Ciro Alegría
Olía a ron, cerveza y conversaciones de
domingo. Los parroquianos, de trajes blancos que destacábanse sobre un fondo de
coloreadas etiquetas y un prieto mostrador, bebían despaciosamente, sitiados por
un sol rotundo. En un rincón guarnecido de costales de arroz, cuatro muchachos jugaban
al dominó. El bodeguero, inclinado sobre el mostrador y con un lapicillo romo que
desaparecía entre la diestra rugosa, apuntaba nombres y cifras en una libreta grasienta.
El chasquido de las fichas de dominó se detuvo de pronto. Uno de los jugadores habíase
ensimismado.
–¡Te toca, Chumbo!
–le advirtió, con voz molesta, su compañero de partida.
El aludido, después
de un rápido vistazo, colocó su ficha con indiferencia. Tampoco se preocupó por
fijarse en las piezas que virarían los otros, alargando la negra hilera punteada
de blanco. Había una alta ventana que daba al cielo. Un rectángulo azul parecía
ser la mesa de dominó para Chumbo. Él contemplaba sus recuerdos. Era como si recién
dejara la puerta de aquella casa. Mencha le había dicho: “Mi mamá se va el domingo
al otro pueblo”. Recordaba exactamente sus palabras. “Ven como a las doce.” Ella
bajó más la voz para repetir: “Ven”. A Mencha le acababan de madurar los senos y
era muy hermosa con sus grandes ojos negros, entre tímidos y audaces, su boca pulposa
a la cual la sonrisa parecía ofrendar y su cuerpo flexible, de ocres tersuras escondidas
bajo un traje amarillo. Cuando dijo “ven” por segunda vez, temblaban las aletas
de su naricilla respingada. Sonrió Mencha y le rebrillaron los dientes nítidos,
entre los que resaltaba el breve cuajarón de la lengua.
–¡Juega, Chumbo! –tronó
otra voz.
El remiso tornó a ojear
las jugadas recientes y puso su ficha.
–No te molestes, Paco
–musitó, sonriendo como si ya hubiese ganado la partida–. Quedarse atrás no es pa
tanto, chico.
–El juego es pa jugar
–adujo brillantemente Paco, a la vez que colocaba un cinco doble.
El bodeguero conectó
su radio y las notas de una vieja habanera se mezclaron con el rumor de las conversaciones,
el ruido de los vasos y el chasquido de las fichas, “En Cuba, la isla hermosa del
ardiente sol”, cantaba una melosa voz femenina cernida por la radio, Chumbo miró
el viejo reloj de la bodega. Las oxidadas aspas marcaban las doce menos diez.
–Siempre me acordaré
de esa música –dijo, sin advertir que debía jugar otra vez–; es como si recién la
escuchara…
–¡Fíjatel, ¿vas a jugar
o no? –barbotó de nuevo Paco, señalando la hilera de piezas con una manotada.
Chumbo hizo resbalar
una ficha parsimoniosamente, mientras decía:
–¿Por qué te pones tan
bravo, Paco? Vas a ganar, ya que juego mal. ¿Te pasa algo?
–El juego es pa jugar
–sentenció por segunda vez Paco, arrojando una ficha al centro de la mesa. Otro
la colocó en la hilera.
Los jugadores pudieron
ver eso y cómo le hervía en los ojos una furia inusitada. No advirtieron que tentaba,
tal si la acariciase, una cuchilla guardada en el bolsillo del pantalón.
–Pa no disgustarse,
en un ratico más me iré –prometió Chumbo con ironía, agregando–: abriré otro juego
con dos ases…
–¡Debías fijartel… ¡Me
vas a hacer perder! –terció el compañero de Chumbo–. ¡A veinte centavos la botella!.
.. ¡Yo no soy un Rockefeller!…
–Pago todo, Tony –afirmó
Chumbo, derrochando entusiasmo–, ¡pierdo con gusto!
Los rasgos duros de
su cara estaban suavizados por una placidez profunda, que mostrábase también en
el fulgor jubiloso de los ojos y en la boca que, así estuviera plegada, parecía
sonreír bajo el bigotillo recortado.
–¡Cierto que estás como
pa irte a La Habana! –exclamó el compañero de juego de Paco, dirigiéndose a Chumbo,
después de examinarlo.
Los cabellos de Chumbo
relucían, albeaba la guayabera, los pantalones tenían raya y los zapatos, brillo.
Los cuatro jugadores estaban sentados en cajones, pero él lo hacía en el filo del
suyo, para no chafar su atildamiento.
–¡Hay algo mejor que
eso! –afirmó Chumbo, mirando a Paco e invitándolo a que jugara con un movimiento
de la mano.
Paco no jugó.
–Me han contao que andas
tras de Mencha –dijo encarándose a Chumbo y en un tono que deseaba ser desdeñoso–.
No te hagas ideas, chico. Mi tía es amiga de la madre y lo sabe. Te diré la verdad:
la vieja ya se cansó de ser lavandera…
Con un agresivo rencor
añadió:
–La vieja ve que la
chica vale y no se la dará a cualquier desgraciao. Quiere casada con un tipo de
plata. Deja eso, Chumbo. Mencha no es pa un desgraciao…
A Paco le estaba sudando
la angosta frente, sobre la cual jugaba un tirabuzón de cabellos. Sus violáceos
labios se rasgaban en una mueca. Chumbo sonreía a ese súbito consejero que, además,
se dio maña para llamarle “desgraciao”. Recordaban todos que, hacía cosa de un año,
se agarró a golpes con Paco. Ahora los otros muchachos se explicaban por qué, siendo
que Chumbo lo verdeó, Paco se atrevía de nuevo. El dominó parecía sobrar. Chumbo
dijo calmosamente:
–Cada uno sabe sus cosas,
Paco… ¡Y eso de que te han contao! Tú estabas allá, detrás de una palmera del potrero.
Así que tú mismo vistes, Paco, cuando Mencha me hablaba. ¿Por qué te haces el disimulao?
Paco quiso responder,
pero un turbión de ideas entrechocadas le azotaba la dura frente. No sabía cuál
expresar. Era como si Chumbo hubiese colocado una ficha imprevista.
–¡Juega! –demandó Tony.
La prieta mano de Paco
terminó por resbalar sobre la mesa, pesadamente. Parecía una garra chispada sobre
la ficha.
Chumbo tornó a mirar
el reloj. Faltaban cinco para las doce. La música blandíase lentamente en el aire,
igual que lo haría el cuerpo de Mencha en la hamaca. Con la yema de los dedos, Chumbo
siguió el despacioso compás. Su compañero demoraba la jugada, estudiando las fichas.
Aún pretendía ganar una partida que Chumbo maleó desde el comienzo.
–¡Juega rápido, Tony,
que me voy! –urgió Chumbo.
Ahora sí quiso fijarse
en el juego. La hilera de fichas, que aparentemente no tenía nada cómico, le dio
risa. Cuando llegó su turno, Chumbo hizo un cierre prematuro, arrojando la ficha
elegida con un ademán de displicencia.
–¡Adiviné que saldrías
con eso! –exclamó Tony–. Puedes irte, pero paga primero…
Paco hizo la suma de
los puntos, hendiendo rabiosamente el papel. Como se esperaba, Chumbo había perdido.
–Está bien que se chive
–murmuró Tony.
–¡Compay! –gritó Chumbo
al bodeguero, poniéndose de pie–. Sirva tres cervezas y apúntemelas…
–¡Un momento! –atajó
Paco–. ¡Yo quiero mi parte en cash!
–¡Cash! –se extrañó
Chumbo–. ¡Habíamos jugao cervezas!
–¡Digo que cash! –gritó
agresivamente Paco, dando una manotada a las fichas, varias de las cuales rebotaron
en el piso de cemento.
Los otros parroquianos
volviéronse hacia los alborotados muchachos, algunos con el vaso en alto, tal si
brindaran por una buena pelea. Paco añadió, llevando al extremo la demanda:
–Mi compañero igual,
¿no es cierto? ¡Cash! Sunsún también quiere cash…
El llamado Sunsún, o
sea picaflor, tenía una estatura que correspondía a su apodo. No sintiéndose con
fuerzas para sobrellevar parte del lío, aceptó la propuesta moviendo la menuda cabeza.
–Sirva entonces una
sola cerveza, pa Tony –terminó por ordenar el perdedor.
Sacando un puñado de
opacas monedas y mientras los mirones comentaban que se había achicado extrañamente,
pues Chumbo tenía fama de buen peleador, contó veinte centavos, sobre la mesa, a
cada uno de los ganadores.
–¡Me dejan apenas con
treinta, en un día como hoy! –comentó en tono de broma.
Tal flema desconcertó
a Paco. Había calculado emplear su cuchilla con el pretexto de la legítima defensa,
después de que Chumbo lo cerrara a golpes. Este ganaba ya la puerta.
–¡Cuentas centavos y
quieres agarrar a Mencha! –gritóle con sorna Paco.
Nuevas esperanzas tuvieron
quienes deseaban ver narices rotas o algo agradable por el estilo, pero Chumbo salió
sin volver la cabeza siquiera. Los mirones rieron entonces, diciendo que no podía
esperarse nada bueno así fuese una pelea dominguera, de “los muchachos de estos
tiempos”. Triunfó del barullo la alta voz de Tony, que demandaba: “¡Hatuey bien
fría!”, repitiendo una frase de propaganda. Sirviósela el bodeguero, y esto es decir
que destapó la botella dejándola sobre la mesa. Paco guardó sus centavos y Sunsún
hizo lo mismo, después de un instante. Tony púsose a beber la cerveza, a pico de
botella y largos tragos. Cuando no, miraba a Paco de modo entre inquisitivo y burlón.
Paco permanecía callado, el labio inferior colgante, mientras acoplaba fichas de
dominó, tal si jugara una partida imaginaria. El flacuchento Sunsún guardaba también
silencio, cautelosamente. Paco alzó la cara. Parecía estar enfadado ahora con Tony.
–Tú eres amigo de Chumbo
–díjole conminatoriamente–. Quiero saber, fijo, qué pasa…
Tony empezó a rascarse
el rubianco cráneo, sonriendo. Cuando terminó de rascarse, pero no de sonreír, preguntó:
–¿Qué quieres decir?
¿Lo de Chumbo con Mencha?
–Eso.
Le complacía a Tony
la cerveza tanto como el embrollo. Saboreaba la bebida con gustosa calma. Nunca
habría imaginado que Paco quisiera todavía convencerse.
–La verdad es –dijo
adoptando una actitud de seriedad un tanto cómica–, la verdad es….
Se echó a reír.
–Habla de una vez –gruñó
Paco.
Recobraba aquella seriedad,
no sin algún esfuerzo, Tony prosiguió:
–La verdad es, según
me parece, que te la ganó.
Paco abrió tamaños ojos.
Era como si no pudiese admitir tal posibilidad.
–La vieja la cuida mucho
–concedió Tony–, pero, ¿tú no sabes quién ha sido la alcahueta? La negra Carolina.
Chumbo ha estao bombardeando a Mencha con cartas.
–¡Cartas! –exclamó Paco,
de un modo más bien necio, que hizo reír a Tony de nuevo y hasta sonreír a Sunsún.
Paco también había mandado
cartas a Mencha muy sigilosamente, con la tía amiga. Creía estarla ganando así.
Sueña el amor y olvida
que la imaginación no siempre crea realidades. Es necesario que el hombre haga,
por propia experiencia, tan sencillo descubrimiento.
–¡Cartas! –repitió.
–Claro que cartas, ¿por
qué no? –comentó el entretenido Tony–. Cartas con cosas de su propio coco y otras
muy sabrosas, copiadas de un librito llamao Cartas de amor, que encargó a La Habana…
Se las llevaba Carolina por una copa de ron. Tú sabes que la negra, debido al trago
y lo demorona que es, no consigue lavao. Cuando puede, ayuda a la madre de Mencha,
por unos centavos. ¡La negra ha bebido cantidá a cuenta de Chumbo! La otra noche,
le trajo la noticia de que Mencha quería verlo. ¿No sabes que su vieja se va hoy,
en la guagua de las once y media? Claro que volverá en la tarde, pero Chumbo tendrá
tiempo de ver a Mencha sola. ¡Eso que dijo!
A Paco se le había ido
congestionando la cara. Su boca contraíase en un gesto de rabiosa brutalidad y parecía
que los ojos iban a soltar sangre.
–Pero, a lo mejor, no
–echóse a decir Tony, recapacitando–. Podría ser que Mencha y Chumbo no llegaran
a nada… Tendrías chance tú, Paco, y yo, y Sunsún… El que ella aceptara… No te pongas
así, chico…
Paco no le oía ya. Se
lanzó a la calle a grandes trancos y sus dos amigos lo siguieron. Las rápidas salidas
fueron notadas por los otros parroquianos. Algunos se agolparon en la puerta. Chumbo
encontrábase ya lejos, a muchas cuadras de allí, si era ése de albeante guayabera.
El sol de las doce aplomábase en las calles
soledosas. En el aire hervían briznas de oro. Chumbo avanzaba pensando en Mencha.
No le había contestado sus cartas, sin duda por temor de ser sorprendida, pero lo
citó. Tenía que hablarle harto a Mencha, junto a su aliento. Iba a cimbrarla y a
besarla. “Ven.” Ella lo quería ya. No podía significar otra cosa lo poco y mucho
que entre ambos había pasado.
Cuando cruzaba frente
a la plaza, surgió allá lejos, detrás de las torres de la iglesia, rayando el cielo
limpio, la alta chimenea del ingenio Mercedes. Aún no echaba humo. Sólo dentro de
dos semanas terminaría el tiempo muerto, esos lentos meses durante los cuales paran
los trapiches, los intactos cañaverales extienden una suave gasa de flores violáceas,
los poblados se amodorran bajo el sol y las gentes echan a holgar sus pobrezas.
Chumbo, como siempre, se había llenado de deudas a la bodega, pero tuvo el tiempo
que quiso para rondar la casa de Mencha, solazarse con sus propios sueños, angustiarse
a causa de ellos y escribir las honestamente plagiadas cartas. Ahora recordaba también
que Mencha le dijo: “¡Chist!, mi mamá está siestiando”. “Cuando vengas, que no nos
vean.” Nadie los vería. “Como a las doce” no había gente en las calles, por el sol
y el almuerzo. Varios días del tiempo muerto habían corrido, desde que Mencha lo
citó. Cierto que, entre tanto, pudo mandarle decir alguna cosa con Carolina, pero
acaso temió que la negra les largara el recado a otros, en una borrachera. ¿Qué
importaba ya? Ahora vería a Mencha.
Las casas se le iban
quedando atrás, como una sucesión de colores. La de Mencha estaba en esa última
cuadra, cerca del campo. Chumbo dobló una esquina, entrando a la querida calleja.
Allá en el fondo, una hilera de palmas extendió un trémulo horizonte de penachos.
Chumbo sonrió saludando a esa visión que le recordaba sus rondas. Luego se detuvo,
perplejo. La calleja no estaba sola. Había cierto afanado trajín, que iba a dar
precisamente a la casa de Mencha. Una mujer entró llevando una silla y otra la seguía,
con un atado. Paradas junto a sus propias puertas, algunas gentes hablaban con un
aire de sigilo. Chumbo echó a andar rápido. Acaso la madre de Mencha, que comenzaba
a envejecer, habría sufrido un ataque. ¿Era que los vecinos lo miraban como a una
aparición? Él solía rondar por las tardes. Más bien lo miraban con una sorprendida
piedad. Ya llegaba por fin. Entró angustiada y violentamente.
Mencha estaba en la
sala, tendida sobre un bastidor de catre, muerta.
Sonaba un sollozo fatigado.
La trigueña faz de Chumbo pareció cubrirse de ceniza. Cuchichearon el nombre del
muchacho quienes sentábanse en las sillas adosadas a las paredes. Chumbo oyó que
alguien le decía, cerca:
–Cálmate, hijo, y perdóname.
La madre de Mencha extendió
el brazo temblón sobre las anchas espaldas curvadas.
–¡Tan muchacha, tan…!
–clamó Chumbo con una voz que se le quebraba en gemidos.
–Dios me la ha quitao
–masculló la mujer–. ¡No quiero ni pensar, hijo!
Fuese entonces con pasos
flojos y aquel sollozo. Chumbo, con la cara brillosa de lágrimas, se arrodilló junto
a la muerta. Aprisionó una de las manos y curvóse hasta besarle la boca. Cuando
se levantó, dirigiéndose hacia la puerta, llevaba en los labios una sensación de
fría suavidad, una especie de marca. No llegó a salir, pues volvióse para mirar
de nuevo a Mencha. Le habían cerrado ya los ojos. Los senos parecían absortos, distendiendo
una blusa azul. La boca, como que sonreía aún, curvando un leve rictus de tristeza,
con el cual comenzaba la deformación de la muerte.
Entrando atropelladamente,
los otros muchachos pasaron junto a Chumbo, empujándolo. Quedáronse clavados ante
el cadáver. Paco, que aún llevaba metida la mano en el bolsillo de la cuchilla,
sacó el arma y se puso a abrirla y cerrarla, produciendo un traquido metálico. La
colorada cara de Tony empalideció como si hubiera perdido la sangre. Sunsún lanzó
un breve grito y en eso se dio cuenta de la turbación que padecía, por lo que apretó
los labios voluntariosamente y los mantuvo así unos instantes. Al oír el traquido,
volvióse a mirar y luego dijo a Paco: “No hagas eso, hermano”, quitándole la cuchilla
de entre los dedos. Paco la soltó como si no hubiera podido guardarla él mismo,
o más exactamente, sin percatarse de nada, salvo de que Mencha era ya cadáver. Después
estuvieron en silencio, los ojos fijos en la muerta, hasta que Tony cuchicheó que
debían retirarse. Los tres caminaron hacia la puerta. Sus zapatones dejaban marcas
en el piso de tierra.
–¿Cómo ha sido? –preguntó
Sunsún a Chumbo.
Cierta vieja, que era
un montón de arrugas sobre una silla próxima, se incorporó a explicarles… Y Mencha
estuvo caminando, y con los pies desnudos por el corral, y un vidrio la hirió, y
no le dieron importancia, y después creció aquel fiebrón, y la madre dijo “¡ay comadrita!”,
y llamaron al médico de la plaza, y él dijo “es tétano”, y algo hizo, y después…
La vieja era asmática
y tomaba resuello antes de cada y.
Los muchachos miraron
de nuevo el cadáver. En uno de los pies blanqueaban vendas, rastros de la curación
tardía. Sunsún percatóse de la humildad en que yacía la muerta.
–Podemos ofrecemos pa
traer la caja –sugirió.
La anciana informadora
pasó a jadear que, para mayor desgracia, a la madre de Mencha nadie le pudo hacer
un préstamo de dinero en el barrio, donde todos eran muy pobres. Comisionó entonces
a varios conocidos, para que pidieran más lejos. Dos ya habían regresado sin nada.
En ese momento, mírenlo, se aparecía el otro.
Estaba en la puerta
un hombrecillo paliducho. Sin pronunciar palabra, dijo a la anciana que no, moviendo
discretamente el índice.
–Yo traeré la caja
–prometió Chumbo.
Con la cabeza señaló
a los otros muchachos la puerta. Los cuatro la ganaron empujándose. Sabían a dónde
iban y echáronse a andar por media calle, a paso rápido. Ninguno decía nada. En
el silencio, el rumor de sus pasos acompasaba una marcha de tristeza.
–La Gallega es una tacaña
–dijo después de un rato, al acaso, Tony.
Fue como si no hubiese
hablado. Él recordó que hacía poco tiempo, al ponerse grave don Ufe, un gordo al
que volvía más voluminoso la hidropesía, sus parientes encargaron un ataúd apropiado.
Como don Ufe dio la sorpresa de mejorarse y hasta adelgazó, lleváronlo a La Habana
para que un especialista lo sanara del todo. Allí tuvo la inoportunidad de morirse,
dejando a la funeraria del pueblo, servida con el gran armatoste. Nadie quería comprarlo,
por mucho que le rebajaron el precio, pues resultaba holgado para cualquier muerto
corriente. En eso falleció el marido de la Gallega, hombre pequeño, de veras magro,
y la práctica viuda resolvió salir del invendible féretro. Quienes fueron al velorio,
decían que el menudo difunto parecía una pulga en una caja de fósforos. Quienes
cargaron la caja, que oían al cadáver topetearse, resbalando de un lado para otro.
Exageraciones, sin duda, y manera trágica de bromear, pero la tacañería de la Gallega
estaba clara.. A Tony se le esfumaron otros recuerdos parecidos, pues la idea de
la muerte súbita de Mencha le invadió de nuevo el cerebro.
Pasaron frente a la
tienda y les pareció en alguna forma extraño que hubieran estado jugando allí al
dominó. Cuantos continuaban bebiendo, los miraron con una sonrisa que Sunsún convirtió
en un gesto de sorpresa.
–Ha muerto Mencha –les
gritó.
La puerta de la funeraria tenía solo una
hoja abierta, y a medias, por ser domingo, como si en tal día debiera distraerse
también la muerte. Chumbo entró dando un empellón a la hoja y avanzó hasta media
sala, seguido de los otros. Unos diez ataúdes, blancos y negros, flotaban con algo
de naves en una corriente de penumbra.
–¡Señora! –gritó Chumbo.
En su voz ruda se afinaron
desgarrones de llanto.
Salió la Gallega arreglándose
las greñas y al saber por Chumbo que la muerta era Mencha, abrió una ventana. La
luz cabrilleó sobre un ataúd blanco, que no tenía el color propio de la madera,
como ocurría con otros, sino que expresamente había sido pintado así. La costumbre
prescribía enterrar en ataúd de neta blancura, a los niños y a las doncellas. Chumbo
explicó brevemente la situación y pidió a la Gallega que le fiara la caja. La flacucha
mujer irguiose con visibles bríos y negó en seco.
–Le pagaré con lo primero
que gane en la zafra –imploró Chumbo.
Ante la nueva negativa,
intervino Paco, diciendo:
–Yo me comprometo a
pagar la mitá…
Tony y Sunsún ofrecieron
contribuir también.
La Gallega examinó a
todos, echándoles molestas miradas. Si el mejor presentado fue el que primero pidió
crédito, la apariencia de los otros, gritando pobreza con las camisas y pantalones
raídos, no garantizaba ningún refuerzo.
–No puedo –insistió–.
Seguramente estáis cargados de deudas y una caja se entierra y nadie la saca… Pedid
prestado a otros y volved…
Uno arguyó con la conclusión,
coreada por todos, al punto de que una deuda compartida entre cuatro, se hacía fácilmente
pagable. Ofrecieron firmar un papel poniendo de testigos al bodeguero y los clientes
que tuviera en ese momento. A la Gallega le sobraba mucho de lo que llamaba “energía”,
aun ante las lágrimas.
–Pues no –dijo señalándoles
la puerta–. No, ya lo sabéis. Mi marido me enseñó este negocio. Caja fiada, caja
perdida. La tierra se lo traga todo…
Fue entonces como si
los muchachos se hubieran puesto de acuerdo. Apenas Chumbo hizo una seña, los cuatro
rodearon la caja con súbita presteza y, alzándola hasta sus hombros, echaron a trotar.
La Gallega daba chillones gritos, llamándoles ladrones y ordenando que se detuvieran.
Ellos se detuvieron realmente, para que uno abriera la hoja cerrada. haciendo graznar
a un mohoso cerrojo. Cuando alcanzaron la calle, el trote se hizo una acompasada
carrera, que no era carrera abierta por temor de que el féretro cayese. Corriendo
a su vez, la Gallega diose a gritar más fuerte todavía:
–¡Ladrones!, ¡ladrones!
Sus gritos poblaron
la cuadra. Los primeros en asomarse fueron los parroquianos de la bodega. Muchos
siguieron al grupillo, unos corriendo también y otros al paso, con ganas de ver
en qué terminaba el curioso lío.
–¡Ladrones!, ¡ladrones!
Calle adelante, mientras
proseguía la carrera escoltada de gritos, menudeaba el asomar de cabezas a puertas
y ventanas. Las gentes se llamaban entre exclamaciones de extrañeza y aun risas.
Muchas continuaban engrosando el raro cortejo. Cuando pasaba frente a la plaza,
la Gallega dio gritos más alusivos:
–¡Policía!, ¡ladrones!,
¡policía!…
En la plaza estaba el
cuartel de policía. Al mismo tiempo que gritaba, la Gallega movía los brazos señalando
a los cargadores del ataúd. Las chillonas voces, repetidas con fiera fe, extendiéronse
por la plaza y parecieron ganar las tejas, alcanzar las torres de la iglesia y quizás
llegar hasta la chimenea del lejano ingenio Mercedes. Salió del cuartel el cabo
de guardia, seguido de un policía, para satisfacción de la Gallega y mayor interés
de la gente. Azulearon los uniformes corriendo por la plaza. Luego se perdieron
entre el gris tumulto de los curiosos, para reaparecer junto a los muchachos, que
seguían calle adelante, a media cuadra de la plaza ya.
–¡Alto, deténganse!
–gritaban el cabo y su segundo, pero los conminados no obedecían.
El cabo no sacaba su
revólver, así fuera para amedrentar, ni el guardia empleaba su palo, cosa evidentemente
más factible. Tampoco osaban poner mano en los ladrones, como si llevar cargado
un ataúd les diera un particular privilegio, pese a que la Gallega seguía llamándolos
de esa manera y añadía una que otra frase más explicativa:
–¡Ladrones!, ¡acaban
de robar la caja!… ¡Ladrones!, ¡ladrones!, ¡de mi propia agencia la sacaron!…
El tumulto pasó frente
a la casa del sargento de policía, quien estaba almorzando. Salió al instante, cumpliendo
con su deber de oír gritos. Los subalternos le informaron brevemente, mientras la
Gallega berreaba. El sargento corrió hasta adelantarse a los muchachos.
–¡Qué significa esto!,
¡alto! –gritó al encararse con ellos, abriendo los brazos para impedirles que pasaran.
Los ladrones lo esquivaron
dando un rodeo, que no fue tan amplio como para que uno de ellos dejara de tropezar
con un obstaculizante brazo. El sargento, en vez de agarrar al osado, dejó caer
el brazo como si no le sirviera de nada. Al rumor de la carrera se mezcló un murmullo
de sorpresa y más fue de asombrarse cuando el sargento, que vino a quedar delante
del cabo y el guardia, encabezó también el cortejo del ataúd robado, dentro de la
acompasada carrera. Hasta la Gallega pareció entender que algo inusitado ocurría
y dejó de dar gritos.
El sargento llevaba
treinta años de tranquilos servicios y había engordado. Pronto cansose de la carrerilla
y echó a andar al paso, por la acera, secándose el sudor de la frente con un gran
pañuelo. Los subalternos lo imitaron en todo, hasta en eso de secarse el sudor,
y la Gallega se les unió sin decir palabra, pero demostrando con su actitud que
esperaba pronta justicia. Los curiosos, tanto porque estaban también cansados, cuanto
porque pensaron que el interés del caso estaría ya en ver qué harían las autoridades,
optaron por seguir a los uniformes azules y la fiera Gallega, Los ladrones sí continuaron
corriendo y pronto el ataúd, deslumbrante de blancura soleada, desapareció a lo
lejos, doblando una esquina.
Llegados a la sala,
los muchachos diéronse prisa en alzar el cadáver de Mencha y pasarlo al ataúd. Alguien
se llevó el bastidor. La tapa de la caja fue colocada contra la pared. Chumbo padeció
de nuevo la frialdad del amado cuerpo, en el breve abrazo del traslado. Dijo mirando
a la muerta:
–¡Nadie se atreverá
a sacarla!
Estaban jadeando, sudorosos,
y aprobaron tales palabras mientras se pasaban las mangas por la cara.
La manera en que los
muchachos llegaron con el ataúd y luego acomodaron el cadáver, demasiado apresurada
ciertamente, junto con las palabras de Chumbo, no dejaron de extrañar a algunos
veloriantes, pero nadie estaba para hacer demasiadas conjeturas. La madre de Mencha
agradeció con los ojos a los muchachos, les llamó hijos y, una vez más, retirose
entre lloros. Ellos se quedaron hablando en voz baja y, de súbito, los cuatro miraron
hacia la puerta de la calle. Un rumor de voces y pisadas crecía afuera. Dos viejas
salieron a atisbar. La madre de Mencha regresó con una almohadilla y púsose a acomodarla
bajo la cabeza de su hija, de modo que reposara blandamente. Tal hacía cuando se
desbordaron, entrando en la sala y llevándose por delante a las dos viejas fisgonas,
los policías, la Gallega y parte de los curiosos. El cabo y el guardia, a un gesto
del sargento, impidieron que siguieran entrando más. La madre de Mencha quedose
paralizada, con los brazos extendidos sobre el cadáver. Los ladrones, alineados
junto al ataúd, esperaron inmóviles. El sargento miró unos instantes, haciendo un
rápido inventario, y preguntó a la Gallega:
–¿Cómo ha sido?
Ella acusó de nuevo,
ahora con exceso de pormenores, pues mencionó inclusive que hallábase friendo patatas
cuando oyó la llamada, de modo que el delito quedó establecido sin duda alguna.
Ahí estaba, además, “el cuerpo del delito”, o sea la caja, en exactos términos policíacos
y jurídicos.
–Y ustedes, ¿qué tienen
que decir? –preguntó el sargento a los muchachos.
Se miraron unos a otros,
esperando que hablase el que se creyera capaz de hacerlo mejor. Chumbo dijo:
–Sí, sargento… Le ofrecimos
pagar, como que le rogamos entre todos. Ella misma lo ha dicho… Nada aceptó… Quería
la plata y faltan dos semanas para la zafra… ¿Cómo íbamos a consentir que esta muchacha,
fíjese usté, bajara a la tierra sin caja?.. Mencha se llama… ¡Ella era tan bonita!
Todavía lo es. Todos los muchachos la queríamos, la soñábamos… No podíamos permitir…
Usté comprende, sargento… Por eso hemos robao… Métanos presos, si quiere, pero deje
a Mencha en la caja…
La madre de Mencha,
rojas las manos de fregar ropa, rojos los ojos de llorar, incorporose para abrazar
a Chumbo, Más bien tendió los brazos, como cayendo en un refugio. El sargento estaba
perplejo y miró a los subalternos, que igualmente lo estaban. De que se había cometido
un delito, no cabía duda, pero los tres cavilaban acerca de lo que podían hacer.
La vieja ley, vuelta hábito, de tomar preso al ladrón, no parecía suficiente. La
Gallega, desconcertada por la nueva situación, miraba como si fuera incapaz de entender
nada. El sargento volvió a secarse el sudor, dando tiempo a que le viniera alguna
idea. El silencio crecía sobre las cabezas atisbantes y oyose el rumor de las palmas
agitadas por un súbito ventarrón. El sargento miró de nuevo el cadáver, tendido
ahí en el suelo de la pobreza, pero dentro de una caja. En seguida se dirigió a
la puerta, empujando a los curiosos. Plantado en el umbral, trató de sobresalir
frente al gentío agolpado en la calle.
–Yo no me sé explicar
bien –dijo–, pero óiganme… Aquí hubo un robo y también algo que está más allá del
robo… No alcanzo a decirlo de otro modo. Ahora, yo propongo que entre todos paguemos
la caja y el asunto termine…
Sacose el kepis y manteniéndolo
en alto con una mano, dejó caer dentro, con la otra, un billete de cinco pesos.
Algunos dieron unas palmadas, interrumpiéndolas al entender que no se hallaban ante
una manifestación cualquiera, sino en otra muy particular, envuelta por la solemnidad
de la muerte. El sargento tendió el kepis a los subalternos, que echaron un peso.
El mismo quiso ir de un lado a otro entre el gentío. Algunos soltaban billetes y
los más, moneda menuda. La novedad había cundido en el pueblo entero, debido a los
gritos de la Gallega y al alboroto que armaron todos, por lo cual los automóviles
del almacenista y el boticario, avanzaban lentamente, curioseando. Ambos iban al
volante y los acompañaban señoritas vistosamente arregladas. Los autos resbalaron
con cautela entre la aglomeración, no sin detenerse para que los dueños hicieran
preguntas y diesen algo. Echaron en el kepis billetes grandes. Las señoritas, muy
excitadas por cuanto oían, prometieron volver. Cuando regresó el sargento a la sala,
pasó el kepis más bien por cortesía, para no ofender a la pobreza. Aún hubo algunos
que quisieron contribuir. Paco y Sunsún dieron los veinte centavos ganados en el
dominó y Chumbo, los treinta que le quedaban. Tony nada tenía y, como excusándose,
miró a Mencha.
Los uniformes azules
se acuclillaron en torno a una silla, para contar el dinero. En el asiento, los
subalternos apilaron la moneda menuda. El sargento seleccionó los billetes. Aquello
parecía un platal.
–¡Sesenta y cinco pesos
y veinte y tres centavos! –anunció el sargento.
Le brillaron los ojos
a la Gallega y más cuando recibió el valor de la caja. En su ofuscación, la madre
de Mencha olvidó que ya tenía suficiente dinero para ordenar una capilla ardiente.
La Gallega ofreció:
–Yo os mandaré soportes
para la caja, candelabros y todo lo que se usa, sin cobraros ni un céntimo más.
Varios veloriantes se
ofrecieron para acarrear los artefactos fúnebres, manifestando que los muchachos
que “procuraron” el ataúd, ya habían hecho bastante. Salió, entonces la Gallega,
después de dar el pésame a la afligida madre, seguida de los acomedidos. Se fueron
también los policías. El sargento, mostrando un rezago postrero de su inflexible
conciencia del deber, pasó muy circunspecto ante los ladrones.
–¡Buenos ladrones resultaron
ustedes! –les gritó desde la puerta–. ¡Sólo eso los salva!…
Sometiéndose a la desganada
verificación de que ya no quedaba nada espectacular que ver, los curiosos optaron
por marcharse a su vez, en grupos o uno tras otro, con lentitud de domingo. Algunos
que conocían a la madre de Mencha o tenían amigos entre los veloriantes, se quedaron,
adoptando el aire preciso de quien acompaña en el sentimiento.
El hombrecillo paliducho,
espíritu observador de esos que están en todo y aconsejan siempre lo pertinente,
propuso a la madre de Mencha que mandara por ron y cerveza. Al punto, varias comadres
dijeron que ellas prepararían los sánguches y bocaditos. La señora entregó el dinero
necesario y todavía le sobró, por lo cual dio gracias a la Virgen de la Caridad
del Cobre, de la que era muy devota, ya los buenos muchachos acusados de ladrones.
Dos horas después, esplendía
una densa capilla ardiente. Chorreábanse las velas compradas con el dinero sobrante
y aromaban las flores llevadas por las señoritas de los automóviles. Los muchachos
estaban sentados frente al cadáver de Mencha, sin decirse nada, fumando cigarrillos
que les fiaron en la bodega. Una y otra vez, tomaban ron que ofrecíales el hombrecillo
paliducho, autonombrado copero. Él cumplía su voluntario oficio con diligencia,
haciendo discurrir por la sala, las dos habitaciones contiguas y aun la cocina,
una gran bandeja de asa, atestada de coloreadas copas.
El tiempo se arrastró,
dolorosamente, en la tarde cálida. Sunsún parpadeaba, al borde de la inconsciencia.
Tony tenía la cara enrojecida, la mirada absorta. Los tragos fuertes no estaban
entre sus hábitos. Parecía que los ojos de Paco iban a soltar sangre, pero no por
asunto de cuchilla. Dos hombres pueden amar a una muerta y ser amigos. Perfumaban
intensamente las flores al marchitarse y las velas, consumiéndose, llameaban con
luz trémula. Mencha comenzó a deformarse en su caja. Pecho adentro, el menudeo de
tragos encendía la tristeza. Chumbo no cesaba de mirar a la muerta.
–La cita acabó siendo
callada… y con un ladrón –murmuró Chumbo–. ¿Qué importa ya ser buen ladrón o no?
Entendieron los otros ladrones que no les preguntaba a ellos y continuaron en silencio.
El copero sirvió más ron.
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