Silvina Ocampo
A Edgardo
Hablara o no hablara, la gente advertía
en su mirada la inapelable verdad: Valentín Brumana era idiota. Solía decir:
–Voy a casarme con una
estrella.
–¡Qué estrella ni estrella!
–le contestábamos para hacerlo sufrir.
Nos placía torturarlo.
Lo acostábamos en una hamaca paraguaya con los bordes anudados para que no pudiera
escapar, y lo mecíamos hasta que el vértigo le cerraba los ojos. Lo sentábamos en
un columpio, enrollábamos las cuerdas laterales, para soltarlas de golpe y lanzarlo
vertiginosamente en el espacio. No le permitíamos que probara los postres, que nosotros
comíamos, pero le untábamos el pelo con dulce o con azúcar impalpable y lo hacíamos
llorar. Colocábamos sobre un armario altísimo los juguetes que nos pedía prestados;
así escalaba, trastabillando, para alcanzarlos, una mesa enclenque y dos sillas
superpuestas, una de las cuales era una mecedora.
Cuando descubrimos que
Valentín Brumana, sin ningún alarde, era una suerte de mago, empezamos a respetarlo
un poco, o a temerlo tal vez.
–¿Viste a tu novia esta
noche? –nos decía. Era la noche en que nos habíamos encontrado clandestinamente
con alguna de nuestras novias, en un baldío. ¡Éramos tan precoces!
–¿De quién te estás
escondiendo? –nos preguntaba. Era el día de las malas notas, en que nos escondíamos
porque nuestro padre nos buscaba para ponernos en penitencia, o para darnos un sermón,
cosa que era mil veces peor.
–Estás triste, con mala
cara –exclamaba. Lo decía en el momento en que queríamos suicidarnos de tristeza,
de una tristeza clandestina como nuestras citas de amor.
La vida de Valentín
Brumana estaba llena de sobresaltos, no sólo por nuestra culpa sino por la intensa
actividad que desplegaba. Tenía un reloj de bolsillo, que su tío le había regalado.
Era un verdadero reloj, no de chocolate, ni de lata, ni de celuloide, como lo hubiera
merecido, según comentábamos; creo que era de plata, con una cadena que tenía una
medallita de la Virgen de Luján. El sonido que hacía el reloj, al golpearse contra
la medallita, cuando lo sacaba del bolsillo, infundía respeto, si no mirábamos al
dueño del reloj, que hacía reír. Mil veces al día sacaba del bolsillo el reloj y
decía.
–Tengo que ir a mi trabajo.
–Se ponía de pie y bruscamente salía del cuarto; volvía inmediatamente.
Nadie se ocupaba de
él. Le regalaban discos viejos, revistas viejas, para entretenerlo.
Cuando trabajaba de
escribano, lucía papel higiénico, si no encontraba otro, lápices y un portafolio
roto; cuando trabajaba de electricista, el mismo portafolio hacía las veces de valija
para llevar cintas aisladoras y cables, que recogía de la basura; cuando trabajaba
de carpintero, una tabla de lavar, un banquito roto y un martillo eran sus herramientas
de trabajo; cuando trabajaba de fotógrafo, yo le prestaba mi cámara fotográfica,
sin película. Sin embargo, si alguien le preguntaba: “¿Valentín, qué vas a ser cuando
seas grande?”, respondía:
–Cura o sirviente de
comedor.
–¿Por qué? –le preguntábamos.
–Porque me gusta limpiar
la platería.
Un día Valentín Brumana
amaneció enfermo. Los médicos dijeron con eufemismos que iba a morir y que para
arrastrar semejante vida, tal vez fuera lo mejor; él estaba presente y oyó sin congoja
aquellas palabras que estremecieron la desolada casa, pues en ese instante la familia
entera, aun nosotros, sus primos, pensamos que Valentín Brumana alegraba a las personas
por ser tan distinto de ellas y que sería, en la ausencia, irreemplazable.
La muerte no se hizo
esperar. A la mañana siguiente llegó: todo me induce a creer que Valentín, agonizante,
la vio entrar por la puerta de su cuarto. El regocijo de saludar a una persona amada
iluminó su rostro, por lo común indiferente. Estiró el brazo y la señaló con el
índice.
–Entra –dijo. Luego,
mirándonos de soslayo, exclamó:
–¡Qué bonita!
–¿Quién? ¿Quién es bonita?–le
preguntamos, con un atrevimiento que ahora me parece más que atrevimiento grosería.
Reímos, pero nuestra risa podía confundirse con el llanto: de nuestros ojos saltaban
lágrimas.
–Esta señora –dijo,
ruborizándose.
La puerta se había abierto.
Mi prima asegura que esa puerta se abría siempre sola, por un defecto del picaporte,
pero yo no lo creo. Valentín se incorporó en la cama y dio la bienvenida a aquella
aparición, que nosotros no percibíamos. Es indudable que la veía, que acariciaba
el velo que colgaba de su hombro, que le decía al oído un secreto que jamás escucharíamos.
Luego, ocurrió algo aún más insólito: con gran esfuerzo Valentín puso en mis manos
la cámara fotográfica que había quedado en su mesa de luz y me pidió que los fotografiara.
Indicaba posturas a quien estaba a su lado.
–No, no te sientes así
–le decía.
O bien, en un susurro,
casi inaudible:
–El velo, el velo te
tapa la cara.
O bien, con voz autoritaria:
–No mires para otro
lado.
La familia entera, y
parte de la servidumbre, a carcajadas levantaban las cortinas, que eran de terciopelo,
muy altas y pesadas, para que entrara más luz, alguien medía, con grandes pasos,
los metros que separaban la cámara fotográfica de Valentín, para que la fotografía
no saliera fuera de foco. Temblando, enfoqué a Valentín, que señalaba con la mano
el lugar, más importante que él mismo, un poco a su izquierda, que debía abarcar
la fotografía: un lugar vacío. Obedecí.
Poco tiempo después
mandé revelar la película. Entre las seis fotografías, pensé que por un error me
habían entregado una sacada por otro aficionado. Sin embargo, Pigmeo, mi pony, estaba
patente; Tapioca, la perrita de Facundo, también; el nido del hornero, aunque muy
confuso y oscuro, se reconocía; en cuanto a Gilberta, en traje de baño, bueno, bueno,
podría figurar en cualquier concurso, aun hoy, y la fachada de la escuela sin ir
más lejos, en el huecograbado de La Nación. Todas esas instantáneas yo las había
sacado aquella misma semana.
En el primer momento,
no miré demasiado la borrosa y desconocida fotografía. Indignado, fui a protestar
al laboratorio, pero me aseguraron que no habían cometido ningún error y que se
trataría de alguna instantánea sacada por uno de mis hermanitos.
No fue sino después
de un tiempo y de un detallado estudio cuando distinguí, en la famosa fotografía,
el cuarto, los muebles, la borrosa cara de Valentín. La figura central, nítida,
terriblemente nítida, era la de una mujer cubierta de velos y de escapularios, un
poco vieja ya y con grandes ojos hambrientos, que resultó ser Pola Negri.
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