Kjell Askildsen
Una de las pocas personas que saben que
aún existo es la señora M., de la tienda de la esquina. Dos veces por semana me
trae lo que necesito para vivir, pero no es que se mate por el peso. La veo muy
de tarde en tarde, porque tiene una llave del departamento y deja la compra en la
entrada, es mejor así, de ese modo nos protegemos mutuamente, y mantenemos una relación
pacífica, casi diría amistosa.
Pero una vez que la
oí abrir la puerta con su llave, me vi obligado a llamarla. Me había caído y dado
un golpe en la rodilla, y era incapaz de llegar hasta el diván. Por suerte, era
uno de los días en que le tocaba subirme la compra, así que sólo tuve que esperar
cuatro horas. La llamé cuando llegó. Quiso ir a buscar un médico inmediatamente,
su intención era buena, sólo es la familia más allegada la que llama al médico de
mala fe, cuando quiere librarse de la gente mayor. Le expliqué lo necesario sobre
hospitales y residencias de ancianos sin retorno, y la buena mujer me puso una venda.
Luego hizo tres sándwiches que me dejó en una mesa junto a la cama, además de una
botella de agua. Al final, llegó con una vieja jarra que encontró en la cocina.
–Por si la necesita
–dijo.
Y se marchó. Por la
noche me comí un sándwich, y mientras me lo estaba comiendo vino a verme. Su visita
fue tan inesperada que he de admitir que me vencieron los sentimientos, y dije:
–Qué buena persona es
usted.
–Bueno, bueno –dijo
escuetamente, y se puso a cambiarme la venda.
–Esto le irá bien –dijo,
y añadió–: Así que no quiere saber nada de las residencias de ancianos; por cierto,
supongo que sabe que ahora no se llaman residencias de ancianos, sino residencias
de la tercera edad.
Nos reímos los dos de
buena gana, el ambiente era casi alegre. Es un placer encontrarse con personas que
tienen sentido del humor.
La pierna me estuvo
doliendo durante casi una semana, y ella vino a verme todos los días. El último
día dije:
–Ahora estoy bien, gracias
a usted.
–Bueno, no se ponga
solemne –me interrumpió–, todo ha ido perfectamente.
En eso tuve que darle
la razón, pero insistí en que, sin ella, mi vida podría haber tomado una desgracia
sin rumbo.
–Bah, se las hubiera
arreglado de una u otra manera –contestó–, es usted muy terco. Mi padre se parecía
a usted, así que sé muy bien de lo que hablo.
Me pareció que estaba
sacando conclusiones sobre una base demasiado endeble, pues no me conocía, pero
no quise que pareciera una reprimenda, de modo que me limité a decir:
–Me temo que piensa
demasiado bien de mí.
–Oh, no –contestó–,
debería usted haberlo conocido, era un hombre muy difícil y muy testarudo.
Lo decía completamente
en serio, admito que me impresionó, me entraron ganas de reírme de alegría, pero
me mantuve serio y dije:
–Comprendo. ¿También
su padre llegó a muy mayor?
–Ah sí, muy mayor: Hablaba
siempre mal de la vida, pero nunca he conocido a nadie que se esforzara tanto por
conservarla.
A eso podía sonreír
sin problemas, resultó liberador, incluso me reí un poco, y ella también.
–Supongo que usted también
es así –dijo, y me preguntó impulsiva si le dejaba leerme la mano.
Le tendí una, no recuerdo
cuál de las dos, pero quiso la otra. La miró atenta durante unos instantes, luego
sonrió y dijo:
–Justo lo que me figuraba,
debería usted haber muerto hace mucho tiempo.
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