Silvina Ocampo
Un patio con la estatua de
Baco sosteniendo racimos de uvas entre los dedos, que en verano servía de
espantapájaros, era memorable en casa de Irma y de Edimia Urbino.
Irma era
una buena modista, de las más cotizadas en Buenos Aires. Por la manera de
sostener un corte de género sobre los hombros de la clienta y plegarlo en la
cintura, haciendo resaltar un busto o una cadera, se adivinaba la jerarquía de
su destreza. Su manera de arrodillarse al pie de la clienta apretando con los
labios hileras torcidas de alfileres, para marcar el ruedo de una falda,
también denotaba su docta capacidad. En cambio, Edimia Urbino servía sólo para
rematar las costuras y acomodar en las perchas los vestidos, para abrir la
puerta a las clientas y para pasar la escoba por el piso para juntar las agujas
o los alfileres caídos, cuando las clientas se habían retirado.
En los
primeros tiempos, las dos hermanas ganaban poco dinero, pero fueron aumentando
los precios e insensiblemente acumularon una fortuna, como la que tuvieron los
padres hoy venidos a menos. Compraron una casita en Mar del Plata, del tamaño
de una lata de sardinas, según los informes que ellas mismas daban, para no
despertar envidias. Televisor, enceradora, aspiradora, máquina de lavar, heladera
y automóvil atraían pretendientes, que venían de Burzaco en motoneta o de
Avellaneda en microómnibus. Irma, que tenía las piernas bien formadas y la
cintura fina, era la de más éxito; Edimia, que era como una especie de
fotografía fuera de foco de su hermana, no lograba que la mirasen siquiera,
cosa que no le preocupaba en lo más mínimo. Los hombres no le interesaban:
todos tenían barba e inútilmente se afeitaban; un formato de cuerpo incómodo,
por más que dijeran que era más práctico que el de las mujeres para orinar,
trajes llenos de tiradores y de ligas. Le interesaban los gatos: todas las
mañanas desde que cumplió quince años les llevaba carne cruda y restos de
comida. En Buenos Aires hay muchas personas que llevan a Palermo, al Botánico,
al Parque Lezama, comida para los gatos; pero ella, Edimia, llevaba comida a
todos los gatos de la ciudad. La conocían, acudían a su llamado, y ahora que
era más rica y que tenía automóvil, con más razón. Podía llevar carne de lomo,
pescado, que les gustaba tanto, y leche cuajada en jarras de plata. Diariamente
Edimia iba a distintos barrios; los gatos la seguían; un maullido de ella
bastaba para que acudieran y entraran en el automóvil, saltando con exaltada
familiaridad. Irma tuvo que desistir de sus viajes, de sus veraneos.
Edimia no
podía abandonar los gatos e Irma no podía abandonar a Edimia. El dinero se iba
como agua. La comida de los gatos resultaba demasiado cara, “¿Acaso no les
podría dar corazón o carnaza?” decía Irma. “Los gatos son delicados –respondía
Edimia–. Si les llevamos porquerías ¡qué dirán de nosotros!”. Irma se resignó.
Edimia
siguió recorriendo en automóvil las calles de Buenos Aires, los lugares
apartados, los alrededores. Fue en Almagro donde se detuvo un día en una
reunión de gatos gordos que tomaban sol y se lamían las patas perezosamente.
Edimia detuvo el automóvil con una frenada brusca y emitió un maullido
perfecto. Abrió las portezuelas y todos los gatos; se precipitaron dentro del
coche, salvo uno que ronroneando se quedó acostado. Indignada, Edimia bajó del
coche, se acercó al animal y le habló en estos términos: “Vengo del centro de
la ciudad, me molesto y usted se queda, señor, durmiendo. ¿Es justo? ¿Es
natural?” El gato no se movió. Edimia le dio una palmadita y algo de comer en
la boca. El gato levantó la cabeza sin convicción, pidiendo más. Edimia le dio
bocados de carne hasta que el gato, satisfecho, se levantó y lentamente se
alejó. Edimia maulló de nuevo, el gato siguió caminando con su paso de tigre
desdeñoso. Edimia lo siguió, cruzó un mercado, una plaza, un terreno baldío;
ahí se metió en una casa prefabricada. Edimia espió desde la puerta el interior
del cuarto. Un hombre le daba de comer al gato. Afuera, al sol, en una reja,
colgaban catorce cueros. Edimia no alcanzaba a ver de qué color ni qué animales
eran. Se aproximó para mirarlos: vio que eran cueros de gato. Golpeó a la
puerta de la casa. El hombre, con amabilidad, la invitó a entrar.
–¿Hay
rabia entre los gatos? –inquirió Edimia, nerviosamente.
–¿A qué
gatos se refiere, señorita? ¿A los señores vecinos? Tienen uñas de gato y
lenguas de víbora, es cierto, y son rabiosos...
–No. No
quiero insultar a los gatos –agregó Edimia con una sonrisa encantadora–; dígame
la verdad, señor, ¿hay rabia entre los gatos?
–¿Por qué
me lo pregunta, preciosa?
Edimia se
estremeció; pensó que el hombre iba a violarla, pero serenamente siguió sus
averiguaciones.
–Vi los
cueros colgados en la reja y pensé que habrían muerto de alguna peste.
–Esos
cueros son la prueba de que gozan todos de buena salud, señorita. ¿Acaso los
comería yo si estuvieran rabiosos?
–¿Los
come? –musitó Edimia conteniendo la respiración–. ¡Cómo puede!
–¿Le da
asco?
–¡Usted
me da asco!
–A
algunas les dan asco los gatos, a otras les doy asco yo porque como gatos que
ellas aprecian, ¿en qué estamos, señorita? ¿No come usted gallinas, vacas, que
son tan grandes, perdices, pollos, pichones que son tan indigestos, pavos,
chanchos que son tan inteligentes, y pescados que también son animales como
cualquier otro, aunque vivan en el agua?
–Se va a
ir al infierno –musitó Edimia.
–Mientras
la encuentre a usted allí, me sentiré honrado, señorita.
–Me
encontrará, no pierda cuidado, mientras coma gatos.
–Diga,
¿no come usted la carne de vaca? Diga, diga.
–El gato
es diferente. No se me ocurriría comer un perro por ejemplo, ni a un cristiano.
¿Cómo se llama usted?
–Torcuato
Angora, ¿y usted?
–Amelia
Cicuta. Lo denunciaré a la Sociedad Protectora de Animales Pequeños –dijo
Edimia, con energía amenazante.
–Será
inútil. Observe. –Torcuato Angora emitió con los labios un sonido como el que
emplean las mujeres para hacer orinar a sus hijos. Aparecieron millones de
gatos. Los alimento, por eso vienen, y después, con los propios cueros les hago
mantitas para cubrirlos cuando hace frío: mientras, engordan. ¿Qué hace en
cambio la Sociedad Protectora de Animales?
–Es
horrible –musitó Edimia.
–¿Ve cómo
me quieren? –dijo Torcuato Angora, mostrando un gato que se trepó a sus
hombros–. ¿Está celosa? –preguntó con malicia.
–Protege
para matar. Engorda para comer a unos inofensivos animales. Es horrible.
–¿Horrible?
Éste es el gato Maestro, el que enseña a todos los otros a conducirse como la
gente.
–¡Pobre
inocente! –exclamó Edimia–. ¿Por qué no me lo presta? Lo traeré listo para
comer.
–Se lo
regalo, señorita. Soy comilón pero no egoísta.
–Regalos
no acepto. Me lo llevaré a casa por unos días. Me gustaría verlo jugar con mis
ovillos de lana. ¿Qué hace usted? ¿No trabaja?
–¿Cree
que puedo vivir del aire? Trabajo en la oficina de Transradio. ¿Y usted?
–Yo
trabajo en la fábrica de embutidos. ¿Y necesita comer gatos?
–No es
por economía, es por costumbre. Mi horario es de ocho a seis.
Edimia se
despidió y tomó en sus brazos el gato. Se encaminó hacia el automóvil,
temblando. Era la primera vez que llevaba un animal doméstico a la casa. ¿Qué
diría su hermana? ¿Y las clientas?
El gato
no congeniaba con ella, por lo que fue más fácil llevar a cabo su proyecto.
Después de cebarlo durante dos meses, lo llevó a las cuatro de la tarde de un
hermoso día a la casa de Torcuato Angora. Había previsto todo. Llevaba en un
paquetito la carne con estricnina. Para no llamar la atención dejó en la otra
cuadra el coche, y llegó a pie a la casa. Se arrodilló, le dio la carne
envenenada al gato y, con lágrimas en los ojos y un martillo, antes de
marcharse, violentamente le golpeó la cabeza. Luego, después de comprobar que
el gato estaba muerto, con los guantes puestos escribió en un papelito que sacó
del bolsillo: “Señor Torcuato: el gato Maestro está a punto para comer. Lo
engordé para usted. Que le aproveche. Amelia Cicuta”. Acomodó el gato junto a
la puerta con el mensaje.
En los
diarios, entre las noticias policiales del día siguiente, no salió la noticia
del envenenamiento de Torcuato Angora. Edimia Urbino compró durante varios días
los diarios de la tarde, para ver si aparecía. Pensó que Torcuato Angora le
había dado un falso nombre como ella. No se atrevió a volver a Almagro. Pero
sabía que en el infierno Torcuato Angora y el gato Maestro estarían esperándola
y que de nada le valdría llamarse Edimia Urbino, haber nacido en una casa con
un patio que tenía una estatua de Baco sosteniendo racimos. Como si su vida
entera hubiera transcurrido sólo en Almagro, en ese terreno baldío, su nombre
valedero era Amelia Cicuta.
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