– era un accidente
insignificante.
No se mata, pensó Leto, más que a los amigos, pero ni aun a ellos se los
mata, porque no se mata lo que es inmortal.
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