Manuel A. Alonso
Tratábase de celebrar la fiesta del santo
patrón de un pueblo de esta Isla, y siguiendo la costumbre establecida en casos
semejantes, comenzó el Alcalde por abrir una suscripción en la que pronto figuraron
los nombres de las principales personas de dicho pueblo. Vivía en el mismo un vecino
joven que el señor Cura recogió cuando niño porque tuvo la desgracia de perder a
sus padres, y lo había criado, dándole la educación que pudo, pues el buen señor
hasta de lo necesario solía privarse para socorrer a los desgraciados y esto quiere
decir que su bolsa estaba tan limpia de dinero como su alma de pecados.
Pedro González, que
así se llamaba el niño, creció teniendo siempre a la vista el buen ejemplo del sacerdote
y como de suyo era bien inclinado, llegó a ser el mozo más honrado, servicial y
bonachón; tanto que lo conocían todos por el nombre de Perico Paciencia, y así le
llamaban sin que por ello se le diera un comino.
Pensando sin duda en
hacer una buena obra iba nuestro hombre por la calle, cuando se encontró con el
Alcalde, que, con la lista en una mano y el lápiz en la otra, le interpeló de este
modo:
–Vamos, Perico, a ver
con cuánto te apuntas para los gastos de la fiesta.
–Señor Alcalde, con
mucho gusto; lo que siento es que no tengo más que un peso, que si más tuviera vería
usted qué pronto se lo entregaba, como hago con éste.
Y, en efecto, entregó
cuatro pesetas, único caudal que poseía en aquel momento y que llevaba consigo.
–Pero algo más puedo
hacer: usted tendrá que mandar por los músicos al pueblo vecino porque aquí no los
hay; yo tengo mi caballito, iremos los dos y se ahorra el alquiler de un hombre
y un caballo. Además iré también a llevarlos después de la fiesta.
–Gracias, Perico, gracias
y acepto tus ofrecimientos. Mañana temprano es preciso marchar.
–Lo dicho, señor Alcalde,
al amanecer saldré de aquí para estar de vuelta antes del mediodía, porque a las
doce debo disparar los truenos y repicar las campanas.
A la mañana siguiente
llegaba Perico con una recua de siete caballos a la casa del director de la orquesta;
mas el Alcalde parece que en materia de repartos no era muy inteligente y había
echado la cuenta sin los violines, el trombón y el contrabajo, de modo que, después
de estar a caballo los seis músicos, se encontró Perico con que tenía que acomodar
en el séptimo caballo, que era el suyo, dos violines con su caja, el contrabajo
con la suya, un trombón y su no pequeña humanidad. No vaciló por esto y dos horas
después entraba en su pueblo precedido de los músicos y el caballo cargado con los
demás instrumentos, menos el contrabajo que llevó sobre su cabeza para que no sufriera
la menor avería.
Media hora después,
repicaba las campanas que era un gusto y entre uno y otro repique disparaba una
porción de truenos que sin subvención de ningún género había fabricado. Por la noche
cantó en la salve, dirigió la alborada, disparó los cohetes y dio muchos vivas al
Santo patrón y al Alcalde, que lo había dejado a pie y con carga. Al día siguiente
tocó el Ave María, cantó en la misa y cuidó del arreglo del salón en que por la
noche debía darse el baile. Llegó la hora de éste y con ella la de recoger Perico
el premio de todos sus trabajos. Ya el Alcalde, el Síndico y demás notables acompañados
de sus caras mitades y no menos caras hijas ocupaban la sala, y la juventud masculina
tosía, se arreglaba el cuello de la camisa o hacía otras cosas por el estilo, aguardando
el momento de poner en juego las piernas al compás de la música. Perico se presenta
a la puerta vestido con una levita nueva, que así como el resto de su traje no estaba
muy conforme con el último figurín de modas, aunque podía pasar, y unos botines
que le apretaban sin piedad, pero no piensa en esto cuando se trata de bailar con
la hija del Alcalde, de quien estaba secretamente enamorado. Desde aquel sitio descubre
a la niña que lleva un hermoso traje, regalo de su papá y comprado con el producto
de la visita de tiendas de aquel año; los ojos de Perico se anublaron y su corazón
dejó de latir y empezó a galopar. Perico se quedó como todos nos hemos quedado en
iguales circunstancias.
Mientras tanto la escogida
concurrencia estaba escandalizada.
–¿Cómo –decía uno– atreverse
a venir al baile un hombre que lleva recados de todo el mundo?
–Y que ha traído los
músicos –añadía otro.
–Y el contrabajo a cuestas.
–Y que dispara truenos.
–Y que toca las campanas.
–Y que da vivas al Patrón
y al Alcalde.
–Y que arregló esta
sala.
–Pues lo que es yo
–decía la chica del Alcalde– no bailo con él. ¡No faltaba más! Un hombre que fue
descalzo a llamar la comadre cuando el último parto de mamá.
–Ahí tiene usted –añadía
la señora del Síndico– lo que son las cosas, ese chico aunque hijo de mi prima Josefa
(que en gloria esté) como el Cura es así tan… tan… pues… tan llano, no le ha enseñado
más que a ser honrado.
–Verdad, doña Brígida,
pero no puede entrar en la buena sociedad porque sus costumbres y sus modales no
son de lo mejor –dijo la señora del abastecedor de la carne, íntimo amigo del Alcalde.
Éste, lejos de calmar
la tormenta la aumentaba sonriendo a uno, guiñando el ojo al otro, y dando la razón
a todos. Por último, cuando vio que la opinión era unánime se dirigió a Perico,
que repuesto algo de su emoción penetraba resueltamente a donde más le valiera no
haber entrado.
–Perico, óyeme una palabra.
–Sí, señor –contestó
poniéndose colorado, porque pensó que habían sorprendido su secreto amor.
–Mira, Perico: siento
lo que voy a decirte; pero es preciso. Los concurrentes al baile tienen a mal el
que hayas venido, y yo te aconsejo que te vayas para evitar un lance.
–Pero ¿qué he hecho
yo para que me echen así? ¿No soy un hombre honrado y trabajador? ¿No están ahí
mis parientes?
–Es cierto: pero ellos
tienen una posición que tú no tienes y tus circunstancias y las mías no me permiten
admitirte.
–Y ¿por qué no? Mi padrino
¿no me ha enseñado lo que saben todos esos señores? ¿No cumplo con todos mis deberes?
¿No he pagado como ellos los gastos de la fiesta? Y, además, ¿no he trabajado sin
cesar para que quedara lucida?
–No sé qué decirte,
hijo; pero el caso es que tienes que marcharte, porque así lo quieren y yo te mando
que lo hagas.
–Bien, señor Alcalde,
bien; me voy por obedecerle; pero maldito si entiendo el motivo, y le juro que no
he de parar hasta dar con la explicación de todo esto.
Aquella noche no durmió
Perico; más de dos horas pasó hablando con el Cura, que estaba despierto cuando
llegó a su casa y que se admiró de verle volver tan temprano y nada alegre.
A la mañana siguiente
se presentó de nuevo al Alcalde.
–Señor Alcalde –le dijo–
aquí estoy a cumplir lo ofrecido. Vengo para ir a llevar los músicos.
–Perico: mucho siento
lo de anoche, no fue culpa mía; pero qué quieres, las circunstancias…
–Usted, señor Alcalde,
hizo lo que creyó bien hecho, yo haré lo que debo y nada más.
***
Quince años después de lo que acabo de
referir llegó también el día de la fiesta y para convidar a ella se repartían esquelas
redactadas así: “Don Pedro González, Síndico de la Junta Municipal de… comisionado
por ésta y los demás vecinos contribuyentes, tiene el honor de invitar a usted para
la fiesta que en obsequio del Patrón celebrará dicho pueblo en los días de… de los
corrientes; esperando se sirva usted concurrir para mayor lucimiento.”
Don Pedro González,
Síndico de la municipalidad y vecino influyente, no era otro que Perico Paciencia.
Nada se hacía en el pueblo sin contar con su voto, y el antiguo Alcalde se envanecía
de tenerle por yerno; pues hay que saber que aquella misma hija suya que no quería
bailar con Perico llegó después a quererle de veras, de modo que cinco años más
tarde era su esposa.
¿Qué había hecho Perico
para que de tal manera variase de opinión?
Perico hizo lo que cualquier
hombre honrado y laborioso puede hacer, y llegó a donde no podía menos de llegar.
Al salir del baile donde
no lo admitieron, por no creerle bastante digno, fue inmediatamente a contarle todo
al sacerdote, su segundo padre. Éste fue poco a poco calmándole y cuando lo hubo
logrado, le dijo en resumen:
–Hijo mío: tan pobre
como tú, no dudé en recogerte cuando murieron tus padres; seis años tenías entonces;
yo no era joven y hoy he llegado a ser viejo. Pensé, lo primero, en hacerte honrado
y laborioso, y, gracias a Dios, lo he conseguido; todos te estiman porque tienes
ambas cualidades, pero mi pobreza no me permitía gastar en buenas ropas y calzado
para ti lo que otros más infelices necesitaban para no morirse de hambre, tu corazón
era y es hermoso, tu ropa fea y remendada, hasta que hace poco has podido comprar
otra mejor con el producto de tu trabajo. Aspiras a alternar con las principales
personas del pueblo y nada más justo; por tu bondad lo mereces, si bastara ella
sola para lograrlo, y por tu origen ninguno hay que te aventaje; sólo falta el que
no lo solicites, sino que aguardes a que tus méritos te allanen el camino y que
te busquen los mismos que hoy te rechazan.
“Nada de odios, nada
de chismes; refrena hasta tu bondad; si algo puedes dar, dalo con discernimiento,
y no dejes que la vanidad te lleve, sin que tú mismo lo conozcas, a ser despilfarrador
cuando piensas ser generoso. Trabaja mucho y sin cesar y yo te aseguro que serás
de los primeros, aquí donde hoy eres de los últimos. Cuando tengas una casa en la
que reine la abundancia, no te faltarán amigos y querrá entrar en ella siendo tu
esposa la mejor y más bella de las jóvenes que hoy no te miran siquiera. Ánimo,
pues y en lugar de lamentarte como un niño, pórtate como un hombre.”
Perico, como he dicho,
no durmió aquella noche pesando en las palabras del señor Cura. Al día siguiente
había tomado su partido. Cuando volvió al pueblo después de llevar los músicos a
nadie habló de lo ocurrido en el baile; si se lo recordaban no se daba por entendido.
No faltó alguno de esos enredadores, que por desgracia hay, que le aconsejó que
se quejara al Capitán General Gobernador Civil, delatando ciertos pecadillos verdaderos
o falsos que se atribuían al Alcalde; Perico contestó que el oficio de delator no
le hacía maldita la gracia y que no quería servir de instrumento a nadie; y que
lo que quería era trabajar y nada más que trabajar. En una palabra, se condujo tan
bien que los vecinos empezaron a confesar que era un excelente chico, y como su
tema era siempre el trabajo, acabaron por ayudarle y protegerle, de suerte que la
pequeña tienda, que debiendo cuanto en ella había, estableció al principio, se convirtió
pocos años después en la mejor del pueblo, sin que a nadie debiera un centavo.
Allí se reunía lo más
escogido en los días festivos; la niña que tanto había hecho penar al pobre Perico,
iba a hacer sus compras y echaba al dueño unas miradas y le sonreía de un modo que
al recordarlo equivocó más de una cuenta.
Al primer baile que
concurrió, lejos de ser rechazado, todos querían obsequiarle, y más de una mamá
pensó que era joven, bien parecido y que tenía con qué sostener los gastos de una
familia. Perico nada advirtió, porque estaba deslumbrado y sólo veía a Angelina,
su antiguo tormento; dirigiose a ella y esta vez conoció que se alegraba al bailar
con él… lo demás se suprime para no cansar al benévolo lector. Unos meses después
se casaron y cuento concluido.
Tal es la historia de
Perico Paciencia, que nunca he olvidado y que creo representa al vivo la de nuestra
Isla. Pobre y desvalida era al comenzar el siglo presente y Dios sabe lo que de
ella hubiera sido sin el bien natural de sus habitantes y los socorros que recibió.
Como Perico tuvo quien le ayudara, pero también el protector empobreció y no pudo
hacer más que conservarle la vida y hacerla honrada; el vestido era viejo y remendado,
zapatos no pudo hasta más tarde comprarlos. ¡Pobre sacerdote que no podría dar aquello
de que él mismo carecía!
Pasaron años: Perico
creció, robusto y bonachón hasta más no poder, y creyó que podía asistir al baile;
para ello se necesitaba algo más que ser bueno y no fue admitido. Tal fue la situación
de la Isla en el año 1837, cuando se le negó la representación en Cortes. Entonces
hicimos como Perico, siguiendo lo que nuestra buena índole, más que nuestra escasa
instrucción, nos aconsejó. Parece que un santo repitió a nuestros oídos: “Nada de
odios, nada de chismes. Trabaja y cuando tus méritos te hagan acreedor nadie te
negará lo que hoy no puedes conseguir el que te otorguen”. Siempre que alguno nos
daba un mal consejo cerrábamos los oídos y nunca reñimos con quien no debíamos reñir.
Este comportamiento
hizo que se empezase por reconocer que éramos buenos chicos; después no faltó quien
dijese que era preciso ayudarnos, y hace años que una parte de la prensa aboga en
nuestro favor. Hoy el clamor es casi unánime y los que dirigen el baile tratan sobre
si se nos envía una esquela de convite; de modo que debe esperarse que al fin… Perico
se casará con la hija del Alcalde.
¡Cuidado, señor novio!
¡Cuidado! Tenga usted juicio; si no, aunque pueda usted mantener la mujer, aunque
su ropa sea a la última moda, aunque baile usted a las mil maravillas y por más
que lo conviden; no hará otra cosa que… llevar a cuestas el contrabajo.
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