Manuel Díaz Martínez
Me pidió permiso para sentarse
a mi mesa y se sentó. Un surco ennegrecido le cruzaba la garganta. No pude evitar
el calosfrío.
–¿Le llama
la atención mi cicatriz? –preguntó el joven.
–¡Ah, no!
–fue mi hipócrita respuesta.
–Es una desgracia
que aún me tortura. Al final de la guerra me hicieron prisionero y un oficial me
sableó. Me dieron por muerto, me abandonaron.
–¿Al final
de qué guerra?
–De la guerra
contra España.
–¿Cómo?
–De la guerra
contra España.
Llamé al camarero.
Le pedí la cuenta y agregué:
–Mire a ver
qué desea tomar el señor.
–¿Qué señor?
–masculló el camarero.
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