Sherwood Anderson
I
Dieciocho años. Pues bien, conducía un buen coche,
un deportivo de los caros. Iba bien vestido, un tipo elegante, fuerte, no
demasiado corpulento. Cuando se fue de su pueblo del Medio Oeste para vivir en
Nueva York tenía veintiún años y ahora, al regresar, cuarenta. Se dirigía al
pueblo desde el Este, y se detuvo a comer en otro pueblo, a diez millas de
distancia.
Cuando se marchó de Caxton, tras
la muerte de su madre, les escribía cartas a sus amigos del pueblo, pero después
de unos cuantos meses las respuestas empezaron a llegar cada vez con menos
frecuencia. El día en que se hallaba sentado comiendo en un pequeño hotel de la
ciudad que quedaba a diez millas de Caxton pensó repentinamente en la razón, y
se avergonzó. “¿Regreso por la misma razón por la que escribí las cartas?”, se
preguntó. Por un momento consideró que no debía seguir adelante. Aún estaba a
tiempo de dar media vuelta.
Fuera, en la mayor calle
comercial de la población vecina, la gente paseaba. El sol brillaba, cálido. A
pesar de que había vivido durante tantos años en Nueva York, siempre conservó,
oculta en algún rincón de su interior, cierta nostalgia por su región natal. Se
había pasado el día anterior conduciendo a través de la región este de Ohio,
cruzando multitud de riachuelos, de pequeños valles, contemplando las blancas
granjas alejadas de la carretera y los enormes graneros rojos.
Los saúcos todavía en flor
bordeaban las vallas, los chicos jugaban en un arroyo, habían segado el trigo y
el maíz ya llegaba a la altura del hombro. Por todas partes se oía el zumbido
de las abejas; en algunas parcelas de terreno junto a la carretera había un
denso, misterioso silencio.
Ahora, sin embargo, se había
puesto a pensar en otra cosa. Lo invadía la vergüenza. “Cuando me fui de Caxton
por primera vez, les escribía cartas a mis amigos de juventud, pero siempre
escribía sobre mí mismo. Cuando ya había escrito en la carta lo que hacía en la
ciudad, qué amigos tenía, cuáles eran mis perspectivas, añadía, en el último renglón
quizá, alguna preguntita: ‘Espero que estés bien. ¿Qué tal te van las cosas?’.
Algo por el estilo.”
El lugareño de regreso –su nombre
era John Holden– se puso muy nervioso. Después de dieciocho años le parecía
estar viendo una de las cartas que había escrito dieciocho años antes, en la
época en que fue por primera vez a la extraña ciudad del Este. El hermano de su
madre, un arquitecto de éxito en aquel lugar, le había dado tal y tal
oportunidad; había ido al teatro a ver a Mansfield en el papel de Bruto; había
tomado el barco nocturno que remonta el río hasta Albany con su tía; había dos
chicas muy guapas en ese barco.
Debió escribirlo todo en el mismo
tono. Su tío le había dado una oportunidad única y él la supo aprovechar. Con
el tiempo, se convirtió también en un renombrado arquitecto. Había unos cuantos
edificios importantes en Nueva York, dos o tres rascacielos, unas cuantas
plantas industriales de enormes dimensiones, gran cantidad de residencias caras
y hermosas, que eran producto de su cerebro.
Cuando se puso a escarbar en su
memoria, tuvo que admitir que su tío no le tenía especial aprecio. Sucedió
simplemente que sus tíos no tenían hijos. Él cumplía en la oficina y, con
dedicación, había desarrollado cierto talento, bastante sorprendente, para el
diseño. Su tía lo quería más. Siempre procuró pensar en él como en su propio
hijo. A veces lo llamaba hijo. En una o dos ocasiones, después de la muerte de
su tío, a John le vino algo a la memoria. Su tía era una buena mujer, pero a
veces, pensaba, tal vez habría disfrutado si él, John Holden, hubiera sido un
poco malo, un poco más irresponsable de vez en cuando. Nunca hizo nada por lo
que ella tuviera que perdonarlo. Quizá ella deseara tener la oportunidad de
perdonar.
Pensamientos extraños, ¿verdad?
Bueno, eso es lo que hace todo el mundo. Sólo se vive una vez. Hay que pensar
en uno mismo.
¡Maldición! A John Holden le
importaba su viaje de regreso a Caxton, le importaba más de lo que creía. Era
un espléndido día de verano. Al volante de su automóvil había atravesado las
montañas de Pensilvania, del estado de Nueva York, hasta el este de Ohio.
Gertrude, su esposa, había muerto el verano anterior y su hijo, un muchacho de
doce años, pasaba el verano en un campamento de Vermont.
Simplemente se le había ocurrido.
“Iré en coche, sin prisa, a través del país, embebiéndome de él. Necesito un
descanso, tiempo para pensar. Lo que de verdad me hace falta es renovar las
viejas amistades. Regresaré a Caxton y me quedaré unos cuantos días. Veré a
Herman, a Frank y a Joe. Y luego llamaré a Lillian y a Kate. ¡Será divertido de
verdad!” Así sería su regreso a Caxton. El equipo del pueblo estaría jugando un
partido, pongamos que contra el equipo de Yerington. Lillian iría con él al
partido. Tenía la vaga impresión de que Lillian no se había casado. ¿Cómo podía
saberlo? Hacía muchos años que no tenía noticias de Caxton. El partido sería en
el campo de Heffler, y Lillian y él irían paseando bajo los arces de Turner
Street, más allá de la vieja fábrica de barriles, luego tomarían el camino
polvoriento, más allá de donde estaba entonces el aserradero, y hasta el mismo
campo. Él sostendría una sombrilla por encima de la cabeza de Lillian, y Bob
French estaría en la puerta del campo, cobrando veinticinco centavos a la gente
por ver el partido.
Bueno, no sería Bob, su hijo,
quizá. Había algo muy agradable en la idea de Lillian yendo a ver un partido
así con su antiguo amor. Una multitud de muchachos, mujeres y hombres entrarían
por la puerta del ganado al campo de Heffler, se pasearían sobre el polvo,
jóvenes con sus chicas, algunas mujeres de cabello gris, madres de los
muchachos que formaban el equipo, Lillian y él sentados en la desvencijada
tribuna bajo el cálido sol.
Una vez había sido así. ¡Cómo se
habían sentido, él y Lillian, allí sentados juntos! Resultaba bastante
complicado centrar la atención en los jugadores que había sobre el campo. No se
podía preguntar al vecino: “¿Quién va ganando, Caxton o Yerington?”. Latan
tenía las manos sobre el regazo. ¡Qué manos tan blancas, delicadas y expresivas
tenía! Una vez –fue justo antes de que él se marchara a la ciudad con su tío y
sólo un mes después de que muriera su madre– él y Lillian fueron juntos al
campo una noche. Su padre había muerto cuando él no era más que un muchacho, y
no tenía más parientes en el pueblo. Ir al campo de noche era quizá un poco
arriesgado para Lillian –arriesgado para su reputación si alguien lo descubría–,
pero al parecer tenía bastantes ganas de hacerlo. Ya saben cómo son las chicas
de pueblo a esa edad.
Su padre era dueño de una
zapatería en Caxton, un hombre bueno y respetable; pero los Holden… el padre de
John había sido abogado.
Tras regresar del campo aquella
noche –debía de ser pasada la medianoche– se sentaron en el porche de la casa
del padre de la muchacha. Él tenía que haberlo sabido. ¡Una hija tonteando de
ese modo con un muchacho en medio de la noche! Estaban fuertemente unidos el
uno al otro por un sentimiento extraño, desesperado, ni siquiera comprensible.
Ella no entró en casa hasta pasadas las tres, y sólo porque él insistió. No
quería arruinar su reputación. Porque él podría… La muchacha se comportaba como
un chiquillo asustado cuando pensaba en su partida. Él tenía entonces veintidós
años y ella debía de tener unos dieciocho.
Dieciocho y veintidós suman
cuarenta. John Holden tenía cuarenta años el día en que se sentó a comer en el
hotel del pueblo a diez millas de Caxton.
Ahora, pensaba, causaría cierta
impresión paseando por las calles de Caxton junto a Lillian en dirección al
campo. Ya saben cómo es eso. Uno tiene que aceptar el hecho de que la juventud
se ha ido. Si resultaba que había partido y Lillian lo acompañaba, aparcaría el
coche en el garaje y le propondría que fueran caminando. En las películas se
ven escenas así: un hombre que regresa a su pueblo natal después de veinte
años; un nuevo tipo de belleza está en el lugar de la belleza de la juventud,
algo así. En primavera las hojas de los arces resultan muy hermosas, pero aún
lo son más en otoño, son una llama de color, la hombría y la feminidad en su
madurez.
Después de comer John no se
sentía muy cómodo. El camino hacia Caxton: antes se tardaba cerca de tres horas
en recorrer esa distancia a caballo o en carro, pero ahora, y sin ningún
esfuerzo, podía hacerse en veinte minutos.
Encendió un cigarrillo y salió a
pasear no por las calles de Caxton, sino por las del pueblo a diez millas de
distancia. Si llegaba a Caxton a última hora, justo al anochecer, se estaba
diciendo…
Con una punzante impresión, John
se dio cuenta de que deseaba la oscuridad, la placidez de las delicadas luces
del anochecer. Lillian, Joe, Herman y el resto. Habían sido dieciocho años para
los demás igual que para él mismo. Logró transformar un poco el miedo a Caxton
en miedo a los demás, y eso hizo que se sintiera un poco mejor; pero de pronto
advirtió lo que estaba haciendo y se sintió incómodo de nuevo. Había que estar
preparado para los cambios, gente nueva, nuevas construcciones, gente de
mediana edad que se había hecho vieja, jóvenes que ahora eran de mediana edad.
En cualquier caso, ahora pensaba en los demás. A diferencia de cuando escribía
sus cartas a casa dieciocho años antes, no pensaba sólo en sí mismo. “¿De
verdad?” Era una pregunta.
Una situación absurda, en verdad.
Había atravesado tan contento el norte del estado de Nueva York, el oeste de
Pensilvania, el este de Ohio. Los hombres trabajaban en el campo y, en los pueblos,
los granjeros marchaban hacia las ciudades en sus coches, nubes de polvo se
levantaban en algún lejano camino que se divisaba al otro lado del valle. En
una ocasión paró el coche cerca de un puente y salió a pasear por la orilla de
un riachuelo que serpenteaba al adentrarse en un bosque.
Le gustaba la gente. Bueno, nunca
le había dedicado demasiado tiempo a la gente, a pensar en ella ni en sus
asuntos. “No tenía tiempo”, se decía a sí mismo. Siempre supo que aunque fuera
arquitecto las cosas cambiaban deprisa en Estados Unidos. Llegaban hombres
nuevos. No podía arriesgarse a seguir para siempre apegado a la reputación de
su tío. Un hombre tiene que mantenerse siempre alerta. Afortunadamente, su
matrimonio le ayudó. Le proporcionó muy buenas relaciones.
En dos ocasiones recogió a gente
en la carretera. Uno era un muchacho de dieciséis años, de algún pueblo del
este de Pensilvania, que se dirigía a la costa del Pacífico deteniendo a los
coches que iban en esa dirección. Una aventura veraniega. John lo acompañó todo
un día y escuchó lo que decía con complacido interés. Así que aquella era la
nueva generación. El muchacho tenía una mirada agradable, y era de modales
francos y generosos. Fumaba cigarrillos y en una ocasión en que tuvieron un
pinchazo se mostró muy dispuesto y cambió la rueda muy deprisa. “No hace falta
que se ensucie las manos, señor. Yo puedo hacerlo en un abrir y cerrar de
ojos”, dijo. Y lo hizo. El chico contó que tenía la intención de llegar por
tierra hasta la costa del Pacífico, donde intentaría conseguir trabajo en algún
barco de carga y que, si lo conseguía, viajaría por todo el mundo. “Pero
¿hablas alguna lengua extranjera?” El chico dijo que no. A la velocidad del
rayo cruzaban la mente de John Holden imágenes de los calurosos desiertos del
Este, de populosas ciudades asiáticas, regiones montañosas medio salvajes. Como
joven arquitecto, y antes de que muriera su tío, había pasado dos años viajando
por el extranjero, estudiando los edificios de muchos países; pero no le dijo
nada de esos pensamientos al muchacho. Vastas llanuras en las que adentrarse
con ansioso, juvenil abandono, un viaje alrededor del mundo emprendido como él,
siendo joven, podría haberle servido para encontrar su propio camino desde casa
de su tío en la calle Ochenta y Uno Este, cerca de Battery. “Qué sé yo. Quizá
él sí lo consiga”, pensó John. El día que pasó en compañía del muchacho fue muy
agradable, y a la mañana siguiente procuró volver a recogerlo; pero el chico ya
había reemprendido camino, se habría subido al coche de alguien más madrugador.
¿Por qué no lo invitó John a su hotel aquella noche? No se le ocurrió hasta que
fue demasiado tarde.
Juventud, un poco salvaje e
indisciplinada, viviendo a lo loco, ¿eh? Me pregunto por qué yo nunca lo hice,
nunca quise hacerlo.
Si hubiera sido un poco más
audaz, un poco más imprudente, aquella noche, aquel momento en que él y
Lillian… “Está muy bien ser imprudente con uno mismo, pero cuando se involucra
a alguien más, a una chiquilla de pueblo, cuando es uno el que se larga…”
Recordaba claramente que aquella noche, mucho antes, cuando estaba sentado
junto a Lillian en el porche de la casa de su padre, su mano…; era como si
Lillian, aquella noche, no fuera a rechazar nada de lo que él quisiera. Pensó…
bueno, pensó en las consecuencias. Los hombres deben proteger a las mujeres,
ese tipo de cosas. Lillian tenía una expresión de perplejidad mientras él se
iba, aunque fueran las tres de la madrugada. Parecía una de esas personas que
esperan la llegada del tren en la estación. Hay una pizarra y aparece un tipo
extraño que escribe: “La salida del tren número 287 ha sido cancelada”, algo
así.
Bueno, todo fue bien.
Más tarde, cuatro años después,
se casó con una neoyorquina de buena familia. Incluso en una ciudad como Nueva
York, en la que hay tanta gente, su familia era muy conocida. Tenía muchos
contactos.
Después de casarse, en alguna
ocasión, es cierto, se sorprendía. Gertrude solía mirarlo a veces con una luz
peculiar en los ojos. O el muchacho al que había recogido en la carretera; en
una ocasión durante aquel día, cuando John le dijo algo, apareció en los ojos
del chico la misma extraña mirada. Habría sido más bien triste enterarse de que
aquel muchacho lo había evitado a propósito a la mañana siguiente. También
estaba el primo de Gertrude. Después de casarse, John oyó decir que Gertrude
había querido contraer matrimonio con aquel primo pero, por supuesto, él no le
dijo nada. ¿Por qué tendría que haberlo hecho? Era su esposa. Al parecer, había
habido gran cantidad de objeciones por parte de la familia contra aquel primo.
Tenía fama de indisciplinado, de jugador y bebedor.
Una vez el primo apareció en el
apartamento de los Holden a las dos de la mañana, bebido y pidiendo que lo
dejaran ver a Gertrude; ella salió a su encuentro enfundada en una bata. Eso
ocurrió en el vestíbulo del edificio, donde cualquiera que entrase podría
haberla visto. De hecho, el conserje y ascensorista la vio. Había estado allí
de pie, en el vestíbulo principal, hablando durante cerca de una hora. ¿Sobre
qué? John jamás se lo preguntó directamente, y ella nunca le contó nada. Cuando
finalmente subió y se acostó, él yacía temblando en su propia cama, pero guardó
silencio. Temía decir algo inconveniente si hablaba; mejor seguir callado. El
primo había desaparecido. Más tarde John tuvo la sospecha de que Gertrude le
mandaba dinero. Se fue a algún lugar del Oeste.
Ahora Gertrude estaba muerta.
Había tenido siempre un aspecto muy saludable, pero de repente la atacó una
especie de inexplicable fiebre intermitente que duró casi un año. A veces
parecía mejorar, y entonces, súbitamente, la fiebre empeoraba. Quizá fuera que
no quería vivir. ¡Menuda idea! John estaba junto a la cama, al lado del médico,
cuando ella murió. Experimentó en ese momento algo parecido a lo que había
sentido aquella noche de su juventud cuando fue con Lillian al campo de
deportes; una extraña sensación de algo inadecuado. No cabía duda de que, de
algún modo sutil, ambas mujeres lo acusaron.
¿De qué? En la actitud que su
tío, el arquitecto, y su tía mantenían hacia él hubo siempre cierta forma de
vaga, indefinible acusación. Le dejaron su dinero, pero… Era como si su tío
hubiese dicho, como si Lillian aquella noche de hacía tanto tiempo hubiese
dicho…
¿Habían dicho todos lo mismo, y
lo dijo su mujer en el lecho de muerte? Una sonrisa. “Siempre te has cuidado
tanto, ¿verdad, John, querido? Has seguido las reglas. No has corrido ningún
riesgo ni para ti mismo ni para los demás.” En realidad ella le dijo algo así
en una ocasión, en un momento de enfado.
II
En la pequeña ciudad no muy lejos de Caxton no
había ningún parque en el que se pudiera sentarse. Si se quedaba en el hotel,
podía suceder que llegara alguien de Caxton. “Hola, ¿qué estás haciendo aquí?”
No le convenía dar explicaciones.
Anhelaba la delicadeza de la suave luz en el anochecer, para sí mismo y para
los viejos amigos a los que iba a ver de nuevo.
Pensó en su hijo, un chico de
doce años. “Bueno –se dijo–, su carácter aún no ha comenzado a formarse.” Había
ya en el hijo una inconsciencia acerca de los otros, un egoísmo indiferente,
una despreocupación por todo el mundo, una ambición malsana por ser mejor que
el resto. Era algo que había que corregir de una vez por todas. A John Holden
le entró un moderado pánico. “Tengo que escribirle de inmediato. Un hábito así
arraiga en el niño, después persiste en el hombre y más tarde ya no es posible
desprenderse de él. ¡En el mundo vive tanta gente! Cada hombre y cada mujer
tienen su propio punto de vista. Ser civilizado, en realidad, es tener en cuenta
a los demás, sus esperanzas, sus alegrías, sus ilusiones sobre la vida.”
John Holden avanzaba ahora por la
calle residencial de una pequeña ciudad de Ohio, redactando mentalmente una
carta dirigida a su hijo en el campamento de Vermont. Era de esos que le
escriben a su hijo todos los días. “Creo que es lo que debe hacer un hombre –se
decía–, hay que pensar que el muchacho ahora no tiene madre.”
Había llegado a una estación de
ferrocarril de las afueras. Era un lugar con un aspecto estupendo, la hierba y
las flores crecían en círculo en medio del césped. Un hombre, quizá el jefe de
estación y operador telegráfico, pasó a su lado y entró en el edificio. John lo
siguió. En la pared de la sala de espera había una copia enmarcada de los
horarios y se detuvo a mirarla. Había un tren para Caxton a las cinco. Otro
tren venía de Caxton y pasaba por la ciudad en la que ahora se encontraba a las
siete y cuarenta y tres, con salida de Caxton a las siete y diecinueve. El
encargado de las taquillas, pequeñas en esa estación, descorrió un panel y lo
miró. Los dos hombres se observaron sin hablarse, y luego el panel se corrió de
nuevo para cerrarse.
John miró su reloj. Las dos y
veintiocho. Sobre las seis podría coger el coche, ir a Caxton y cenar allí.
Después de cenar, empezaría a anochecer y la gente se reuniría en la calle
principal. El de las siete y diecinueve llegaría entonces. A veces, cuando John
era un muchacho, Joe, Herman y él, y a menudo varios muchachos más subían al
vagón de equipajes o de correo y así hacían un trayecto gratis hasta la
mismísima ciudad en la que se encontraba entonces. ¡Qué emoción, agachado en la
creciente oscuridad del andén, y mientras el tren recorría las diez millas, con
el vagón trepidando de un lado a otro! En otoño o primavera, cuando empezaba a
oscurecer, los campos que quedaban junto a la vía se iluminaban cada vez que el
encargado de la caldera la abría para añadir más carbón. En una ocasión,
gracias a ese resplandor, John vio un conejo corriendo junto a los raíles.
Podría haber estirado el brazo y lo habría cogido con la mano. En el pueblo
vecino, los muchachos se metían en alguna taberna, jugaban al billar y bebían
cerveza. Para regresar tenían que subirse al tren de carga local que llegaba a
Caxton hacia las diez y media. En una de aquellas aventuras, John y Herman se
emborracharon, y Joe tuvo que ayudarlos a colarse en un vagón de carbón vacío y
luego sacarlos de allí en Caxton. Herman se encontraba mal, y cuando salían del
vagón ya en Caxton, tropezó y estuvo muy cerca de caer bajo las ruedas del tren
en movimiento. John no estaba tan bebido como Herman. Mientras los otros no
miraban, vació varios vasos de cerveza en una escupidera. En Caxton, Joe y él
tuvieron que pasear a Herman durante algunas horas y cuando finalmente John
llegó a casa, su madre estaba despierta todavía y preocupada. Tuvo que
mentirle. “Fuimos a dar un paseo en coche con Herman, y se pinchó una rueda.
Tuvimos que volver a casa a pie”. Joe aguantaba tan bien la cerveza porque era
alemán. Su padre era el dueño de la carnicería del pueblo y en su casa la
familia servía cerveza a la hora de comer. No era ninguna maravilla que el
alcohol no lo tumbara como hacía con Herman y John.
A un lado de la estación del
ferrocarril había un banco, en la sombra, y John se quedó allí sentado durante
mucho tiempo, dos, tres horas. ¿Por qué no habría llevado un libro? Mentalmente
redactaba una carta para su hijo, le hablaba de los campos que había junto a la
carretera en las afueras de la ciudad de Caxton, de sus saludos a los viejos
amigos, de cosas que ocurrieron cuando aún era un muchacho. Incluso le hablaba
de su antiguo amor, Lillian. Si preparaba bien lo que iba a decir en la carta,
la podría escribir en su habitación del hotel de Caxton en pocos minutos, sin
necesidad de pararse a pensar. Uno no puede ser siempre tan quisquilloso con lo
que le cuenta a un muchacho. En realidad, a veces tienes que confiar en él,
mostrarle tu vida, hacer que forme parte de ella.
Eran las seis y veinte cuando
John entró en Caxton en coche y fue al hotel, donde se registró y le mostraron
una habitación. En la calle, mientras conducía por la ciudad, vio a Billy
Baker, que de joven tenía una pierna paralizada y la arrastraba al caminar.
Ahora se estaba haciendo viejo; tenía la cara arrugada y marchita, como un
limón seco, y la ropa manchada en la pechera. La gente, incluso la gente enferma,
vive mucho tiempo en los pueblos de Ohio. Es sorprendente lo que resiste.
John había dejado el coche, un
modelo bastante caro, en un garaje al lado del hotel. Antes, en sus tiempos,
usaban ese edificio como establo. Solía haber retratos de caballos famosos en
las paredes de la pequeña oficina de la parte delantera. El viejo Dave Grey,
que tenía sus propios caballos de carreras, regentaba el establo entonces, y a
veces John le alquilaba un carro. Alquilaba un carro y se llevaba a Lillian de
excursión por los alrededores, por caminos que iluminaba la luna. Un perro
ladraba en una granja solitaria. A veces se metían por un caminito sucio
bordeado de arces y entonces detenían el caballo. ¡Qué silencio había en todas
partes! ¡Qué extraño lo que sentían! No podían hablar. A veces se quedaban
sentados sin decir nada, muy cerca el uno del otro, durante mucho, mucho
tiempo. En una ocasión se bajaron del carro, ataron el caballo a una valla y
estuvieron paseando por un campo de heno recién cortado. Había pequeños fardos
de heno apilado por todas partes. John tenía ganas de acostarse en uno de los
fardos junto a Lillian, pero no se atrevió a sugerírselo.
En el hotel, John cenó en
silencio. No había siquiera un viajante de comercio en el comedor, y pronto, la
mujer del propietario se sentó a su lado para charlar con él. Normalmente, el
hotel recibe a un buen número de turistas, pero aquel era un día tranquilo. A
veces hay días grises en el negocio hotelero. Su marido era viajante y había
comprado el hotel para mantener ocupada a su esposa mientras él estaba fuera.
¡Pasaba tanto tiempo lejos! Habían llegado a Caxton desde Pittsburgh.
Después de cenar, John subió a su
habitación y enseguida le siguió la mujer. La puerta que daba al vestíbulo
había quedado abierta, y ella se quedó ahí, de pie. Realmente era bastante
hermosa. Tan solo quería asegurarse de que todo estaba bien, que tuviera
toallas, jabón y lo que necesitara.
Durante un momento se demoró en
la puerta hablando del pueblo.
–Es agradable esta pequeña
ciudad. El general Hurst está enterrado aquí. Tiene que ir al cementerio a ver
la estatua.
John se preguntó quién sería el
general Hurst. En qué guerra habría luchado. Era extraño que no se acordara de
él. El pueblo tenía una fábrica de pianos, y había una empresa de relojes de
Cincinnati que pensaba en instalar allí una planta.
–Se imaginan que tendrán menos
problemas laborales en una ciudad pequeña como esta.
La mujer se fue a su pesar.
Mientras se alejaba por el pasillo, se detuvo una vez y miró hacia atrás. Había
algo un poco extraño. Ambos eran muy conscientes de ello.
–Confío en que estará cómodo –dijo
ella. A los cuarenta años un hombre no vuelve a su pueblo natal para empezar a…
La mujer de un viajante, ¿eh? ¡Vaya, vaya!
A las siete y cuarenta y cinco
John salió a pasear por la calle principal y casi enseguida se encontró con Tom
Ballard, que lo reconoció al instante, algo que a Tom le gustó. Se sintió
halagado con ello.
–Una vez que he visto una cara,
no la olvido jamás. ¡Vaya, vaya!
Cuando John tenía veintidós años,
Tom debía de tener unos quince. Su padre era el médico más importante de la
ciudad. Se pegó a John y lo acompañó de vuelta hacia el hotel. No dejaba de
exclamar:
–Te he reconocido enseguida. No
has cambiado mucho, en realidad.
A su vez, Tom también era médico,
y había en él algo… John supo de inmediato de qué se trataba. Subieron a su
habitación, y John, que tenía una botella de whisky en la maleta, le sirvió un
trago. Tom se lo bebió con demasiada ansiedad, pensó John. Hablaron. En cuanto
Tom se tomó el trago, se sentó al borde de la cama, sin soltar la botella que
John le había ofrecido. Herman trabajaba entonces de transportista. Se había
casado con Kit Small y tenía cinco hijos. Joe trabajaba para la International
Harvester Company.
–No sé si ahora está en la
ciudad. Es un manitas, un mecánico estupendo, un buen tipo –dijo Tom. Bebió de
nuevo.
Y sobre Lillian, a la que John
mencionó como de pasada, él, John, sabría por supuesto que se había casado y
divorciado. Hubo algún tipo de problema con otro hombre. Su marido se volvió a
casar más tarde, y ahora ella vivía con su madre después de que su padre, el de
la zapatería, hubiera muerto. Tom hablaba con cautela, como si protegiera a un
amigo.
–Supongo que ahora ya estará
bien, con rumbo firme y todo eso. Menos mal que no ha tenido niños. Es un poco
rara, un poco nerviosa; ha perdido mucho.
Los dos hombres bajaron y,
caminando por la calle principal, llegaron al coche del médico.
–Te llevaré a dar un paseo –dijo
Tom; pero en cuanto se apartó del bordillo en el que había aparcado, se volvió
hacia su pasajero y le dedicó una sonrisa.
–Deberíamos celebrarlo un poco,
me refiero a tu regreso –dijo–. ¿Qué me dices de un trago?
John le tendió un billete de diez
dólares, y Tom desapareció por la puerta de la farmacia más cercana. Salió
riendo.
–He usado tu nombre. No lo han
reconocido. En la receta he puesto que tenías una crisis nerviosa general, que
necesitabas un reconstituyente. Te he recomendado tres cucharaditas colmadas al
día. ¡Señor! Mis recetas ya casi se han acabado. –La farmacia era propiedad de
un hombre llamado Will Bennett–. Tal vez lo recuerdes. Es el hijo de Ed
Bennett; casado con Carrie Wyatt.
Los nombres eran apenas sombras
en la mente de John. “Este hombre se va a emborrachar. Intentará que yo también
me emborrache”, pensó.
Después de girar por Walnut
Street desde la calle principal, se detuvieron entre dos farolas y tomaron otro
trago; John se acercaba la botella a los labios, pero ponía la lengua en el
agujero. Se acordó de las noches con Joe y Herman, cuando secretamente vertía
la cerveza en la escupidera. Se sintió frío y solo. Walnut Street era una de
las calles que solía recorrer cuando regresaba tarde de casa de Lillian. Se
acordaba de la gente que vivía entonces en aquella calle, y una lista de
nombres desfiló por su mente. A menudo se acordaba de nombres que no evocaban
la imagen de nadie. Eran simplemente nombres. Esperaba que el médico no girara
por la calle en la que vivieron los Holden, Lillian vivía más allá, en otra
parte de la ciudad, en lo que se llamaba “el distrito de la Casa Roja”. John
desconocía el porqué de ese nombre.
III
Avanzaron conduciendo en silencio, remontaron una
pequeña colina y llegaron al límite de la ciudad, hacia el sur. Parado junto a
una casa que evidentemente había sido construida después de los tiempos de
John, Tom hizo sonar la bocina.
–¿No eran estos los terrenos de
la feria? –preguntó John. El médico se volvió y afirmó con la cabeza.
–Sí, justo ahí –dijo. Siguió
tocando la bocina, hasta que un hombre y una mujer salieron de la casa y se quedaron
de pie en la carretera junto al coche–. Vamos a llevar a Maud, Alf y a los
otros a Lylse’s Point –dijo Tom.
John sintió que lo arrastraban.
Por un momento se preguntó si iban a presentarlo.
–Tomaremos un poco de alcohol.
Este es John Holden, vivía aquí hace años.
Dave Grey, el tipo del establo,
solía entrenar sus caballos de carreras a primera hora de la mañana en la
feria, cuando John era un chaval. Herman, que era un fanático de los caballos y
soñaba con llegar a ser jinete algún día, iba a menudo a casa de John muy
temprano por la mañana y los dos se encaminaban hacia los terrenos de la feria
sin haber desayunado. Herman llevaba algunos sándwiches de carne fría que
sacaba de la despensa de su madre. Iban campo a través, saltando vallas y
comiendo sándwiches. En un prado que debían cruzar el rocío era denso, y las
alondras alzaban el vuelo delante de ellos. Al menos Herman había llegado a un
lugar en la vida en que podía dar rienda suelta a su pasión juvenil: todavía
vivía de los caballos, tenía un carro. Con algún reparo John se preguntaba si
Herman conduciría un camión.
El hombre y la mujer entraron en
el coche, la mujer se sentó atrás, con John, el marido delante, con Tom, y
fueron hasta otra casa. John no podía reconocer las calles por las que pasaban.
De vez en cuando le preguntaba a la mujer:
–¿En qué calle estamos ahora?
Se reunieron con Maud y Alf, que
se sumaron al asiento trasero. Maud era una mujer delgada de veintiocho o
treinta años, rubia y de ojos azules, y desde el principio pareció decidida a
hacer buenas migas con John.
–No ocuparé más de una pulgada –dijo
riendo y apretándose entre John y la primera mujer, cuyo nombre él no
recordaría más tarde.
Maud le gustó bastante. Después
de haber recorrido unas dieciocho millas por un camino de grava, llegaron a la
granja de Lylse, que se había convertido en un local de carretera, y siguieron.
Maud permaneció en silencio la mayor parte del camino, pero se había sentado
muy cerca de John, y como este se sentía frío y solo, agradeció el calor de su
delgado cuerpo. A veces ella le hablaba a media voz:
–¿No está hermosa la noche? ¡Oh,
sí! Me encanta salir así, en la oscuridad.
Lylse’s Point quedaba en un
meandro del río Samson, un arroyo al que John había ido a pescar con su padre
cuando era pequeño. Más tarde fue también varias veces con un montón de
compañeros de juventud y sus respectivas novias. Entonces tenían que ir en el
viejo carromato de Grey; se tardaban varias horas en hacer el viaje de ida y
vuelta. Cuando volvían a casa de noche les divertía mucho cantar a pleno pulmón
y despertar a los granjeros que dormían. De vez en cuando unos cuantos se
separaban del grupo y se aventuraban por algún camino. Era la ocasión para los
muchachos de besar a su chica mientras los demás no miraban. Si se apresuraban
un poco, luego podrían alcanzar el carromato.
Francisco, un italiano de rostro
más bien triste, era el propietario de Lylse’s, en donde había una sala de
baile y un comedor. Se podía conseguir alcohol si se tenían los contactos
adecuados, y era evidente que el médico y sus amigos eran viejos conocidos del
lugar. Para empezar, anunciaron que John no tenía que comprar nada, anuncio que
llegó antes de que él se hubiera ofrecido a hacerlo.
–Eres nuestro invitado, no lo
olvides. Si alguna vez vamos a tu ciudad, entonces, de acuerdo –dijo Tom. Rio–.
Y eso me hace pensar que he olvidado devolverte el cambio –dijo mientras le
tendía a John un billete de cinco dólares. El whisky que habían comprado en la
farmacia se había terminado por el camino, todos, excepto John y Maud, bebían
con ganas.
–No me gusta eso. ¿Y a usted,
señor Holden? –dijo Maud, y soltó una risita. Dos veces durante el viaje los
dedos de ella se deslizaron y tocaron los dedos de él, y en ambas ocasiones
ella se disculpó.
–¡Oh, perdóneme! –dijo. John tuvo
una sensación parecida a la que había tenido antes, al anochecer, cuando la
mujer del hotel se había quedado en la puerta de su habitación y no parecía que
tuviera ganas de irse.
Cuando bajaron del coche frente a
Lylse’s, se sintió incómodo, viejo y raro. “¿Qué hago yo aquí con esta gente?”,
se preguntaba una y otra vez. Cuando llegaron a donde había luz echó una ojeada
furtiva al reloj. Aún no eran las nueve. Muchos otros coches, la mayoría de
ellos, según explicó el médico, procedentes de Yerington, estaban aparcados
frente a la puerta; cuando ya habían tomado varias copas de un vino tinto
italiano más bien mediocre, todo el grupo, excepto Maud y John, fue a la sala
de baile. El médico se llevó aparte a John y le susurró:
–Olvídate de Maud. –Apresuradamente
le contó que Alf y Maud se habían peleado y que llevaban varios días sin
hablarse, aunque vivían en la misma casa, comían en la misma mesa y dormían en
la misma cama–. A él le parece que ella es demasiado alegre con los hombres –dijo
Tom–. Será mejor que estés un poco atento.
La mujer y el hombre se sentaron
en un banco, debajo de un árbol en la explanada que había frente a la casa, y
cuando los demás terminaron de bailar, salieron con nuevas bebidas. Tom había
conseguido un poco más de whisky.
–Es de maíz, pero es bastante
bueno –afirmó.
En el claro cielo que había sobre
sus cabezas lucían las estrellas, y mientras los demás bailaban, John se volvió
y miró, más allá de la carretera y entre los árboles que bordeaban sus bancales,
las estrellas que se reflejaban en las aguas del Samson. Una luz de la casa
incidía sobre el rostro de Maud, un rostro de un encanto deslumbrante bajo esa
misma luz, pero un poco caprichoso si se miraba de cerca. “Tiene mucho de niña
malcriada”, pensó John.
Ella empezó a preguntarle cosas
sobre la vida en la ciudad de Nueva York.
–Yo estuve una vez, pero sólo
tres días. Fue cuando iba al colegio, en el Este. Una chica que yo conocía
vivía allí. Se casó con un abogado llamado Trigan, o algo así. Supongo que
usted no lo conocerá.
Y entonces su rostro exhibió una
mirada anhelante, insatisfecha.
–¡Dios mío! ¡Cómo me gustaría
vivir en un lugar como ese, y no en este agujero! Será mejor que ningún hombre
me tiente. –Y en cuanto lo dijo, soltó otra risita.
En un momento dado, durante la
velada, cruzaron el camino polvoriento y se quedaron un rato a la orilla del
río, pero volvieron al banco antes de que los demás terminaran de bailar. Maud
insistió en que no quería bailar.
A las diez y media, cuando los demás
estaban ya un poco borrachos, regresaron a la ciudad. Maud se sentó de nuevo al
lado de John. En el camino, Alf se quedó dormido. Maud apretaba su esbelta
figura contra el cuerpo de John, y después de dos o tres movimientos fútiles a
los que él no dio ninguna respuesta particular, ella puso con atrevimiento su
mano sobre la de John. La otra mujer y su marido hablaban con Tom sobre la
gente que habían visto en Lylse’s.
–¿Crees que hay algo entre Fanny
y Joe?
–No; me parece que ella es
decente.
Llegaron al hotel a las once y
media y, tras desearles buenas noches a todos, John se marchó escaleras arriba.
Alf se había despertado. Cuando ya se iban, se asomó y miró de cerca a John.
–¿Cómo has dicho que te llamabas?
–le preguntó.
John subió las escaleras a oscuras
y se sentó en la cama de su habitación. Lillian había perdido mucho. Se había
casado, y su marido se había divorciado de ella. Joe era un manitas. Trabajaba
para la International Harvester Company, un mecánico fabuloso. Herman era
transportista. Y tenía cinco hijos.
Había tres hombres jugando al
póquer en una de las habitaciones que quedaban junto a la de John. Reían y
hablaban, y su voz llegaba con claridad a sus oídos.
–¿Lo crees en serio? Está bien,
te demostraré lo contrario.
Se armó una pequeña pelea. Como
era verano, las ventanas de la habitación de John estaban abiertas, él se
acercó a una de ellas y se quedó mirando al exterior. Había salido la luna, y
podía ver el callejón que había debajo. Por una calle aparecieron dos hombres y
se quedaron en el callejón hablando en voz baja. Cuando se marcharon, dos gatos
treparon a un tejado e iniciaron una escena amorosa. La partida de la
habitación de al lado se había interrumpido. John podía oír las voces que
llegaban desde el pasillo.
–Olvídenlo. Les digo que se equivocan
los dos.
John se acordó de su hijo en el
campamento, en Vermont. “Hoy no le he escrito.” Se sintió culpable.
Abrió su maleta, sacó papel y se
sentó a escribir; pero después de dos o tres intentos desistió y guardó el
papel de nuevo. ¡Qué hermosa había sido la noche mientras estuvo sentado en el
banco junto a aquella mujer en Lylse’s! Ahora ella estaría en la cama con su
marido. No se hablarían.
“¿Sería yo capaz?”, se preguntó
John, y entonces, por primera vez en toda la noche, se dibujó una sonrisa en
sus labios. “¿Por qué no?”, se preguntó.
Con la maleta en la mano cruzó el
oscuro pasillo, llegó a la recepción y golpeó sobre el mostrador. Un hombre
viejo y gordo, de fino cabello pelirrojo y pronunciadas ojeras, apareció desde
algún lugar. John le dijo:
–No puedo dormir. Creo que voy a
seguir mi camino. Quiero llegar a Pittsburgh y como no puedo dormir, podría
conducir. –Pagó la factura.
Luego le pidió al encargado que
fuera a despertar al tipo del garaje, y le dio un dólar de propina.
–Si necesito gasolina, ¿hay algún
lugar abierto? –preguntó, pero evidentemente el hombre no le oyó. Tal vez le
pareció que la pregunta era absurda.
John se quedó de pie bajo la luz
de la luna en la acera frente al hotel y oyó que el encargado llamaba a una puerta.
Pronto se oyeron voces, y los faros de su coche se encendieron. Y apareció con
un muchacho al volante. El chico tenía una expresión viva e inteligente.
–Lo vi en la puerta de Lylse’s –dijo,
y sin que nadie se lo pidiera, comprobó el nivel del depósito–. Está bien. Debe
de haber cerca de ocho galones –le aseguró a John, que ya se había sentado al
volante.
¡Qué paz en el coche, qué paz en
la noche! John no era de los que disfrutaban conduciendo deprisa, pero salió
del pueblo a toda velocidad. “Sigues dos calles, giras a la derecha y tres más.
Entonces llegas al cementerio. Sigue recto hacia el este. No tiene pérdida.”
John tomaba las curvas a toda
velocidad. En el límite del pueblo alguien le gritó desde la oscuridad, pero no
se detuvo. Ansiaba llegar a la carretera que iba hacia el Este.
“Voy a sacarla de aquí –pensó–.
¡Señor! ¡Eso sí que va a ser divertido! Voy a sacarla de aquí.”
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