Miguel Ángel Asturias
A mi madre,
que me contaba cuentos
La carreta llega al pueblo
rodando un paso hoy y otro mañana. En el apeadero, donde se encuentran la calle
y el camino, está la primera tienda. Sus dueños son viejos, tienen güegüecho, han
visto espantos, andarines y aparecidos, cuentan milagros y cierran la puerta cuando
pasan los húngaros: esos que roban niños, comen caballo, hablan con el diablo y
huyen de Dios. La calle se hunde como la hoja de una espada quebrada en el puño
de la plaza. La plaza no es grande. La estrecha el marco de sus portales viejos,
muy nobles y muy viejos. Las familias principales viven en ella y en las calles
contiguas, tienen amistad con el obispo y el alcalde y no se relacionan con los
artesanos, salvo, el día del apóstol Santiago, cuando, por sabido se calla, las
señoritas sirven el chocolate de los pobres en el Palacio Episcopal.
En verano,
la arboleda se borra entre las bojas amarillas, los paisajes aparecen desnudos,
con claridad de vino viejo, y en invierno, el río crece y se lleva el puente.
Como se cuenta
en las historias que ahora nadie cree –ni las abuelas ni los niños–, esta ciudad
fue construida sobre ciudades enterradas en el centro de América. Para unir las
piedras de sus muros la mezcla se amasó con leche. Para señalar su primera huella
se enterraron envoltorios de tres dieces de plumas y tres dieces de cañutos de oro
en polvo junto a la yerba-mala, atestigua un recio cronicón de linajes; en un palo
podrido, saben otros, o bien bajo rimeros de leña o en la montaña de la que surgen
fuentes.
Existe la
creencia de que los árboles respiran el aliento de las personas que habitan las
ciudades enterradas, y por eso, costumbre legendaria y familiar, a su sombra se
aconsejan los que tienen que resolver casos de conciencia, los enamorados alivian
su pena, se orientan los romeros perdidos del camino y reciben inspiración los poetas.
Los árboles
hechizan la ciudad entera. La tela delgadísima del sueño se puebla de sombras que
la hacen temblar. Ronda por Casa-Mata la Tatuana. El Sombrerón recorre los portales
de un extremo a otro; salta, rueda, es Satanás de hule. Y asoma por las vegas el
Cadejo, que roba mozas de trenzas largas y hace ñudos en las crines de los caballos.
Empero, ni una pestaña se mueve en el fondo de la ciudad dormida, ni nada pasa realmente
en la carne de las cosas sensibles.
El aliento
de los árboles aleja las montañas, donde el camino ondula como hilo de humo. Oscurece,
sobrenadan naranjas, se percibe el menor eco, tan honda repercusión tiene en el
paisaje dormido una hoja que cae o un pájaro que canta, y despierta en el alma el
Cuco de los Sueños.
El Cuco de
los Sueños hace ver una ciudad muy grande –pensamiento claro que todos llevamos
dentro–, cien veces más grande que esta ciudad de casas pintaditas en medio de la
Rosca de San Blas. Es una ciudad formada de ciudades enterradas, superpuestas, como
los pisos de una casa de altos. Piso sobre piso. Ciudad sobre ciudad. ¡Libro de
estampas viejas, empastado en piedra con páginas de oro de Indias, de pergaminos
españoles y de papel republicano! ¡Cofre que encierra las figuras heladas de una
quimera muerta, el oro de las minas y el tesoro de los cabellos blancos de la luna
guardados en sortijas de plata! Dentro de esta ciudad de altos se conservan intactas
las ciudades antiguas. Por las escaleras suben imágenes de sueño sin dejar huella,
sin hacer ruido. De puerta en puerta van cambiando los siglos. En la luz de las
ventanas parpadean las sombras. Los fantasmas son las palabras de la eternidad.
El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.
En la ciudad
de Palenque, sobre el cielo juvenil, se recortan las terrazas bañadas por el sol,
simétricas, sólidas y simples, y sobre los bajorrelieves de los muros, poco cincelados
a pesar de su talladura, los pinos delinean sus figuras ingenuas. Dos princesas
juegan alrededor de una jaula de burriones, y un viejo de barba niquelada sigue
la estrella tutelar diciendo augurios. Las princesas juegan. Los burriones vuelan.
El viejo predice. Y como en los cuentos, tres días duran los burriones, tres días
duran las princesas.
En la ciudad
de Copán, el Rey pasea sus venados de piel de plata por los jardines de Palacio.
Adorna el real hombro la enjoyada pluma del nahual. Lleva en el pecho conchas de
embrujar, tejidas sobre hilos de oro. Guardan sus antebrazos brazaletes de caña
tan pulida que puede competir con el marfil más fino. Y en la frente lleva suelta,
insigne pluma de garza. En el crepúsculo romántico, el Rey fuma tabaco en una caña
de bambú. Los árboles de madre-cacao dejan caer las hojas. Una lluvia de corazones
es bastante tributo para tan gran señor. El Rey está enamorado y malo de bubas,
la enfermedad del sol.
Es el tiempo
viejo de las horas viejas. El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos. La arquitectura
pesada y suntuosa de Quiriguá hace pensar en las ciudades orientales. El aire tropical
deshoja la felicidad indefinible de los besos de amor. Bálsamos que desmayan. Bocas
húmedas, anchas y calientes. Aguas tibias donde duermen los lagartos sobre las hembras
vírgenes. ¡El trópico es el sexo de la tierra!
En la ciudad
de Quiriguá, a la puerta del templo, esperan mujeres que llevan en las orejas perlas
de ámbar. El tatuaje dejó libres sus pechos. Hombres pintados de rojo, cuya nariz
adorna un raro arete de obsidiana. Y doncellas teñidas con agua de barro sin quemar,
que simboliza la virtud de la gracia.
El Sacerdote
llega; la multitud se aparta. El sacerdote llama a la puerta del templo con su dedo
de oro; la multitud se inclina. La multitud lame la tierra para bendecirla. El sacerdote
sacrifica siete palomas blancas. Por las pestañas de las vírgenes pasan vuelos de
agonía, y la sangre que salpica el cuchillo de chay del sacrificio, que tiene la
forma del Árbol de la Vida, nimba la testa de los dioses, indiferentes y sagrados.
Algo vehemente trasciende de las manos de una reina muerta que en el sarcófago parece
estar dormida. Los braseros de piedra rasgan nubes de humo olorosas a anís silvestre,
y la música de las flautas hace pensar en Dios. El sol peina la llovizna de la mañana
primaveral afuera, sobre el verdor del bosque y el amarillo sazón de los maizales.
En la ciudad
de Tikal, palacios, templos y mansiones están deshabitados. Trescientos guerreros
la abandonaron, seguidos de sus familias. Ayer mañana, a la puerta del laberinto,
nanas e iluminados contaban todavía las leyendas del pueblo. La ciudad alejóse por
las calles cantando. Mujeres que mecían el cántaro con la cadera llena. Mercaderes
que contaban semillas de cacao sobre cueros de puma. Favoritas que enhebraban en
hilos de pita, más blanca que la luna, los chalchihuitls que sus amantes tallaban
para ellas a la caída del sol. Se clausuraron las puertas de un tesoro encantado.
Se extinguió la llama de los templos. Todo está como estaba. Por las calles desiertas
vagan sombras perdidas y fantasmas con los ojos vacíos.
¡Ciudades
sonoras como mares abiertos!
A sus pies
de piedra, bajo la vestidura ancha, ceñida de leyendas, juega un pueblo niño a la
política, al comercio, a la guerra, señalándose en las eras de paz el aparecimiento
de maestros-magos que por ciudades y campos enseñan la fabricación de las telas,
el valor del cero y las sazones del sustento.
La memoria
gana la escalera que conduce a las ciudades españolas. Escalera arriba se abren
a cada cierto espacio, en lo más estrecho del caracol, ventanas borradas en la sombra
o pasillos formados con el grosor del muro, como los que comunican a los coros en
las iglesias católicas. Los pasillos dejan ver otras ciudades. La memoria es una
ciega que en los bultos va encontrando el camino. Vamos subiendo la escalera de
una ciudad de altos: Xibalbá, Tuláin, ciudades mitológicas, lejanas, arropadas en
la niebla. Iximché, en cuyo blasón el águila cautiva corona el galibal de los señores
cakchiqueles. Utatlán, ciudad de señoríos. Y Atitlán, mirador engastado en una roca
sobre un lago azul. ¡La flor del maíz no fue más bella que la última mañana de estos
reinos! El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.
En la primera
ciudad de los Conquistadores –gemela de la ciudad del Señor Santiago–, una ilustre
dama se inclina ante el esposo, más temido que amado. Su sonrisa entristece al Gran
Capitán, quien, sin pérdida de tiempo, le da un beso en los labios y parte para
las Islas de la Especiería. Evocación de un tapiz antiguo. Trece navíos aparejados
en el golfo azul, bajo la luna de plata. Siete ciudades de Cíbola construidas en
las nubes de un país de oro. Dos caciques indios dormidos en el viaje. No se alejan
de las puertas de Palacio los ecos de las caballerías, cuando la noble dama ve o
sueña, presa de aturdimientos, que un dragón hace rodar a su esposo al silo de la
muerte, ahogándola a ella en las aguas oscuras de un río sin fondo.
Pasos de ciudad
colonial. Por las calles arenosas, voces de clérigos que mascullan Ave-Marías, y
de caballeros y capitanes que disputan poniendo a Dios por testigo. Duerme un sereno
arrebozado en la capa. Sombras de purgatorio. Pestañeo de lámparas que arden en
las hornacinas. Ruido de alguna espuela castellana, de algún pájaro agorero, de
algún reloj despierto.
En Antigua,
la segunda ciudad de los Conquistadores, de horizonte limpio y viejo vestido colonial,
el espíritu religioso entristece el paisaje. En esta ciudad de iglesias se siente
una gran necesidad de pecar. Alguna puerta se abre dando paso al señor obispo, que
viene seguido del señor alcalde. Se habla a media voz. Se ve con los párpados caídos.
La visión de la vida a través de los ojos entreabiertos es clásica en las ciudades
conventuales. Calles de huertos. Arquerías. Patios solariegos donde hacen labor
las fuentes claras. Grave metal de las campanas. ¡Ojalá se conserve esta ciudad
antigua bajo la cruz católica y la guarda fiel de sus volcanes! Luego, fiestas reales
celebradas en geniales días, y festivas pompas. Las señoras, en sillas de altos
espaldares, se dejan saludar por caballeros de bigote petulante y traje de negro
y plata. Ésta une al pie breve la mirada lánguida. Aquélla tiene los cabellos de
seda. Un perfume desmaya el aliento de la que ahora conversa con un señor de la
Audiencia. La noche penetra… penetra… El obispo se retira, seguido de los bedeles.
El tesorero, gentil hombre y caballero de la orden de Montesa, relata la historia
de los linajes. De los veladores de vidrio cae la luz de las candelas entumecida
y eclesiástica. La música es suave, bullente, y la danza triste a compás de tres
por cuatro. A intervalos se oye la voz del tesorero que comenta el tratamiento de
“Muy ilustre Señor” concedido al conde de la Gomera, capitán general del Reino,
y el eco de dos relojes viejos que cuentan el tiempo sin equivocarse. La noche penetra…
penetra… El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.
Estamos en
el templo de San Francisco. Se alcanzan a ver la reja que cierra el altar de la
Virgen de Loreto, los pavimentos de azulejos de Génova, las colgaduras de Damasco,
los tafetanes de Granada y los terciopelos carmesí y de brocado. ¡Silencio! Aquí
se han podrido más de tres obispos y las ratas arrastran malos pensamientos. Por
las altas ventanas entra furtivamente el oro de la luna. Media luz. Las candelas
sin llamas y la Virgen sin ojos en la sombra.
Una mujer
llora delante de la Virgen. Su sollozo en un hilo va cortando el silencio. El hermano
Pedro de Betancourt viene a orar después de medianoche: dio pan a los hambrientos,
asilo a los huérfanos y alivio a los enfermos. Su paso es imperceptible. Anda como
vuela una paloma.
Imperceptiblemente
se acerca a la mujer que llora, le pregunta qué penas la aquejan, sin reparar en
que es la sombra de una mujer inconsolable, y la oye decir:
¡Lloro porque
perdí a un hombre que amaba mucho; no era mi esposo, pero lo amaba mucho!… ¡Perdón,
hermano, esto es pecado!
El religioso
levantó los ojos para buscar los ojos de la Virgen, y… ¡qué raro!, había crecido
y estaba más fuerte. De improviso sintió caer sobre sus hombros la capa aventurera,
la espada ceñida a su cintura, la bota a su pierna, la espuela a su talón, la pluma
a su sombrero. Y comprendiéndolo todo, porque era santo, sin decir palabra inclinóse
ante la dama que seguía llorando…
¿Don Rodrigo?
Con el tino
del loco que se propone atrapar su propia sombra, ella se puso en pie, recogió la
cola de su traje, llegóse a él y le cubrió de besos. ¡Era el mismo Don Rodrigo!…
¡Era el mismo Don Rodrigo!…
Dos sombras
felices salen de la iglesia –amada y amante– y se pierden en la noche por las calles
de la ciudad, torcidas como las costillas del infierno.
Y a la mañana
que sigue cuéntase que el hermano Pedro estaba en la capilla profundamente dormido,
más cerca que nunca de los brazos de Nuestra Señora.
El Cuco de
los Sueños va hilando los cuentos. De los telares asciende un siseo de moscas presas.
Un razraz de escarabajo escapa de los rincones venerables donde los cronistas del
rey, nuestro señor, escriben de las cosas de Indias. Un lero-lero de ranas se oye
en los coros donde la voz de los canónigos salmodia al crepúsculo. Palpitación de
yunques, de campanas, de corazones…
Pasa Fray
Payo Enríquez de Rivera. Lleva oculta, en la oscuridad de su sotana, la luz. La
tarde sucumbe rápidamente. Fray Payo llama a la puerta de una casa pequeña e introduce
una imprenta.
Las primeras
voces me vienen a despertar; estoy llegando. ¡Guatemala de la Asunción, tercera
ciudad de los Conquistadores! Ya son verdad las casitas blancas sorprendidas desde
la montaña como juguetes de nacimiento. Me llena de orgullo el gesto humano de sus
muros –clérigos o soldados vestidos por el tiempo–, me entristecen los balcones
cerrados y me aniñan los zaguanes abuelos. Ya son verdad las carreras de los rapaces
que se persiguen por las calles y las voces de las niñas que juegan a Andares:
–“¡Andares!
¡Andares!”
–“¿Qué te
dijo Andares?”
–“¡Que me
dejaras pasar!”
–¡Mi pueblo!
¡Mi pueblo, repito, para creer que estoy llegando! Su llanura feliz. La cabellera
espesa de sus selvas. Sus montañas inacabables que al redor de la ciudad forman
la Rosca de San Blas. Sus lagos. La boca y la espalda de sus cuarenta volcanes.
El patrón Santiago. Mi casa y las casas. La plaza y la iglesia. El puente. Los ranchos
escondidos en las encrucijadas de las calles arenosas. Las calles enredadas entre
los cercos de yerba-mala y chichicaste. El río que arrastra continuamente la pena
de los sauces. Las aflores de izote. –¡Mi pueblo! ¡Mi pueblo!
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