Ciro Alegría
El
claro sol tropical, que al bajar del avión les pareció un estallido de luz,
untaba ahora las estrechas calles de San Juan. Las gentes deambulaban con
lentitud. Las puertas de las tiendas solas simulaban un bostezo en la modorra
cálida del mediodía. Desde alguna, salían las notas cadenciosas de un bolero. Y
desde más allá de los acantilados, ayudado por ráfagas de viento, llegaba el
son del mar. Unas palmeras, en el recinto ardiente de una plaza, se erguían a
otear el cielo nítido. Levantando su silueta angulosa sobre las casas bajas, un
incipiente rascacielos era una incrustación de la historia. Habían ido de
compras y estaban en el plácido momento en que éstas terminan. En realidad, la
placidez era disfrutada por él. A las mujeres siempre les queda la impresión de
que algo dejaron por comprar. La de Clemente no era en este caso una excepción,
pese a que tenía algunas cosas raras que la hacían diferente, comenzando por su
nombre: Nydia.
–¿De
qué me habré olvidado? ¿No necesitaremos nada más? –preguntaba.
Se
hubiera dicho que deseaba comprar el mundo.
–Nada
–afirmaba con cierta humorística seguridad Clemente, pese a que nunca estaba
seguro de lo que quería o no quería comprar su mujer. En otros tiempos se había
opuesto, con poco éxito, a que su casa fuera transformada en un museo. Menos
mal que ahora habían salido, como quien dice, en pos de caza mayor, o sea de
muebles, y él no estaba cargado de paquetes. Así es que placenteramente se
dedicó a observar la ciudad, nueva para sus ojos, y cuanto surgía al paso,
según era su costumbre, la que por cierto le había proporcionado algunos
materiales para ejercitar su oficio de novelista.
De
pronto, le pareció que un hombre de solapada actitud los seguía. Luego tuvo la
certidumbre de que los seguía realmente y creyó que se trataba de un ratero. Sonriose
pensando que llevaba sólo dos dólares en la cartera y que no había tanta gente
como para provocar el encontronazo propicio a la maniobra que seguramente haría
el sujeto. Clemente había estado, si bien por razones políticas, en la cárcel y
allí aprendió la técnica de muchas malas artes. El hombre aquel acecharía el
momento en que se produjera una aglomeración y fingiría tropezar con el
forastero, al mismo tiempo que con la zurda le extraería la cartera
presumiblemente repleta. Clemente pensaba sorprender a Nydia desbaratando el
juego del ladino. Para sorpresa del Sherlock Holmes por cuenta propia, el
perseguidor apresuró el paso y por fin se le acercó en un lugar bastante
descampado de la vereda. Decir que se acercó no sería del todo exacto.
Evidenciando el propósito de hacerse notar, le rozó el hombro, arqueando un
cuerpo magro que terminaba en una cabeza angulosa. Llevó rápidamente la mano al
bolsillo del pantalón y extrajo un estuche de carey que abrió más rápidamente todavía,
con un diestro empujón del pulgar, dejando ver un anillo coronado por un
brillante luminoso. “Mire”, dijo. Cerró el estuche con toda la mano, lo metió
de nuevo al bolsillo y siguió adelante, a paso rápido. Su solapada actitud era
la del perseguido.
–¿Qué
tenía? –preguntó Nydia.
–Un
brillante –contestó Clemente, sin darle importancia.
El
extraño sujeto se detuvo a media cuadra y esperó a la pareja, fuera de la
vereda, tras un auto. Vestía una vieja camisa ocre y pantalón amarillento, por
no decir gris de puro raído. Sus zapatos estaban gastados. El cabello peinado
hacia atrás, abundante y nigérrimo, hacía resaltar las protuberancias de su
frente. Los ojos le brillaban en el fondo de cuencas muy hondas y la nariz roma
se alzaba de mala gana sobre una boca ancha, de labios fláccidos. Pómulos y
quijadas, cubiertos ajustadamente por la piel cetrina, daban la impresión del
hueso descarnado. El cuello sobresalía del cuerpo magro levantado por notorios
tendones.
La
pareja avanzó, vereda adelante, y el extraño se acercó de nuevo. Con la misma
sospechosa actitud y el mismo rápido movimiento, extrajo otra vez el estuche,
que traqueteó claramente ahora, atrayendo las miradas de Nydia. El hombre de la
piedra preciosa, dirigiéndose a Clemente, con inquieta premura, terminó por
mascullar:
–Tiene
un quilate, pero se lo dejo en treinta dólares…
–No
–respondió el aludido.
El
tipo hizo desaparecer el estuche en el bolsillo y siguió caminando deprisa,
para detenerse más allá. Miró hacia adelante y atrás, con rápidos movimientos
de cabeza, mientras la pareja proseguía. Estaba visto que necesitaba vender su
brillante. Por segunda vez ofreció:
–Se
lo dejo en veinte dólares.
Su
voz temblaba un poco.
–No,
no pierda su tiempo –contestó Clemente–. No compro cosas en la calle.
El
frustrado vendedor permaneció inmóvil y estuvo mirándolos hasta que doblaron la
esquina. Aparentemente, se quedaba en espera de otro posible comprador.
–¿Crees
que no vale los veinte dólares? –preguntó Nydia.
–Eso
–afirmó Clemente–. Y si los vale, debe ser una cosa robada. ¿Viste qué facha?…
–En
tal caso, costará más –apuntó Nydia.
–Nos
ha visto caras de extranjeros –sentenció Clemente, con la entonación de quien
da por terminado un asunto.
No
lo daba por terminado, sin embargo, el hombre de la joya, quien ya estaba allí
de nuevo, pisándoles los talones. Clemente sonrió pensando que, acaso, habría
oído la conversación. El extraño pasó delante de ellos luego y fue a detenerse
frente a la vitrina de una tienda. Tenía sólo el anillo en la mano cuando la
pareja se acercó. Esta vez dirigiose a Nydia:
–Mire
–dijo con resolución.
Rayó
el vidrio del escaparate con la punta del brillante. Un leve rumor. Una leve
huella. Ya tenía guardado el brillante. La sutil línea ondulaba sobre la
superficie lisa del cristal. Era bastante.
Nydia
abrió tamaños ojos y dijo con una voz en la que se mezclaban la sorpresa de la
revelación y el acicate del deseo:
–¡Corta
vidrio!
La
eterna historia de la tentación, aunque se pierda el Paraíso. La manzana era
esta vez un brillante y la sierpe, pues, esa línea que se alargaba en ondas
tensas sobre la luna nítida.
Clemente
sabía que hay cristales duros que rayan a los que son menos y advirtió a Nydia:
–Cristal
de roca, tal vez…
Ella
no le contestó y, tomando el asunto en sus manos, dijo al vendedor:
–Vamos
a una joyería para que lo examinen…
La
cara angulosa se crispó y los ojos reflejaron una temerosa indecisión. Los
labios fláccidos barbotaron:
–No…
no me comprometan…
Para
hacer la historia entera, Nydia se las echaba de psicóloga y esa manifestación
de temor ante la posibilidad de un reconocimiento, terminó por convencerla.
Volviéndose a Clemente, demandó:
–¿Tienes
dinero?
–No.
Se me ha terminado –le dijo éste secamente.
Nydia
hizo un gesto de contrariedad. Clemente añadió rotundamente, como quien
presenta la más poderosa de las razones:
–Me
quedan sólo dos dólares…
Pero
Nydia no estaba para razones de tal clase.
–¡Aquí
tengo los cheques! –exclamó abriendo su cartera y extrayendo un fajo.
El
hombre de la piedra preciosa vaciló de nuevo:
–No
puedo recibir el cheque. Los acompañaré hasta el banco, si…
–El
banco está en Río Piedras… una sucursal y… es hora de almorzar… –arguyó Nydia
vacilando y, al parecer, buscando una salida mejor.
–Entonces…
–musitó el hombre de la piedra preciosa con un gesto de desencanto y un tono de
partida.
–Venga
por la tarde a casa –apuntó Nydia–, le daremos nuestra dirección…
Pero
el hombre de la piedra preciosa no estaba para dilaciones.
–Tengo
que salir para Mayagüez –musitó, mirando de reojo a un policía pachorriento que
pasaba haciendo bambolear su bastón.
Nydia
entonces, presa de una idea súbita, reconoció la calle con la mirada. Ahí
estaba, casualmente, la mueblería donde habían comprado. Hacia allá se dirigió,
seguida de Clemente, después de ordenar casi:
–Espere.
La
cajera dijo que en ese momento habían hecho un pago fuerte y no podía cambiar
el cheque. Lo sentía mucho, realmente. Ante la insistencia de Nydia, tuvo que
abrir la caja y mostrar en el fondo un solitario billete de cinco dólares.
Clemente
estaba íntimamente complacido del percance, pero su satisfacción duró poco.
Nydia no estaba para abandonar la partida y salió diciendo:
–En
La Bombonera me lo cambiarán.
Clemente
entendió que nada la podría detener ya y echó a andar junto a ella, si cabe la
expresión, pues la prisa que llevaba Nydia lo hacía quedarse un tanto atrás,
tratando de tomar el asunto filosóficamente, cosa que se hace frente a
situaciones en las que ya no queda ninguna filosofía por aplicar. En cierto
momento, reaccionó y haciendo un último esfuerzo, pensó detener a Nydia en su
carrera adquisitiva, pero la idea de que en el futuro ella le reprocharía mil
veces no haberle dejado comprar siquiera ese brillante de ocasión, lo disuadió.
Porque el brillante que Nydia estaba capturando tenía una larga historia
emocional. Era “el brillante” o “mi brillante” según los casos. Ahora
reaparecía. La cosa empezó cuando ambos, parados frente al escaparate de una
joyería de Nueva York, miraban una buena colección de gemas. Él le había dicho,
medio en serio y medio en broma:
–Cuando
escriba mi libro, te regalaré un brillante, ¡el que tú quieras!
La
mejor del asunto estuvo en que una señora que entendía español y también se
había detenido a mirar, comentó poniendo en el tono de su voz una buena carga
de humor:
–¡Ave
María! Que cuando escriba su libro le regalará un brillante ¡y el que quiera!
¡Ave María!
Se
había alejado riendo. El libro era uno muy famoso y excelente, que pese a esta
cualidad vendía miles y miles de ejemplares. Desde luego, en la imaginación del
autor. No había sido escrito. Exactamente existían de él diez páginas.
–¿Y
cuándo sale tu tremendo libro? –le decían a Clemente sus amigos, decididamente
interesados, pues él se pasaba haciendo proyectos a base del libro. Clemente
respondía riendo:
–Ya
saldrá… ya saldrá…
Aparentemente,
lo tomaba en broma. La verdad es que no quería explicar las razones dolorosas
que le habían impedido escribir su libro, su nuevo libro, en buenas cuentas; ya
tenía algunos publicados. Nydia recordó muchas veces que le había prometido “el
brillante” y “mi brillante”, a propósito del libro. Lo recordaba muy bien, ciertamente,
pues una de sus características era tomar en cuenta las promesas que le hacían,
aunque no las que ella hacía. Ahora, al fin, aparecía “el brillante” y “mi
brillante”, pese a que no había ningún libro de por medio y sí una curiosa
contingencia de la vida.
En
estas y las otras, Nydia ingresó al establecimiento propuesto y a los pocos
minutos salió con dos billetes, que puso en manos de Clemente. El hombre de la
piedra preciosa estaba por allí, atisbando, y los tres vieron que un policía se
acercaba. Echaron a andar ligero y Clemente, súbitamente atraído por una
carátula, entró a un tendejón donde vendían libros baratos y revistas. El
apurado sujeto ingresó también, alargando enseguida el estuche. Clemente
verificó que contenía el anillo de brillante, entregó los billetes y ambos
salieron. Nydia había visto la maniobra desde la puerta y tenía una sonrisa
triunfal. El sol no brillaba tanto como sus ojos. Todavía comentaba alegremente
las diferentes incidencias del lance cuando tomaron el ómnibus para regresar a
casa. Y mientras el vehículo cruzaba frente al mar, uno multicolor y
refulgente, que parecía complacerse en matizar sus olas con un ritmo de
diáfanos azules y verdes que centelleaban al sol. Nydia no miró ese libre y
sencillo don de la naturaleza, como solía hacer, sino que demandó a Clemente,
tocando la protuberancia que el estuche hacía sobre su pierna…
–Sácalo
para verlo…
El
hombre respondió:
–Ya
tendrás tiempo de verlo en casa. No te olvides de que…
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