Antonio di Benedetto
Puede apolillarse una persona, se dice,
cuando se retira, cuando hace de la soledad su compañera. Puede, sí; puede
apolillarse. Es mi caso, como todos lo saben.
Todos lo saben, porque
me ven; todos, asimismo, desconocen las causas. La opinión generalizada, no por
generalizada, creo yo, acertada, es que siempre me resistí a los deportes o por
lo menos al aire libre, al campo o simplemente a cualquier esfuerzo físico.
Quizás induzca tales
pensamientos mi cuerpo, ahora tan visible. Es, posiblemente, mi castigo. En
esto tiene que consistir. Porque esto de apolillarse, esta palabra rancia que
me ha ocurrido, tomó posesión de mí como menos podía esperarlo, sin haberlo
esperado nunca, claro está.
La polilla, este ejército
ciego y famélico, me come, me come, paciente pero activamente, cuanta ropa me
pongo para cubrirme, sin dar alivio no sólo a mi pudor, sino a mis carnes
metalizadas por el frío. Todo es imposible contra ellas. Cualquier trapo que me
caiga encima suscitará, no digo su apetito, que debe ser implacable, sino su
decisión de cumplir una especie de abominable mandato que me persigue. Devoran;
me dejan con los brazos cruzados sobre el pecho; y desaparecen. Desaparecen;
pero yo sé, avisado por la experiencia, que siempre volverán.
Nada puedo contra ellas
y tampoco, ¡Cristo!, puedo contra mí. No es sólo porque al tomar el revólver
las polillas se comerían las balas, sino porque yo quiero vivir. Yo quiero
vivir. No sé para qué; pero quiero. Lo único que pido es que se me libre de las
polillas, que se me permita andar por la calle oculto, como todo el mundo,
dentro de un traje.
La gente no se
acostumbra y casi no me tolera. Al principio, yo cultivaba la esperanza de que
se habituaran a verme, como les ha sucedido con el hombre sin piernas y tantos
otros desdichados que tienden la mano, si es que la tienen. Pero no. Lo único
que legalmente no se me impide es andar libremente por la calle, ir a la
confitería y al cine, o adonde necesite o puramente quiera presentarme. Con esa
disposición al simbolismo que, con el pretexto de sobrepasarla, elude la
realidad, se ha entendido que yo, por algún designio que nadie explica, soy el
símbolo de la pobreza. Es un error. No se animan a ver la realidad escueta y
simple: estoy sin ropas porque las polillas me las comen.
*
* *
Hacia el término de este mal año, la
reflexión ha sucedido al desasosiego. La lucidez ha venido, tal vez adulterada
por la resignación, y he dado con la pregunta clave que pocos quieren
contestarse sensatamente: ¿Para qué vivir?
Ayer hice lo elemental:
hablarles. Les pedí compasión, sin entrar a preguntarles si pueden tenerla o
les está prohibido ejercerla. Nada me respondieron, quizás por no
comprometerse; se habían acercado a mí y me circundaban, como antes, cuando yo
intentaba cubrirme. Esto, para mi espíritu necesitado de esperanzas, fue
suficiente. Emprendí la parte consecuente de mi plan. Puesto que las polillas
comen las superficies manchadas y excavan devorando, les dije que en mi vida
había una mancha, localizada en el pecho. De tal manera, calculé, si lograba
conmover su sentimiento, podrían darme la necesaria muerte sin asumir mayores
responsabilidades ante su mandante.
Ahora están comiendo mi
corazón, ahí han llegado las penetrantes, y yo siento, cada vez más, un grande
alivio, como si fuera entrando en el sueño, pasito a pasito…
El resto de corazón que
me queda palpita de gratitud por ese acto de amor y cuando –todavía– pienso en
el amor, se me ocurre, ignorando el porqué, que toda mi culpa debe de haber
sido ocultarle mi cuerpo. Aparte de esto, que se me diga, por piedad, se me
diga, ¿qué puede haber cometido de aborrecible un muchacho de veinte años?
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