Alejandra d’Atri
¿Cómo hago? –se preguntó Estela–.
¿Cómo hago para ocultar el moretón que se me desparrama debajo del ojo?
Y bueno, la
trompada de la mañana vaya y pase. Pero, cuando volviese Joaquín, ella ya sabría
cómo evitar la trompada de la tarde: por estúpida que fuese, Estelita había concebido
un plan.
Pegó un vistazo
alrededor, esa pieza rasposa. Qué ironía. Toda su vida esperando la fiesta, el vestido,
el anillo de matrimonio. ¿Y para qué? ¿Para tener vergüenza de salir a la calle?
Pero las cosas
no iban a quedar así, no podían quedar así. Ya le enseñaría ella a tratar a las
mujeres. La plancha ya debía estar a punto.
Viernes, Joaquín.
Hoy es viernes. Llegarás a las ocho.
Estela se
acercó a la puerta de calle y la cerró con doble vuelta. Y dejó la llave en la cerradura.
Tus pesados
pasos se detendrán del otro lado, en el umbral. Y no podrás entrar así nomás. Tendrás
que hacer lo que tanto te enfurece: tendrás que tocar el timbre, me llamarás a voz
en cuello, darás puñetazos contra la puerta… Pero será inútil: yo no saldré a tu
encuentro. Entonces patearás la puerta, volverás a llamarme, a putearme de arriba
a abajo. Y esta vez la pelotuda –pelotuda que quizá también sea cornuda, dicho sea
de paso– no acudirá al llamado del amo, no señor. Buscarás un cigarrillo en tu bolsillo
derecho y te quedarás esperando. Te sacarás la campera –por hacer algo, nomás–,
la tirarás al piso, volverás a gritar abrí pedazo de yegua de mierda y la reputa
madre que te parió. Pero yo no saldré a tu encuentro. En cambio, te estaré esperando
detrás de la puerta, con esta plancha para bifes en la mano, como la empuño ahora
y la levanto antes de abrirte, la plancha bien calentita después de una hora de
hornalla, en seco.
Primero, repuesto
de la sorpresa –no todos los días la puerta de calle se abre sola–, asomarás la
punta de tu bota, cauteloso –Buenos Aires está terrible, ¿no?–. Después pronunciarás
mi nombre en voz baja –yo, bien detrás de la puerta como en las películas, ni bola–,
extenderás un brazo tanteando el interruptor de la luz. Tratarás de empujar la puerta
bien abierta para darte paso, no te explicarás por qué no cede. Y cuando te vuelvas
hacia mí… te voy a estampar la plancha caliente en medio de tu linda carita, de
tu carita de mierda de machista inmundo, mirá. Y entonces vamos a ver quién es el
más maricón de los dos. Porque yo no sabré aguantar tus “fuertes caricias”, pero
vos… no creo que puedas resistir la mía, y encima si te la encajo de canto. No sólo
te quedará hecha bosta esa carita de ángel por el machucón: el hierro al rojo vivo
no perdona a los carilindos.
Abro. Ya estás
–ya estoy– a punto.
–¡Estela!
–la voz del bruto llegó hasta ella como un latigazo–. Estela, y la puta madre, dónde
carajo te metiste, pelotuda. ¡Estela!
–Aquí, querido,
aquí estoy. Justo me agarraste de camino a la cocina. Pensaba hacerte unos bifecitos,
mi amor.
No hay caso,
pensó Estelita. Cada vez que lo veo, tan hombre, este tipo me puede.
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