Ciro Alegría
Los árboles
se fueron empequeñeciendo a medida que la cuesta ascendía. El caminejo comenzó
a jadear trazando curvas violentas, entre cactos de brazos escuetos,
achaparrados arbustos y pedrones angulosos. Los dos caballos reposaban y sus
jinetes habían callado. Un silencio aún más profundo que el de los hombres
enmudecía las laderas. De cuando en cuando, pasaba el viento haciendo chasquear
los arbustos, bramando en los pedrones. En las ráfagas eran sólo una avanzada
del presente ventarrón de la puna. Al cesar después de una breve lucha con las
ramas y los riscos dejaban una gran cauda de silencio. El rumor de las pisadas
de los caballos parecía aumentar ese silencio nutrido de inmensidad. Si algún
pedrusco rodaba del sendero, seguía dando botes por la pendiente, a veces
arrastrando a otros en su caída, y todo ello era como el resbalar de unos
granos de arena de la grandeza de las moles andinas. De pronto, ya no hubo
siquiera arbustos ni cactos. La roca se dio a crecer más y más, ampliándose en
lajas cárdenas y plomizas, tendidas como planos inclinados hacia la altura;
alzándose verticalmente en peñas prietas que remedaban inmensos escalones;
contorsionándose en picachos aristados que herían el cielo tenso;
desperdigándose en pedrones que parecían bohíos vistos a distancia;
superponiéndose en muros de un gigantesco cerco de infinito. Donde había tierra
crecía tenazmente la paja brava llamada ichu. En su color gris amarillento se
arremansaba el relumbrón del sol.
El resuello de caballos y jinetes empezó a colgarse, formando nubecillas
blancuzcas que desaparecían rápidamente en el espacio. Los hombres sentían el
frío en la piel erizada, pese a la gruesa ropa de lana y los tupidos ponchos de
vicuña. El que iba delante volvió la cara y dijo, sofrenando su caballo:
–¿No le dará soroche, niño?
El interpelado respondió:
–Con mi papá he subido hasta el Manancancho.
Ojeó entonces el camino que pugnaba por subir y picó espuelas. Las
rodajas se hundieron en los ijares y el caballo dio un salto, para luego
avanzar sobre el crujido de guijarros. El otro caballo se retrasó un tanto,
pero acabó por apresurarse también, llegando a compasar el rumor de los cascos
junto al primero.
El hombre que iba de guía era un indio viejo, de impasible cara. Bajo el
sombrero de junco, cuya sombra escondía un tanto la rudeza de su faz, los ojos
fulgían como dos diamantes negros incrustados en piedra. Quien lo seguía era un
niño blanco, de diez años, bisoño aún en largos viajes por las breñas andinas,
razón la cual su padre le había asignado el guía. Camino del pueblo donde
estaba la escuela, tenían que pasar por tierras cuya amplitud crecía en soledad
y altura.
Que el niño era blanco decíase por el color de su piel, aunque bien sabía
él mismo que por las venas de su madre corrían algunas gotas de sangre india.
Ella era hermosa y dulce, y la raza nativa se le anunciaba en la mata abundosa
y endrina del cabello, en la piel ligeramente trigueña, en los ojos de una
suave melancolía, en la alegría y la pena contenidas por una serenidad honda,
en la ternura presente siempre, en las manos dadivosas y la voz acariciante.
Así es que el niño blanco no lo era del todo, y más por haber vivido
siempre entre dos mundos. El mundo blanco de su padre y los familiares de éste,
y el mundo de su madre y el pueblo peruano de los Andes del norte, confusa
aglutinación de cholos e indios hasta no poderse hacer precisa cuenta de raza
según la sangre y el alma. Con todo, el niño era considerado blanco debido a su
color y también por pertenecer a la clase de los hacendados, dominadora del
pueblo indio durante más de cuatro siglos.
El muchacho caminaba tras el viejo sin tomar en cuenta, ni poco ni mucho,
que le estaba haciendo un servicio. A lo más podía considerar, con absoluta
naturalidad, que eso no era parte de su deber de indio. Pero tampoco se
preocupaba de considerarlo así. Estaba completamente acostumbrado a que los
indios le sirvieran. En esos momentos, evocaba su casa y algunos episodios de
su vida. Ciertamente que había subido con su padre hasta el Manancancho, cerro
de su hacienda que le llamara la atención debido a que amanecía nevado una que
otra vez. Pero esas montañas que ahora estaban remontando eran evidentemente
más elevadas y acaso el soroche, el mal de la puna, lo atenazaría cuando
estuvieran en las cumbres gélidas. Una sensación de soledad le crecía también
pecho adentro. Hacía cinco horas que caminaban y tres por lo menos que dejaron
los últimos bohíos. El guía indio, que de amanecida y mientras cruzaran por un
valle oloroso a duraznos y chirimoyas, le fue contando entretenidas historias,
se calló al tomar altura, tal vez contagiado del silencio de la puna, acaso
porque más le interesara contemplar el panorama. Los ojos del viejo no hacían
otra cosa que avizorar los horizontes, el cielo amplísimo, los cañones
abismales. El muchacho miraba también, sobre todo a las alturas. ¿Dónde estaría
la famosa cruz?
Al doblar la falda de un cerro, tropezaron con unos arrieros que
conducían una piara de mulas cansinas, las que prácticamente desaparecían bajo
inmensas cargas. Los fardos olían a coca y estaban cubiertos por las frazadas
que los arrieros usarían en la posada. Los vivos colores de las mantas daban
pinceladas de júbilo a la uniformidad gris de las rocas y pajonales.
–Güenos días, cristianos –saludó el guía indio.
Los arrieros contestaron:
–Güenos días les dé Dios…
–Ave María Purísima…
–Güenos días…
El guía indio dijo con la mejor expresión que pudo poner:
–Quién sabe tienen un traguito…
Los arrieros miraron al que parecía ser su jefe, sin responder. Éste, que
era un cholo cuarentón, de ojos sagaces, echó un vistazo al indio viejo y al
niño blanco, para hacerse cargo de quienes eran, y respondió:
–Algo quedará…
Uno de los arrieros le alcanzó, sacándola de las alforjas que llevaba al
hombro, una botella que caló el sol haciendo ver que guardaba mucho cañazo
todavía. El cholo se le acercó al niño, diciendo:
–Si el patroncito quiere, él primero…
–Yo conozco a su papá, el patrón Elías…
El muchacho no gustaba del licor, pero le habían dicho que era bueno en
la altura, para calentarse y evitar el soroche, de modo que tomó dos largos
tragos del áspero aguardiente de caña. El guía indio se detuvo también a los
dos tragos, muy educadamente, pero apenas el jefe de los arrieros lo invitó a
proseguir, se pegó el gollete a la boca y no paró hasta que el más zumbón de la
partida gritole:
–Güeno, yastá güeno…
El viejo sonrió levemente, entregando la botella.
–Dios se lo pague.
Guía y niño avanzaron luego, cruzando con cierta dificultad entre la
desordenada piara de mulas. Sobre una de las mulas, en el vértice de dos
fardos, había una piedra grande hermosamente azulada, casi lustrosa.
–Piedra de devoción –acotó el guía.
Los arrieros lanzaron gritos que eran como zumbantes látigos:
–¡Jah, mula!…
–¡Mulaaaaa!…
–¡So!… ¡So!…
–¡Jah!…
–¡Mula!…
El eco los multiplicaba. Parecía que otra partida arreaba desde las
peñas. En un momento, el largo cordón de las mulas se rehízo y reptó coloreado
la cuesta. Uno de los arrieros echó al viento la afirmación de un huaino:
A mí me llaman Paja Brava
porque he nacido en el campo.
En la lluvia y el viento
fuerte no más me mantengo.
Ya no se
sabía si era más jubiloso el color de las mantas o la canción.
Los jinetes iban todo lo ligero que les permitía la abrupta senda y,
pendiente arriba siempre, fueron dejando lejos a los arrieros. De rato en rato,
escuchaban algún fragmento de los gritos: “¡uuuuuu!”… “¡aaaaa!”… Pero la
inmensidad quedó a poco muda. Salvo que el viento silbó más repetidamente entre
las pajas y despedazó con más furia en los roquedales. Cuando no crecía el
silencio de los peñones, de grandeza levantada impetuosamente hasta el cielo,
naciendo de una sombrosa profundidad.
Abajo, los arrieros y su piara se habían empequeñecido hasta semejar una
hilera de hormigas afanosas, a cuestas con su carga por un sendero al que más
bien había que imaginar, hilo desenvuelto al desgaire, leve línea que borraba
casi, comida por las salientes de las peñas. La sombra de un nubarrón pasaba
lentamente por las laderas, dando un tono más oscuro a los pajonales. Al
ceñirse a las breñas, la sombra ondulaba como un oleaje de aire.
Los dos jinetes tomaron por un camino que cortaba oblicuamente un peñón.
La roca había sido labrada a dinamita y a pico, donde era casi vertical, y se
habían hecho calzadas donde la gradiente permitía asentar piedras. La roca viva
surgía hacia un lado, aupándose hacia las nubes, y por el otro descendía
formando un abismo. Los caballos pisaban firme, nerviosos sin embargo, y sus jinetes
sentían bajo las piernas de los cuerpos crispados, tensos en el esfuerzo
cuidadoso de bordear el desfiladero sin dar un resbalón que podía ser mortal.
Los ojos de las bestias brillaban alertas sobre las sendas roqueñas y su
resuello era más sonoro, prolongándose a veces, donde había que saltar
escalones, en una suerte de quejido. El viejo y el muchacho sentían una
solidaridad profunda hacia sus caballos y los breves gritos que daban para
alentarlos sonaban más bien como palabras de un lenguaje de fraternidad entre
hombre y animal.
El niño blanco no habría sabido calcular el tiempo que duró la travesía
en roca viva, al filo del abismo. Quizá veinte minutos o tal vez una hora.
Aquello terminó cuando el camino, curvándose y abriendo una suerte de puerta, asomose
a una llanura. Él sintió que sus propios nervios se distendían. Su caballo se
detuvo y sacudió adrede el cuerpo, frenéticamente, dando luego un corto
relincho. Descansó así y siguió al del guía con trote fácil. El viejo barbotó:
–¡La mera jalca!
Era el altiplano andino. La paja brava crecía corta en la fría desolación
del yermo. En el fondo de la planicie, se alzaba una nueva crestería. El viento
soplaba tenazmente, pasando libre sobre el páramo, desgreñando los pajonales,
ululando, rezongando. La ruta estaba marcada en ichu por un haz de senderos,
canaletas abiertas por el trajín de la tierra arcillosa. Pedrones de un azul
oscuro hasta el negror o de un rojo de brasa, medio redondos, surgían por aquí
y por allá como gigantescas verrugas de la llanura. Las piedras de tamaño
mediano eran escasas y menos se veían de las pequeñas, buenas para ser
acarreadas. El indio desmontó súbitamente y se encaminó a cierto lado, derecho
hacia una piedra que había logrado localizar y levantó en la mano.
–¿Le llevo una pa’ usté, niño? –preguntó.
–No –fue la respuesta del muchacho.
Con todo, el viejo buscó otra piedra y volvió con ambas. Le llenaban las
manos grandotas. Parsimoniosamente, mirando de reojo al niño blanco, las guardó
en las alforjas colocadas en el basto trasero de la montura, una en cada lado.
Cabalgó entonces y habló:
–Hay que cargar las piedras desde aquí. Más adelante se han acabao…
–Ese arriero que trae una piedra, se pasa de zonzo. ¡Traer una piedra de
tan lejos!
–Habrá hecho promesa, niño.
–¿Y dónde está la cruz?
El viejo señaló con el índice cierto punto de la crestería, diciendo:
–Ésa es…
El muchacho no la distinguió, pese a que tenía buena vista, pero sabía
que el indio, aunque muy viejo, debía tenerla mejor. Estaría allí.
Se referían a la gran Cruz del Alto, famosa en toda la región por
milagrosa y reverenciada. Estaba situada en el lugar donde la ruta vencía la
más alta cordillera. Era costumbre que todo viajero que pasase por dejara una
piedra junto a la peaña. A través de los años, las piedras transportables que había
en las cercanías se agotaron y tenían que llevárselas desde muy lejos. Año tras
año aumentaba la distancia, pero no decrecía la recogida.
El muchacho llevaba también algo en relación con la cruz, pero entre
pecho y espalda. Al despedirse, su padre le había dicho:
–No pongas piedra en la cruz. Ésas son cosas de indios y cholos… de gente
ignorante…
Recordaba exactamente tales palabras.
Él sabía que su padre no era creyente por ser racionalista, cosa que no
entendía. Su madre sí era creyente y llevaba una pequeña cruz de oro sobre el
pecho y encendía una pequeña lámpara votiva ante una hornacina que guardaba la
imagen de la Virgen de los Dolores. Pensaba que también, de haber tenido tiempo
de preguntárselo a su madre, ella le hubiese dicho que pusiera la piedra ante
la cruz. Cavilaba sobre ello cuando sonó la voz del indio, quien se atrevía a
advertirle:
–La piedra es devoción, patroncito. Todo el que pasa tiene que poner su
piedra. Ya ve usté que soy viejo y eso es lo que siempre he visto y oído…
–Ajá… La pondrán los indios y cholos.
–Todos, patroncito. Hasta los blancos…
–¿Los patrones?
–Los patrones también. Es devoción.
–No te creo. ¿Mi papá también?
–A la verdá, nunca pasé junto con él al lado de la Cruz del Alto, pero le
juro que lo hizo…
–No es cierto. Él dice que éstas son cosas de indios y cholos, de gente
ignorante.
–La Santa Cruz le perdone al patrón.
–Una piedra es una piedra.
–No diga eso, patroncito. Mire que al doctor Rivas, el juez del pueblo,
letrao como es, hombre de mucho libro, yo lo vi poner su piedra. Hasta echó sus
lagrimones…
El viento arreció y les impedía hablar. Les levantaba los ponchos, les
azotaba la cara. El muchacho, no obstante ser andino, comenzó a sentir frío de
veras. Unas lagunas de aguas escarchadas, al filo de las cuales pasaban,
reflejaron la traza injerida de caballos y jinetes. Las crines y los ponchos
parecían banderolas del viento. Cuando amainó un poco, el viejo volvió a decir:
–Ponga su piedra, patroncito. A los que no lo hacen, les va mal… Yo no
quiero que le pase nada malo, patroncito…
El muchacho no le contestó. Conocía mucho al viejo indio, pues vivía
cerca de la casa-hacienda, en un bohío igualmente viejo, tanto que en cierto
lugar del techo, la paja se había podrido y apelmazado y crecían allí algunas
hierbas. El viejo le llamaba “niño” habitualmente, con lo cual adquiría el
rango propio de los ancianos, pero cuando quería que le hiciese un favor,
pasaba automáticamente al “patroncito”. “Patroncito. Su papá me ofreció
encargarme un machete y lo ha olvidao. Hágale acordar, patroncito”.
“Patroncito: mi vieja anda mala de la barriga y le voy a dar manzanilla en agua
caliente. Pa que seya güena, se necesita echarle la azucarcita. Deme un puñao
de azucarcita, patroncito”. La manzanilla y otras plantas más o menos
medicinales crecían, junto con repollos y cebollas en el pequeño huerto del
viejo. También había una planta de lúcuma, con cuya fruta le obsequiaba. Y no
lejos del bohío solía deambular siempre una de sus nietas, chinita de la edad
del niño blanco, quien pasteaba un rebaño de ovejas. La muchachita, de cara
reilona y ojos brillantes, cantaba cantos indios con una voz de tórtola. Verla
y oírla le daba un gran contento. Eran tan amigos, que jugando rodaban por la
loma.
Y ahora salía el viejo indio con la cantaleta del “patroncito”. Se
esforzó una vez más:
–Patroncito… Óigame, patroncito. Hace añazos subió un cristiano de la
costa llamao Montuja o algo de esa laya. Así era el apelativo. El tal Montuja
no quiso poner su piedra y se rio. Se rio. Y quien le dice que pasando esta
pampa, al lao de estas meras lagunas según cuentan, le cae un rayo y lo deja en
el sitio…
–Ajá…
–Cierto, patroncito. Y se vio claro que el rayo iba destinao pa él. Con
tres más andaba, que pusieron su piedra, y sólo a don Montuja lo mató…
–Sería casualidad. A mi papá nuca le ha pasado nada, para que veas.
El viejo pensó un rato y luego le dijo:
–La Santa Cruz le perdone al patrón, pero usté, patroncito…
El niño blanco creyendo que no debía discutir con el indio, le interrumpió
diciendo:
–Calla ya.
El viejo enmudeció.
Violento, manso, el viento no cesaba. Su persistencia era un baño helado.
El muchacho tenía las manos ateridas y sentía que las piernas se le estaban
adormeciendo. Esto podía deberse también al cansancio y a la altura. Acaso su
sangre estaba circulando mal. Un ligero sonido estaba comenzando a sonar en el
fondo de sus oídos. Tomando una rápida resolución, desmontó diciendo al guía:
–Jala tú mi caballo. ¡Sigue!
Sin más palabras, echaron a andar, el guía y los caballos delante.
El muchacho se terció el poncho a la espalda y salió de la huella. Pronto
advirtió que las grandes rodajas de las espuelas se enredaban en la paja brava
y tuvo que volver a uno de los senderos. Sentía que las puntas de sus pies
estaban duras y frías y que las piernas le obedecían mal. Apenas podía
respirar, como que le faltaba el aire enrarecido, y su corazón retumbaba.
Claramente, oía el lento y trabajoso palpitar de su corazón. A los diez minutos
de marcha, se había cansado mucho, pero pese a todo, seguía caminando
voluntariosamente. Según oyó decir a su padre, en los Andes hay que pasar a
veces por lugares de diez, doce, catorce mil metros de altura y más. No sabía a
que elevación se encontraba en ese momento, pero indudablemente era muy grande.
Su padre le había hablado también de la forma que hay que comportarse en las
grandes alturas y eso estaba haciendo. Sólo que hasta caminar resultaba
difícil. El mero hecho de avanzar por una planicie, fatigaba. La altura quitaba
el aire. Y no obstante, el viento le había quemado la cara a chicotazos. Al
tocársela, sintió que ardía. Un sabor salino se le agrandó en la boca. Sus
labios estaban partidos y sangrantes. Un rastro rojizo le quedó en los dedos.
Recordó cómo su madre solía curarlo y una honda congoja le anudó el cuello. La
nostalgia de la madre le hizo asomar a los ojos lágrimas tenaces que se los
empañaron. Se las secó rápidamente, para que no lo viera llorar ese indio que
cargaba neciamente dos piedras. Menos mal que los pies se le estaban abrigando
y sentía las piernas menos tiesas.
En realidad, el indio no dejaba de observarlo a su manera, es decir
disimuladamente. Desde la seguridad de su baquía y su milenaria reciedumbre,
sentía cierta admiración por ese pequeño blanco que estaba afrontando
adecuadamente su primera prueba de altura. Pero no dejaba de infundirle cierto
malestar, inclusive temor, la irreverencia del muchacho, en la cual quería ver
algo genuinamente blanco, o sea maligno. Ningún indio sería capaz de hablar así
de la piedra y la cruz. Pero él no tenía palabras para hacerle entender,
después de todo se le había ordenado callar y no podía, en último extremo,
hacer otra cosa. El muchacho, sintiéndose mejor, pues se le habían entibiado
hasta las manos, gritó:
–¡Ey!
–¿Va a montar, niño?
–Sí.
El viejo le acercó el caballo y desmontó diciendo:
–Espere todavía.
Sacó de uno de sus bolsillos un envoltorio de papel ocre. Contenía grasa
de la usada para tratar los cueros, especialmente los lazos y riendas. Con ella
embadurnó la cara del muchacho, a la vez que decía:
–Es buena pa la quemadura de puna… Se ha pelao como papa… Tiene que
curtirse como yo, niño… En la altura, es güeno ser indio… La puna tendrá que
hacerlo menos indio…
Olía mal la grasa, y era tratado como cuero, pero sin abandonar su
arrogancia, el muchacho sonrió. Bien que tuvo que hacerlo con cierta parsimonia
porque los labios partidos le dolieron más al distenderse.
Trote adelante, advirtió que la cordillera, situada al fondo de la llanura,
quedaba ya muy cerca. Alzando los ojos, vio la cruz, erguida arriba, en una concavidad
de las cresterías hasta la cual llegaba el quebrado sendero. Sobre un promontorio,
la cruz extendía sus brazos al espacio, bajo un inmenso cielo.
A poco andar, llegaron a la cordillera. Las rocas que formaban eran pardas
y azules y no había siquiera paja entre ellas. El sendero era extraordinariamente
difícil, labrado de nuevo en las peñas por medio de cortes y calzadas. Frecuentes
escalones demandaban un enorme esfuerzo a las bestias, que crispaban sus cuerpos
en la ascensión, resoplaban sonoramente, daban cortos bufidos como quejas.
El muchacho pensaba que, de no haberse puesto a caminar, ahora se le habría
paralizado el cuerpo. Pese al sol radiante que brillaba en medio del cielo, estallando
en las aristas de las rocas, el aire era singularmente frío, capaz de helar. Su
consistencia sutilísima demandaba que se lo respirase a pulmón lleno, sin que ello
impidiera quedarse con una vaga sensación de asfixia.
Pero no se preocupaba ya. Tenía el cuerpo abrigado por la camiseta y su sangre
fluía acompasadamente. Sus oídos afinados podían escucharlo. Para mejor, terminada
la cuesta, cosa que les llevaría una media hora, comenzarían el descenso. Habiendo
pasado con bien por la prueba, hasta estaba alegre. Quien echaba miradas recelosas
era el indio. El niño blanco las entendió, y más viendo el sendero y sus inmediaciones,
prácticamente limpios de toda piedra que se pudiera transportar.
Dijo volviendo al tema:
–Con el tiempo, quizás tengan que romper las peñas y las piedras grandes a
comba y dinamita… para la devoción. No quedan ni guijarros por aquí…
–Patroncito: cuando los taitas pasan con chiquitos, les dan también su piedra
a cargar… Así, en años y años, hasta las piedras chicas se han acabao, patroncito…
Fuera de que algunos cristianos que no encontraban piedra güena, cargaban con varias
chicas…
–¿Y cuándo comenzó todo esto?
–No hay memoria. Mi taita ya contaba de la devoción y el taita de mi taita,
lo mesmo… También la encontró.
–Está bien que ante las imágenes y cruces pongan lámparas y velas… ¿pero piedras?…
–Como que da lo mesmo, patroncito. La piedra es también devoción.
El indio se quedó meditando y luego, esforzándose por dar expresión adecuada
a sus pensamientos, dijo lentamente:
–Mire, patroncito… La piedra no es cosa de despreciarla… ¿Qué fuera del mundo
sin la piedra? Se hundiría. La piedra sostiene la tierra… Como que sostiene la vida…
–Eso es otra cosa. Pero mi papá dice que los indios, de ignorantes que son,
hasta adoran la piedra. Hay algunos cerros de piedra, tienen que ser de piedra,
a los que llevan ofrendas de coca y chicha y les preguntan cosas… Son como dioses…
Uno de esos cerros es el Huara…
–Así es, patroncito… Dicen que es muy milagroso el cerro Huara.
–Ya ves. ¿Crees tú en el cerro?
–A la verdá que yo nunca jui al Huara, pero no puedo decir ni sí, ni no. Mi
cabeza no me da pa eso…
–Ajá. ¿Y por qué no ponen cruz en ese cerro?
–Dicen que ése no es cerro de cruz. Es cerro de piedra.
–¿Y por qué no le llevan piedras?
–Usté sabe que le llevan ofrendas de otra laya. ¿Pa qué va a querer piedras
si es de piedra?, a una cruz no se le llevan cruces…
–Pero tú crees en el cerro.
–No le puedo responder, como le digo… Yo nunca fui al Huara… pero, patroncito,
¿por qué no va a poner piedra en la cruz? La cruz es la cruz…
–¿Qué importancia tiene una piedra?
–La piedra es devoción, patroncito.
Callaron ambos, ni el viejo ni el muchacho sabían de las innumerables piedras
místicas que había en su historia ancestral, pero la discusión los conturbó en cierto
modo. Más allá de las razones que se dieron, existían otras que no pudieron hacer
aflorar a su mente y sus palabras. El viejo, confusamente, compadecía al niño por
creerlo un ser mutilado, remiso a la alianza profunda con la tierra y la piedra,
con las fuentes oscuras de la vida. Le parecía fuera de la existencia, tal un árbol
sin raíces, o absurdo como un árbol que viviera con las raíces en el aire. Ser blanco,
después de todo, resultaba hasta cierto punto triste.
El muchacho, por su parte, hubiera querido fulminar la creencia del viejo,
pero encontró que la palabra ignorancia no tenía mucho significado, que en último
término carecía de alguno, frente a la fe. Era evidente que el viejo tenía su propia
explicación de las cosas o que, si no la tenía, le daba lo mismo. Incapaz de ir
más allá de estas consideraciones, las aceptó como hechos que tal vez se explicaría
más tarde.
Miró hacia lo alto. La famosa cruz no era visible desde la cuesta, pues la
ocultaban las aristas de los peñones. Pero parecía que ya iban a llegar. El camino
se lanzó por una encañada y saliendo de ella, en la parte más honda de una curva
tendida entre dos picachos, estaba la reverenciada Cruz del Alto.
Como a cincuenta pasos del camino, hacia un lado, se levantaban los recios
maderos ennegrecidos por el tiempo. La peaña cuadrangular sobre la cual se los alza
estaba enteramente cubierta de las piedras amontonadas por los devotos. El pedrerío
seguía extendiéndose por todos lados, teniendo a la cruz como centro, y cubría un
gran espacio, tal vez doscientos metros en redondo.
El indio desmontó y el niño blanco hizo lo mismo para ver mejor lo que pasaba.
El viejo sacó de las alforjas las dos piedras, dejando una en el suelo, a
la vista, sobre las mismas alforjas. Con la otra en la mano, avanzó hasta las orillas
del pedrerío y precisó con los ojos un lugar apropiado. Sacándose el sombrero, y
haciendo una reverencia, en actitud ritual, colocó su misma piedra sobre las otras.
Luego miró la cruz. No movía los labios, pero parecía estar rezando. Quizá pedía
algo en forma de rezo. En sus ojos había un tranquilo fulgor. Bajo el desgreñado
cabello blanco, el rostro cetrino y rugoso tenía la nobleza que da la fe nítida.
Había en toda su actitud algo profundamente conmovedor y al mismo tiempo digno.
Para no turbarlo, el muchacho se alejó un tanto, y después de trepar a una
pequeña loma situada en mitad de la cresta, pudo contemplar, a un lado y al otro,
el más amplio panorama de cerros que hasta ese momento vieron sus ojos.
En el horizonte, las nubes formaban un marco albo sobre el cual las cumbres
se recortaban, azules y negras, limando un tanto sus aristas. Más acá, los cerros
tomaban diferentes colores: morados, rojizos, prietos, amarillentos, según su conformación,
su altura y lejanía, surgiendo a veces desde el lado de ríos que ondulaban como
sierpes grises. Coloreados de árboles y bohíos en sus bases, los cerros íbanse limpiando
de tierra y por último, de no llegar a coronarlos de nieve espejeante, la roca estallaba
en una dramática afloración. La piedra cantaba su épico fragor de abismos, de picachos,
de farallones, de cresterías, de toda suerte de cimas agudas y cumbres encrespadas,
de roquedales enhiestos y peñones bravíos, en sucesión inconmensurable cuya grandeza
era aumentada por una impresión de eternidad. Surgía de ese universo de piedra un
poderoso aliento místico, quizás menos grandioso que el de las noches estrelladas,
pero más ligado a la vida del hombre. Simbólicamente acaso, ese mundo de piedra
estaba allí, al pie de la cruz, en las ofrendas de miles y miles de cantos, de piedras
votivas, llevadas a lo largo del tiempo, en años que nadie podía contar, por los
hombres del mundo de piedra.
El niño blanco se acercó silenciosamente a las alforjas, tomó la piedra y
se acercó a hacer la ofrenda.
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