Silvina Ocampo
Tales eran sus
rostros; y tenían sus
alas extendidas por encima, dos
cada uno, las cuales se juntaban.
EZEQUIEL 1, 11.
¿Cómo los niños menores
llegaron a saberlo? Nunca se explicará. Además falta dilucidar qué llegaron a
saber, y si ya no lo sabrían los mayores. Se presume, sin embargo, que fue un
hecho real, no una fantasía, y que sólo personas que no los conocieron y que no
conocieron el colegio y a sus maestras podrían negarlo sin sentir algún
escrúpulo.
A la hora
en que tocaron, inútilmente como siempre, para mantener un rito, la campana que
anuncia la leche, o un poco más tarde, en el recreo, cuando se dirigieron
corriendo al patio del fondo, o bien, lo que es más probable,
inconscientemente, paulatinamente, diariamente, sin orden de edades ni de
sexos, llegaron a saberlo, y digo llegaron, porque se advirtió por múltiples
manifestaciones que estaban esperando, hasta ese momento, algo que les
permitiría esperar de nuevo y definitivamente, algo muy importante. A ciencia
cierta, sabemos que a partir de ese instante, que menciono de modo impreciso,
pero sobre el cual se hacen miles de conjeturas, sin perder la inocencia, pero
perdiendo esa despreocupación aparente, tan característica de la infancia, los
niños no pensaron en otra cosa.
Después
de meditarlo, todo deja presumir que los niños lo supieron simultáneamente. En
los dormitorios, al dormirse; en el comedor, al comer; en la capilla, al rezar;
en los patios, al jugar a la mancha o a Martín Pescador, sentados frente a los
pupitres, al hacer los deberes o cumpliendo las penitencias; en la plaza,
cuando se hamacaban; o en los baños, dedicados a la higiene corporal (momentos
importantes, porque en ellos las preocupaciones se olvidan), con la misma
mirada hosca y abstraída, sus mentes, como pequeñas máquinas, hilaban la trama
de un mismo pensamiento, de un mismo anhelo, de una misma expectación.
La gente
que los veía pasar endomingados, limpios y bien peinados, en los días patrios,
en las fiestas de la iglesia, o en cualquier domingo, decía:
“Estos
niños pertenecen a una misma familia o a una cofradía misteriosa. Son
idénticos. ¡Pobres padres! ¡No reconocerán al hijo! Estos tiempos modernos, una
misma tijera corta todos los niños (las niñas parecen varones y los varones niñas);
tiempos sin espiritualidad, son crueles.”
En
efecto, sus caras eran tan parecidas entre sí, tan inexpresivas como las caras
de las escarapelas o de las vírgenes de Luján en las medallas que lucían sobre
sus pechos.
Pero
ellos, cada uno de ellos, en el primer momento, se sentían solos, como si una
armazón de hierro los revistiera incomunicándolos, endureciéndolos. El dolor de
cada uno era un dolor individual y terrible; la alegría también y por lo mismo
era dolorosa. Humillados, se figuraban diferentes los unos de los otros, como
los perros con sus razas tan dispares o como los monstruos prehistóricos de las
láminas. Creían que el secreto, que en ese mismo momento se bifurcaba en
cuarenta secretos, no era compartido y no sería jamás compartido. Pero un ángel
llegó, el ángel que asiste a veces a las muchedumbres; llegó con su reluciente
espejo en alto, como el retrato del candidato, del héroe o del tirano que
llevan los manifestantes, y les mostró la identidad de sus caras. Cuarenta
caras eran la misma cara; cuarenta conciencias eran la misma conciencia, a
pesar de la diferencia de edades y de familia.
Por
horrible que sea un secreto, compartido deja a veces de ser horrible, porque su
horror da placer: el placer de la comunicación incesante.
Pero
quien supone que fuera horrible se adelanta a los acontecimientos. En realidad
no se sabe si era horrible y se volvía hermoso, o si era hermoso y se volvía
horrible.
Cuando se
sintieron más seguros de sí mismos, se escribieron cartas, en papeles de
diversos colores, con festones de puntillas o con figuritas pegadas. Al
principio eran lacónicas; luego, largas y más confusas. Eligieron lugares
estratégicos que servían de estafeta, para que los otros las recogieran.
Porque
eran cómplices felices, los inconvenientes habituales de la vida no los
molestaban ya.
Si alguno
pensaba tomar una decisión, los otros inmediatamente resolvían hacer lo mismo.
Como si
desearan igualarse, los menores caminaban de puntillas para parecer más altos;
los mayores se encorvaban para parecer más bajos. Se hubiera dicho que los
pelirrojos apagaban el fuego de sus cabelleras y que los morenos moderaban la
oscuridad de una tez apasionadamente oscura. Los ojos lucían todos las mismas
rayitas castañas o grises, que caracterizan los ojos claros. Ya ninguno se
comía las uñas, y el único que se chupaba el dedo dejó de hacerlo.
Estaban
unidos también por la violencia de los ademanes, por las risas simultáneas, por
una solidaridad bulliciosa y súbitamente triste que se refugiaba en los ojos,
en el pelo lacio o levemente encrespado. Tan indisolublemente unidos, hubieran
derrotado un ejército, una manada de lobos hambrientos, una peste, el hambre,
la sed, o el cansancio aplicado que extermina a las civilizaciones.
En lo
alto de un tobogán, no por maldad sino por frenesí, estuvieron a punto de matar
a un niño, que se metió entre ellos. En una calle, bajo el entusiasmo
admirativo de todos, un vendedor de flores ambulante por poco no pereció con su
mercadería.
En los
guardarropas, de noche, las faldas azul marino, tableadas, los pantalones, las
blusas, la ropa interior áspera y blanca, los pañuelos se apretujaban en la
oscuridad, con esa vida que les habían trasmitido sus dueños, durante la
vigilia. Los zapatos juntos, cada vez más juntos, formaban un ejército enérgico
y organizado: caminaban tanto de noche sin ellos, como de día con ellos. Un
barro espiritual se adhería a las suelas. ¡Ya bastante patéticos son los
zapatos cuando están solos! El jabón que pasaba de mano en mano, de boca en
boca, de pecho en pecho, adquiría la forma de sus almas. ¡Jabones perdidos
entre el dentífrico y los cepillos de uñas y de dientes! ¡Todos iguales!
“La voz
dispersa a los que hablan. Los que no hablan trasmiten su fuerza a los objetos
que los circundan”, dijo Fabia Hernández, una de las maestras; pero ni ella, ni
Lelia Isnaga, ni Albina Romarín, sus colegas, penetraba en el mundo cerrado que
a veces mora en el corazón de un hombre solo (que se defiende y que se entrega
a su desventura o a su dicha). ¡Ese mundo cerrado moraba en el corazón de
cuarenta niños! Ellas, por amor a su trabajo, con suma dedicación, querían
sorprender el secreto. Sabían que un secreto puede ser venenoso para el alma.
Las madres lo temen para sus hijos; por hermoso que sea, piensan, ¡quién sabe
qué víboras atesora!
Querían
sorprenderlos. Encendían las luces de los dormitorios intempestivamente, con el
pretexto de revisar el techo donde una cañería se había roto, o con el de cazar
las lauchas que habían invadido las dependencias principales; con el pretexto
de imponer silencio interrumpían los recreos, diciendo que la bulla molestaba a
algún vecino enfermo o la ceremonia de algún velorio; con el pretexto de
vigilar la conducta religiosa, entraban en la capilla, donde el misticismo
exacerbado permitía en raptos de amor divino la articulación de palabras
desmembradas, pero estruendosas y difíciles, frente a las llamas de los cirios
que iluminaban los rostros herméticos.
Los
niños, como pájaros aleteando, irrumpían en los cinematógrafos o en los teatros
o en alguna función de beneficencia, pues tenían oportunidad de divertirse o de
distraerse con espectáculos pintorescos. Las cabezas giraban de derecha a
izquierda, de izquierda a derecha, al mismo tiempo, revelando la plenitud de la
simulación.
La
señorita Fabia Hernández fue la primera en advertir que los niños tenían los
mismos sueños; que cometían los mismos errores en los cuadernos y cuando les
reprochó el no tener personalidad sonrieron dulcemente, cosa que no era
habitual en ellos.
Ninguno
tenía inconveniente en pagar por las travesuras de su compañero. Ninguno tenía
inconveniente en ver premiado por mérito suyo a otros compañeros.
En varias
oportunidades las maestras acusaron a uno o a dos de ellos de hacer los deberes
del resto de los alumnos, pues de otro modo no se podía explicar que la letra
fuera tan parecida y las frases de las composiciones tan idénticas. Las
maestras comprobaron que ellas se habían equivocado.
Cuando en
la clase de dibujo, la profesora, para estimularles la imaginación, les pidió
que dibujaran cualquier objeto que sentían, todos dibujaron, durante un tiempo
alarmante, alas cuyas formas y dimensiones variaban al infinito sin restar
según ella, monotonía al conjunto. Cuando se les reprendió por dibujar siempre
lo mismo, rezongaron y, por último, escribieron en el pizarrón: Sentimos las
alas, señorita.
Sin
incurrir en un irrespetuoso error, ¿cabría decir que eran felices? Dentro de lo
que pueden serlo niños con sus limitaciones, todo induce a creer que lo eran,
salvo en verano. El calor de la ciudad pesaba sobre las maestras. A la hora en
que a los niños les gustaba correr, trepar a los árboles, retozar en el pasto o
bajar rodando las barrancas, la siesta, la temida costumbre de la siesta,
reemplazaba los paseos. Cantaban las chicharras, pero ellos no oían ese canto
que vuelve el calor más intenso. Vociferaban las radios, pero ellos no oían ese
ruido que vuelve intolerable al verano, con asfalto pegajoso.
Perdían
las horas esperando a la zaga de las maestras con pantallas que bajara el sol o
que amainara el calor, haciendo cuando los dejaban solos involuntarias
travesuras como llamar desde el balcón a algún perro que al ver tantos posibles
amos simultáneos daba un salto delirante para alcanzarlos, o con pitos
catalanes provocaban la ira de alguna señora que tocaba el timbre para quejarse
de tanta insolencia.
Una
inesperada donación permitió que fueran a veranear al borde del mar. Las niñas
confeccionaron ellas mismas púdicos trajes de baño; los niños adquirieron los
suyos en una tienda económica, cuyos géneros olían a aceite de ricino pero que
eran de corte moderno, de esos que caen bien a cualquiera.
Para dar
más importancia al hecho de que veranearan por primera vez, las maestras les
mostraron con un puntero, sobre el mapa, el punto azul, junto al Atlántico,
hacia donde viajarían.
Soñaron
con el Atlántico, con la arena, todos el mismo sueño. Cuando el tren partió de
la estación, los pañuelos se agitaron en las ventanillas como una bandada de
palomas; esto lo registra una fotografía que salió en los diarios.
Cuando
llegaron al mar apenas lo miraron; siguieron viendo el mar imaginado antes de
ver el verdadero. Cuando se habituaron al nuevo paisaje, fue difícil
contenerlos. Corrían detrás de la espuma que formaba copos parecidos a los que
forma la nieve. Pero el júbilo no les hacía olvidar el secreto y gravemente
volvían a las habitaciones, donde la comunicación entre ellos se volvía más
placentera. Si no estaba en juego el amor, algo muy parecido al amor los unía,
los alegraba, los exaltaba. Los mayores, influidos por los menores, se
ruborizaban cuando las maestras les hacían preguntas capciosas y respondían con
rápidos movimientos de cabeza. Los menores, con gravedad, parecían adultos a
quienes nada perturba. La mayoría tenía nombre de flores como Jacinto, Delio,
Margarita, Jazmín, Violeta, Lila, Azuceno, Narciso, Hortensio, Camelio:
apelativos cariñosos elegidos por los padres. Los grababan en los troncos de
los árboles, con uñas duras como de tigre; los escribían sobre las paredes, con
lápices carcomidos; en la arena húmeda, con un dedo.
Emprendieron
el regreso a la ciudad, con el corazón rebosando de dicha, pues viajarían, de
regreso, en avión. Se iniciaba un festival de cine aquel día y pudieron
entrever furtivas estrellas en el aeródromo. De tanto reír les dolía la
garganta. De tanto mirar, los ojos se les pusieron punzó.
La
noticia apareció en los periódicos; he aquí un texto: El avión en que viajaban
cuarenta niños de un colegio de sordomudos, que volvían de su primer veraneo en
el mar, sufrió un accidente imprevisto. Una portezuela que se abrió en pleno
vuelo ocasionó la catástrofe. Sólo se salvaron las maestras, el piloto y el
resto de los tripulantes. La señorita Fabia Hernández, que fue entrevistada,
asegura que los niños al precipitarse en el abismo tenían alas. Quiso detener
al último, que se arrancó de sus brazos para seguir como un ángel detrás de los
otros. La escena la deslumbró tanto por su intensa belleza que no pudo
considerarla en un primer momento una catástrofe, sino una visión celestial,
que jamás olvidará. Todavía no cree en la desaparición de esos niños.
–Mostrarnos
el cielo, para precipitarnos en el infierno, sería una mala jugada de Dios
–declara la señorita Lelia Isnaga–. No creo en la catástrofe.
Dice
Albina Romarín:
–Todo fue
un sueño de los niños, que quisieron deslumbrarnos, como lo hacían en los
columpios de la plaza. Nadie me persuadirá de que han desaparecido.
Ni el
cartel rojo que anuncia el alquiler de la casa donde funcionaba el colegio, ni
las persianas cerradas, desaniman a Fabia Hernández. Con sus colegas, a las
cuales está unida, como los niños lo estaban entre ellos, visita el viejo
edificio y contempla los nombres de los alumnos escritos en las paredes
(inscripciones por las que los reprendían) y algunas alas dibujadas con
destreza infantil, que testimonian el milagro.
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