viernes, 15 de septiembre de 2023

Lidia Petrovna

Eraclio Zepeda

 

A Nils Castro

Cuando ascendimos a la fortaleza que domina a Baracoa encontramos aquellos muros de piedra poderosa, las almenas dentadas como el lomo de un caimán, sus viejos cañones con figuras cinceladas en el bronce que un día disparara furiosas andanadas sobre el velamen de bajeles piratas.

En el patio de la fortaleza nos esperaba el comandante de la guarnición local, con su tropa formada según el reglamento que todos habíamos aprendido apenas unas cuantas semanas antes. Le entregué el parte, le di las novedades y me puse a sus órdenes. Improvisó un pequeño discurso a mis compañeros acerca de las actividades que habíamos realizado, ordenó a dos oficiales que acomodaran a la tropa en los dormitorios del fuerte y me invitó a su oficina para tomar el café.

–Quiero que tú, compañero, te instales en el hotel, allá abajo, cerca de la plaza. Es el único hotel que encontrarás por estos lados –me dijo.

En un jeep soviético que él me prestara, llegué frente a un edificio inusitado, de tres pisos, pintado de amarillo, ocupando una esquina frente al mar. El chofer me saludó militarmente y se fue con su carro por el empedrado de la calle. Levanté la cara y leí: “Hotel Ermitage”. La pequeña puerta daba acceso a una sala alfombrada de manera tal, que más bien me pareció entrar a una ilustración decimonónica. Por otro lado mis botas estaban sucias de lodo y me era incómodo pisar aquellas alfombras.

Los sofás, los sillones, las sillas con forros de terciopelo rojo bastante luido por un uso inclemente, lucían en la parte superior del respaldo tapetitos tejidos por una mano experta. La profusión de cortinas de terciopelo, amarillas y rojas, recogidas a los lados de otras impecables cortinas de punto, me producía una sorpresa que iba en aumento al descubrir, pendiente del techo, una increíble lámpara de doce bujías, toda de porcelana, abigarrada de florecitas minuciosas, exactamente arriba de la mesa redonda de centro sobre la cual se asentaba una enorme caracola color de rosa pálido, en cuyo laberinto habitaba sin duda el sonar del mar, a menos de quince metros del océano.

Descubrí, además, una colección de acuarelas mostrando paisajes de invierno, que en orden sucesivo se alineaban como soldados a lo largo de una pared: seis a la izquierda, seis a la derecha, dejando en el medio un espacio ancho ocupado por la copia casera de un paisaje que mostraba un ancho río, sin duda el Volga, coronado por una suave neblina, bordeando una eminencia poblada de arces y abedules en donde surgían las cinco cebollas de una iglesia rusa, con un alto campanario detrás. Había en una esquina, encima de un mueble triangular, un hermoso samovar de cobre, cubierto de medallas de esmerado trabajo. Asombrado paseaba la vista por la sala del Hotel Ermitage cuando apareció una enorme mujer, gruesa y alta, con una espesa cabellera que debió ser dorada y ahora presentaba un cierto amarillo triste, entrecano. Su cara lucía polvos de arroz que blanqueaban un cutis ya de por sí pálido; pero en su rostro había dos hermosos ojos azules.

–Bienvenido, compañero –me dijo con un acento en el que se notaban sonidos no del todo españoles–. Quítese las botas, déjelas en la puerta, suba al segundo piso, cuarto número 8. Tiene baño privado. Las botas yo las mandaré a limpiar y haré que se las suban después.

Iniciaba ya, descalzo, el ascenso por la escalera, cuando volví a escuchar su voz llena de erres difícilmente pronunciadas.

–A las cinco treinta le espero para tomar té.

–Encantado señora –dije y seguí el ascenso.

El cuarto número 8 del Hotel Ermitage era ciertamente extraordinario; su angosta cama, durísima como si estuviera hecha de cemento, estaba cubierta con una colcha del tono más intensamente azul que he visto nunca. En la cabecera una pirámide de almohadas en disminución alzaban una arquitectura de fundas bordadas; la torre estaba cubierta con un tapete tejido. En el suelo alfombras pequeñas, en la pared fotografías a colores, bastante menguadas por el tiempo mostrando la alta aguja del Almirantazgo de Leningrado, el Kremlin de Moscú y una iglesia de madera de algún pequeño pueblo del norte ruso. Exactamente arriba de la cama una reproducción de Repin. La mesa para escribir lucía una carpeta verde de terciopelo, sobre la cual un jarrón de cristal mostraba un ramo de flores. Aquel cuarto era absolutamente exótico en Cuba.

Una vez que me hube bañado, puesto el único uniforme limpio que tenía en mi mochila, abrí la puerta del cuarto y encontré mis botas relucientes. Bajé a la sala a las cinco y treinta en punto acariciándome la barba recién afeitada, y encontré a la dueña del hotel enfundada en un vestido pródigamente floreado, sentada a la mesa del centro de la sala, exactamente debajo de la lámpara de doce bujías. En la esquina sobre el mueble triangular, hervía el samovar.

La dueña del hotel sonrió al verme y me extendió su mano, invitándome a tomar asiento. Enfrente de mí las acuarelas con paisajes de invierno mostraban su blancura nevada, inconcebible en aquel mundo de mangos maduros y palmeras moviéndose con la brisa marina.

Asistí por primera vez en mi vida a la ceremonia del samovar y probé aquel té suavemente perfumado.

–Es un té georgiano –me explicó–. Ahora no es difícil comprarlo aquí. Le recomiendo que pruebe usted los pastelillos.

Agradecí su ofrecimiento y tomé uno de ellos.

–¿Cuál es su nombre? –me preguntó agachándose de pronto para subir un gato sobre su regazo.

Le contesté y hube de contarle que era mexicano porque ella misma me lo inquirió.

–Usted dígame simplemente Lidia –me dijo ella a su turno. Iba a preguntarle algo cuando se presentó el chofer que me trajera al hotel diciéndome que el comandante de la guarnición me esperaba en la fortaleza para comunicarme algo. Me levanté inmediatamente para salir, pero la dueña del hotel me detuvo con la mano:

–Le espero sin falta a las ocho de la noche para cenar, usted es mi único huésped y no deseo sentarme sola a la mesa.

Le prometí que volvería a la hora indicada y salí.

Pasé en el fuerte el resto de la tarde hablando con el comandante de la guarnición sobre cosas exclusivamente relacionadas con el servicio. Revisé el alojamiento de mis compañeros y ordené una revista de armas para constatar que estaban perfectamente limpias. Aquella tarde el crepúsculo fue muy largo y sostenido, iluminando de un color intenso las piedras de los muros y colocando tonos rojizos en el bronce de los viejos cañones.

Regresé al hotel poco antes de las ocho; subí a mi cuarto para asearme y bajé al comedor justo a la hora exacta. En la puerta me esperaba Lidia.

Me condujo a una mesa poblada de sardinas, quesos, salchichones ahumados, hongos y peces en salmuera; era ciertamente una mesa difícil de encontrar en la Cuba de aquellos días. Me ofreció un aguardiente fuerte y me pidió que le hablara de México, país del cual tenía una información aproximada a través de películas, canciones y alguna lectura ocasional hecha en alguna revista de gran circulación. Me escuchaba atentamente invitándome a probar sus entremeses con suaves ademanes mudos para no interrumpir mi descripción. Advertí en su actitud ese lazo misterioso que une a dos extranjeros que se encuentran de pronto en un país ajeno.

–Usted siente tristeza y nostalgia por la patria –comentó de pronto Lidia con su acento de erres trabajosas.

–¿Y usted? –le pregunté mientras agotaba de un trago largo el aguardiente de mi copa.

–Enorme. Llega a veces a angustiarme de manera insoportable.

–¿Piensa regresar? –pregunté.

–No. –Y después de aquel monosílabo Lidia permaneció en silencio con sus enormes ojos azules colgados de un punto inasible.

–¿Es usted rusa, verdad, Lidia?

Ella sonrió. Me miró a los ojos y de pronto se levantó de la mesa diciendo:

–Sí, soy rusa. Me gustaría que me llamase Lidia Petrovna. –Al marchar a la cocina decidió: “Y ahora la sopa.”

Volvió con una olla humeante de donde sirvió en nuestros platos un puchero de verduras y carne, al cual agregó una cucharada de crema, y se sentó nuevamente diciendo: “Es una sopa de mi país.”

A la tercera cucharada de aquella sopa no pude soportar más tiempo la curiosidad y le pregunté de improviso:

–¿Cuándo salió de Rusia, Lidia Petrovna?

Sus cejas dieron un aletazo y se juntaron casi encima de sus ojos. Comprendí que había cometido una indiscreción. Sin embargo sus pupilas azules fueron perdiendo dureza y vi renacer en ellas su tranquila profundidad, aunque ahora levemente húmedas.

–El 27 de octubre de 1917 –me contestó cortando las palabras como para conseguir una solemnidad mayor.

Terminamos la sopa en silencio. Lidia Petrovna se levantó suavemente y volvió a la cocina. Escuché ruidos de sartenes y de platos. Ante mí tenía el Volga coronado por la niebla. Regresó sin pronunciar una palabra y me ofreció un plato de salmón. Me sirvió vodka nuevamente y ella también llenó su copa.

Yo observaba aquella mujer comiendo en silencio, como si le costara un esfuerzo grande. Tenía tal vez unos 65 años. Pero, ¿de dónde salía aquella evidente energía, que se notaba aun ahora en estos momentos de tristeza?

–Brindo por su juventud, Lidia Petrovna –dije alzando la copa y al instante tuve la seguridad de ser totalmente torpe.

–Nada hay en ella que merezca un brindis –me contestó con una voz profunda, y bebió su copa sin esperar nada.

Con grandes esfuerzos pude mantener una conversación gris a base de comentarios pretendidamente culinarios. Algo me dijo de la cocina estoniana y también de algunos platos de Crimea, pero no recuerdo exactamente.

Tomamos el té salido de aquel samovar tan digno (“Es de Tula”, había dicho Lidia Petrovna con voz apagada).

–Si desea fumar, hágalo –me indicó.

Yo señalé un letrero: “No fumar. No smoking.”

–No tiene sentido –me replicó–. Lo he puesto ahí porque detesto a la gente que llena de humo las habitaciones. Pero quiero que usted se sienta en su casa.

De cualquier manera no quise fumar en aquel momento.

–Le invito a salir a respirar el aire puro –dijo Lidia Petrovna levantándose. Yo la seguí.

Salimos al paseo costero de Baracoa, hermoso malecón de inusitadas dimensiones en una ciudad tan pequeña como es aquella vieja villa fundada por españoles.

Caminamos tal vez un kilómetro y nos sentamos en un pequeño muro frente al océano. El mar era fosfórico aquella noche y emanaba un fuerte olor de algas en movimiento. Había una calma total y el agua tocaba las rocas de la orilla sin ningún estruendo. El Atlántico parecía una gigantesca pupila. A lo lejos el farol de un pescador permanecía quieto, sin moverse, encima de su barca.

–Por esta mar vine, hace ya tanto tiempo que parece un sueño… –dijo de pronto Lidia Petrovna.

–¿Desde su patria vino? –pregunté yo.

–No; venía de Francia. De Petrogrado había salido, habíamos salido, tres años antes.

Esperaba que Lidia Petrovna continuara su relato, pero ella guardó un prolongado silencio.

–Regresemos al hotel –dijo al fin; caminamos callados un trecho largo; pero al pasar frente a un pequeño parque de juegos infantiles Lidia Petrovna se detuvo y señalando una banca de cemento me invitó a sentarnos.

–Le agradezco que no me pregunte nada –me dijo al cabo de un rato–. Precisamente, por eso, voy a contarle lo que usted espera.

Yo no volví hacia ella la mirada, sino simplemente me acomodé mejor en la banca y encendí un cigarro.

–Vivíamos en Petrogrado –empezó Lidia Petrovna con una voz muy lenta, fatigada, arrastrando las erres–. Mi familia vivía muy bien porque mi padre tenía acciones en varios bancos. Para nosotros el mundo era hermoso y el Zar creaba el equilibrio necesario para ese mundo. Yo estudiaba en una escuela de señoritas nobles o ricas, en el Smolni, enorme edificio de dos plantas y grandes pasillos. Es un edificio que usted, sin duda, conocerá por fotografías porque allí sucedieron cosas importantes después. El día que supimos con espanto la abdicación del Zar, sentimos que el mundo se abría debajo de nuestros pies. ¿Cómo vivir sin el Zar? ¿Quién mantendría el equilibrio como decía mi padre? Aquellas heladas mañanas de febrero de 1917 las recuerdo muy claramente. Mi padre caminando nervioso en la biblioteca, y mi madre rezando en la sala de íconos. Y nosotras, las hijas, sintiendo que en el pecho algo quería romperse. Empezaron grandes acontecimientos en Petrogrado. La calle estaba ocupada por soldados y obreros con banderas. El nuevo gobierno, el de Kerenski, no parecía sólido. Mi padre empezó a hacer envíos de dinero al extranjero. Luego vinieron los días de las matanzas de obreros en las calles. Mi padre estaba radiante y yo por primera vez no estuve de acuerdo con él, aunque desde luego no me atreví a expresar mi punto de vista. Cuando llegó aquella fría noche de octubre, en la que cañonazos, tableteo de ametralladoras, disparos de fusilería y luces de reflectores moviéndose en el cielo anunciaron el triunfo de los bolcheviques, mi padre ordenó la salida al extranjero. Preparamos las maletas con lo más indispensable. Era un viaje “por poco tiempo” decía mi padre, y en el extranjero teníamos dinero de sobra gracias a sus precauciones. Mi padre ordenó que pusiera mis joyas personales en un pequeño cofrecito de mano y salimos de la casa todos juntos. La calle estaba a oscuras, y aun ahora no puedo explicarme en qué momento surgió en mí aquella idea increíble: ¡yo no abandonaría Petrogrado! Cuando mi familia subió a los coches me escurrí en la oscuridad apretando entre mis manos el cofrecillo de las joyas, mientras los motores arrancaban. No entiendo cómo no se percataron que yo quedaba en la calle.

Volví a entrar a la casa para ponerme ropas más sencillas, pero de pronto pensé que mi padre ordenaría regresar en mi busca, y me llené de un miedo terrible. Tomé un vestido del ropero, envolví en él al cofrecito y salí rápidamente a la calle. Al llegar a la esquina vi las luces de los coches que regresaban. Corrí por la calle transversal, crucé el puente encima del canal y me escondí en el umbral de la puerta. Escuché, débilmente, cómo al cabo de un tiempo los coches volvían a iniciar su camino. Estaba totalmente sola. Aquella fue una noche terrible para mí. El miedo me impedía las acciones más elementales. Los reflectores rompiendo la noche me ponían aún más nerviosa que los disparos y las canciones obreras avisando su victoria. Al amanecer llegué a la avenida Nevski. De pronto sentí que una mano me tomaba del brazo y creí desfallecer: “¿Qué hace usted a solas Lidia Petrovna?”, escuché y descubrí a Ivan Alexiévich envuelto en un abrigo viejo. De su uniforme oficial no quedaba nada. “No quise irme con mis padres”, le dije. “Está usted loca”, me contestó de manera ofensiva y tomándome de la mano me arrastró varias cuadras hasta llegar a una tienda de frutas del Cáucaso. Ivan Alexiévich abrió la puerta de la tienda y subimos por una escalera a una pequeña habitación posterior. “Cámbiese de ropa inmediatamente”, me ordenó cerrando la puerta detrás de él al salir de la habitación. Al cabo de unos minutos volvió a entrar con un poco de pan y queso. Me explicó muy rápidamente la situación asegurándome que nos matarían si permanecíamos en Petrogrado. A él por ser oficial del Zar y a mí por ser hija de mi padre. El miedo me hacía llorar, Ivan Alexiévich me brindaba su apoyo. No podía entender cabalmente qué fuerza me impulsaba a besar aquel oficial al cual yo conocía solamente por dos o tres valses que danzamos juntos en algún baile y por una visita que nos hiciera una tarde en la casa de campo. En el primer día de aquella Revolución yo descubría el amor de una manera imposible de rechazar. Permanecimos en aquel pequeño cuarto, convertido ya en alcoba, todo el día. En la noche emprendimos el camino rumbo a Finlandia.

Pocos meses después llegamos a París. La primavera empezaba y las hojas aparecían en los árboles de los boulevares. Ya habían llegado los primeros pájaros a los puentes del Sena. París fue maravilloso aquellos primeros días. Era el encuentro con los exiliados, la seguridad repetida en todas las bocas de que el regreso estaba próximo, que aquello no podía durar, que sólo era cuestión de meses para que las potencias intervinieran y los bolcheviques se acabaran. Nos casamos en una Iglesia Ortodoxa que está cerca de Courcelles. Ivan Alexiévich tuvo algunos trabajos que perdía irremediablemente. Cada nueva joya que sacaba de mi cofrecillo para llevarla a la venta me causaba una gran angustia. Aquel camino hacia la Rue Saint Jacques donde estaba el anticuario armenio que me compraba los brazaletes, collares y anillos, podría reconstruirlo ahora paso a paso. Pasaron los años. La intervención de los aliados fracasó completamente. Los bolcheviques eran más fuertes cada día. El regreso empezó a ser un sueño doloroso para nosotros. Entre los exiliados los pleitos eran constantes. Ivan Alexiévich había conseguido un trabajo como cuidador de una caballeriza. Su esmerada educación ecuestre en la guardia del Zar le servía al fin para algo; aunque aquí sólo se tratase de recoger el estiércol de los caballos de Monsieur.

A finales del año de 1921 advertimos claramente que estábamos en un callejón sin salida, París se había convertido en un sitio absolutamente inhóspito y el regreso a Rusia era imposible. En el cofrecillo quedaban algunas cosas que terminarían por acabarse en un par de años más. Había que escapar ahora que aún se podía hacer algo. Hablamos largamente de esto un día: recuerdo que todo empezó en el cementerio de Pére Lachaise a donde llevamos a enterrar a un viejo señor de Riazan. En la tarde estábamos absolutamente convencidos que deberíamos abandonar París. Después dijimos que habríamos de abandonar Europa. Decidimos celebrar nuestra decisión con una buena cena. Volver a sentarnos en un restaurante, como si hubieran regresado los buenos tiempos, y ordenar una buena sopa y un guisado excelente, y claro una botella de vino, y vodka para Ivan Alexiévich, y champaña al final y reírnos y bailar. Decidimos hacerlo así. Al pasar por el Sena compramos un mapamundi a uno de esos libreros de viejo que están cerca de Notre Dame en la orilla izquierda. Buscamos un restaurante que amábamos en el Boulevar Saint Michel y ordenamos una gran cena.

Al final extendimos el mapa encima de la mesa y decidimos encontrar el país al cual debíamos dirigirnos. Europa había que abandonarla, en eso estábamos de acuerdo. Asia era peligrosa como lugar de residencia: Ivan Alexiévich había leído un informe de la Internacional Comunista acerca de la revolución de los pueblos de oriente. No nos servía Asia. África ni pensar en ella, era un extenso territorio salvaje. ¡América! Ése era nuestro destino. Ivan Alexiévich dijo: “Iremos a América, pero a un país a donde nunca lleguen los bolcheviques.” Y con su dedo recorrió el mapa hasta detenerse en Cuba. “He aquí el sitio”, dijo. “Ésta es la isla más segura del mundo y nosotros nos iremos al punto más lejano de la isla. Aquí”, dijo señalando la punta oriental, cerca ya de la isla de Haití. Brindamos por Cuba y por nuestra felicidad con una champaña alegre y salimos rumbo a nuestro tristísimo cuarto. Excitados, esa noche casi no pudimos dormir. Al día siguiente muy temprano fuimos a la compañía naviera a preguntar el precio de los pasajes y después volvimos a la Rue de Saint Jacques en busca del armenio para venderle las joyas necesarias. Una semana después nos embarcamos en el Havre en un carguero, el “Jeanne d’Arc”.

La vida fue hermosa en la isla. El descubrimiento del trópico, el sabor de las frutas, el color del mar. De La Habana vinimos a Baracoa en un pequeño velero costeando la isla. Para esas fechas habíamos resuelto instalar un hotel. Ivan Alexiévich había oído decir que por esos rumbos no había ningún establecimiento semejante y estaba seguro de que sería un negocio bueno. Yo pienso que, en el fondo, aquellos planes se debían a que en nuestros días de hambre el hotelero se aparecía ante nosotros como el hombre más poderoso de la tierra cuando se presentaba, en aquellas mañanas frías de París, a cobrarnos el alquiler.

En Baracoa buscamos cuidadosamente el sitio adecuado. Compramos la casa que usted conoce, le hicimos los arreglos necesarios e inauguramos el Hotel Ermitage con una gran fiesta a la que asistió el alcalde y el jefe militar. La elección de los muebles y la decoración fue obra personal de Ivan Alexiévich.

Pasaron los años. Cada vez era más insoportable la ausencia del invierno. Esta verdura insultante todo el año, este no cambio, la inmovilidad de la naturaleza llegó a ser insoportable para nosotros. Después del primer infarto Ivan Alexiévich pasaba largas horas mirando las acuarelas invernales que usted ahora habrá visto en la sala. Leía incansablemente al Conde Tolstoi y lloraba a menudo. Una noche me leyó en voz alta un trozo de La guerra y la paz y no pudo terminar la lectura por los sollozos. Después me confesó que él habría deseado morir luchando por el Zar. Y a mí me dolía ver aquel hombre agotado ya, envejecido, que había dedicado su vida al servicio del Zar, para abandonarle después y servir a Kerenski y terminar por escaparse cuando los bolcheviques derrumbaron su mundo. Era triste verle ahora llorar con la lectura de aquel libro que en verdad encerraba su antítesis.

Por aquellos tiempos yo ya estaba absolutamente convencida que había cometido un error irremediable al abandonar Rusia. Llegué incluso a lamentar el encuentro con Ivan Alexiévich aquella mañana primera de la revolución. Quería a mi marido naturalmente, pero me pesaba haberle amado en aquella pequeña habitación de la tienda de frutas del Cáucaso. Poco a poco había nacido en mí cierto sentimiento de orgullo ruso al ver el progreso de la Unión Soviética. Ya en aquella tarde cuando leímos en el periódico la muerte de Lenin, tuvimos nuestra primera discusión seria: Ivan Alexiévich estuvo feliz con la noticia y destapó una botella de vino francés. Me negué a brindar con él. Sentía ante la noticia de aquella muerte un dolor interno, ciertamente difícil de explicar. Tuvimos una disputa desagradable e Ivan Alexiévich salió de la sala dando un portazo. Al poco tiempo volvió a entrar, sacó del armario una botella de vodka y se encerró en un cuarto del primer piso, precisamente en donde está usted instalado, el número ocho. Bebió toda la noche. Yo desde mi habitación le escuchaba bajar a la sala por nuevas botellas, le oía cantar, lanzar palabrotas, bailar y finalmente escuché que sollozaba largamente. A la mañana siguiente no salió del cuarto y yo ordené que le subieran la comida. Me negué a verle ese día.

Cuando la dictadura de Machado, la policía mataba a los revolucionarios en las calles de La Habana y de Santiago de Cuba. Ivan Alexiévich celebraba las noticias de este tipo. Decía que a los bolcheviques había que terminarlos cuando aún eran débiles, cuando aún era posible. Sostenía que después sería demasiado tarde y tendríamos que volver a empezar.

Un día llegó al hotel un joven de ojos asustados. Pidió un cuarto y yo le vi subir nervioso la escalera. Ivan Alexiévich estaba ese día de cacería. Al poco rato llegó la policía preguntando si fulano de tal estaba en el hotel. Yo les dije que no tenía a nadie de ese nombre como huésped. El oficial de policía me dijo que tal vez tuviera un nombre supuesto y me describió al muchacho de los ojos asustados. Volví a negar que en mi hotel hubiese nadie de tales características. El oficial me dijo que se trataba de un peligroso agitador. Me quedó viendo a los ojos y al fin sonrió, “le creo señora, me dijo, usted es enemiga de ellos y nunca escondería a uno de esos.” Apenas el oficial de la policía salió del hotel subí al cuarto del muchacho y le dije: “Sé quién es usted.” Él saltó de la cama. “Tranquilícese –le dije–, quiero ayudarle. Estará aquí sin salir hasta que yo le diga. Yo le proporcionaré medios para escapar.” Salí del cuarto con la seguridad de que el joven no me creería y abandonaría el hotel inmediatamente. Pero no pasó así. Le llevé comida a su habitación y él comió sin ningún temor. En la noche contraté a un viejo para que lo llevara en su barca hasta Puerto Padre donde podría encontrar ayuda fácilmente. A la media noche salieron juntos los dos hombres. Días después volvió el viejo a decirme que todo había salido bien. Algunas semanas más tarde vi en un periódico la foto del cadáver de aquel joven. Lo había matado la policía en una calle de Manzanillo. Yo lloré aquel día por primera vez en mucho tiempo y guardé el periódico en un sitio donde Ivan Alexiévich no lo pudiera encontrar.

Cuando empezó la guerra Ivan Alexiévich pareció hundirse más aún en su ya cercana muerte. En él luchaban dos sentimientos: Por un lado el dolor de ver a Rusia invadida por los alemanes, y por otro lado la esperanza de que una derrota de los bolcheviques hiciera regresar todo al año 17. Aquel conflicto le afectaba diariamente. Ante mis ojos le veía consumirse. Devoraba los periódicos buscando las noticias del frente oriental. Después de la victoria de Stalingrado su corazón dejó de funcionar. Al día siguiente después de los funerales envié al “Comité de Ayuda a Rusia en Guerra” el primer cheque postal. Fue un día de gran emoción para mí. Al regresar al hotel creía estar caminando por las calles de Petrogrado.

En el rostro de Lidia Petrovna apareció una sonrisa por primera vez durante su largo relato. Advertía precisamente aquella satisfacción cuando los faros de un automóvil nos alumbraron. El auto rodó directamente hasta nosotros y se detuvo a pocos metros.

–Compañero, te llama el comandante –me gritó el chofer del auto y yo reconocí la voz del hombre que me llevara al hotel en la mañana.

Me incorporé de la banca y me acerqué al carro. Lidia Petrovna venía detrás de mí.

–El comandante dice que se prepare para salir inmediatamente con su gente. Han reportado un nuevo desembarco.

–Me voy con usted ahora mismo –le dije–. Por favor pasemos antes al hotel a dejar a la señora y recoger mi mochila.

Lidia Petrovna y yo subimos al auto y emprendimos el camino hacia el Hotel Ermitage. Baracoa estaba totalmente dormida. El rumor del mar en calma y algunos ladridos de perros lejanos era el único sonido existente aquella noche. Sin cruzarnos una sola palabra llegamos a la puerta del hotel, Lidia Petrovna abrió y yo subí corriendo las escaleras rumbo a mi cuarto. Al bajar la encontré en el descanso de la escalera con un pequeño envoltorio de manta.

–Llévese esto –me dijo–. Son los pastelillos que le gustaron hoy a la hora del té. Se llaman piroshki, en ruso.

–Muchas gracias Lidia Petrovna –le dije, dándole la mano al despedirme.

Subí al auto y nos alejamos rumbo a la fortaleza.

–¿Conoce usted a Lidia Petrovna? –pregunté al chofer.

–Claro, ¿quién no la conoce en Baracoa?

 

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