Kjell Askildsen
Un
otoño me encontré por sorpresa con mi hija María en la acera delante de la relojería;
estaba más delgada, pero no me costó nada reconocerla.
No
recuerdo ya por qué estaba yo en la calle, pero tenía que tratarse de algo importante,
porque fue después de que la barandilla de la escalera se hubiera roto, así que
en realidad ya había dejado de salir a la calle. Pero fuera como fuera, me encontré
con ella, y se me ocurrió pensar: Qué casualidad tan extraña que yo haya salido
justamente hoy.
Pareció
alegrarse de verme, porque dijo “padre” y me dio la mano. Ella era la que más me
gustaba de mis hijos; cuando era pequeña decía a menudo que yo era el mejor padre
del mundo. Y solía cantar para mí, por cierto bastante mal, pero no era culpa de
ella, lo había heredado de su madre.
–María
–dije–, eres realmente tú, tienes buen aspecto.
–Sí,
bebo orina y soy vegetariana –contestó.
Me
eché a reír, hacía mucho que no me reía; imagínate, tenía una hija con sentido del
humor, incluso con un humor un poco atrevido, quién lo diría. Fue un momento hermoso.
Pero
me equivoqué, qué fastidio que uno nunca consiga quitarse las ilusiones de encima.
Mi hija se quedó como embobada y con la mirada perdida.
–Te
estás burlando de mí –dijo–, Pero si yo te contara…
–Me
pareció haberte oído decir orina –contesté.
–Orina,
sí, y me he convertido en otra persona.
No
lo dudé ni un momento, era lógico, debe de resultar imposible seguir siendo la misma
persona antes y después de haber empezado a beber orina.
–Bueno,
bueno –dije en tono conciliador, y con ganas de hablar de otra cosa, tal vez de
algo agradable, nunca se sabe.
Entonces
me fijé en que llevaba una alianza y le comenté:
–Veo
que te has casado.
Ella
miró el anillo.
–Ah,
lo llevo sólo para mantener a raya a los pesados.
Eso
sí que tendría que ser una broma, calculé rápidamente que por lo menos tendría unos
cincuenta y cinco años, y tampoco era tan guapa. Así que volví a reírme por segunda
vez en mucho tiempo, y en medio de la acera.
–¿De
qué te ríes? –preguntó.
–Creo
que me estoy haciendo mayor –contesté, cuando me di cuenta de que me había equivocado
una vez más– conque es así como se hace hoy en día.
Ella
no contestó, así que no sé, supongo y espero que mi hija no sea muy representativa
de los nuevos tiempos.
Pero ¿por qué he tenido hijos como ella, por qué?
Nos
quedamos un instante callados, pensé que ya era hora de despedirse, un encuentro
inesperado no debe durar demasiado, pero justo en ese momento mi hija me preguntó
si me encontraba bien. No sé lo que quiso preguntar, pero contesté la verdad, que
lo único que me molestaba eran las piernas.
–Ya
no me obedecen, mis pasos son cada vez más cortos, y pronto no podré moverme.
No
sé por qué le hablé tanto de mis piernas, y ciertamente resultó que no debería haberlo
hecho.
–Será
la edad –dijo ella.
–Desde
luego que es la edad –contesté–, ¿qué otra cosa iba a ser?
–Pero
supongo que ya no necesitas usarlas tanto, ¿no?
–Si
tú lo dices –contesté–, si tú lo dices.
Al
menos captó la ironía, diré eso en su favor, y se irritó, pero no consigo misma,
porque dijo:
–Todo
lo que digo está mal.
No
supe qué contestar a eso, ¿qué podría haber contestado? Me limité a sacudir la cabeza
inexpresivamente, ya hay demasiadas palabras en circulación por el mundo, y el que
habla mucho no puede mantener lo dicho.
–Bueno,
tengo que seguir mi camino –dijo mi hija tras una pausa breve, pero lo suficientemente
larga–, tengo que ir al herbolario antes de que cierren. Ya nos veremos.
Y
me dio la mano.
–Adiós,
María –dije.
Y
se marchó.
Esa
era mi hija. Sé que todo tiene su lógica inherente, pero no siempre resulta fácil
descubrirla.
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