martes, 26 de septiembre de 2023

Amigos

Juan José Saer

 

Ángel Leto, un viejo amigo de Barco y Tomatis del que éstos habían estado sin noticias durante años, estaba solo en una casa esperando el momento señalado para matar a un hombre. Era un amanecer de invierno, verde y lluvioso, y Leto, que acababa de levantarse, venía desde la cocina, por el pasillo en penumbra, al cuarto de estar iluminado, trayendo consigo una taza de café. Si el plan se cumplía, al día siguiente a las ocho y media de la mañana el hombre ya estaría muerto y Leto de regreso en la casa solitaria donde los libros de Tomatis, cuidadosamente alineados en la biblioteca, iban cubriéndose de polvo mientras su dueño se paseaba por el verano europeo.

Era, en efecto, el departamentito de Tomatis, del que Barco le había dado las llaves dos días antes. Barco lo había encontrado en la cocina de su casa, en otro amanecer lluvioso, y sin indiscreción ni sorpresa, aunque habían pasado ocho años desde la última vez que se habían visto, le dio las llaves. Y, como pensó Leto esa misma noche, en la cama, mientras hojeaba con credulidad y placer los originales de Tomatis, fumando un cigarrillo a la luz de la lámpara contra el fondo monótono de la lluvia de junio que envolvía como un capullo la noche entera, si bien Barco no sabía exactamente qué era lo que Leto estaba haciendo en la ciudad, dos o tres días más tarde, al leer los diarios, lo comprendería de un modo inmediato.

Y ahora Leto, en su segundo amanecer en lo de Tomatis, venía hacia el cuarto de estar desde la cocina, por el pasillo oscuro, con la taza blanca sobre el platito blanco que sostenía en la palma de la mano. Se sentó dejando previamente la taza sobre la mesa, y se puso a leer un original de Tomatis que estaba en una carpeta verde sobre la que Tomatis había escrito, con tinta roja, en letras de imprenta, una palabra cuyo significado Leto ignoraba: PARANATELLON. En la primera hoja, en el interior de la carpeta, había tres palabras escritas a máquina, con letras mayúsculas, una debajo de la otra, y separadas entre sí por varios espacios, con la disposición siguiente:

PARANATELLON

PARANATELLERS

O

PARANASO

y más abajo una inscripción en minúsculas:

antología comentada del litoral

Un poco más tarde, cuando el trago de café que quedaba en el fondo de la taza estaba ya frío, Leto alzó la vista de las hojas mecanografiadas, y apoyando la nuca en el respaldo del sillón y contemplando el cielorraso, se puso a pensar en el hombre que tenía que matar. Esa atención al objeto que era el blanco de todos sus actos desde hacía varios meses duró poco, porque sus asociaciones lo fueron llevando, lentamente, a pensar en la muerte en general. El primer pensamiento fue que, por más que acribillara a balazos a ese hombre, como pensaba hacerlo, nunca lograría sacarlo por completo del mundo. El hombre merecía la muerte: era un dirigente sindical que había traicionado a su clase y al que el grupo al que Leto pertenecía hacía responsable de varios asesinatos. Pero, pensaba Leto como si hubiese ido sacando sus ideas del vacío grisáceo que se extendía entre la lámpara y el cielorraso, matarlo era sacarlo de la acción inmediata, no de la realidad.

Y Leto recordó que, cuando tenía dieciocho años, un amigo de su edad había muerto después de una operación. Ahora que tenía treinta y tres, le parecía que después de quince años el tiempo había perdido su carácter temible, y que su amigo muerto seguía tan presente en el mundo como él mismo, independiente respecto de sus recuerdos y de sus representaciones. Lo que entra al mundo, pensó Leto, ya no vuelve a salir. La infinitud de estrellas seguirían, quieras que no, errabundeando con nosotros adentro. Y a medida que se desplegaba, como el pájaro que se come a sus huevos, el tiempo iba borrando los acontecimientos, sin dejar de la vida humana otra cosa que su presencia indeterminada, una especie de grumo solidario que iba reduciéndose y encostrándose en algún punto impreciso del infinito y del que todos los individuos, como consecuencia justamente de su condición mortal, formaban parte. Ese grumo, pensaba Leto, tenía una sola cualidad: era imborrable. Su presencia había producido una alteración irreversible, sacando al universo de su pura exterioridad; después de su aparición, nada seguiría como antes, y la muerte –la muerte de su amigo, la del hombre que iba a matar, su propia muerte– era un accidente insignificante.

No se mata, pensó Leto, más que a los amigos, pero ni aun a ellos se los mata, porque no se mata lo que es inmortal.

 

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