Guillaume Apollinaire
¿Sobre qué conciencia no pesa
un crimen? –preguntó el barón d’Ormesan–. Por mi parte, ya no me tomo la molestia
de contarlos. He cometido algunos que me produjeron dinero, y si hoy no soy millonario,
debo culpar más bien a mis apetitos que a mis escrúpulos.
En 1901, en
unión de unos amigos, fundé la Compañía Internacional Cinematographic, a la que
para abreviar llamamos CIC. Nuestro propósito era producir una película de gran
interés y pasarla luego en los cinematógrafos de las principales ciudades de Europa
y América. Nuestro programa estaba bien trazado. Gracias a la indiscreción de uno
de los domésticos, pudimos obtener una escena interesantísima que representaba al
presidente de la República, en momentos en que se levantaba de la cama. Siguiendo
idéntico procedimiento, también logramos la filmación del nacimiento del príncipe
de Albania. En otra oportunidad, después de comprar a precio de oro la complicidad
de algunos funcionarios del sultán, pudimos fijar para siempre la impresionante
tragedia del gran visir Malek Pacha, quien, después de los desgarradores adioses
a sus esposas e hijos, bebió, por orden de su amo y señor, el funesto café en la
terraza de su residencia de Pera.
Sólo nos faltaba
la representación de un crimen. Pero, desdichadamente, no es fácil conocer con anticipación
la hora de un atraco y es muy raro que los criminales actúen abiertamente.
Desesperando
de lograr por medios lícitos el espectáculo de un atentado, decidimos organizarlo
por nuestra cuenta en una casa que alquilamos en Auteuil a esos efectos. Primeramente
habíamos pensado contratar actores para un simulacro de ese crimen que nos faltaba,
pero, aparte de que con ello hubiésemos engañado a nuestros futuros espectadores
al ofrecerles escenas falsas, habituados como estábamos a no cinematografiar más
que la realidad, no podíamos satisfacernos con un simple juego teatral por perfecto
que fuera. Llegamos así a la conclusión de echar suerte, para establecer quién de
entre nosotros debía juramentarse y cometer el crimen que nuestra cámara registraría.
Mas ésta fue una perspectiva ingrata para todos. Después de todo, éramos una sociedad
constituida por personas de bien y nadie tomaba a broma eso de perder el honor ni
aun por fines comerciales.
Una noche
decidimos emboscarnos en la esquina de una calle desierta, muy cerca de la villa
que alquiláramos. Éramos seis y todos íbamos armados con revólveres. Pasó una pareja:
un hombre y una mujer jóvenes, cuya elegancia muy rebuscada nos pareció a propósito
para acondicionar los elementos más interesantes de un crimen pasional. Silenciosos,
nos abalanzamos sobre la pareja y amordazándolos los condujimos a la casa. Allí
los dejamos bajo el cuidado de uno de nuestro grupo, volviendo a nuestra posición.
Un señor de patillas blancas vestido con traje de noche apareció en la calle; salimos
a su encuentro y lo arrastramos a la casa a pesar de su resistencia. El brillo de
nuestros revólveres dio razón de su coraje y de sus gritos.
Nuestro fotógrafo
preparó su cámara, iluminó la sala convenientemente y se aprestó a registrar el
crimen. Cuatro de los nuestros se colocaron al lado del fotógrafo apuntando con
las armas a los cautivos.
La joven pareja
estaba todavía desvanecida. Los desvestí con atenciones conmovedoras: despojé a
la muchacha de la falda y el corsé, dejando al joven en mangas de camisa. Dirigiéndome
al señor de esmoquin, le dije:
–Señor: ni
mis amigos ni yo deseamos a usted ningún mal. Pero le exigimos, bajo pena de muerte,
que asesine, con este puñal que arrojo a sus pies, a este hombre y a esta mujer.
Ante todo, usted tratará de que vuelvan de su desmayo; tenga cuidado que no lo estrangulen.
Como están desarmados, no cabe la menor duda de que usted logrará su propósito.
–Señor –repuso
cortésmente el futuro asesino– no tengo más remedio que ceder ante la violencia.
Usted ha tomado todas las resoluciones y no deseo en lo más mínimo modificar una
decisión cuyo motivo no se me aparece claramente; voy a pedirle una gracia, sólo
una: permítame cubrirme el rostro.
Nos consultamos
y resolvimos que era mejor así, tanto para él como para nosotros. Coloqué sobre
la cara del hombre un pañuelo en el que previamente habíamos abierto dos orificios
en el lugar de los ojos, y el individuo comenzó su tarea.
Golpeó al
joven en las manos. Nuestro aparato fotográfico empezó a funcionar, registrando
esta lúgubre escena. Con el puñal dio unos puntazos en el brazo de su víctima. Ésta
se puso rápidamente de pie, saltando, con una fuerza duplicada por el espanto, sobre
la espalda de su agresor. La muchacha volvió en sí de su desvanecimiento y acudió
en socorro de su amigo. Fue la primera en caer, herida en el corazón. Luego la escena
se concentró en el joven, que se abatió de una herida en la garganta. El asesino
hizo las cosas bien. El pañuelo que cubría su rostro no se había movido durante
la lucha, y lo conservó puesto todo el tiempo que la cámara funcionó.
–¿Están ustedes
conformes? –nos preguntó–. ¿Puedo ahora arreglarme un poco?
Lo felicitamos
por su labor. Se lavó las manos, se peinó, cepillándose luego el traje. Inmediatamente,
la cámara se detuvo.
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